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CÓMO GANAR AMIGOS E INFLUIR SOBRE  LAS PERSONAS

Segunda Parte

Seis maneras de agradar a los demás

Capitulo 4

FÁCIL MANERA DE CONVERTIRSE EN UN BUEN CONVERSADOR

DALE CARNEGIE

 

Capitulo 4

 FÁCIL MANERA DE CONVERTIRSE EN UN BUEN CONVERSADOR

 Hace poco fui invitado a jugar al bridge en casa de unos amigos. Yo no juego, y había allí una señora rubia que tampoco jugaba. Descubrió que trabajé con Lowell Thomas, antes de que éste se dedicara a la radiotelefo­nía, que he viajado por Europa en muchas ocasiones mientras le ayudaba a preparar las conferencias sobre viajes que por entonces pronunciaba.

 
   

- ¡Oh, Sr. Carnegie! -me dijo esta dama-. Quiero que me hable de todos esos lugares que ha visitado usted.

Al sentarnos en un sofá me hizo saber que acababa de regresar de un largo viaje por África, efectuado en com­pañía de su esposo.

- ¡África! -exclamé-. ¡Qué interesante! Siempre he querido ver África, pero, salvo una vez que estuve veinti­cuatro horas en Argel, no lo he conseguido jamás. Díga­me, ¿visitaron la región de la caza mayor? ¿Sí? ¡Qué hermosura! ¡Cómo la envidio! Hábleme de África.

Cuarenta y cinco minutos habló la dama. Ya no vol­vió a preguntarme por dónde había estado yo ni qué ha­bía visto. No quería oírme hablar de viajes. Todo lo que quería era un oyente interesado, para poder revelar su yo y narrar todas sus experiencias.

 

¿Era una mujer extraordinaria? No. Hay muchas per­sonas como ella.

Por ejemplo, hace poco encontré a un conocido botá­nico durante una comida dada en casa de un editor de Nueva York. jamás había hablado con un botánico, y me pareció sumamente interesante. Me senté, literal­mente, al borde de la silla, y escuché absorto mientras hablaba de plantas exóticas, experimentos en el desarro­llo de formas nuevas de vida vegetal y jardines de inte­rior y de cosas asombrosas acerca de la humilde papa. Yo tengo en casa un huerto interior, y tuvo este hombre la bondad de indicarme cómo debía resolver alguno de mis problemas.

He dicho que estábamos en una comida. Debe de haber habido otros doce invitados; pero violé todos los cánones de la cortesía e ignoré a todos los demás, y hablé horas y horas con el botánico.

Llegó la medianoche. Me despedí de todos y me mar­ché. El botánico se volvió entonces a nuestro huésped y tuvo referencias muy elogiosas para mí. Yo era "muy estimulante". Yo era esto y aquello; y terminó diciendo que yo era un "conversador muy inteligente".

¿Un conversador inteligente? ¿Yo? ¿Por qué, si ape­nas había insinuado una palabra? No podría haberla pronunciado sin cambiar de tema, porque no sé de botá­nica más de lo que sé sobre anatomía del pingüino. Pero había escuchado con atención. Había escuchado porque tenía profundo interés en lo que decía mi interlocutor. Y él lo sabía. Naturalmente, estaba complacido. Esa ma­nera de escuchar es uno de los más altos cumplimientos que se pueden rendir. "Pocos seres. humanos -escribió jack Woodford en “Extraños en el Amor”- se libran de la implícita adulación que hay en el oyente absorto." Yo hice más que presentarme como oyente absorto. Fui "caluroso en mi aprobación y generoso en mis elogios". Le dije que me había entretenido e instruido inmen­samente, y así era. Le dije que deseaba tener sus cono­cimientos, y así era. Le dije que me gustaría recorrer los campos con él, y así era. Le dije que debía verlo de nuevo, y así era.

Y, de tal modo, le hice pensar que yo era un buen conversador cuando, en realidad, no había sido más que un buen oyente y lo había alentado a hablar.

¿Cuál es el misterio, el secreto de una feliz entrevista de negocios? Según Charles W. Eliot, que fue presidente de Harvard, "no hay misterios en una feliz conversación de negocios... Es muy importante prestar atención ex­clusiva a la persona que habla. Nada encierra tanta lison­ja como eso".

El mismo Eliot era un maestro en el arte de escuchar. Henry James, uno de los primeros grandes novelistas norteamericanos y miembro de la facultad de Harvard, recordaba: "La escucha del Dr. Eliot no era mero silencio, sino una forma de actividad. Sentado muy erguido, con las manos unidas en el regazo, sin hacer otro movi­miento que el de los pulgares girando uno alrededor del otro más rápido o más lento, enfrentaba a su interlocu­tor y parecía escuchar con los ojos tanto como con los oídos. Escuchaba con la mente y consideraba atenta­mente lo que uno tenía que decir, mientras lo decía... Al final de una entrevista con él, la persona que había hablado sentía que sus palabras habían llegado a su des­tino".

¿Evidente, verdad? No hay necesidad de estudiar cua­tro años en Harvard para descubrirlo. Sin embargo, usted y yo conocemos comerciantes que alquilan cos­tosos locales, que compran sus mercaderías económicamente, que adornan sus vidrieras con sapiencia, que gastan mucho dinero en publicidad, y emplean después personal sin el sentido común necesario para ser buenos oyentes, personal que interrumpe a los clientes, los con­tradice, los irrita, y los echa casi de la tienda.

Una tienda de Chicago estuvo a punto de perder un viejo cliente que hacía compras por varios miles de dólares anuales en esa tienda, por culpa de un empleado que no escuchaba. La señora Henrietta Douglas, que siguió nuestro curso en Chicago, había comprado un abrigo en una liquidación. Cuando llegó con el abrigo a su casa, notó que el forro tenía un desgarrón. Volvió al día si­guiente y le pidió a la empleada de ventas que le cambia­ran la prenda. La empleada se negó incluso a escuchar su queja.

-Usted lo compró en una liquidación -dijo. Señaló un cartel en la pared-. Lea eso -exclamó-: "No hay devoluciones ". Si lo compró, tendrá que llevárselo como está. Cosa usted misma el forro.

-Pero es una mercadería fallada -se quejó la señora Douglas.

-No importa -la interrumpió la empleada-. Si no hay devoluciones, no hay devoluciones.

La señora Douglas estaba a punto de marcharse, in­dignada, jurando no volver nunca más a esa tienda, cuan­do se le acercó la gerente de la sección, que la conocía por sus muchos años de comprar allí. La señora Douglas le contó lo que había sucedido.

La mujer escuchó con atención toda la historia, exa­minó el abrigo, y después dijo:

-Las compras hechas en liquidaciones son "sin devo­lución", porque es el modo en que nos sacamos de encima toda la mercadería al terminar la temporada. Pero esta política no puede aplicarse a mercadería fallada. Le repararemos o reemplazaremos el forro, o si usted pre­fiere le devolveremos el dinero.

¡Qué diferencia de tratamiento! Si esa gerente no hu­biera aparecido a tiempo para escuchar a la clienta, la tienda habría perdido para siempre a una compradora fiel.

Escuchar es tan importante en la vida cotidiana de uno como en el mundo de los negocios. Millie Esposito, de Croton-on-Hudson, Nueva York, se había propuesto escuchar cuidadosamente cuando alguno de sus hijos quisiera hablarle. Una noche estaba sentada en la cocina con su hijo Robert, y después de una breve exposición de algo que tenía in mente, Robert dijo:

-Mamá, yo sé que tú me quieres mucho. La señora Esposito, conmovida, dijo:

-Por supuesto que te quiero mucho. ¿Acaso lo duda­bas?

-No -respondió Robert-, pero sé que realmente me quieres porque cada vez que quiero hablarte sobre cualquier cosa, tú dejas de hacer cualquier cosa que estés haciendo, y me escuchas.

El protestador crónico, aun el crítico más violento, se suavizará y apaciguará frecuentemente en presencia de un oyente que muestre paciencia y simpatía: un oyente que guarde silencio en tanto el iracundo protestador se dilate como una-cobra y suelte el veneno de su sistema. Un ejemplo: La compañía telefónica de Nueva York descubrió hace pocos años que tenía que vérselas con un cliente furioso y amigo de maldecir a las telefonistas. Y cómo las maldecía. Insultaba. Amenazaba hacer pedazos el teléfono. Se negaba a pagar ciertas cuentas que decía eran falsas. Escribía cartas a los diarios. Formuló quejas numerosas a la Comisión de Servicios Públicos e inició varios juicios contra la compañía.

Por fin, uno de los más hábiles "francotiradores" de la empresa fue enviado a entrevistar al cliente. El "francotirador" escuchó y dejó que el iracundo gozara en la expresión de sus quejas. El empleado escuchó y dijo "sí" y demostró su simpatía.

"Siguió gritando y yo escuchando durante casi tres horas -relataba el 'francotirador' ante nuestra clase-. Volví a verlo y seguí escuchando. Lo entrevisté cuatro veces y antes de terminar la cuarta visita me había con­vertido en socio de una organización que iba a iniciar. Era la Asociación Protectora de Abonados Telefónicos. Todavía soy miembro de la organización y, por cuanto he podido saber, soy el único, fuera del Sr. X.

"Yo lo escuché y le di la razón en cada uno de los puntos que suscitó en esas conversaciones. Hasta entonces ningún empleado telefónico lo había entrevistado en esa forma, y por fin se hizo muy amigo mío. Durante la primera visita no se mencionó el asunto por el cual lo iba a ver, lo mismo ocurrió en la segunda y en la tercera, pero en la cuarta entrevista dejé completamente resuelto el caso, cobré todas las cuentas y, por primera vez en la historia de sus dificultades con la compañía telefónica, lo convencí de que retirara sus quejas ante la Comisión."

Es indudable que el Sr. X se consideraba el iniciador de una santa cruzada en defensa de los derechos del pú­blico contra la explotación inicua. Pero, en realidad, lo que quería era sentirse importante. Lo conseguía protes­tando y quejándose. Pero tan pronto como su deseo de importancia fue satisfecho por un representante de la empresa, sus presuntos inconvenientes se desvanecieron del todo.

Una mañana, hace años, un furioso cliente penetró en la oficina de Julian F. Detmer, fundador de la Detmer Woolen Company, que después llegó a ser la empresa más grande dedicada a la distribución de tejidos de lana a sastrerías.

"Este hombre -me explicaba el Sr. Detmer- nos debía quince dólares. El cliente lo negaba, pero nosotros sa­bíamos que estaba errado. Nuestro departamento de crédito insistía, pues, en que pagara. Después de recibir una cantidad de cartas de ese departamento, hizo su equipaje, viajó hasta Chicago y corrió a mi oficina para informarnos, no solamente de que no iba a pagar esa cuenta, sino que jamás lo veríamos comprar una sola cosa más en la Detmer Woolen Company.

"Escuché pacientemente todo lo que dijo. Sentí ten­taciones de interrumpirlo, pero comprendí que eso sería una mala política. Lo dejé hablar y hablar, pues, hasta que se agotó. Cuando por fin se calmó y pareció de me­jor talante, le dije:

"-Quiero agradecerle que haya venido a Chicago para decirme esto. Me ha hecho un gran favor, porque si nuestro departamento de crédito lo molesta es posible que también moleste a otros buenos clientes, y tal cosa nos perjudicaría. Créame: estoy más contento de oír esto que usted de decirlo.

"Aquello era lo último que esperaba que le dijera. Creo que quedó un poco decepcionado, porque había ido a Chicago para decirme unas cuantas verdades, y se encontraba con que yo le estaba agradecido, en lugar de enojado. Le aseguré que dejaríamos sin efecto la presunta deuda, porque el cliente era un hombre muy cuidadoso, con una sola cuenta que vigilar, en tanto que nuestros empleados tenían que vigilar miles de cuentas. Por lo tanto, era muy probable que él tuviera razón y nosotros nos equivocáramos.

"Le dije que comprendía exactamente su punto de vista y que, en su lugar, yo habría procedido indudable­mente igual que él. Y como no quería comprarnos más mercancías, le recomendé otras fábricas de tejidos.

"En ocasiones anteriores habíamos almorzado juntos cuando iba a Chicago, y esta vez lo invité a almorzar. Aceptó de mala gana, pero cuando volvimos a la oficina nos hizo un pedido mayor que en cualquier ocasión an­terior. Volvió a su ciudad mucho más tranquilo y, por el deseo de ser tan justo como habíamos sido nosotros, revisó sus libros, encontró una boleta extraviada, y nos envió un cheque, con una nota en que pedía disculpas.

"Posteriormente, cuando su mujer le dio un hijito, lo bautizó con el nombre de Detmer, y siguió siendo amigo y cliente de nuestra casa hasta que murió, veintidós años más tarde."

Hace años, un pobre niño, un inmigrante holandés, lavaba las ventanas de una panadería, después de ir a la escuela, por cincuenta centavos a la semana, y su familia era tan pobre, que solía salir todos los días a la calle con una cesta a recoger trozos de carbón caídos en las calles. Aquel niño, Edward Bok, no se educó en escuelas más que durante seis años de su vida; pero con el tiempo llegó a ser uno de los más prósperos directores de revis­tas que ha registrado la historia del periodismo nortea­mericano. ¿Cómo lo consiguió? La historia es larga, pero se puede referir brevemente la forma en que se inició. Se inició por medio de los principios que se recomiendan en este capítulo.

Salió de la escuela cuando tenía trece años, para em­plearse como cadete de oficina de la Western Union, con un sueldo de seis dólares y veinticinco centavos por se­mana; pero no abandonó por un instante la idea de edu­carse. Empezó a educarse solo. Ahorró el dinero que debía emplear en transportes, y se pasó muchos días sin almorzar hasta que tuvo suficiente dinero para comprar una enciclopedia de biografías norteamericanas... y en­tonces hizo una cosa inusitada. Leyó las vidas de hom­bres famosos, y les escribió pidiéndoles información adicional. Era un buen oyente. Alentaba a personas fa­mosas a hablar de sí mismas. Escribió al general James A. Garfield, que era entonces candidato a presidente, y le preguntó si era cierto que había sido peón de remolque en un canal; y Garfield le respondió. Escribió al ge­neral Grant para inquirir sobre determinada batalla; y Grant le envió un mapa dibujado por él, y lo invitó a comer con él y a pasar la noche charlando. Bok tenía entonces catorce años.

Escribió a Emerson y lo alentó a hablar de su persona. Este mensajero de la Western Union mantenía bien pronto correspondencia con muchas de las personas más famosas del país: Emerson, Phillips Brooks, Oliver Wen­dell Holmes, Longfellow, la Sra. de Abraham Lincoln, Louisa May Alcott, el general Sherman y Jefferson Davis.

No solamente cruzaba cartas con ellas, sino que tan pronto como obtuvo vacaciones visitó a muchas de estas personas, y fue recibido como un huésped predilecto. Tal experiencia le dio una confianza que fue de valor in­calculable para su vida ulterior. Estos hombres y estas mujeres de fama le inculcaron una visión y una ambición que revolucionaron su vida. Y permítaseme repetir que todo esto sólo fue posible por la aplicación de los princi­pios de que hablamos aquí

Isaac F. Marcosson, que es probablemente el campeón mundial de las entrevistas de celebridades, declaraba que muchas personas no logran causar una impresión favora­ble porque no escuchan con atención. "Están tan preocupados por lo que van a decir, que no escuchan nada... Hombres famosos me han dicho que prefieren buenos oyentes a buenos conversadores, pero que la ha­bilidad para escuchar parece más rara que cualquier otra cualidad humana."

Y no solamente los grandes hombres desean tener buenos oyentes, sino que también ocurre lo mismo con la gente común. Ya lo dijo la revista Selecciones del Rea­der's Digest cierta vez: "Muchas personas llaman a un médico, cuando lo que necesitan es alguien que los es­cuche".

Durante las horas más sombrías de la Guerra Civil, Lincoln escribió a un viejo amigo de Springfield, Illi­nois, pidiéndole que fuera a Washington. Lincoln decía que tenía algunos problemas que tratar con él. El viejo vecino fue a la Casa Blanca y Lincoln le habló durante horas acerca de la conveniencia de dar una proclama de liberación de los esclavos. Lincoln recorrió todos los ar­gumentos en favor y en contra de tal decisión, y luego leyó artículos periodísticos y cartas, algunos de los cua­les lo censuraban por no liberar a los esclavos, en tanto que otros lo censuraban por el temor de que los liberara. Después de hablar y hablar durante horas, Lincoln es­trechó la mano de su viejo amigo, se despidió de él y lo envió de regreso a Illinois, sin pedirle siquiera una opi­nión. Lincoln era el único que había hablado. Esto pare­ció despejarle la mente: "Pareció sentirse mucho más a sus anchas después de la conversación", relataba después el amigo. Lincoln no quería consejo. Sólo quería un oyente amigo, comprensivo, ante quien volcar sus ideas. Eso es todo lo que nos hace falta cuando nos vemos en dificultades. Eso es, frecuentemente, lo que quiere el cliente irritado, o el empleado insatisfecho, o el amigo disgustado.

Uno de los más grandes en el arte de escuchar, en los tiempos modernos, fue el famoso psicólogo Sigmund Freud. Un hombre que conoció a Freud describió su modo de escuchar: "Me impresionó tanto que no lo olvidaré jamás. Tenía cualidades que nunca he visto en ningún otro hombre. Yo nunca había visto una atención tan concentrada. Y no se trataba en absoluto de una mirada penetrante y agresiva. Sus ojos eran cálidos y simpáticos. Su voz era grave y bondadosa. Gesticulaba poco. Pero la atención que me prestó, su captación de lo que yo decía, aun cuando me expresara mal, eran extraordinarias. Es indescriptible lo que se siente cuando uno es escuchado así':

Si quiere usted que la gente lo eluda y se ría de usted apenas le vuelve la espalda, y hasta lo desprecie, aquí tiene la receta: Jamás escuche mientras hablen los de­más. Hable incesantemente de sí mismo. Si se le ocurre una idea cuando su interlocutor está hablando, no lo deje terminar. No es tan vivo como usted. ¿Por qué ha de perder el tiempo escuchando su estúpida charla? Interrúmpalo en medio de una frase.

¿Conoce usted a alguien que proceda así? Yo sí, des­graciadamente; y lo asombroso es que algunos de ellos figuran destacadamente en la sociedad.

:Majaderos, esto es lo que son: majaderos embriagados por su propio yo, ebrios por la idea de su propia im­portancia.

La persona que sólo habla de sí, sólo piensa en sí. Y la "persona que sólo piensa en sí mismo -dice el Dr. Ni­cholas Murray Butler, presidente de la Universidad de Columbia- carece de toda educación". "No es educado -dice el Dr. Butler-, por mucha instrucción que tenga."

De manera que si aspira usted a ser un buen conver­sador, sea un oyente atento. Para ser interesante, hay que interesarse. Pregunte cosas que su interlocutor se complacerá en responder. Aliéntelo a hablar de sí mismo y de sus experiencias.

Recuerde que la persona con quien habla usted está cien veces más interesada en sí misma y en sus necesida­des y sus problemas que en usted y sus problemas. Su dolor de muelas le importa más que una epidemia que mate a un millón de personas en China. Un forúnculo en el cuello significa para él una catástrofe mayor que cua­renta terremotos en África. Piense en eso la próxima vez que inicie una conversación.

REGLA 4

Sea un buen oyente. Anime a los demás a que hablen de sí mismos.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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