web
analytics
Estadísticas
 
 
 

CÓMO GANAR AMIGOS E INFLUIR SOBRE  LAS PERSONAS

Segunda Parte

Seis maneras de agradar a los demás

Capitulo 6

CÓMO HACERSE AGRADABLE ANTE LAS PERSONAS INSTANTÁNEAMENTE

DALE CARNEGIE

 

Capitulo 6

CÓMO HACERSE AGRADABLE ANTE LAS PERSONAS INSTANTÁNEAMENTE

Estaba yo en una cola esperando registrar una carta en la oficina de correos de la calle 33 y la octava aveni­da, en Nueva York. Noté que el empleado de la ventani­lla se hallaba aburrido de su tarea: pesar sobres, entregar los sellos, dar el cambio, escribir los recibos, la misma faena, monótonamente, año tras año. Me dije, pues: "Voy a tratar de agradar a este homb

 
   

re. Evidentemente, para conseguirlo, debo decir algo agradable, no de mí, sino de él. ¿Qué hay en él que se pueda admirar honra­damente?" A veces es difícil responder a esto, especial­mente cuando se trata de extraños; pero en este caso me resultó fácil. Instantáneamente vi algo que no pude me­nos que admirar sobremanera.

Mientras el empleado pesaba mi sobre, exclamé con entusiasmo

- ¡Cuánto me gustaría tener el cabello como usted! Alzó la mirada, sorprendido, pero con una gran sonrisa.

- Sí. Pero ahora no lo tengo tan bien como antes -contestó modestamente.

Le aseguré que si bien podía haber perdido algo de su gloria prístina, era de todos modos un cabello magnífi­co. Quedó inmensamente complacido. Conversamos agradablemente un rato, y su última frase fue:

-Mucha gente ha admirado mi cabello.

 

Apuesto a que aquel hombre fue a almorzar encanta­do de la vida. Apuesto a que fue a su casa y contó el epi­sodio a su esposa. Apuesto a que se miró en un espejo y se dijo: "Es un cabello muy hermoso".

Una vez relaté este episodio en público, y un hombre me preguntó:

-¿Qué quería usted de aquel empleado? ¡Qué quería yo de él!

Si somos tan despreciables, por egoístas, que no po­demos irradiar algo de felicidad y rendir un elogio hon­rado, sin tratar de obtener algo en cambio; si nuestras almas son de tal pequeñez, iremos al fracaso, a un fraca­so merecido.

Pero es cierto. Yo quería algo de aquel empleado. Quería algo inapreciable. Y lo obtuve. Obtuve la sensa­ción de haber hecho algo por él, sin que él pudiera hacer nada en pago. Esa es una sensación que resplandece en el recuerdo mucho tiempo después de transcurrido el inci­dente.

Hay una ley de suma importancia en la conducta hu­mana. Si obedecemos esa ley, casi nunca nos veremos en aprietos. Si la obedecemos, obtendremos incontables amigos y constante felicidad. Pero en cuanto quebrante­mos esa ley nos veremos en interminables dificultades. La ley es esta: Trate siempre de que la otra persona se sienta importante. El profesor John Dewey, como ya lo hemos señalado, dice que el deseo de ser importante es el impulso más profundo que anima al carácter humano; y el profesor William James: "El principio más profundo en el carácter humano es el anhelo de ser apreciado". Como ya lo he señalado, ese impulso es lo que nos dife­rencia de los animales. Es el impulso que ha dado origen a la civilización misma.

Los filósofos vienen haciendo conjeturas acerca de las reglas de las relaciones humanas desde hace miles de años, y de todas esas conjeturas ha surgido solamente un precepto importante. No es nuevo. Es tan viejo como la historia. Zoroastro lo enseñó a sus discípulos en el culto del fuego, en Persia, hace tres mil años. Confucio lo pre­dicó en China hace veinticuatro siglos. Lao Tsé, el funda­dor del taoísmo, lo inculcó a sus discípulos en el valle del Han. Buda lo predicó en las orillas del Ganges qui­nientos años antes. Jesús lo enseñó entre las pétreas montañas de Judea hace diecinueve siglos. Jesús lo resu­mió en un pensamiento que es probablemente la regla más importante del mundo: "Haz al prójimo lo que quieras que el prójimo te haga a Ú".

Usted quiere la aprobación de todos aquellos con quienes entra en contacto. Quiere que se reconozcan sus méritos. Quiere tener la sensación de su importancia en su pequeño mundo. No quiere escuchar adulaciones baratas, sin sinceridad, pero anhela una sincera aprecia­ción. Quiere que sus amigos y allegados sean, como dijo Charles Schwab, "calurosos en su aprobación y generosos en su elogio". Todos nosotros lo deseamos.

Obedezcamos, pues, la Regla de Oro, y demos a los otros lo que queremos que ellos nos den.

¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? La respuesta es: siem­pre, en todas partes.

David G. Smith, de Eau Claire, Wisconsin; contó en una de nuestras clases cómo manejó una situación deli­cada cuando le pidieron que se hiciera cargo del puesto de refrescos en un concierto de caridad.

"La noche del concierto llegué al parque y descubrí que me esperaban dos damas mayores, bastante malhu­moradas, junto al puesto de refrescos. Al parecer, ambas creían estar a cargo del proyecto. Mientras yo estaba indeciso, preguntándome qué hacer, se me acercó uno de los miembros del comité organizador y me entregó una caja con cambio, al tiempo que me agradecía haber aceptado dirigir el puesto. A continuación me presentó a Rose y a Jane, que serían mis ayudantes, y se marchó. "Siguió un largo silencio. Al comprender que esa caja con el cambio para las ventas era un símbolo de autori­dad, se la di a Rose diciéndole que yo no podría ocu­parme de la parte monetaria, pues no sabía hacerlo, y me sentiría mejor si ella se hacía cargo. De inmediato le sugerí a Jane que se ocupara de dar órdenes a las dos jo­vencitas que nos habían asignado para atender al públi­co; le pedí que les enseñara a servir y la dejé a cargo de esa parte del asunto.

"Pasamos una velada perfecta, con Rose muy feliz contando el dinero, Jane supervisando a las muchachas, y yo disfrutando del concierto."

No es preciso esperar a que nos elijan embajador en Francia o presidente de la sociedad a que pertenecemos, para emplear esta filosofía del aprecio de los demás. Casi todos los días se pueden obtener resultados mágicos con ella.

Si, por ejemplo, la camarera nos trae puré de papas cuando hemos pedido papas fritas a la francesa, digá­mosle: "Siento tener que molestarla, pero prefiero las papas a la francesa". Ella responderá: "No es molestia", y se complacerá en satisfacernos, porque hemos demos­trado respeto por ella.

Frases insignificantes, como "Lamento molestarlo", "Tendría usted la bondad de...", "Quiere hacer el fa­vor de...", "Tendría usted la gentileza", o "Gracias”; pequeñas cortesías como éstas sirven para aceitar las rue­das del monótono mecanismo de la vida diaria y, de paso, son la seña de la buena educación.

Busquemos otro ejemplo. Las novelas de Hall Caine fueron grandes best-sellers en las primeras décadas del siglo. Millones de personas las han leído. Era hijo de un herrero. No fue a la escuela más que ocho años, y sin

embargo cuando murió era el literato más rico de su época.

Su historia es así: Hall Caine tenía predilección por los sonetos y baladas, y devoraba toda la poesía de Dante Gabriel Rossetti. Hasta escribió un artículo en que formulaba el elogio de las realizaciones artísticas del poeta, y envió una copia al mismo Rossetti. Rossetti quedó encantado, y lo probable es que se dijera: "Un joven que tiene tan elevada opinión de mis condiciones debe de ser un joven brillante". Rossetti invitó, pues, al hijo del herrero a que fuese a Londres y trabajara como secretario suyo. Fue aquel el vuelco mayor en la vida de Hall Caine; porque, en su nuevo cargo, conoció a los artistas literarios del momento. Siguiendo sus consejos e inspirado por sus recomendaciones, se lanzó a una ca­rrera que hizo lucir su nombre en el cielo de la literatura.

Su hogar, Greeba Castle, en la Isla del Hombre, llegó a ser la Meca de los turistas de todo el mundo; y cuando murió dejó una herencia de muchos millones de dólares. Pero quizás habría muerto pobre y desconocido si no hubiese expresado su admiración por un hombre famoso.

Tal es el poder, el poder estupendo, de la aprecia­ción sincera.

Rossetti se consideraba importante. Y esto no es ex­traño, pues casi todos nos consideramos importantes, muy importantes.

Para que la vida de una persona cambie totalmente, puede bastar que alguien la haga sentir importante. Ro­nald J. Rowland, que es uno de los instructores de nues­tro curso en California, es también maestro de artes y oficios. Nos escribió sobre un estudiante de su clase in­troductora de artesanías, llamado Chris.

"Chris era un chico muy callado y muy tímido, des­provisto de toda confianza en sí mismo; la clase de estu­diante que suele no recibir la atención que merece. Yo doy también una clase avanzada que se ha transformado en una especie de símbolo de status, pues es un privile­gio muy especial que un estudiante se gane el derecho de asistir a ella.

"Un miércoles, Chris estaba trabajando con mucho empeño en su mesa. Yo sentía, auténticamente, que dentro de él ardía un fuego oculto. Le pregunté si no le gustaría asistir a la clase avanzada., Cómo me gustaría que hubieran visto la cara de Chris en ese momento, las emociones que embargaban a ese tímido muchachito de catorce años, cómo trataba de contener las lágrimas. "-¿En serio, señor Rowland? ¿Haré buen papel? " - Sí, Chris, eres muy bueno.

"En ese momento tuve que alejarme, porque sentía lágrimas en mis propios ojos. Cuando Chris salió de la clase ese día, parecía diez centímetros más alto; me miró con ojos brillantes y me dijo, con voz firme:

"-Gracias, señor Rowland.

"Chris me enseñó una lección que no olvidaré nunca: que en todos nosotros existe un deseo profundo de sen­timos importantes. Para ayudarme a no olvidarlo nunca, hice un cartel que dice: ERES IMPORTANTE. Tengo este cartel colgado en el aula, donde todos lo vean, para recordarme a mí mismo que cada uno de los estudian­tes que tengo enfrente es igualmente importante.­

La verdad sin ambages es que casi todos los hombres con quienes tropieza usted se sienten superiores a usted en algún sentido; y un camino seguro para llegarles al co­razón es hacerles comprender, de algún modo muy sutil, que usted reconoce su importancia, y la reconoce since­ramente.

Recordemos que Emerson dijo: "Todos los hombres que encuentro son superiores a mí en algún sentido; y en tal sentido puedo aprender de todos".

Y lo patético es que frecuentemente las personas con menos razones para sentirse importantes tratan de apa­gar el sentimiento de insignificancia mediante una clamorosa y tumultuosa muestra exterior de envaneci­miento, que es ofensiva y vergonzosa.

En palabras de Shakespeare: " ¡Hombre, prodigio de soberbia! investido de su fugaz autoridad, realiza proe­zas tan fantásticas a la vista de los altos cielos, que los ángeles lloran de pena".

Voy a narrar ahora cómo varios hombres de negocios que seguían mis cursos han aplicado estos principios con notables resultados. Tomemos primero el caso de un abogado de Connecticut, que prefiere que no mencione­mos su nombre, a causa de sus parientes. Lo llamaremos señor R.

Poco después de iniciar nuestro curso fue en automó­vil con su esposa a visitar a algunos parientes de ésta en Long Island. La esposa lo dejó en casa de una anciana tía, y se fue sola a visitar a otros parientes más jóvenes. Como nuestro hombre tenía que pronunciar en nuestro curso una conferencia sobre la forma en que aplicaba el principio de apreciar la importancia de las otras perso­nas, consideró que podría empezar con la anciana. Miró, pues, a su alrededor, para ver qué podía admirar honra­damente.

-Esta casa fue construida alrededor de 1890, ¿ver­dad? --preguntó.

-Sí -respondió la anciana-. Precisamente en ese año la construyeron.

-Me recuerda mucho la casa en que nací. Es hermosa. Bien construida. Amplia. Bien sabemos que ya no cons­truyen casas así.

-Tiene razón. La gente de hoy no tiene interés por las casas hermosas. Todo lo que quieren es un departamentito y una heladera eléctrica; nunca están en casa. Siempre paseando en sus automóviles.

-"Esta es una casa de ensueño -prosiguió la anciana, con voz vibrante por los recuerdos-. Fue construida con amor. Mi marido y yo soñábamos con ella mucho antes de construirla. No llamamos a un arquitecto. La planea­mos por nuestra cuenta.

Le mostró después toda la casa, y nuestro amigo ex­presó su calurosa admiración por todos los tesoros que la anciana había recogido en sus viajes durante toda su vida: mantillas de encaje, un viejo juego de té inglés, porcelana de Wedwood, camas y sillas francesas, pintu­ras italianas, y cortinados de seda que habían perteneci­do a un castillo francés.

Después de mostrarle toda la casa, la anciana llevó al Sr. R. al garaje. Allí, colocado sobre tacos de madera, había un automóvil Packard, casi nuevo.

-Mi marido compró ese coche poco antes de morir -dijo dulcemente la anciana-. No se lo ha usado después de su muerte ... Usted aprecia las cosas bellas, y le voy a regalar este automóvil.

-Pero tía -protestó el Sr. R.-, me abruma usted. Es claro que agradezco su generosidad, pero no podría aceptarlo. No soy siquiera pariente suyo. Tengo un auto­móvil nuevo, y usted tiene muchos parientes a quienes les gustaría ese Packard.

-¡Parientes! --exclamó la anciana-. Sí, tengo parien­tes que sólo esperan mi muerte para conseguir ese auto­móvil. Pero no se lo voy a dejar.

-Si no quiere dejarlo a nadie, le será fácil venderlo. -¡Venderlo! ¿Cree usted que podría vender este coche? ¿Cree que podría admitir que algún extraño reco­rriera las calles en ese automóvil que mi marido compró para mí? No puedo ni pensar en venderlo. Se lo voy a regalar. Usted aprecia las cosas bellas.

El Sr. R. trató de disuadirla, pero no pudo sin herir sus sentimientos.

Aquella anciana, sola en su casona, con sus tesoros y sus recuerdos, anhelaba un poco de admiración. Había sitio joven y hermosa. Había construido una casa enti­biada por el amor y había comprado cosas en toda Euro­pa para embellecerla más. Ahora, en la aislada soledad de los años, anhelaba un poco de tibieza humana, un poco de auténtica apreciación, y nadie se la daba. Cuan­do la encontró, como un manantial en el desierto, su gratitud no podía tener otra expresión adecuada que el obsequio de un automóvil Packard.

Tomemos otro caso. Donald M. McMahon, superin­tendente de Lewis & Valentine, empresa de jardinería y de arquitectura panorámica de Rye, Nueva York, nos relató este incidente:

"Poco después de escuchar la conferencia sobre `Có­mo ganar amigos e influir sobre las personas', estaba yo dedicado a trazar los jardines en la finca de un famoso abogado. El propietario salió a darme algunas indicacio­nes sobre los sitios donde quería que se plantaran los rododendros y las azaleas.

-Juez -le dije-, tiene usted un hermoso pasatiempo. He podido admirar los espléndidos perros que cría us­ted. Sé que todos los años ganan muchos premios en la exposición canina de Madison Square Garden.

"Fue sorprendente el efecto de esta pequeña muestra de apreciación.

-"Sí -respondió el juez-. Me entretengo mucho con los perros. ¿Le gustaría ver la perrera?

"Pasó casi una hora mostrándome los perros y los pre­mios conquistados. Hasta buscó sus `pedigrees' y explicó las líneas de sangre que daban por resultado tanta belle­za e inteligencia canina. Por fin se volvió a mí y pregun­tó:

"- ¿No tiene usted un hijito?"

"-Sí.

"-Bien, ¿no le gustaría tener un perrito? "-Oh, es claro. Estaría encantado.

"-Bien. Le voy a regalar uno.

"Empezó a decirme cómo debía alimentarlo, pero luego se interrumpió.

"-Se va a olvidar usted -dijo-, si se lo digo. Le voy a escribir todo lo necesario.

"Entró en su casa, escribió a máquina el `pedigree' y las instrucciones para el cuidado del perrito y me regaló un cachorro que valía cientos de dólares, además de una hora y quince minutos de su valioso tiempo, exclusiva­mente porque yo había admirado honradamente su pa­satiempo."

 

George Eastman, famoso en relación con las cámaras Kodak, inventó la película transparente, que hizo posi­ble la cinematografía actual, reunió una fortuna de cien millones de dólares, y llegó a ser uno de los más famosos hombres de negocios de la Tierra. A pesar de todo esto, anhelaba que se reconocieran sus méritos, tanto como usted o yo.

Un ejemplo. Hace muchos años, Eastman decidió construir la Escuela de Música Eastman, en Rochester, además del Kilbourn Hall, un teatro en homenaje a su madre. James Adamson, presidente de la empresa Superior Seating Company, de Nueva York, quería obtener el pedido de las butacas para los dos edificios. Después de comunicarse telefónicamente con el arqui­tecto encargado de los planos, el Sr. Adamson fijó una entrevista con el Sr. Eastman en Rochester.

Cuando llegó allí, el arquitecto le dijo:

-Sé que usted quiere obtener este pedido; pero desde ahora le advierto que no tendrá ni un asomo de probabi­lidad si hace perder más de cinco minutos de tiempo al Sr. Eastman. Está muy ocupado. Diga rápidamente, pues, lo que quiere y márchese.

Adamson estaba dispuesto a seguir el consejo. Cuando se le hizo entrar en el despacho, notó al Sr. Eastman doblado sobre una pila de papeles que tenía en­cima del escritorio. En seguida el Sr. Eastman alzó la. vista, se quitó los anteojos y caminó hacia el arquitecto y el Sr. Adarnson, diciendo:

-Buen día, caballeros, ¿que puedo hacer por ustedes? El arquitecto hizo la presentación, y entonces el Sr. Adamson inició la conversación:

 

-Mientras esperábamos que usted se desocupara, Sr. Eastman, he podido admirar esta oficina. Le ase­guro que no me importaría trabajar si tuviera para ello una oficina así. Ya sabe usted que me dedico a los trabajos de decoración interior en madera, y jamás he visto una oficina mas hermosa.

-Me hace recordar usted algo que casi tenía olvi­dado. ¿Es hermosa, verdad? Me gustaba cuando recién construida. Pero ahora llego con muchas co­sas en la cabeza y no me fijo siquiera en la oficina du­rante muchas semanas -respondió Eastman.

 

Adamson se acercó a una pared y pasó la mano por un panel.

-Esto es roble inglés, ¿verdad? La textura es algo di­ferente del roble italiano.

-Sí. Es roble inglés importado. Fue elegido especial­mente por un amigo que se especializa en maderas finas. Luego Eastman le mostró toda la habitación, señalan­do las proporciones, los colores, las tallas a mano y otros efectos que había contribuido a proyectar y ejecutar personalmente.

Mientras andaban por la habitación, admirando el am­biente, se detuvieron junto a una ventana y George East­man, con su voz suave, modesta, señaló algunas de las instituciones por cuyo intermedio trataba de ayudar a la humanidad: la Universidad de Rochester, el Hospital Ge­neral, el Hospital Homeopático, el Hogar Amigo, el Hos­pital de Niños. El Sr. Adamson lo felicitó calurosamente por la forma idealista en que empleaba su riqueza con el fin de aliviar los sufrimientos humanos. Poco después George Eastman abrió una caja de cristal y sacó la primera cámara de que había sido dueño: un invento ad­quirido a un inglés.

Adamson lo interrogó largamente acerca de sus prime­ras luchas para iniciarse en los negocios, y el señor East­man habló con franqueza de la pobreza de su niñez, relató cómo su madre viuda había atendido una casa de pensión mientras él trabajaba en una compañía de seguros. El temor a la pobreza lo perseguía día y noche, hasta que resolvió ganar dinero suficiente para que su madre no tuviera que trabajar tan duramente en la casa de pen­sión. Adamson le hizo nuevas preguntas y escuchó, absorto, mientras el famoso inventor relataba la historia de sus experimentos con placas fotográficas secas. Contó Eastman cómo trabajaba en una oficina todo el día y a veces experimentaba toda la noche, durmiendo sola­mente a ratos, mientras operaban los productos quími­cos, hasta el punto de que a veces no se quitó la ropa durante setenta y dos horas seguidas.

James Adamson había entrado en la oficina de East­man a las 10.15, con la advertencia de que no debía estar más de cinco minutos; pero pasó una hora, pasaron dos horas, y seguían hablando.

Por fin, George Eastman se volvió a Adamson y le dijo:

-La última vez que estuve en el Japón compré unas sillas, las traje y las puse en la galería del sol. Pero el sol ha despellejado la pintura, y el otro día fui a la ciudad, compré pintura y pinté yo mismo las sillas. ¿Le gustaría ver qué tal soy como pintor? Bueno. Venga a casa a al­morzar y se las mostraré.

Después del almuerzo el Sr. Eastman mostró a Adam­son las sillas que había comprado en el Japón. No valían más de unos pocos dólares, pero George Eastrnan, que había ganado cien millones en los negocios, estaba or­gulloso de sus sillas, porque él mismo las había pintado.

El pedido de butacas representaba una suma de noventa mil dólares. ¿Quién les parece que lo consiguió, James Adamson o un competidor?

Desde aquel día hasta la muerte del Sr. Eastman, Ja­mes Adarnson fue un íntimo amigo suyo.

 

Claude Marais, dueño de un restaurante en Rouen, Francia, usó esta regla y salvó a su restaurante de la pér­dida de un empleado importante. Se trataba de una mujer, que hacía cinco años que trabajaba para él y era un enlace esencial entre Marais y sus veintidós emplea­dos. Quedó muy perturbado al recibir el telegrama de ella anunciándole su renuncia. El señor Claude Marais nos contó:

"Me sentía no sólo sorprendido sino, más aun,.decep­cionado, porque sabía que había sido justo con ella, y la había tratado bien. Pero, al ser una amiga además de una empleada, era posible que yo la hubiera descuidado un poco y le hubiera exigido más que a mis otros em­pleados.

"Por supuesto, no podía aceptar su renuncia así corno así. La llevé aparte y le dije:

"-Paulette, debe entender que no puedo aceptar su renuncia. Usted significa mucho para mí y para la com­pañía, y es tan responsable como lo soy yo mismo del éxito de nuestro restaurante.

"Después repetí lo mismo delante de todo el perso­nal, y la invité a mi casa y le reiteré mi confianza, con toda mi familia presente.

"Paulette retiró su renuncia, y hoy puedo confiar en ella más que nunca antes. Y me tomo el trabajo de ex­presarle periódicamente mi aprecio por lo que hace, y reiterarle lo importante que es para mí y para el res­taurante."

—Hábleles a las personas de ellos mismos -dijo Dis­raeli, uno de los hombres más astutos que han goberna­do el Imperio Británico- y lo escucharán por horas.

REGLA 6

Haga que la otra persona se sienta importante, y hágalo sinceramente.

En pocas palabras

SEIS MANERAS DE AGRADAR A LOS DEMAS

REGLA 1

Interésese sinceramente por los demás.

REGLA 2

Sonría.

REGLA 3

Recuerde que para toda persona, su nombre es el sonido más dulce e importante en cualquier idioma.

REGLA 4

Sea un buen oyente. Anime a los demás a que hablen de sí mismos.

REGLA 5

Hable siempre de lo que interese a los demás.

REGLA 6

Haga que la otra persona se sienta importante y hágalo sinceramente

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
Conferencias Místicas