El
profesor John Dewey, el más profundo filósofo de los Estados Unidos,
formula la teoría con cierta diferencia. Dice el Dr. Dewey que el
impulso más profundo de la naturaleza humana es "el deseo de ser
importante". Recuerde esta frase: "el deseo de ser importante". Es
muy significativa. La va a ver muy a menudo en este libro.
¿Qué
es lo que quiere usted? No muchas cosas, pero las pocas que desea
son anheladas con una insistencia que no admite negativas. Casi
todos los adultos normales quieren:
1. -
La salud y la conservación de la vida.
2. -
Alimento.
3. -
Sueño.
4. -
Dinero y las cosas que compra el dinero.
5. -
Vida en el más allá.
6. -
Satisfacción sexual.
7. -
El bienestar de los hijos.
8. -
Un sentido de propia importancia.
Casi
todas estas necesidades se ven complacidas en la vida, todas, en
verdad, menos una. Pero hay un anhelo casi tan profundo, casi tan
imperioso como el deseo de alimentarse y dormir, y ese anhelo se ve
satisfecho muy rara vez. Es lo que llama Freud "el deseo de ser
grande". Es lo que llama Dewey "el deseo de ser importante".
Lincoln empezó una vez una carta con estas palabras: "A todo el
mundo le agrada un elogio". William James dijo: "El principio
más profundo del carácter humano es el anhelo de ser apreciado".
Véase que no habló del "deseo", sino del anhelo de ser apreciado.
Ahí
tenemos una sed humana infalible y persistente; y los pocos
individuos que satisfacen honestamente esta sed del corazón podrán
tener a los demás en la palma de la mano, y "hasta el sepulturero se
apenará cuando mueran”.
El
deseo de sentirse importante es una de las principales diferencias
que distinguen a los hombres de los animales. Demos un ejemplo:
Cuando yo era niño, en una granja de Missouri, mi padre criaba
cerdos DurocJersey y vacas Hereford de pedigree. Solíamos exhibir
nuestros cerdos y vacas en las ferias de los condados y
en las exposiciones de
ganadería de todo el Medio Oeste. Obteníamos primeros premios por
veintenas. Mi padre fijaba las cintas azules en un trozo de
muselina blanca, y cuando llegaban amigos o visitantes a nuestra
casa sacaba esa muselina y entre él y yo mostrábamos los premios.
Los
cerdos no se interesaban por las cintas que habían ganado. Pero mi
padre sí. Estos premios le daban un sentido de importancia.
Si
nuestros antepasados no hubiesen sentido este ardiente anhelo de
ser importantes, la civilización habría sido imposible. Sin él
seríamos iguales que los animales.
Este
deseo de sentirse importante fue lo que llevó a un pobre empleado de
una tienda de comestibles, un mozo sin recursos y sin educación, a
estudiar unos libros de derecho que había encontrado en el fondo de
un barril que, con otros restos de una casa deshecha, comprara por
cincuenta centavos. Quizá haya oído el lector hablar de este mozo.
Se llamaba Lincoln.
Este
deseo de sentirse importante fue lo que inspiró a Dickens para
escribir sus novelas inmortales. Este deseo inspiró a Sir
Christopher Wren en el diseño de sus sinfonías de piedra. Este
deseo hizo que Rockefeller reuniera millones y millones de dólares
que jamás gastó. Y este mismo deseo hace que los hombres más ricos
de cada ciudad, construyan una casa demasiado amplia para sus
necesidades.
Este
deseo hace que todos pretendamos vestir de acuerdo con la última
moda, conducir el automóvil más reciente y hablar de nuestros hijos
tan inteligentes.
Este
mismo deseo es lo que lleva a muchos jóvenes a ser pistoleros y
bandoleros. "Casi todos los criminales jóvenes -dice E. P. Mulrooney,
ex jefe de la Policía de Nueva York- tienen un excesivo egoísmo, y
su primer pedido después de ser arrestados es que les lleven esos
perniciosos periódicos en que se los pinta como héroes. La
perspectiva de cumplir una condena parece remota en tanto el
criminal puede extasiarse ante una fotografía suya que comparte las
páginas con las de famosos deportistas, estrellas del cine y la
televisión, y políticos."
Si
usted me dice cómo satisface sus deseos de ser importante, le diré
qué es usted. Eso es lo que determina su carácter. Es la cosa más
significativa que hay en usted.
Por ejemplo, John D. Rockefeller satisfacía su deseo de importancia
dando dinero para que se levantara un hospital moderno en Pekín,
China, a fin de atender a millones de pobres a quienes no había
visto jamás ni jamás vería. Dillinger, en cambio, se sentía
importante como bandido, asaltante de bancos y asesino. Cuando los
agentes federales lo perseguían penetró en una granja de Minnesota y
exclamó: " ¡Soy Dillinger!" Estaba orgulloso de ser el Enemigo
Público Número 1.
Sí,
la diferencia significativa que se advierte entre Dillinger y
Rockefeller es la forma en que satisfacían sus deseos de ser
importantes.
La
historia chispea con divertidos ejemplos de personas famosas que
lucharon por dar satisfacción a sus deseos de importancia. El mismo
George Washington quería ser llamado "Su Poderío, el Presidente de
los Estados Unidos"; y Colón reclamaba el título de "Almirante del
Océano y Virrey de las Indias". Catalina la Grande se negaba a abrir
cartas que no estuvieran dirigidas a "Su Majestad Imperial"; y la
Sra. de Lincoln, en la Casa Blanca, se volvió una vez hacia la Sra.
de Grant, como una tigresa, y gritó: "¿Cómo se atreve usted a
sentarse en mi presencia sin que la haya invitado a hacerlo?"
Nuestros millonarios ayudaron al almirante Byrd a financiar su
expedición al Antártico en 1928 con la condición de que caletas y
montañas heladas fuesen bautizadas con sus nombres; y Victor Hugo
aspiraba a que la
ciudad de París, nada menos, fuera rebautizada con su nombre. Hasta
Shakespeare, grande entre los grandes, trató de agregar brillo a su
nombre procurándose un escudo de nobleza para su familia.
Hay
personas que se convierten en inválidos para obtener simpatía y
atención y satisfacer así sus deseos de importancia. Por ejemplo,
tomemos a la Sra. McKinley. Se sentía importante al obligar a su
esposo, el presidente de los Estados Unidos, a descuidar
importantes asuntos de Estado para reclinarse junto a su cama, un
brazo en torno a su cuerpo, hasta que la hiciera dormir. Alimentaba
su deseo de ser atendida insistiendo en que el presidente
permaneciera con ella mientras se hacía arreglar los dientes, y una
vez provocó una tormentosa escena cuando McKinley tuvo que dejarla
sola con el dentista para acudir a una cita con John Hay, su
secretario de Estado.
La
escritora Mary Roberts Rinehart me contaba una vez el caso de una
mujer joven, inteligente, vigorosa, que quedó postrada en cama a fin
de satisfacer sus deseos de sentirse importante. "Un día -relata la
Sra. Rinehart- esta mujer se vio obligada a afrontar algo, acaso su
edad y el hecho de que nunca se casaría. Contempló los años
solitarios que tenía por delante, y en lo poco que le quedaba por
esperar. Se metió en cama, y durante diez años su anciana madre
subió y bajó escaleras para cuidarla, alimentarla, atenderla, en su
habitación de un tercer piso. Por fin un día la madre, fatigada de
tanto quehacer, enfermó y a poco murió. Durante unas semanas
languideció la inválida; después se levantó, se vistió y volvió a
vivir."
Algunas autoridades declaran que ciertas personas pueden llegar a la
demencia a fin de encontrar, en sus sueños, el sentido de
importancia que les ha sido negado en el áspero mundo de la
realidad. Hay en los hospitales de los Estados Unidos más enfermos
mentales que de todas las otras enfermedades juntas.
¿Cuáles son las causas de la demencia?
Nadie
puede responder a una pregunta tan general, pero sabemos que ciertas
enfermedades, como la sífilis, quebrantan y destruyen las células
del cerebro, y producen la demencia como resultado. En rigor de
verdad, aproximadamente la mitad de todas las enfermedades mentales
puede atribuirse a causas físicas corno son las lesiones cerebrales,
alcohol, toxinas. Pero la otra mitad -y esto es lo terrible-, la
otra mitad, de la gente que pierde la cordura no sufre al parecer
ninguna lesión en las células cerebrales. En las autopsias, cuando
se estudian sus tejidos cerebrales con los más poderosos
microscopios, se los encuentra tan sanos como los de un cerebro
normal.
¿Por
qué enloquecen estas personas?
Yo
hice recientemente esta pregunta al médico jefe de uno de
nuestros más importantes hospicios. Este médico, que ha recibido
los más altos honores y las recompensas más codiciadas por sus
conocimientos sobre la demencia, me confió francamente que no sabe
por qué enloquece la gente. Nadie lo sabe de seguro. Pero me dijo
que muchas personas que enloquecen encuentran en la demencia ese
sentido de su importancia que no pudieron obtener en el mundo de la
realidad. Después me narró lo siguiente:
"Tengo una paciente cuyo casamiento resultó una tragedia. Deseaba
amor, satisfacción sexual, hijos y prestigio social; pero la vida
destrozó todas sus esperanzas. Su esposo no la amaba. Hasta se
negaba a comer con ella, y la obligaba a servirle las comidas en su
cuarto, en el primer piso. No tenía hijos ni importancia social.
Enloqueció; y, en su imaginación, se divorció y recuperó su nombre
de soltera. Ahora cree que se ha casado con un
aristócrata inglés, e insiste en que se llama Lady Smith. Y en
cuanto a los hijos, se imagina que todas las noches da a luz a uno.
Cada vez que la visito me dice: Doctor, anoche tuve un bebé."
La
vida hizo naufragar todas las naves de sus sueños en los escollos de
la realidad; pero en las islas fantásticas, llenas de sol, de la
demencia, todas esas naves llegan ahora a puerto con las velas
desplegadas.
¿Tragedia? Pues no lo sé. Su médico me dijo: "Si pudiese estirar
una mano y devolverle la cordura, no lo haría. Es mucho más feliz
tal como está".
Si
algunas personas tienen tanta sed de importancia que llegan a la
demencia, imaginemos los milagros que usted o yo podremos lograr si
damos al prójimo una honrada apreciación de su importancia, del otro
lado de la demencia.
Una
de las primeras personas en el mundo norteamericano de los negocios
a la que se le pagó un salario anual de más de un millón de dólares
(cuando no había impuesto a los ingresos y una persona que ganaba
cincuenta dólares a la semana podía vivir muy bien), fue Charles
Schwab. Andrew Camegie lo había elegido para ser el primer
presidente de la recién formada United States Steel Company, en
1921, cuando Schwab tenía sólo treinta y ocho años de edad.
(Posteriormente Schwab partió de U. S. Steel para hacerse cargo de
la Bethlehem Steel Company, en ese momento cargada de problemas, y
la reconstruyó hasta volverla una de las compañías de mejor balance
en el país.)
¿Por
qué pagaba Andrew Carnegie a Charles Schwab más de un millón de
dólares por año, o sea unos tres mil dólares por día? ¿Por qué?
¿Acaso porque Schwab era un genio? No. ¿Porque sabía más que los
otros técnicos acerca de la fabricación del acero? Tampoco. Charles
Schwab me ha confesado que trabajaban con él muchos hombres que
sabían considerablemente más que él acerca de la fabricación del
acero.
Schwab aseguraba que se le pagaba ese sueldo sobre todo por su
capacidad para tratar con la gente. Le pregunté cómo hacía. Voy a
dar su secreto, en sus mismas palabras: palabras que deberían ser
grabadas en bronce y fijadas en todos los hogares y escuelas, en
todas las tiendas y oficinas del país; palabras que los niños
deberían recordar de memoria, en lugar de esforzarse por saber la
conjugación de verbos latinos o la cifra de la lluvia anual en el
Brasil; palabras que transformarán su vida, lector, y la mía, por
poco que las escuchemos:
"Considero -dijo Schwab- que el mayor bien que poseo es mi capacidad
para despertar entusiasmo entre los hombres, y que la forma de
desarrollar lo mejor que hay en el hombre es por medio del aprecio y
el aliento.
"Nada
hay que mate tanto las ambiciones de una persona como las críticas
de sus superiores. Yo jamás critico a nadie. Creo que se debe dar a
una persona un incentivo para que trabaje. Por eso siempre estoy
deseoso de ensalzar, pero soy remiso para encontrar defectos. Si
algo me gusta, soy
caluroso en mi aprobación y
generoso en mis elogios."
Esto
es lo que hacía Schwab. Pero, ¿qué hace la persona común?
Precisamente lo contrario. Si alguna cosa no le gusta, arma un
escándalo; si le gusta, no dice nada.
"En
mi amplia relación con la vida, en mis encuentros con muchos grandes
personajes en diversas partes del mundo -declaró Schwab-, no he
encontrado todavía la persona, por grande que fuese o elevadas sus
funciones, que no cumpliera mejor trabajo y realizara mayores
esfuerzos dentro de un espíritu de aprobación que dentro de un
espíritu de crítica."
Esa
fue, agregó francamente, una de las principales razones
del notable éxito de Andrew Carnegie. Carnegie elogiaba a sus
semejantes en público y en privado. Carnegie quiso elogiar a sus
ayudantes hasta después de muerto. Para su tumba escribió un
epitafio que decía: "Aquí yace un hombre que supo cómo rodearse
de hombres más hábiles que él".
La
apreciación sincera fue uno de los secretos del buen éxito de
Rockefeller en su trato con la gente. Por ejemplo, cuando uno de sus
socios, Edward T. Bedford, cometió un error e hizo perder a la
firma un millón de dólares con una mala compra en América del Sur,
John D. pudo haberlo criticado; pero sabía que Bedford había
procedido según sus mejores luces, y el incidente quedó en nada.
Pero Rockefeller encontró algo que elogiar: felicitó a Bedford
porque había podido salvar el sesenta por ciento del dinero.
invertido. "Espléndido -dijo Rockefeller-. No siempre nos va tan
bien en mi despacho."
Tengo
entre mis recortes una historia que sé que nunca sucedió, pero la
repetiré porque ilustra una verdad. Según esta fantasía, una mujer
granjera, al término de una dura jornada de labor, puso en los
platos de los hombres de la casa nada más que heno. Cuando ellos,
indignados, le preguntaron si se había vuelto loca, ella replicó:
-¿Y
cómo iba a saber que se darían cuenta? Hace veinte años que cocino
para ustedes, y en todo ese tiempo nunca me dieron a entender que
lo que comían no era Heno.
Hace
unos años se hizo un estudio sociológico entre esposas que habían
abandonado sus hogares,
¿y
cuál creen que fue la razón
principal que dieron para haber tomado su decisión? "Falta de
aprecio." Si se hiciera un estudio similar entre maridos que han
huído de sus casas, creo que se llegaría a la misma conclusión. Con
frecuencia damos tan por sentada la presencia de nuestro cónyuge,
que nunca le manifestamos nuestro aprecio.
Un
miembro de una de nuestras clases nos habló de un pedido que le
había hecho su esposa. Ella y un grupo de mujeres de su parroquia
habían iniciado un programa de automejoramiento. Le pidió a su
marido que la ayudara haciéndole una lista de seis cosas que creyera
que ella podía hacer para ser una mejor esposa. Nos dijo: "El
pedido me sorprendió. Francamente, me habría sido fácil enumerar
seis cosas que me habría gustado ver cambiar en ella (y estoy seguro
de que ella podría haber hecho una lista de un millar de cosas que
querría cambiar en mí), pero no lo hice. Le dije: `Déjame pensarlo
y, te daré una respuesta mañana'.
"Al
día siguiente me levanté muy temprano y llamé al florista, y le pedí
que le mandara seis rosas rojas a mi esposa con una nota diciendo:
`No se me ocurren seis cosas que querría que cambies. Te amo tal
como eres”.
"Cuando llegué a casa esa tarde, quién creen que me recibió en la
puerta: exacto, mi esposa. Estaba al borde de las lágrimas. No
necesito decir que me felicité por no haberla criticado como me lo
había pedido.
"El
domingo siguiente en la iglesia, después de que ella hubo informado
del resultado de su tarea, varias mujeres del grupo se me acercaron
y me dijeron: `Fue el gesto más tierno del que tenga noticias'.
Entonces comprendí cuál era el poder del aprecio."
Florenz Ziegfeld, el más espectacular de los empresarios teatrales
que ha habido jamás en Broadway, conquistó su reputación gracias a
su sutil habilidad para "glorificar a la joven norteamericana". Una
vez tras otra elegía a alguna joven en quien nadie se fijaba v la
transformaba en el escenario en una resplandeciente visión
de
misterio y seducción. Como conocía el valor del aprecio y
la confianza, hacía que las
mujeres se
sintieran bellas
por el solo poder de su galantería y su consideración. Era, además,
un hombre práctico: aumentó el sueldo de las coristas desde treinta
dólares por semana hasta una cifra que a veces llegaba a ciento
setenta y cinco. Y también era caballeresco: en las noches de
estreno en el Follies enviaba telegramas a las estrellas del
reparto y hermosas rosas a todas las chicas del coro.
Yo
sucumbí una vez a la moda del ayuno y pasé seis días y sus noches
sin comer. No fue difícil. Tenía menos hambre al fin del sexto día
que al fin del segundo. Pero yo y usted conocemos personas que
pensarían haber cometido un crimen si dejaran a sus familias o sus
empleados seis días sin comer; pero los dejan estar seis días, y
seis semanas, y a veces sesenta años, sin darles jamás una muestra
calurosa de esa apreciación que anhelan casi tanto como anhelan el
alimento.
Cuando Alfred Lunt, uno de los grandes actores de su época,
desempeñó el papel principal en
Reunión de Viena,
declaró: "Nada hay que yo necesite tanto como alimento para mi
propia estima".
Alimentamos los cuerpos de nuestros hijos y amigos y empleados; pero
muy raras veces alimentamos su propia estima. Les damos carne y
papas para que tengan energía; pero descuidamos darles amables
palabras de aprecio que cantarían durante años en su recuerdo.
Paul
Harvey, en una de sus transmisiones radiales, El
Resto de la Historia,
cuenta cómo una apreciación sincera puede cambiar la vida de una
persona. Contó que años atrás un maestro de Detroit le pidió a
Stevie Morris que lo ayudara a encontrar un ratoncito que se había
escapado en el aula de clases. El maestro apreciaba el hecho de que
la naturaleza le había dado a Stevie algo que ningún otro alumno
tenía. La naturaleza le había dado a Stevie un notable par de oídos,
para compensar la ceguera de sus ojos. Pero ésta fue la primera
ocasión en que Stevie sintió que se apreciaba la fineza de su oído.
Ahora, años después, dice que ese acto de aprecio fue el comienzo de
una nueva vida. Desde aquel entonces desarrolló su don del oído
hasta volverse, bajo el nombre artístico de Stevie Wonder, uno de
los grandes músicos populares de la década de 1970.
Algunos lectores están diciendo ahora mismo, al leer estas líneas:
"¡Cosas viejas! ¡Elogios! ¡Adulación! Ya he hecho la prueba. No da
resultado, al menos con personas inteligentes".
Es
claro que la adulación no da resultados con la gente que discierne.
Es algo hueco, egoísta y poco sincero. Su empleo debe conducir al
fracaso, y así ocurre generalmente. Aunque no faltan personas tan
hambrientas, tan sedientas de que se les muestre aprecio, que
tragan cualquier cosa, así como un hombre hambriento puede comer
hierbas y lombrices.
Hasta
la Reina Victoria era susceptible a la adulación. El Primer Ministro
Benjamín Disraeli confesó que cuando trataba con la Reina empleaba
abundantemente esa adulación. Pero Disraeli era uno de los hombres
más corteses, diestros y capaces que han gobernado jamás el extenso
Imperio Británico. Era un genio. Lo que para él daba resultados
quizá no lo dé para usted o para mí. A la larga, la adulación hace
más mal que bien. La adulación es falsa y, como el dinero falso, nos
pone eventualmente en aprietos si queremos hacerla circular.
La
diferencia entre la apreciación y la adulación es muy sencilla. Una
es sincera y la otra no. Una procede del corazón; la otra sale de la
boca. Una es altruista; la
otra
egoísta. Una despierta la admiración universal; la otra es
universalmente condenada.
Hace
poco vi un busto del general Obregón en el palacio de Chapultepec,
en México. Bajo el busto están grabadas estas sabias palabras de la
filosofía del general Obregón: "No temas a los enemigos que te
atacan. Teme a los amigos que te adulan".
¡No!
¡No! ¡No! ¿No recomiendo la adulación! Lejos de ello. Hablo de una
nueva forma de vivir. Permítaseme repetirlo. Hablo de
una nueva forma de vivir.
El
Rey Jorge V tenía un juego de seis máximas en las paredes de su
estudio en el Palacio de Buckingham. Una de esas máximas rezaba:
"Enséñame a no hacer ni recibir elogios baratos". Eso es la
adulación: elogio barato. Una vez leí una definición de la adulación
que vale la pena reproducir: "Adular es decir a la otra persona lo
que se piensa de uno mismo".
"Emplea el lenguaje que quieras -dijo Ralph Waldo Emerson- y nunca
podrás expresar sino lo que eres."
Si
lo
que debiéramos hacer fuera sólo emplear la adulación, el mundo
entero aprendería a hacerlo en seguida y todos seríamos peritos en
relaciones humanas. Cuando no estamos dedicados a pensar acerca de
algún problema específico, solemos pasar el 95 por ciento
de nuestro tiempo pensando en nosotros mismos. Pero si dejamos de
pensar en nosotros mismos por un rato y comenzamos a pensar en las
buenas cualidades del prójimo, no tendremos que recurrir a la
adulación, tan barata y tan falsa que se la conoce apenas sale de
los labios. Una de las virtudes más descuidadas de nuestra
existencia cotidiana es la apreciación. De un modo u otro,
descuidamos elogiar a nuestro hijo o hija cuando trae una buena nota
de la escuela, y rara vez alentamos a nuestros hijos cuando logran
hornear una torta o construir una casita para pájaros. Nada les
agrada más a los niños que esta especie de interés y aprobación de
sus padres.
La
próxima vez que usted disfrute de una buena cena en su club,
mándele sus felicitaciones al chef, y cuando un vendedor fatigado le
muestre una cortesía inusual, no deje de agradecerla.
Todo
sacerdote, conferencista u orador público sabe lo descorazonador que
resulta entregarse a un público y no recibir de éste ningún
comentario apreciativo. Y lo que se aplica a profesionales se aplica
doblemente a obreros en oficinas, negocios y talleres, y entre
nuestras familias y amigos. En nuestras relaciones interpersonales
nunca deberíamos olvidar que todos nuestros interlocutores son
seres humanos, y como tales hambrientos de apreciación. Es la
ternura legal que disfrutan todas las almas.
Trate
de dejar un rastro de pequeñas chispas de gratitud en sus jornadas.
Le sorprenderá ver cómo encienden pequeñas llamas de amistad que
vuelven a brillar en su próxima visita.
Pamela Dunham, de New Fairfield, Connecticut, tenía entre las
responsabilidades de su empleo la supervisión de un peón de
limpieza que estaba haciendo un trabajo muy deficiente. Los otros
empleados se burlaban de este joven, y descuidaban especialmente la
limpieza de las instalaciones para demostrar qué mal hacía su
trabajo. Las cosas habían llegado a un punto en que había empezado
a perderse tiempo productivo.
Pamela probó varios modos de motivar a esta persona, sin éxito. Notó
que en una ocasión hizo especialmente bien su trabajo. Entonces lo
elogió en presencia de otra gente. A partir de ahí el trabajo empezó
a mejorar, y muy pronto el joven cumplía eficientemente con sus
tareas. Hoy día hace un excelente trabajo, y recibe el aprecio y
reconocimiento que merece. La apreciación honesta logró resultados
allí donde la crítica y el ridículo habían fallado.
Herir
a la gente no sólo no la cambia, sino que es una tarea que nadie nos
agradecerá. Hay un viejo dicho que yo he escrito en una hoja y
pegado en el espejo del baño, donde lo veo todos los días:
"Pasaré una sola vez por este camino; de modo que cualquier bien que
pueda hacer o cualquier cortesía que pueda tener para con cualquier
ser humano, que sea ahora. No la dejaré para mañana, ni la
olvidaré, porque nunca más volveré a pasar por aquí."
Emerson dijo: "Todo hombre que conozco es superior a mí en algún
sentido. En ese sentido, aprendo de él".
Si
así sucedía con Emerson, ¿no es probable que lo mismo sea cien veces
más cierto en su caso, o en el mío? Dejemos de pensar en nuestras
realizaciones y nuestras necesidades.