¿Era
una mujer extraordinaria? No. Hay muchas personas como ella.
Por
ejemplo, hace poco encontré a un conocido botánico durante una
comida dada en casa de un editor de
Nueva
York.
jamás había hablado con un botánico, y me
pareció sumamente interesante. Me senté, literalmente, al borde de
la silla, y escuché absorto mientras hablaba de plantas exóticas,
experimentos en el desarrollo de formas nuevas de vida vegetal y
jardines de interior
y de
cosas asombrosas acerca de la humilde papa. Yo tengo en casa un
huerto interior, y tuvo este hombre
la
bondad de indicarme cómo debía resolver alguno de
mis
problemas.
He
dicho que estábamos en una comida. Debe de haber habido otros doce
invitados; pero violé todos los cánones de la cortesía e ignoré a
todos los demás, y hablé horas y horas con el botánico.
Llegó
la medianoche. Me despedí de todos y me marché. El botánico se
volvió entonces a nuestro huésped y tuvo referencias muy elogiosas
para mí. Yo era "muy estimulante". Yo era esto y aquello; y terminó
diciendo que yo era un "conversador muy inteligente".
¿Un
conversador inteligente? ¿Yo? ¿Por qué, si apenas había insinuado
una palabra? No podría haberla pronunciado sin cambiar de tema,
porque no sé de botánica más de lo que sé sobre anatomía del
pingüino. Pero había escuchado con atención. Había escuchado porque
tenía profundo interés en lo que decía mi interlocutor. Y él lo
sabía. Naturalmente, estaba complacido. Esa manera de escuchar es
uno de los más altos cumplimientos que se pueden rendir. "Pocos
seres. humanos -escribió jack Woodford en “Extraños en el Amor”-
se libran
de
la
implícita adulación que hay en el oyente absorto."
Yo hice
más
que presentarme como
oyente absorto. Fui "caluroso en mi aprobación y generoso en mis
elogios". Le dije que me había entretenido e instruido
inmensamente, y así era. Le dije que deseaba tener sus
conocimientos, y así era. Le dije que me gustaría recorrer los
campos con él, y así era. Le dije que debía verlo de nuevo, y así
era.
Y, de
tal modo, le hice pensar que yo era un buen conversador cuando, en
realidad, no había sido más que un buen oyente y lo había alentado a
hablar.
¿Cuál
es el misterio, el secreto de una feliz entrevista de negocios?
Según Charles W. Eliot, que fue presidente de Harvard, "no hay
misterios en una feliz conversación de negocios... Es muy importante
prestar atención exclusiva a la persona que habla. Nada encierra
tanta lisonja como eso".
El
mismo Eliot era un maestro en el arte de escuchar. Henry James, uno
de los primeros grandes novelistas norteamericanos y miembro de la
facultad de Harvard, recordaba: "La escucha del Dr. Eliot no era
mero silencio, sino una forma de actividad. Sentado muy erguido, con
las manos unidas en el regazo, sin hacer otro movimiento que el de
los pulgares girando uno alrededor del otro más rápido o más lento,
enfrentaba a su interlocutor y parecía escuchar con los ojos tanto
como con los oídos. Escuchaba con la mente y consideraba
atentamente lo que uno tenía que decir, mientras lo decía... Al
final de una entrevista con él, la persona que había hablado sentía
que sus palabras habían llegado a su destino".
¿Evidente, verdad? No hay necesidad de estudiar cuatro años en
Harvard para descubrirlo. Sin embargo, usted y yo conocemos
comerciantes que alquilan costosos locales, que compran sus
mercaderías económicamente, que adornan sus vidrieras con sapiencia,
que gastan mucho dinero en publicidad, y emplean después personal
sin el sentido común necesario para ser buenos oyentes, personal que
interrumpe a los clientes, los contradice, los irrita, y los echa
casi de la tienda.
Una
tienda de Chicago estuvo a punto de perder un viejo cliente que
hacía compras por varios miles de dólares anuales en esa tienda, por
culpa de un empleado que no escuchaba. La señora Henrietta Douglas,
que siguió nuestro curso en Chicago, había comprado un abrigo en una
liquidación. Cuando llegó con el abrigo a su casa, notó que el forro
tenía un desgarrón. Volvió al día siguiente y le pidió a la
empleada de ventas que le cambiaran la prenda. La empleada se negó
incluso a escuchar su queja.
-Usted lo compró en una liquidación -dijo. Señaló un cartel en la
pared-. Lea eso -exclamó-: "No hay
devoluciones ". Si
lo compró, tendrá que llevárselo como está. Cosa usted misma el
forro.
-Pero
es una mercadería fallada -se quejó la señora Douglas.
-No
importa -la interrumpió la empleada-. Si no hay devoluciones, no hay
devoluciones.
La
señora Douglas estaba a punto de marcharse, indignada, jurando no
volver nunca más a esa tienda, cuando se le acercó la gerente de la
sección, que la conocía por sus muchos años de comprar allí. La
señora Douglas le contó lo que había sucedido.
La
mujer escuchó con atención toda la historia, examinó el abrigo, y
después dijo:
-Las
compras hechas en liquidaciones son "sin devolución", porque es el
modo en que nos sacamos de encima toda la mercadería al terminar la
temporada. Pero esta política no puede aplicarse a mercadería
fallada. Le repararemos o reemplazaremos el forro, o si usted
prefiere le devolveremos el dinero.
¡Qué
diferencia de tratamiento! Si esa gerente no hubiera aparecido a
tiempo para escuchar a la clienta, la tienda habría perdido para
siempre a una compradora fiel.
Escuchar es tan importante en la vida cotidiana de uno como en el
mundo de los negocios. Millie Esposito, de Croton-on-Hudson, Nueva
York, se había propuesto escuchar cuidadosamente cuando alguno de
sus hijos quisiera hablarle. Una noche estaba sentada en la cocina
con su hijo Robert, y después de una breve exposición de algo que
tenía in mente, Robert dijo:
-Mamá, yo sé que tú me quieres mucho. La señora Esposito, conmovida,
dijo:
-Por
supuesto que te quiero mucho. ¿Acaso lo dudabas?
-No
-respondió Robert-, pero sé que realmente me quieres porque cada vez
que quiero hablarte sobre cualquier cosa, tú dejas de hacer
cualquier cosa que estés haciendo, y me escuchas.
El
protestador crónico, aun el crítico más violento, se suavizará y
apaciguará frecuentemente en presencia de un oyente que muestre
paciencia y simpatía: un oyente que guarde silencio en tanto el
iracundo protestador se dilate como una-cobra y suelte el
veneno de su sistema. Un ejemplo: La compañía telefónica de Nueva
York descubrió hace pocos años que tenía que vérselas con un cliente
furioso y amigo de maldecir a las telefonistas. Y cómo las maldecía.
Insultaba. Amenazaba hacer pedazos el teléfono. Se negaba a pagar
ciertas cuentas que decía eran falsas. Escribía cartas a los
diarios. Formuló quejas numerosas a la Comisión de Servicios
Públicos e inició varios juicios contra la compañía.
Por
fin, uno de los más hábiles "francotiradores" de la empresa fue
enviado a entrevistar al cliente. El "francotirador" escuchó y dejó
que el iracundo gozara en la expresión de sus quejas. El empleado
escuchó y dijo "sí" y demostró su simpatía.
"Siguió gritando y yo escuchando durante casi tres horas -relataba
el 'francotirador' ante nuestra clase-. Volví a verlo y seguí
escuchando. Lo entrevisté cuatro veces y antes de terminar la cuarta
visita me había convertido en socio de una organización que iba a
iniciar. Era la Asociación Protectora de Abonados Telefónicos.
Todavía soy miembro de la organización y, por cuanto he podido
saber, soy el único, fuera del Sr. X.
"Yo
lo escuché y le di la razón en cada uno de los puntos que suscitó en
esas conversaciones. Hasta entonces ningún empleado telefónico lo
había entrevistado en esa forma, y por fin se hizo muy amigo mío.
Durante la primera visita no se mencionó el asunto por el cual lo
iba a ver, lo mismo ocurrió en la segunda y en la tercera, pero en
la cuarta entrevista dejé completamente resuelto el caso, cobré
todas las cuentas y, por primera vez en la historia de sus
dificultades con la compañía telefónica, lo convencí de que retirara
sus quejas ante la Comisión."
Es
indudable que el Sr. X se consideraba el iniciador de una santa
cruzada en defensa de los derechos del público contra la
explotación inicua. Pero, en realidad, lo que quería era sentirse
importante. Lo conseguía protestando y quejándose. Pero tan pronto
como su deseo de
importancia fue satisfecho por un representante de la empresa, sus
presuntos inconvenientes se desvanecieron del todo.
Una
mañana, hace años, un furioso cliente penetró en la oficina de
Julian F. Detmer, fundador de la Detmer Woolen Company, que después
llegó a ser la empresa más grande dedicada a la distribución de
tejidos de lana a sastrerías.
"Este
hombre -me explicaba el Sr. Detmer- nos debía quince dólares. El
cliente lo negaba, pero nosotros sabíamos que estaba errado.
Nuestro departamento de crédito insistía, pues, en que pagara.
Después de recibir una cantidad de cartas de ese departamento, hizo
su equipaje, viajó hasta Chicago y corrió a mi oficina para
informarnos, no solamente de que no iba a pagar esa cuenta, sino que
jamás lo veríamos comprar una sola cosa más en la Detmer Woolen
Company.
"Escuché pacientemente todo lo que dijo. Sentí tentaciones de
interrumpirlo, pero comprendí que eso sería una mala política. Lo
dejé hablar y hablar, pues, hasta que se agotó. Cuando por fin se
calmó y pareció de mejor talante, le dije:
"-Quiero agradecerle que haya venido a Chicago para decirme esto. Me
ha hecho un gran favor, porque si nuestro departamento de crédito lo
molesta es posible que también moleste a otros buenos clientes, y
tal cosa nos perjudicaría. Créame: estoy más contento de oír esto
que usted de decirlo.
"Aquello era lo último que esperaba que le dijera. Creo que quedó un
poco decepcionado, porque había ido a Chicago para decirme unas
cuantas verdades, y se encontraba con que yo le estaba agradecido,
en lugar de enojado. Le aseguré que dejaríamos sin efecto la
presunta deuda, porque el cliente era un hombre muy cuidadoso, con
una sola cuenta que vigilar, en tanto que nuestros empleados tenían
que vigilar miles de cuentas. Por lo tanto, era muy probable que él
tuviera razón y nosotros nos equivocáramos.
"Le
dije que comprendía exactamente su punto de vista y que, en su
lugar, yo habría procedido indudablemente igual que él. Y como no
quería comprarnos más mercancías, le recomendé otras fábricas de
tejidos.
"En
ocasiones anteriores habíamos almorzado juntos cuando iba a Chicago,
y esta vez lo invité a almorzar. Aceptó de mala gana, pero cuando
volvimos a la oficina nos hizo un pedido mayor que en cualquier
ocasión anterior. Volvió a su ciudad mucho más tranquilo y, por el
deseo de ser tan justo como habíamos sido nosotros, revisó sus
libros, encontró una boleta extraviada, y nos envió un cheque, con
una nota en que pedía disculpas.
"Posteriormente, cuando su mujer le dio un hijito, lo bautizó con el
nombre de Detmer, y siguió siendo amigo y cliente de nuestra casa
hasta que murió, veintidós años más tarde."
Hace
años, un pobre niño, un inmigrante holandés, lavaba las ventanas de
una panadería, después de ir a la escuela, por cincuenta centavos a
la semana, y su familia era tan pobre, que solía salir todos los
días a la calle con una cesta a recoger trozos de carbón caídos en
las calles. Aquel niño, Edward Bok, no se educó en escuelas más que
durante seis años de su vida; pero con el tiempo llegó a ser uno de
los más prósperos directores de revistas que ha registrado la
historia del periodismo norteamericano. ¿Cómo lo consiguió? La
historia es larga, pero se puede referir brevemente la forma en que
se inició. Se inició por medio de los principios que se recomiendan
en este capítulo.
Salió
de la escuela cuando tenía trece años, para emplearse como cadete
de oficina de la Western Union, con un sueldo de seis dólares y
veinticinco centavos por semana; pero no abandonó por un instante
la idea de educarse. Empezó a educarse solo. Ahorró el dinero que
debía emplear en transportes, y se pasó muchos días sin almorzar
hasta que tuvo suficiente dinero para comprar una enciclopedia de
biografías norteamericanas... y entonces hizo una cosa inusitada.
Leyó las vidas de hombres famosos, y les escribió pidiéndoles
información adicional. Era un buen oyente. Alentaba a personas
famosas a hablar de sí mismas. Escribió al general James A.
Garfield, que era entonces candidato a presidente, y le preguntó si
era cierto que había sido peón de remolque en un canal; y Garfield
le respondió. Escribió al general Grant para inquirir sobre
determinada batalla; y Grant le envió un mapa dibujado por él, y lo
invitó a comer con él y a pasar la noche charlando. Bok tenía
entonces catorce años.
Escribió a Emerson y lo alentó a hablar de su persona. Este
mensajero de la Western Union mantenía bien pronto correspondencia
con muchas de las personas más famosas del país: Emerson, Phillips
Brooks, Oliver Wendell Holmes, Longfellow, la Sra. de Abraham
Lincoln, Louisa May Alcott, el general Sherman y Jefferson Davis.
No
solamente cruzaba cartas con ellas, sino que tan pronto como obtuvo
vacaciones visitó a muchas de estas personas, y fue recibido como un
huésped predilecto. Tal experiencia le dio una confianza que fue de
valor incalculable para su vida ulterior. Estos hombres y estas
mujeres de fama le inculcaron una visión y una ambición que
revolucionaron su vida. Y permítaseme repetir que todo esto sólo fue
posible por la aplicación de los principios de que hablamos aquí
Isaac
F. Marcosson, que es probablemente el campeón mundial de las
entrevistas de celebridades, declaraba que muchas personas no logran
causar una impresión favorable porque no escuchan con atención.
"Están tan preocupados por lo que van a decir, que no escuchan
nada... Hombres famosos me han dicho que prefieren buenos oyentes a
buenos conversadores, pero que la habilidad para escuchar parece
más rara que cualquier otra cualidad humana."
Y no
solamente los grandes hombres desean tener buenos oyentes, sino que
también ocurre lo mismo con la gente común. Ya lo dijo la revista
Selecciones
del
Reader's Digest
cierta vez: "Muchas
personas llaman a un médico, cuando lo que necesitan es alguien que
los escuche".
Durante las horas más sombrías de la Guerra Civil, Lincoln escribió
a un viejo amigo de Springfield, Illinois, pidiéndole que fuera a
Washington. Lincoln decía que tenía algunos problemas que tratar con
él. El viejo vecino fue a la Casa Blanca y Lincoln le habló durante
horas acerca de la conveniencia de dar una proclama de liberación de
los esclavos. Lincoln recorrió todos los argumentos en favor y en
contra de tal decisión, y luego leyó artículos periodísticos y
cartas, algunos de los cuales lo censuraban por no liberar a los
esclavos, en tanto que otros lo censuraban por el temor de que los
liberara. Después de hablar y hablar durante horas, Lincoln
estrechó la mano de su viejo amigo, se despidió de él y lo envió de
regreso a Illinois, sin pedirle siquiera una opinión. Lincoln era
el único que había hablado. Esto pareció despejarle la mente:
"Pareció sentirse mucho más a sus anchas después de la
conversación", relataba después el amigo. Lincoln no quería consejo.
Sólo quería un oyente amigo, comprensivo, ante quien volcar sus
ideas. Eso es todo lo que nos hace falta cuando nos vemos en
dificultades. Eso es, frecuentemente, lo que quiere el cliente
irritado, o el empleado insatisfecho, o el amigo disgustado.
Uno
de los más grandes en el arte de escuchar, en los tiempos modernos,
fue el famoso psicólogo Sigmund Freud. Un hombre que conoció a Freud
describió su modo de escuchar: "Me impresionó tanto que no lo
olvidaré jamás. Tenía cualidades que nunca he visto en ningún otro
hombre. Yo nunca había visto una atención tan concentrada. Y no se
trataba en absoluto de una mirada penetrante y agresiva. Sus ojos
eran cálidos y simpáticos. Su voz era grave y bondadosa. Gesticulaba
poco. Pero la atención que me prestó, su captación de lo que yo
decía, aun cuando me expresara mal, eran extraordinarias. Es
indescriptible lo que se siente cuando uno es escuchado así':
Si
quiere usted que la gente lo eluda y se ría de usted apenas le
vuelve la espalda, y hasta lo desprecie, aquí tiene la receta: Jamás
escuche mientras hablen los demás. Hable incesantemente de sí
mismo. Si se le ocurre una idea cuando su interlocutor está
hablando, no lo deje terminar. No es tan vivo como usted. ¿Por qué
ha de perder el tiempo escuchando su estúpida charla? Interrúmpalo
en medio de una frase.
¿Conoce usted a alguien que proceda así? Yo sí, desgraciadamente; y
lo asombroso es que algunos de ellos figuran destacadamente en la
sociedad.
:Majaderos, esto es lo que son: majaderos embriagados por su propio
yo, ebrios por la idea de su propia importancia.
La
persona que sólo habla de sí, sólo piensa en sí. Y
la
"persona que sólo piensa en sí mismo -dice el Dr. Nicholas Murray
Butler, presidente de la Universidad de Columbia- carece de toda
educación". "No es educado -dice el Dr. Butler-, por mucha
instrucción que tenga."
De
manera que si aspira usted a ser un buen conversador, sea un oyente
atento. Para ser interesante, hay que interesarse. Pregunte cosas
que su interlocutor se complacerá en responder. Aliéntelo a hablar
de sí mismo y de sus experiencias.