Apuesto a que aquel hombre fue a almorzar encantado de la vida.
Apuesto a que fue a su casa y contó el episodio a su esposa.
Apuesto a que se miró en un espejo y se dijo: "Es un cabello muy
hermoso".
Una
vez relaté este episodio en público, y un hombre me preguntó:
-¿Qué
quería usted de aquel empleado? ¡Qué quería yo de él!
Si
somos tan despreciables, por egoístas, que no podemos irradiar algo
de felicidad y rendir un elogio honrado, sin tratar de obtener algo
en cambio; si nuestras almas son de tal pequeñez, iremos al fracaso,
a un fracaso merecido.
Pero
es cierto. Yo quería algo de aquel empleado. Quería algo
inapreciable. Y lo obtuve. Obtuve la sensación de haber hecho algo
por él, sin que él pudiera hacer nada en pago. Esa es una sensación
que resplandece en el recuerdo mucho tiempo después de transcurrido
el incidente.
Hay
una ley de suma importancia en la conducta humana. Si obedecemos
esa ley, casi nunca nos veremos en aprietos. Si la obedecemos,
obtendremos incontables amigos y constante felicidad. Pero en cuanto
quebrantemos esa ley nos veremos en interminables dificultades. La
ley es esta: Trate siempre de que la otra persona se sienta
importante. El profesor John Dewey, como ya lo hemos señalado,
dice que el deseo de ser importante es el impulso más profundo que
anima al carácter humano; y el profesor William James: "El principio
más profundo en el carácter humano es el anhelo de ser apreciado".
Como ya lo he señalado, ese impulso es lo que nos diferencia de los
animales. Es el impulso que ha dado origen a la civilización misma.
Los
filósofos vienen haciendo conjeturas acerca de las reglas de las
relaciones humanas desde hace miles de
años, y de todas esas
conjeturas ha surgido solamente un precepto importante. No es nuevo.
Es tan viejo como la historia. Zoroastro lo enseñó a sus discípulos
en el culto del fuego, en Persia, hace tres mil años. Confucio lo
predicó en China hace veinticuatro siglos. Lao Tsé, el fundador
del taoísmo, lo inculcó a sus discípulos en el valle del Han. Buda
lo predicó en las orillas del Ganges quinientos años antes. Jesús
lo enseñó entre las pétreas montañas de Judea hace diecinueve
siglos. Jesús lo resumió en un pensamiento que es probablemente la
regla más importante del mundo: "Haz al prójimo lo que quieras que
el prójimo te haga a Ú".
Usted
quiere la aprobación de todos aquellos con quienes entra en
contacto. Quiere que se reconozcan sus méritos. Quiere tener la
sensación de su importancia en su pequeño mundo. No quiere escuchar
adulaciones baratas, sin sinceridad, pero anhela una sincera
apreciación. Quiere que sus amigos y allegados sean, como dijo
Charles Schwab, "calurosos en su aprobación y generosos en su
elogio". Todos nosotros lo deseamos.
Obedezcamos, pues, la Regla de Oro, y demos a los otros lo que
queremos que ellos nos den.
¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? La respuesta es: siempre, en todas partes.
David
G. Smith, de Eau Claire, Wisconsin; contó en una de nuestras clases
cómo manejó una situación delicada cuando le pidieron que se
hiciera cargo del puesto de refrescos en un concierto de caridad.
"La
noche del concierto llegué al parque y descubrí que me esperaban dos
damas mayores, bastante malhumoradas, junto al puesto de refrescos.
Al parecer, ambas creían estar a cargo del proyecto. Mientras yo
estaba indeciso, preguntándome qué hacer, se me acercó uno de los
miembros del comité organizador y me entregó una caja con cambio, al
tiempo que me agradecía haber aceptado dirigir el puesto. A
continuación me presentó a Rose y a Jane, que serían mis ayudantes,
y se marchó. "Siguió un largo silencio. Al comprender que esa caja
con el cambio para las ventas era un símbolo de autoridad, se la di
a Rose diciéndole que yo no podría ocuparme de la parte monetaria,
pues no sabía hacerlo, y me sentiría mejor si ella se hacía cargo.
De inmediato le sugerí a Jane que se ocupara de dar órdenes a las
dos jovencitas que nos habían asignado para atender al público; le
pedí que les enseñara a servir y la dejé a cargo de esa parte del
asunto.
"Pasamos una velada perfecta, con Rose muy feliz contando el dinero,
Jane supervisando a las muchachas, y yo disfrutando del concierto."
No es
preciso esperar a que nos elijan embajador en Francia o presidente
de la sociedad a que pertenecemos, para emplear esta filosofía del
aprecio de los demás. Casi todos los días se pueden obtener
resultados mágicos con ella.
Si,
por ejemplo, la camarera nos trae puré de papas cuando hemos pedido
papas fritas a la francesa, digámosle: "Siento tener que
molestarla, pero prefiero las papas a la francesa". Ella responderá:
"No es molestia", y se complacerá en satisfacernos, porque hemos
demostrado respeto por ella.
Frases insignificantes, como "Lamento molestarlo", "Tendría usted la
bondad de...", "Quiere hacer el favor de...", "Tendría usted la
gentileza", o "Gracias”; pequeñas cortesías como éstas sirven para
aceitar las ruedas del monótono mecanismo de la vida diaria y, de
paso, son la seña de la buena educación.
Busquemos otro ejemplo. Las novelas de Hall Caine fueron grandes
best-sellers en las primeras décadas del siglo. Millones de personas
las han leído. Era hijo de un herrero. No fue a la escuela más que
ocho años, y sin
embargo cuando murió era el literato más rico de su época.
Su
historia es así: Hall Caine tenía predilección por los sonetos y
baladas, y devoraba toda la poesía de Dante Gabriel Rossetti. Hasta
escribió un artículo en que formulaba el elogio de las realizaciones
artísticas del poeta, y envió una copia al mismo Rossetti. Rossetti
quedó encantado, y lo probable es que se dijera: "Un joven que tiene
tan elevada opinión de mis condiciones debe de ser un joven
brillante". Rossetti invitó, pues, al hijo del herrero a que fuese a
Londres y trabajara como secretario suyo. Fue aquel el vuelco mayor
en la vida de Hall Caine; porque, en su nuevo cargo, conoció a los
artistas literarios del momento. Siguiendo sus consejos e inspirado
por sus recomendaciones, se lanzó a una carrera que hizo lucir su
nombre en el cielo de la literatura.
Su
hogar, Greeba Castle, en la Isla del Hombre, llegó a ser la Meca de
los turistas de todo el mundo; y cuando murió dejó una herencia de
muchos millones de dólares. Pero quizás habría muerto pobre y
desconocido si no hubiese expresado su admiración por un hombre
famoso.
Tal
es el poder, el poder estupendo, de la apreciación sincera.
Rossetti se consideraba importante. Y esto no es extraño, pues casi
todos nos consideramos importantes, muy importantes.
Para
que la vida de una persona cambie totalmente, puede bastar que
alguien la haga sentir importante. Ronald J. Rowland, que es uno de
los instructores de nuestro curso en California, es también maestro
de artes y oficios. Nos escribió sobre un estudiante de su clase
introductora de artesanías, llamado Chris.
"Chris era un chico muy callado y muy tímido, desprovisto de toda
confianza en sí mismo; la clase de estudiante que suele no recibir
la atención que merece. Yo doy también una clase avanzada que se ha
transformado en una especie de símbolo de status, pues es un
privilegio muy especial que un estudiante se gane el derecho de
asistir a ella.
"Un
miércoles, Chris estaba trabajando con mucho empeño en su mesa. Yo
sentía, auténticamente, que dentro de él ardía un fuego oculto. Le
pregunté si no le gustaría asistir a la clase avanzada.,
Cómo me gustaría que hubieran visto la cara de Chris en ese momento,
las emociones que embargaban a ese tímido muchachito de catorce
años, cómo trataba de contener las lágrimas. "-¿En serio, señor
Rowland? ¿Haré buen papel? " - Sí, Chris, eres muy bueno.
"En
ese momento tuve que alejarme, porque sentía lágrimas en mis propios
ojos. Cuando Chris salió de la clase ese día, parecía diez
centímetros más alto; me miró con ojos brillantes y me dijo, con voz
firme:
"-Gracias, señor Rowland.
"Chris me enseñó una lección que no olvidaré nunca: que en todos
nosotros existe un deseo profundo de sentimos importantes. Para
ayudarme a no olvidarlo nunca, hice un cartel que dice: ERES
IMPORTANTE. Tengo este cartel colgado en el aula, donde todos lo
vean, para recordarme a mí mismo que cada uno de los estudiantes
que tengo enfrente es igualmente importante.
La
verdad sin ambages es que casi todos los hombres con quienes
tropieza usted se sienten superiores a usted en algún sentido; y un
camino seguro para llegarles al corazón es hacerles comprender, de
algún modo muy sutil, que usted reconoce su importancia, y la
reconoce sinceramente.
Recordemos que Emerson dijo: "Todos los hombres que encuentro son
superiores a mí en algún sentido; y en tal sentido puedo aprender de
todos".
Y lo
patético es que frecuentemente las personas con
menos
razones para sentirse importantes tratan de apagar el sentimiento
de insignificancia mediante una clamorosa y tumultuosa muestra
exterior de envanecimiento, que es ofensiva y vergonzosa.
En
palabras de Shakespeare: " ¡Hombre, prodigio de soberbia! investido
de su fugaz autoridad, realiza proezas tan fantásticas a la vista
de los altos cielos, que los ángeles lloran de pena".
Voy a
narrar ahora cómo varios hombres de negocios que seguían mis cursos
han aplicado estos principios con notables resultados. Tomemos
primero el caso de un abogado de Connecticut, que prefiere que no
mencionemos su nombre, a causa de sus parientes. Lo llamaremos
señor R.
Poco
después de iniciar nuestro curso fue en automóvil con su esposa a
visitar a algunos parientes de ésta en Long Island. La esposa lo
dejó en casa de una anciana tía, y se fue sola a visitar a otros
parientes más jóvenes. Como nuestro hombre tenía que pronunciar en
nuestro curso una conferencia sobre la forma en que aplicaba el
principio de apreciar la importancia de las otras personas,
consideró que podría empezar con la anciana. Miró, pues, a su
alrededor, para ver qué podía admirar honradamente.
-Esta
casa fue construida alrededor de 1890, ¿verdad? --preguntó.
-Sí
-respondió la anciana-. Precisamente en ese año la construyeron.
-Me
recuerda mucho la casa en que nací. Es hermosa. Bien construida.
Amplia. Bien sabemos que ya no construyen casas así.
-Tiene razón. La gente de hoy no tiene interés por las casas
hermosas. Todo lo que quieren es un departamentito y una heladera
eléctrica; nunca están en casa. Siempre paseando en sus automóviles.
-"Esta es una casa de ensueño -prosiguió la anciana, con voz
vibrante por los recuerdos-. Fue construida con amor. Mi marido y yo
soñábamos con ella mucho antes de construirla. No llamamos a un
arquitecto. La planeamos por nuestra cuenta.
Le
mostró después toda la casa, y nuestro amigo expresó su calurosa
admiración por todos los tesoros que la anciana había recogido en
sus viajes durante toda su vida: mantillas de encaje, un viejo juego
de té inglés, porcelana de Wedwood, camas y sillas francesas,
pinturas italianas, y cortinados de seda que habían pertenecido a
un castillo francés.
Después de mostrarle toda la casa, la anciana llevó al Sr. R. al
garaje. Allí, colocado sobre tacos de madera, había un automóvil
Packard, casi nuevo.
-Mi
marido compró ese coche poco antes de morir -dijo dulcemente la
anciana-. No se lo ha usado después de su muerte ... Usted aprecia
las cosas bellas, y le voy a regalar este automóvil.
-Pero
tía -protestó el Sr. R.-, me abruma usted. Es claro que agradezco su
generosidad, pero no podría aceptarlo. No soy siquiera pariente
suyo. Tengo un automóvil nuevo, y usted tiene muchos parientes a
quienes les gustaría ese Packard.
-¡Parientes! --exclamó la anciana-. Sí, tengo parientes que sólo
esperan mi muerte para conseguir ese automóvil. Pero no se lo voy a
dejar.
-Si
no quiere dejarlo a nadie, le será fácil venderlo. -¡Venderlo! ¿Cree
usted que podría vender este coche? ¿Cree que podría admitir que
algún extraño recorriera las calles en ese automóvil que mi marido
compró para mí? No puedo ni pensar en venderlo. Se lo voy a regalar.
Usted aprecia las cosas bellas.
El
Sr. R. trató de disuadirla, pero no pudo sin herir sus sentimientos.
Aquella anciana, sola en su casona, con sus tesoros y sus recuerdos,
anhelaba un poco de admiración. Había sitio joven y hermosa. Había
construido una casa entibiada por el amor y había comprado cosas en
toda Europa para embellecerla más. Ahora, en la aislada soledad de
los años, anhelaba un poco de tibieza humana, un poco de auténtica
apreciación, y nadie se la daba. Cuando la encontró, como un
manantial en el desierto, su gratitud no podía tener otra expresión
adecuada que el obsequio de un automóvil Packard.
Tomemos otro caso. Donald M. McMahon, superintendente de Lewis &
Valentine, empresa de jardinería y de arquitectura panorámica de Rye,
Nueva York, nos relató este incidente:
"Poco
después de escuchar la conferencia sobre `Cómo ganar amigos e
influir sobre las personas', estaba yo dedicado a trazar los
jardines en la finca de un famoso abogado. El propietario salió a
darme algunas indicaciones sobre los sitios donde quería que se
plantaran los rododendros y las azaleas.
-Juez
-le dije-, tiene usted un hermoso pasatiempo. He podido admirar los
espléndidos perros que cría usted. Sé que todos los años ganan
muchos premios en la exposición canina de Madison Square Garden.
"Fue
sorprendente el efecto de esta pequeña muestra de apreciación.
-"Sí
-respondió el juez-. Me entretengo mucho con los perros. ¿Le
gustaría ver la perrera?
"Pasó
casi una hora mostrándome los perros y los premios conquistados.
Hasta buscó sus `pedigrees' y explicó las líneas de sangre que daban
por resultado tanta belleza e inteligencia canina. Por fin se
volvió a mí y preguntó:
"-
¿No tiene usted un hijito?"
"-Sí.
"-Bien, ¿no le gustaría tener un perrito? "-Oh, es claro. Estaría
encantado.
"-Bien. Le voy a regalar uno.
"Empezó a decirme cómo debía alimentarlo, pero luego se interrumpió.
"-Se
va a olvidar usted -dijo-, si se lo digo. Le voy a escribir todo lo
necesario.
"Entró en su casa, escribió a máquina el `pedigree' y las
instrucciones para el cuidado del perrito y me regaló un cachorro
que valía cientos de dólares, además de una hora y quince minutos de
su valioso tiempo, exclusivamente porque yo había admirado
honradamente su pasatiempo."
George Eastman, famoso en relación con las cámaras Kodak, inventó la
película transparente, que hizo posible la cinematografía actual,
reunió una fortuna de cien millones de dólares, y llegó a ser uno de
los más famosos hombres de negocios de la Tierra. A pesar de todo
esto, anhelaba que se reconocieran sus méritos, tanto como usted o
yo.
Un
ejemplo. Hace muchos años, Eastman decidió construir la Escuela de
Música Eastman, en Rochester, además del Kilbourn Hall, un teatro en
homenaje a
su madre. James Adamson,
presidente de la empresa Superior Seating Company, de Nueva York,
quería obtener el pedido de las butacas para los dos edificios.
Después de comunicarse telefónicamente con el arquitecto encargado
de los planos, el Sr. Adamson fijó una entrevista con el Sr. Eastman
en Rochester.
Cuando llegó allí, el arquitecto le dijo:
-Sé
que usted quiere obtener este pedido; pero desde ahora le advierto
que no tendrá ni un asomo de probabilidad si hace perder más de
cinco minutos de tiempo al
Sr.
Eastman. Está muy ocupado. Diga rápidamente, pues, lo que quiere y
márchese.
Adamson estaba dispuesto a seguir el consejo. Cuando se le hizo
entrar en el despacho, notó al Sr. Eastman doblado sobre una pila de
papeles que tenía encima del escritorio. En seguida el Sr. Eastman
alzó la. vista, se quitó los anteojos y caminó hacia el arquitecto y
el Sr. Adarnson, diciendo:
-Buen
día, caballeros, ¿que puedo hacer por ustedes? El arquitecto hizo la
presentación, y entonces el Sr. Adamson inició la conversación:
-Mientras esperábamos que usted se desocupara, Sr. Eastman, he
podido admirar esta oficina. Le aseguro que no me importaría
trabajar si tuviera para ello una oficina así. Ya sabe usted que me
dedico a los trabajos de decoración interior en madera, y jamás he
visto una oficina mas hermosa.
-Me
hace recordar usted algo que casi tenía olvidado. ¿Es hermosa,
verdad? Me gustaba cuando recién construida. Pero ahora llego con
muchas cosas en la cabeza y no me fijo siquiera en la oficina
durante muchas semanas -respondió Eastman.
Adamson se acercó a una pared y pasó la mano por un panel.
-Esto
es roble inglés, ¿verdad? La textura es algo diferente del roble
italiano.
-Sí.
Es roble inglés importado. Fue elegido especialmente por un amigo
que se especializa en maderas finas. Luego Eastman le mostró toda la
habitación, señalando las proporciones, los colores, las tallas a
mano y otros efectos que había contribuido a proyectar y ejecutar
personalmente.
Mientras andaban por la habitación, admirando el ambiente, se
detuvieron junto a una ventana y George Eastman, con su voz suave,
modesta, señaló algunas de las instituciones por cuyo intermedio
trataba de ayudar a la humanidad: la Universidad de Rochester, el
Hospital General, el Hospital Homeopático, el Hogar Amigo, el
Hospital de Niños. El Sr. Adamson lo felicitó calurosamente por la
forma idealista en que empleaba su riqueza con el fin de aliviar los
sufrimientos humanos. Poco después George Eastman abrió una caja de
cristal y sacó la primera cámara de que había sido dueño: un invento
adquirido a un inglés.
Adamson lo interrogó largamente acerca de sus primeras luchas para
iniciarse en los negocios, y el señor Eastman habló con franqueza
de la pobreza de su niñez, relató cómo su madre viuda había atendido
una casa de pensión mientras él trabajaba en una compañía de
seguros. El temor a la pobreza lo perseguía día y noche, hasta que
resolvió ganar dinero suficiente para que su madre no tuviera que
trabajar tan duramente en la casa de pensión. Adamson le hizo
nuevas preguntas y escuchó, absorto, mientras el famoso inventor
relataba la historia de sus experimentos con placas fotográficas
secas. Contó Eastman cómo trabajaba en una oficina todo el día y a
veces experimentaba toda la noche, durmiendo solamente a ratos,
mientras operaban los productos químicos, hasta el punto de que a
veces no se quitó la ropa durante setenta y dos horas seguidas.
James
Adamson había entrado en la oficina de Eastman a las 10.15, con la
advertencia de que no debía estar más de cinco minutos; pero pasó
una hora, pasaron dos horas, y seguían hablando.
Por
fin, George Eastman se volvió a Adamson y le dijo:
-La
última vez que estuve en el Japón compré unas sillas, las traje y
las puse en la galería del sol. Pero el sol ha despellejado la
pintura, y el otro día fui a la ciudad, compré pintura y pinté yo
mismo las sillas. ¿Le gustaría ver qué tal soy como pintor? Bueno.
Venga a casa a almorzar y se las mostraré.
Después del almuerzo el Sr. Eastman mostró a Adamson las sillas que
había comprado en el Japón. No valían más de unos pocos dólares,
pero George Eastrnan, que había ganado cien millones en los
negocios, estaba orgulloso de sus sillas, porque él mismo las había
pintado.
El
pedido de butacas representaba una suma de noventa mil dólares.
¿Quién les parece que lo consiguió, James Adamson o un competidor?
Desde
aquel día hasta la muerte del Sr. Eastman, James Adarnson fue un
íntimo amigo suyo.
Claude Marais, dueño de un restaurante en Rouen, Francia, usó esta
regla y salvó a su restaurante de la pérdida de un empleado
importante. Se trataba de una mujer, que hacía cinco años que
trabajaba para él y era un enlace esencial entre Marais y sus
veintidós empleados. Quedó muy perturbado al recibir el telegrama
de ella anunciándole su renuncia. El señor Claude Marais nos contó:
"Me
sentía no sólo sorprendido sino, más aun,.decepcionado, porque
sabía que había sido justo con ella, y la había tratado bien. Pero,
al ser una amiga además de una empleada, era posible que yo la
hubiera descuidado un poco y le hubiera exigido más que a mis otros
empleados.
"Por
supuesto, no podía aceptar su renuncia así corno así. La llevé
aparte y le dije:
"-Paulette, debe entender que no puedo aceptar su renuncia. Usted
significa mucho para mí y para la compañía, y es tan responsable
como lo soy yo mismo del éxito de nuestro restaurante.
"Después repetí lo mismo delante de todo el personal, y la invité a
mi casa y le reiteré mi confianza, con toda mi familia presente.
"Paulette retiró su renuncia, y hoy puedo confiar en ella más que
nunca antes. Y me tomo el trabajo de expresarle periódicamente mi
aprecio por lo que hace, y reiterarle lo importante que es para mí y
para el restaurante."
—Hábleles a las personas de ellos mismos
-dijo Disraeli, uno de los hombres más astutos que han gobernado
el Imperio Británico- y lo escucharán por horas.
REGLA 6
Haga
que la otra persona se sienta importante, y hágalo
sinceramente.
En
pocas palabras
SEIS MANERAS DE AGRADAR A LOS DEMAS
REGLA
1
Interésese sinceramente por los demás.
REGLA
2
Sonría.
REGLA
3
Recuerde que para toda persona, su nombre es el sonido más dulce e
importante en cualquier idioma.