"Deténgase usted un minuto -dice Kenneth M. Goode en su libro Cómo
convertir a la gente en oro-
a
destacar el contraste de su hondo interés por los asuntos propios
con su escaso interés por todo lo demás. Comprenda, entonces, que
todos los demás habitantes del mundo piensan exactamente lo mismo.
Entonces, junto con Lincoln y Roosevelt, habrá captado usted la
única base sólida en relaciones interpersonales: que el buen éxito
en el trato con los demás depende de que se capte con simpatía el
punto de vista de la otra persona."
Sam
Douglas, de Hampstead, Nueva York, solía decirle a su esposa que
pasaba demasiado tiempo trabajando en el jardín, sacando malezas,
fertilizando, cortando la hierba dos veces por semana, a pesar de
todo lo cual el jardín no lucía mucho mejor que cuatro años atrás,
cuando se habían mudado a esa casa. Naturalmente, ella quedaba
deprimida por estos comentarios, y cada vez que él los hacía, la
velada quedaba arruinada.
Después de seguir nuestro curso, el señor Douglas comprendió qué
tonto había sido durante todos esos años. Nunca se le había ocurrido
que a su esposa podía agradarle hacer ese trabajo, y también podría
agradarle oír un elogio a su laboriosidad.
Una
noche después de la cena, su esposa dijo que quería salir a
arrancar unas malezas, y lo invitó a acompañarla. Al principio él
se sintió tentado de no aceptar, pero después lo pensó mejor y salió
con ella y la ayudó a arrancar malezas. Ella quedó visiblemente
complacida, y pasaron una hora trabajando y charlando muy
contentos.
Desde
esa vez, la ayudó siempre en la jardinería, y la felicitó con
frecuencia por lo bien que se veía el prado, el trabajo fantástico
que estaba haciendo a pesar de lo malo del terreno. Resultado: una
vida más feliz para los dos, gracias a que él aprendió a ver las
cosas desde el punto de vista de ella... aunque se tratara de algo
tan nimio como unas malezas.
En su
libro Cómo
llegar a la gente,
el
doctor Gerald S. Nirenberg comentó: "Se coopera eficazmente en la
conversación cuando uno muestra que considera las ideas y
sentimiento de la otra persona tan importantes como los propios. El
modo de alentar al interlocutor a tener la mente abierta a nuestras
ideas, es iniciar la conversación
dándole claras indicaciones sobre nuestras intenciones, dirigiendo
lo que decimos por lo que nos gustaría oír si estuviéramos en la
piel del otro, y aceptando siempre sus puntos de vista".
Durante años he pasado muchos de mis ratos de ocio caminando y
andando a caballo en un parque cercano a mi casa. Como los druidas
de la antigua Galia, yo veneraba los robles, de manera que todos
los años me afligía ver los arbustos y matorrales asesinados por
fuegos innecesarios. Esos fuegos no eran causados por fumadores
descuidados. Casi todos eran producidos por niños que iban al parque
a convertirse en exploradores y a asar una salchicha bajo los
árboles. A veces estos incendios cundían tanta que era menester
llamar a los bomberos para luchar contra las llamas.
Al
borde del parque había un cartel que amenazaba con multa y prisión a
todo el que encendiera fuego; pero el cartel estaba en una parte
poco frecuentada del parque y pocos niños lo veían. Un policía
montado debía cuidar el parque; pero no se tomaba muy en serio estos
deberes, y los incendios seguían propagándose verano tras verano. En
una ocasión corrí hasta un policía y le dije que un incendio se
estaba propagando rápidamente ya y que debía avisar al cuartel de
bomberos; y me respondió despreocupadamente que no era cuestión
suya, pues no estaba en su jurisdicción. Desde entonces, cuando
salía a caballo, iba yo constituido en una especie de comité
individual para proteger los bienes públicos. Me temo que en un
principio no intenté siquiera comprender el punto de vista de los
niños. Cuando veía una hoguera entre los árboles, tanto me afligía
el hecho, tanto deseaba hacer lo que correspondía, que hacía lo que
no correspondía. Me acercaba hasta los niños, les advertía que se
les podía encarcelar por encender fuego, les ordenaba que lo
apagaran, con tono de mucha autoridad; y si se negaban los amenazaba
con hacerlos detener. Yo descargaba mis sentimientos, sin pensar en
los otros.
¿El
resultado? Los niños obedecían, de mala gana y con resentimiento. Lo
probable es que, una vez que me alejaba yo, volvieran a encender su
hoguera, y con muchos deseos de incendiar el parque entero.
Al
pasar los años creo haber adquirido un poco de conocimiento de las
relaciones humanas, algo más de tacto, mayor tendencia a ver las
cosas desde el punto de vista del prójimo. Así, pues, años más
tarde, al ver una hoguera en el parque, ya no daba órdenes, sino que
me acercaba a decir algo como esto:
¿Se
están divirtiendo, muchachos? ¿Qué van a hacer de comida? Cuando yo
era niño, también me gustaba hacer hogueras como esta, y todavía me
gusta. Pero ya saben ustedes que son peligrosos los fuegos en el
parque. Yo sé que ustedes no quieren hacer daño; pero hay otros
menos cuidadosos. Llegan y los ven junto a la hoguera, se
entusiasman y encienden otra, y no la apagan cuando se marchan, y se
propaga a las hojas secas y mata los árboles. Si no ponemos un poco
más de cuidado no nos quedarán árboles en el parque. Ustedes podrían
ir a la cárcel por lo que hacen, pero yo no quiero hacerme el mandón
y privarlos de este placer. Lo que me gusta es ver que se divierten,
pero, ¿por qué no quitan las hojas secas alrededor del fuego? Y
cuando se marchen, tendrán cuidado de tapar las brasas con mucha
tierra, ¿verdad? La próxima vez que quieran divertirse, ¿por qué no
encienden el fuego allá en el arenal? Allá no hay peligro alguno...
Gracias, muchachos. Que se diviertan. ¡Qué diferencia notaba cuando
hablaba así! Conseguía que los niños quisieran cooperar. Nada de
asperezas ni de
resentimientos. No les obligaba a obedecer mis órdenes. Les dejaba
salvar las apariencias. Ellos quedaban contentos, y yo también
porque había encarado la situación teniendo en cuenta el punto de
vista de los demás.
Ver
las cosas según el punto de vista ajeno puede facilitarlo todo
cuando los problemas personales se vuelven abrumadores. Elizabeth
Novak, de Nueva Gales del Sur, Australia, estaba atrasada seis
semanas en el pago de las cuotas de su auto.
-Un
viernes -contó-, recibí un desagradable llamado telefónico del
hombre que se ocupaba de mi cuenta, para informarme que si no me
presentaba con U$S 122 el lunes a la mañana, la compañía iniciaría
acciones legales contra mi persona. No tuve modo alguno de reunir
el dinero durante el fin de semana, por lo que, al recibir otro
llamado de la misma persona el lunes a la mañana, anticipé lo peor.
En lugar de derrumbarme, traté de ver la situación desde el punto
de vista de este hombre. Me disculpé con la mayor sinceridad posible
por causarle tantos inconvenientes, y le hice notar que yo debía de
ser la clienta que más problemas le traía, pues no era la primera
vez que me demoraba en los pagos. Su tono de voz cambió
inmediatamente, y me tranquilizó diciéndome que yo estaba muy lejos
de ser uno de sus clientes realmente problemáticos. Me contó algunos
ejemplos de lo groseros que podían llegar a ser sus clientes en
ocasiones, cómo le mentían o trataban de evitar hablar con él.
No
dije nada. Lo
escuché y dejé que descargara en mí sus problemas. Después, sin que
mediara ninguna sugerencia de mi parte, dijo que no tenía tanta
importancia si no podía pagar de inmediato. Estaría bien con que le
pagara U$S 20 a fin de mes y me pusiera al día cuando pudiera.
Mañana, antes de pedir a alguien que apague una hoguera o compre su
producto o contribuya a su caridad favorita, ¿por qué no cierra
usted los ojos y trata de verlo todo desde el punto de vista de la
otra persona? Pregúntese: ¿Por qué esta persona va a querer hacerlo?
Es cierto que esto le llevará tiempo; pero le ayudará a lograr
amigos y a obtener mejores resultados, con menos fricción y menos
trabajo.
"Yo prefiero caminar dos horas por la acera frente a la oficina de
un hombre a quien debo entrevistar -dijo el decano de la escuela de
negocios de Harvard, Sr. Donham-, antes que entrar en su oficina
sin una idea perfectamente clara de lo que voy a decirle y de lo que
es probable que él, según mis conocimientos de sus intereses y
motivos, ha de responderme."
Esto
es de tal importancia que voy a repetirlo:
Yo
prefiero caminar dos horas por la acera frente a la oficina de un
hombre a quien debo entrevistar, antes que entrar en su oficina sin
una idea perfectamente clara de lo que voy a decirle y de lo que es
probable que él, según mis conocimientos de sus intereses y motivos,
ha de responderme.