Prometí obedecer.
Y
obedecí, unas pocas veces. Pero Rex estaba incómodo con el bozal; y
a mí me dolía ponérselo, de modo
que
decidí no colocárselo más. Todo marchó bien por un tiempo, pero de
pronto tuvimos un tropiezo. Rex y yo corríamos por un sendero,
cierta tarde, cuando repentinamente vi la majestad de la ley,
montada en un caballo alazán. Rex corría adelante, directamente
hacia el policía.
-Yo
sabía ya que estaba perdido. No esperé que el policía empezara a
hablar. Le gané. Le dije:
-Agente, me ha sorprendido con las manos en la masa. Soy culpable.
No tengo excusas ni disculpas. La semana pasada me advirtió usted
que si volvía a traer al perro sin bozal me iba a aplicar una multa.
-Sí,
es cierto -respondió el agente con tono muy suave-. Pero yo sé que
es una tentación dejar que el pobre perrito corra un poco por aquí,
cuando no hay nadie cerca.
-Claro que es una tentación, pero es contrario a la ley.
-Bueno, un perrito tan chico no va a hacer daño a nadie -recordó el
agente.
-No,
pero puede matar a alguna ardilla -insistí.
-Vamos, creo que usted está extremando las cosas. Escúcheme. Déjelo
correr más allá de esa colina, donde yo no pueda verlo... y aquí no
ha pasado nada.
Aquel
agente de policía, por ser humano, quería sentirse importante;
cuando yo empecé a condenar mi proceder, la única forma en que él
podía satisfacer su deseo de importancia era la de asumir una
actitud magnánima.
Pero
supongamos que yo hubiera tratado de defenderme ... ¿Ha discutido
usted alguna vez con la policía?
En
lugar de lanzarme a la batalla contra él, admití desde el principio
que la razón estaba de su parte, que yo no la tenía; lo admití
rápidamente, abiertamente, y con entusiasmo. Y la cuestión terminó
agradablemente: él pasó a ocupar mi parte y yo pasé a ocupar la
suya. Si sabemos que de todas maneras se va a demostrar nuestro
error, ¿no es mucho mejor ganar la delantera y reconocerlo por
nuestra cuenta? ¿No es mucho más fácil escuchar la crítica de
nuestros labios que la censura de labios ajenos?
Diga
usted de sí mismo todas las cosas derogatorias que sabe está
pensando la otra persona, o quiere decir, o se propone decir, y
dígalas antes de que él haya tenido una oportunidad de formularlas,
y le quitará la razón de hablar.
Lo
probable -una probabilidad de ciento a uno- es que su contendor
asuma entonces una actitud generosa, de perdón, y trate de restar
importancia al error por usted cometido, exactamente como ocurrió en
el episodio del policía montado.
Ferdinand E. Warren, artista comercial, utilizó esta técnica para
obtener la buena voluntad de un comprador petulante, irritable.
El
Sr. Warren nos narró su experiencia en estos términos:
"Es
de suma importancia, al hacer dibujos para fines de publicidad y
para los periódicos, ser muy preciso y muy exacto.
"Algunos compradores exigen que sus pedidos sean ejecutados
inmediatamente, y en esos casos suelen ocurrir algunos ligeros
errores. Yo conocí particularmente a uno que se complacía en
encontrar hasta los menores defectos. A menudo he salido de su
despacho irritado, no por sus críticas sino por sus métodos de
ataque. Hace poco entregué un trabajo apresurado a este comprador y
poco después me dijo por teléfono que fuera inmediatamente a su
oficina. Cuando llegué encontré lo que esperaba y temía. Estaba
lleno de hostilidad, encantado de tener una oportunidad de
criticarme. Preguntó, acaloradamente,
por qué yo había hecho esto y aquello. Vi una oportunidad para
aplicar la autocrítica, según lo recomendado en este curso. Así,
pues, le contesté:
"-Señor
Fulano, si lo que dice usted es cierto, la culpa es mía y no hay
excusas por este error. Después de hacer dibujos para usted durante
tanto tiempo, ya debía saber estas cosas. Estoy avergonzado por lo
que ocurre.
"El
comprador empezó a defenderme inmediatamente. "-Sí, es cierto
-afirmó-, pero al fin y al cabo no es un error muy grave. Es
solamente...
"-Cualquier error -le interrumpí- puede resultar costoso, y todos
son irritantes.
"Quiso hablar, pero no lo dejé. Yo estaba a mis anchas. Por primera
vez en la vida me criticaba a mí mismo, y estaba encantado.
"-Debí tener más cuidado -proseguí-. Usted me encarga mucho trabajo
y merece que se le entregue lo mejor. Así, pues, voy a hacer este
dibujo de nuevo.
"-
¡No, no! -protestó-. Ni piense en tomarse toda esa molestia.
"Elogió después mi trabajo, me aseguró que sólo hacía falta una leve
modificación, y que mi ligero error no había costado dinero a su
firma; que, al fin y al cabo, era una cuestión de detalle, que no
valía la pena preocuparse.
"Mi
prontitud en criticarme le había quitado el ansia de pelear. Terminó
por invitarme a almorzar, y antes de separarnos me pagó mi trabajo y
me encargó otro."
Hay
un cierto grado de satisfacción en tener
el
valor de admitir los errores
propios. No sólo limpia_el aire de culpa y actitud defensiva, sino
que a menudo ayuda a resolver el problema creado por el error.
Bruce
Harvey, de Albuquerque, Nueva México, había autorizado
incorrectamente el pago del salario completo a un empleado que tenía
licencia por enfermedad. Cuando descubrió su error, llamó al
empleado, le explicó la situación y le dijo que para corregir el
error tendría que descontar de su siguiente
pago
el
monto completo del exceso pagado antes. El empleado dijo que eso le
causaría un grave problema financiero, y pidió que los descuentos
se hicieran a lo largo de determinado espacio de tiempo. Harvey le
explicó que para hacer esto último necesitaba la aprobación de su
supervisor.
-Y yo
sabía que esto -nos dijo Harvey-, provocaría una explosión por parte
de mi jefe. Mientras trataba de decidir cómo manejar esta situación,
comprendí que todo el problema había salido de un error mío, y
tendría que admitirlo así.
"Entré en la oficina de mi jefe, le dije que había cometido un
error, y después le hice un informe completo de los hechos. Replicó
de modo explosivo que era culpa del departamento de personal. Repetí
que la culpa era mía. Volvió a explotar contra el descuido del
departamento contable. Una vez más le expliqué que la culpa era toda
mía. Culpó a otras dos personas de la oficina. Pero cada vez yo
repetía que era culpa mía. Al fin me miró y me dijo: `De acuerdo, es
culpa suya. Arréglelo como mejor le parezca'. El error fue
corregido y no hubo problemas para nadie. Me sentí muy satisfecho
porque pude manejar una situación tensa y tuve el valor de no buscar
excusas. Desde entonces mi jefe me respetó más."
Cualquier tonto puede tratar de defender sus errores -y casi todos
los tontos lo hacen-, pero está por encima de los demás, y asume un
sentimiento de nobleza y exaltación quien admite los propios
errores.
Por
ejemplo, una de las cosas más bellas que registra la historia de
Robert E. Lee es la forma en que se echó toda la culpa por el
fracaso de la carga de Pickett en Gettysburg.
La
carga de Pickett fue sin duda el ataque más brillante
y pintoresco que jamás ha ocurrido en el mundo occidental. El mismo
general George E. Pickett era pintoresco. Usaba tan largos los
cabellos que sus rizos castaños le tocaban casi los hombros; y,
como Napoleón en sus campañas de Italia, escribía ardientes cartas
de amor día por día en el campo de batalla. Sus soldados, adictos a
él, lo saludaron con vítores aquella trágica tarde de julio en que
emprendió la marcha hacia las líneas de la Unión, la gorra
requintada sobre la oreja derecha. Le dieron vítores y lo siguieron,
hombro contra hombro, fila tras fila, estandartes al viento y
bayonetas resplandecientes al sol. Era un gallardo espectáculo.
Osado. Magnífico. Un murmullo de admiración corrió por las líneas de
la Unión al avistarlo.
Las
tropas de Pickett avanzaron con paso fácil, a través de huertos y
maizales, a través de un prado, y sobre una quebrada. Pero
entretanto los cañones del enemigo destrozaban sus filas. Y ellos
seguían, decididos, irresistibles. De pronto la infantería de la
Unión se alzó detrás del muro de piedra en el Cerro del Cementerio,
donde se había ocultado, y disparó andanada tras andanada contra las
fuerzas indefensas que iban avanzando. La cima del cerro era una
llamarada, un matadero, un volcán. En pocos minutos, todos los
comandantes de brigada, salvo uno, habían caído, y con ellos estaban
en el suelo las cuatro quintas partes de los cinco mil hombres que
mandaba Pickett.
El
general Lewis A. Armistead, que conducía las tropas en el embate
final, corrió adelante, saltó sobre el muro de piedra y, agitando la
gorra en la punta de la espada, gritó:
-A
ellos, muchachos.
Así
lo hicieron. Saltaron sobre el muro, hincaron bayonetas en los
cuerpos enemigos, aplastaron cráneos con sus mosquetes, y clavaron
las banderas del Sur en el Cerro del Cementerio.
Las
banderas flamearon allí por un momento apenas. Pero ese momento,
breve como fue, resultó el momento supremo para la Confederación.
La
carga de Pickett, brillante, heroica, fue no obstante el comienzo
del fin. Lee había fracasado. No podía penetrar en el Norte. Y lo
sabía. El Sur estaba perdido.
Tan
triste, tan atónito quedó Lee, que envió su renuncia y pidió a
Jefferson Davis, presidente de la Confederación, que designara a "un
hombre más joven y más capaz". Si hubiera querido culpar a cualquier
otro jefe por el desastroso fracaso de la carga de Pickett, habría
encontrado muchas excusas. Algunos de sus comandantes divisionarios
fallaron. La caballería no llegó a tiempo para apoyar el ataque de
la infantería. Esto resultó mal y aquello también.
Pero
Lee era demasiado noble para culpar a los demás. Cuando los soldados
de Pickett, vencidos, ensangrentados, volvieron trabajosamente a las
líneas confederadas, Robert E. Lee salió a su encuentro, a solas, y
los recibió con una autocrítica que era poco menos que sublime.
-Todo
esto -confesó- ha sido por culpa mía. Yo, y solamente yo, he perdido
esta batalla.
Pocos
generales de la historia han tenido el valor y la fuerza de carácter
necesarios para admitir tal cosa. Michael Cheung, instructor de uno
de nuestros cursos en Hong Kong, nos contó que la cultura china
presenta algunos problemas especiales, y dijo que a veces es
necesario reconocer que los beneficios de aplicar un principio
pueden superar las ventajas de mantener una antigua tradición. Tenía
un alumno, un hombre maduro, que hacía muchos años estaba
distanciado de su hijo. El padre había sido adicto al opio, pero
ahora estaba curado. En la tradición china, una persona mayor no
puede tomar la iniciativa en un caso como aquél. El padre sentía
que le correspondía al hijo dar el primer paso hacia la
reconciliación. En una de las primeras clases del curso habló de sus
nietos que no conocía, y de lo mucho que deseaba reunirse con su
hijo. Los alumnos del curso, todos chinos, comprendieron su
conflicto entre su deseo y una antigua tradición. El padre sentía
que los jóvenes debían mostrar respeto por sus mayores, y que estaba
en lo justo al no ceder a su deseo y esperar a que fuera su hijo
quien se acercara a él.
Hacia
el fin del curso, el padre volvió a dirigirse a la clase:
-He
estado pensando en mi problema -dijo-. Dale Carnegie dice: "Si usted
se equivoca, admítalo rápida y enfáticamente". Es demasiado tarde
para que yo lo admita rápido, pero puedo hacerlo enfáticamente. Me
porté mal con mi hijo. Él tuvo razón en no querer verme y en
alejarme de su vida. Puedo perder dignidad al pedirle perdón a una
persona más joven, pero fue mi culpa, y es mi responsabilidad
admitirlo.
La
clase lo aplaudió y le dio todo su apoyo. En la clase siguiente
contó que había ido a la casa de su hijo, le había pedido perdón, y
ahora había iniciado una nueva relación con su hijo, su nuera y sus
nietos a los que al fin había conocido.
Elbert Hubbard fue uno de los autores más originales y que
más
agitaron a los Estados Unidos, y sus mordaces escritos despertaron a
menudo fieros resentimientos. Pero Hubbard, gracias a su rara
habilidad para tratar con la gente, convirtió frecuentemente a sus
enemigos en amigos.
Por
ejemplo, cuando un lector irritado le escribía para decir que no
estaba de acuerdo con tal o cual artículo, y terminaba llamando a
Hubbard esto y aquello, el escritor solía responder más o menos así:
Ahora
que lo pienso bien, yo tampoco estoy muy de acuerdo con ese
artículo. No todo lo que escribí ayer me gusta hoy. Me alegro de
poder saber lo que opina usted al respecto. Si alguna vez viene por
aquí, debe visitarnos, y ya desgranaremos este tema para siempre. A
la distancia, con un apretón de manos, soy de usted, muy
atentamente.
¿Qué
se puede decir a un hombre que nos trata así? Cuando tenemos razón,
tratemos pues de atraer, suavemente y con tacto, a los demás a
nuestra manera de pensar; y cuando nos equivocamos -muy a menudo,
por cierto, a poco que seamos honestos con nosotros mismos-
admitamos rápidamente y con entusiasmo el error. Esa técnica, no
solamente producirá resultados asombrosos, sino que, créase o no,
nos hará comprender que criticarse es en esas circunstancias mucho
más divertido que tratar de defenderse.