"Estos vendedores -concluyó Seltz- hicieron una especie de pacto
moral conmigo, y mientras yo cumpliera con mi parte ellos estaban
decididos a cumplir con la suya. Consultarles sobre sus deseos era
el aliciente que necesitaban."
A
nadie agrada sentir que se le quiere obligar a que compre o haga una
cosa determinada. Todos preferimos creer que compramos lo que se nos
antoja y aplicamos nuestras ideas. Nos gusta que se nos consulte
acerca de nuestros deseos, nuestras necesidades, nuestras ideas.
El
gran poeta inglés Alexander Pope lo expresó de modo sucinto:
Al
hombre hay que enseñarle como si no se le enseñara, y proponerle lo
desconocido como olvidado.
Tomemos, por
ejemplo, el caso de Eugene Wesson. Perdió incontables millares de
dólares en comisiones antes de aprender esta verdad. El Sr. Wesson
vendía dibujos para un estudio que crea diseños para estilistas y
para fábricas textiles. Wesson venía visitando una vez por semana,
durante tres años, a uno de los principales estilistas de modas en
Nueva York. "Nunca se negaba a verme -contaba Wesson- pero jamás me
compraba nada. Miraba siempre con mucho cuidado mis dibujos y luego
los rechazaba."
Después de ciento cincuenta fracasos, Wesson comprendió que debía
de estar en una especie de estancamiento mental, y resolvió dedicar
una noche por semana al estudio de la forma de influir en el
comportamiento humano, y a desarrollar nuevas ideas y generar nuevos
entusiasmos.
Por
fin se resolvió a probar una nueva manera de actuar. Recogió media
docena de dibujos sin terminar, en que estaban trabajando todavía
los artistas, y fue con ellos a la oficina del comprador en
perspectiva.
-Quiero -le dijo-, que me haga usted un favor, si es que puede. Aquí
traigo algunos dibujos sin terminar. ¿No quiere usted tener la
gentileza de decirnos cómo podríamos terminarlos de manera que le
sirvan?
El
comprador miró los dibujos un buen rato, sin hablar, y por fin
manifestó:
-Déjelos unos días, Wesson, y vuelva a verme.
Wesson regresó tres días más tarde, recibió las indicaciones del
cliente, volvió con los dibujos al estudio y los hizo terminar de
acuerdo con las ideas del comprador. ¿El resultado? Todos
aceptados.
Desde
entonces el mismo comprador ha ordenado muchos otros dibujos,
trazados todos de conformidad con sus ideas.
"Ahora comprendo -nos refería el Sr. Wesson- por qué durante años no
conseguí vender un solo diseño a este comprador. Le recomendaba que
comprara lo que se me ocurría que debía comprar. Ahora hago todo lo
contrario. Le pido que me dé sus ideas, y él cree que los dibujos
son de su creación, como es cierto. Ahora no tengo que esforzarme
por venderle nada. Él compra solo."
Dejar
que la otra persona sienta que la idea es suya no sólo funciona en
los negocios o la política, sino también en la vida familiar. Paul
M. Davis, de Tulsa, Oklahoma, le contó a su clase cómo aplicaba este
principio.
-Mi
familia y yo pasamos una de las vacaciones más interesantes que
hayamos tenido. Yo soñaba desde hacía mucho tiempo con visitar
sitios históricos como el campo de batalla de Gettysburg, el Salón
de la Independencia en Filadelfia, y la capital de la nación. En la
lista de cosas que quería ver figuraban en lugar prominente el Valle
Forge, Jamestown y la aldea colonial restaurada de Williamsburg.
"En
marzo mi esposa Nancy dijo que tenía ciertas ideas para nuestras
vacaciones de verano, que incluían una gira por los estados del
oeste, visitando puntos de interés en Nuevo México, Arizona,
California y Nevada. Hacía años que quería realizar este viaje.
Obviamente, no podíamos satisfacer ambos deseos.
"Nuestra hija Anne terminaba de hacer un curso en la secundaria
sobre historia nacional, y se había interesado mucho en los hechos
que conformaron el crecimiento de nuestro país. Le pregunté si le
gustaría visitar los sitios sobre los que había estado estudiando,
en nuestras próximas vacaciones. Dijo que le encantaría hacerlo.
"Dos
noches después, sentados a la cena, Nancy anunció que si todos
estábamos de acuerdo, en las vacaciones de verano haríamos un viaje
por los estados del este, lo que sería instructivo para Anne e
interesante para todos nosotros. No hubo objeciones."
Esta
misma psicología fue utilizada por un fabricante de aparatos de
rayos X para vender su equipo a uno de los más grandes hospitales de
Brooklyn. Este hospital iba a construir un nuevo pabellón y se
disponía a equiparlo con el mejor consultorio de rayos X que hubiera
en el país. El Dr. L., a cargo del departamento de rayos, se veía
abrumado por vendedores que defendían entrañablemente las ventajas
de sus respectivos equipos.
Pero
un fabricante fue más hábil que los demás. Sabía más acerca de la
forma de tratar con las personas. Escribió al Dr. L. una carta
concebida más o menos en estos términos:
Nuestra fábrica ha completado recientemente una serie de aparatos de
rayos X. La primera partida de estas máquinas acaba de llegar a
nuestros salones de venta. No son perfectas. Lo sabemos y queremos
mejorarlas. Nos sentiríamos profundamente agradecidos a usted si
pudiera dedicarnos el tiempo necesario para estudiar estos aparatos
y darnos sus impresiones acerca de la forma en que pueden ser más
útiles a su profesión. Sabiendo lo ocupado que está usted, me
complacerá enviarle mi automóvil a buscarlo, a la hora que usted
decida.
"Me
sorprendió recibir aquella carta -dijo el Dr. L., al relatar este
incidente ante nuestra clase-. Quedé sorprendido y halagado. Jamás
un fabricante de aparatos de rayos X me había pedido consejo. Me
sentí importante. Estaba ocupado, tan ocupado que no tenía libre una
sola noche de aquella semana, pero dejé sin efecto un compromiso
para una comida, a fin de revisar aquellos aparatos. Cuanto más los
estudiaba, tanto más descubría, por mi propia cuenta, que me
gustaban mucho.
"Nadie había tratado de vendérmelos. Consideré que la idea de
comprar aquel equipo era mía, solamente mía. Yo mismo me convencí de
su superior calidad y ordené que fuera instalado en el hospital."
Ralph
Waldo Emerson, en su ensayo "Autodependencia", dijo: "En todo
trabajo de genio reconocemos nuestras propias ideas desechadas:
vuelven a nosotros con cierta majestad ajena".
El
coronel Edward H. House tenía una enorme influencia en los asuntos
nacionales e internacionales cuando Woodrow Wilson ocupaba la Casa
Blanca. Wilson recurría al coronel House para pedirle consejos y
ayuda en secreto, más que a cualquier otra -persona, sin
exceptuar los miembros de su gabinete.
¿Qué
método empleaba el coronel para influir sobre el presidente?
Afortunadamente, lo sabemos, porque el mismo House lo reveló a
Arthur D. Howden Smith, quien lo refirió en un artículo aparecido en
el diario
The
Saturday Evening Post.
"Una
vez que llegué a conocer bien al presidente -relató House- supe que
el mejor medio para convertirlo a cualquier idea era dársela a
conocer como al pasar, pero interesándolo en ella, de modo de
hacerle pensar en esa idea por su propia cuenta. La primera vez que
utilicé este sistema fue por accidente. Yo lo había
visitado en la Casa Blanca, y recomendado una política que él
parecía rechazar. Pero unos días después, en una comida, me
sorprendió oírle proponer mi indicación como si fuera de él."
House
no lo interrumpió para decirle: "Esa idea no es suya. Es mía". No.
House no iba a hacer tal cosa. Era demasiado diestro para hacerlo.
No le interesaba darse importancia. Quería resultados. Por eso dejó
que Wilson siguiera creyendo que la idea era suya. Aun más; anunció
públicamente que Wilson era el autor de esas ideas.
Recordemos que las personas con quienes entraremos mañana en
contacto serán por lo menos tan humanas como Woodrow Wilson.
Utilicemos, pues, la técnica del coronel House.
Un
hombre de la hermosa provincia canadiense de Nueva Brunswick utilizó
esta técnica conmigo hace algún tiempo y me ganó como cliente. Por
aquel entonces yo pensaba hacer una excursión de pesca y de remo
por Nueva Brunswick. Escribí a la oficina de turismo para pedir
información. Mi nombre y dirección, evidentemente, aparecieron en
una lista pública, porque me vi inmediatamente asediado por cartas y
folletos y revistas de campamentos y guías para veraneantes. Yo
estaba atónito. No sabía cuál elegir. Pero el dueño de uno de los
campamentos hizo algo muy hábil. Me envió los nombres y números
telefónicos de varias personas de Nueva York que habían ido a su
campamento, y me invitó a descubrir por mi cuenta qué me podía
ofrecer. Con gran sorpresa vi que conocía a un hombre que figuraba
en la lista. Le hablé por teléfono, supe cuál había sido su
experiencia en el campamento, y luego telegrafié al dueño la fecha
de mi llegada. Los demás habían tratado de convencerme, pero este
hombre no: éste me dejó que yo decidiera. Y fue quien ganó.
Hace
veinticinco siglos
el
sabio
chino Lao Tsé dijo ciertas cosas que los lectores de este libro
podrían utilizar hoy: