¿Por
qué hablar de lo que necesitamos o deseamos? Eso es infantil.
Absurdo. Claro está que a usted le interesa lo que necesita o
desea. Eso le interesa eternamente. Pero a nadie más le interesa.
Los demás son como usted o como vo: les interesa lo que ellos desean
o necesitan.
De
modo que el único medio de que disponemos para influir sobre el
prójimo es hablar acerca de lo que él quiere, y demostrarle cómo
conseguirlo.
Recuerde esa frase mañana, cuando trate de lograr que alguien haga
algo. Si, por ejemplo, no quiere que su hijo fume, no le predique, y
no hable de lo que usted quiere; muéstrele, en cambio, que los
cigarrillos pueden impedirle formar parte del equipo deportivo del
colegio, o ganar la carrera de cien metros.
Es
bueno recordar esto, ya sea que se trate con niños o con terneros o
con monos. Por ejemplo: Ralph Waldo Emerson y su hijo trataron un
día de meter un ternero en el establo. Pero cometieron el error
común de pensar solamente en lo que querían ellos: Emerson empujaba
y su hijo tironeaba. Pero el tenero hacía como ellos: pensaba
solamente en lo que quería; atiesó las patas, y se negó
empecinadamente a salir del prado. Una criada irlandesa vio la
dificultad en que estaban sus amos. No era capaz de escribir ensayos
ni libros pero, al menos en esta ocasión, mostró más sentido común
que Emerson. Pensó en lo que quería el ternero, puso un dedo
maternal en la boca del ternero y lo dejó que chupara y chupara
mientras lo conducía lentamente al establo.
Todos
los actos que ha realizado usted desde que nació se deben a que
quería algo. ¿Y aquella vez que entregó una donación a la Cruz
Roja? No es una excepción a la regla. Hizo esa donación a la Cruz
Roja porque quería prestar ayuda, porque quería realizar un acto
hermoso, altruista, divino. "Por cuanto lo has hecho para uno de los
menores de este mi rebaño, lo has hecho para mí."
Si no
hubiera querido usted alentar ese sentimiento más de lo que quería
guardar el dinero, no habría hecho la contribución. Es claro que
puede haberla efectuado porque le avergonzaba negarse o porque un
cliente le pidió que la hiciera. Pero lo cierto es que la hizo
porque quería algo.
El
profesor Henry A. Overstreet, en su ilustrativo libro
Influenciando el comportamiento humano, dice:
"La acción surge de lo que deseamos fundamentalmente... y el
mejor consejo que puede darse a los que pretenden ser persuasivos,
ya sea en los negocios, en el hogar, en la escuela o en la política
es éste: primero, despertar en la otra persona un franco deseo.
Quien puede hacerlo tiene al mundo entero consigo. Quien no puede,
marcha solo por el camino".
Andrew Carnegie, el pequeñuelo escocés empobrecido que comenzó a
trabajar con una paga de dos centavos por hora y finalmente donó
trescientos sesenta y cinco millones de dólares, aprendió en sus
primeros años que el único medio de influir sobre la gente es hablar
acerca de lo que el otro quiere. Fue a la escuela durante cuatro
años solamente, y sin embargo aprendió a tratar con los demás.
Para
ilustrar: Su cuñada se hallaba preocupadísima por sus dos hijos, que
estudiaban en Yale, pues tan ocupados estaban en sus cosas, que no
escribían a casa y no prestaban atención a las frenéticas cartas de
la madre.
Carnegie ofreció apostar cien dólares a que conseguiría una
respuesta a vuelta de correo, sin pedirla siquiera. Alguien aceptó
el reto. Carnegie escribió entonces a sus sobrinos una carta
chacotona, en la que mencionaba como al pasar, en una posdata, el
envío de cinco dólares para cada sobrino. Pero no adjuntó el dinero.
A vuelta de correo llegaron respuestas que agradecían al "querido
tío Andrew" su atenta carta y ... ya sabe usted el resto.
Otro
ejemplo de persuasión proviene de Stan Novak, de Cleveland, Ohio, un
participante de nuestro Curso. Una noche Stan volvió a casa del
trabajo encontró a
su
hijo menor, Tim, pataleando y gritando en el piso de la sala. Al día
siguiente debía empezar el jardín de infantes, y ahora protestaba
diciendo que no iría. La reacción normal de Stan habría sido
ordenarle al niño que fuera a su cuarto, y recomendarle que se
hiciera a la idea de ir de todos modos. No le habría dejado
alternativa. Pero, al reconocer que esto no ayudaría a Tim a iniciar
con la mejor disposición su carrera escolar, Stan se detuvo a
pensar: "Si yo fuera Tim, ¿qué podría gustarme en el jardín de
infantes?" junto con su esposa, hicieron una lista de todas las
cosas divertidas que haría Tim, como pintar con los dedos, cantar
canciones, jugar con amigos nuevos, etc. Después pasó a la acción.
"Todos empezamos a pintar con los dedos en la mesa de la cocina: mi
esposa Lil, mi otro hijo Bob, y yo mismo, y nos divertimos mucho.
Al poco rato asomó Tim a espiar. De inmediato, nos rogó que lo
dejáramos participar. '¡Oh, no, tienes que ir al jardín de infantes
a aprender a pintar con los dedos!' Con todo el entusiasmo que pude
reunir, seguí adelante con la lista, hablándole en términos que
pudiera entender, explicándole todo lo bueno que haría en el jardín
de infantes. A la mañana siguiente fui el primero en levantarme.
Bajé y encontré a Tim profundamente dormido en el sillón de la
sala. `¿Qué estás haciendo aquí?' le pregunté. `Estoy esperando para
ir al jardín de infantes. No quiero llegar tarde.`El entusiasmo de
toda la familia había despertado en Tim la ansiedad por iniciar las
clases, mucho más de lo que podría haberlo hecho la más persuasiva
de las conversaciones.
Mañana querrá usted persuadir a alguien de que haga algo. Antes de
hablar, haga una pausa y pregúntese: "¿Cómo puedo lograr que quiera
hacerlo?"
Esa
pregunta impedirá que nos lancemos impetuosamente a hablar
inútilmente de todos nuestros deseos. En una época yo arrendaba el
gran salón de baile de cierto hotel de Nueva York veinte noches por
temporada, a fin de realizar una serie de conferencias.
Al
comenzar una temporada se me informó repentinamente que tendría que
pagar casi el triple de alquiler. Esta noticia me llegó después de
impresas y distribuidas las entradas, y hechos todos los anuncios.
Naturalmente, yo no quería pagar ese aumento, pero ¿de qué me
valdría hablar a la gerencia del hotel de lo que yo quería? Sólo les
interesaba lo que querían ellos. Un par de días más tarde fui a ver
al gerente.
-Quedé algo sorprendido cuando recibí su carta -dije- pero no me
quejo. Si yo hubiera estado en su situación, es probable que habría
escrito una carta similar. Su deber, como gerente del hotel, es
realizar todos los beneficios posibles. Si no procede así, lo
despedirán, como es lógico. Pero tomemos un papel y escribamos las
ventajas y desventajas que resultarán para el hotel si insiste en
este aumento del alquiler.
Tomé
entonces una hoja de papel, tracé una línea por el medio, y encabecé
una columna con la palabra "Ventajas" y la otra con "Desventajas".
Bajo
el título de "Ventajas" escribí estas palabras: "Salón de baile
libre". Luego dije:
-Tendrán ustedes la ventaja de quedarse con el salón de baile para
alquilarlo para bailes y convenciones. Es una gran ventaja, porque
esas funciones le rendirán mucho mas dinero del que pueden
conseguir con una serie de conferencias. Si comprometen el salón por
veinte noches en el curso de la temporada, es casi seguro que
perderán algunos negocios muy provechosos.
"Ahora -agregué- consideremos las desventajas. Primero, en lugar de
aumentar sus ingresos por lo que yo les pague, verán ustedes que
disminuyen. En realidad,
los
van a perder del todo, porque no puedo pagar el alquiler que me
piden. Me veré obligado a efectuar estas conferencias en algún otro
local.
"Hay
además otra desventaja para ustedes. Estas conferencias atraen
multitudes de personas educadas y cultas. Se trata, pues, de una
buena propaganda, ¿verdad? Lo cierto es que si gastaran ustedes
cinco mil dólares en anuncios periodísticos no conseguirían atraer
al hotel tanta gente como la que viene a estas conferencias. Esto
vale mucho para el hotel, ¿verdad?"
Mientras hablaba escribí estas dos "desventajas" bajo el título
correspondiente, y entregué la hoja de papel al gerente, diciéndole:
-Deseo que estudie cuidadosamente las ventajas y las desventajas que
van a resultar para el hotel de esta decisión, y que después me
haga conocer su resolución definitiva.
Al
día siguiente recibí una carta en que se me informaba que mi
alquiler aumentaría sólo en cincuenta por ciento en lugar del
trescientos por ciento.
Recuérdese que obtuve esta reducción sin decir una palabra de lo que
yo quería. No hablé más que de lo que quería el hotel, y cómo podría
lograrlo.
Supongamos que yo hubiese procedido en la forma humana, natural; que
hubiera entrado violentamente en la oficina del gerente para
decirle:
-¿Qué
es esto de aumentarme el alquiler en trescientos por ciento cuando
sabe que ya se han impreso y repartido las entradas, y efectuado
todos los anuncios? ¡Trescientos por ciento! ¡Absurdo! ¡No lo voy a
pagar!
¿Qué
habría ocurrido entonces? Sencillamente, que habría comenzado una
discusión, y ya se sabe cómo terminan las discusiones. Aunque yo
hubiese convencido al gerente de su error, su orgullo habría hecho
difícil que cediera.
Veamos uno de los mejores consejos que jamás se han dado en cuanto
al arte de las relaciones humanas. "Si hay un secreto del éxito
-dijo Henry Ford- reside en la- capacidad para apreciar el punto de
vista del prójimo y ver las cosas desde ese punto de vista así como
del propio."
Tan
bueno es el consejo, que quiero repetirlo: "Si hay un secreto del
éxito, reside en la capacidad para apreciar el punto de vista del
prójimo y ver las cosas desde ese punto de vista así como del
propio".
Es
tan sencillo, tan evidente, que cualquiera debería apreciar a
primera vista la verdad que encierra; sin embargo el noventa por
ciento de la gente de la tierra lo ignora el noventa por ciento de
las veces.
¿Un
ejemplo? Estudie las cartas que llegan a su escritorio mañana por
la mañana y verá que casi todas ellas violan esta norma de sentido
común. Veamos esta carta, escrita por el jefe del departamento de
radio de una agencia de publicidad que tiene sucursales en todo el
continente. Esta carta fue enviada a los gerentes de estaciones
locales de radio en todo el país. (He fijado, entre paréntesis, mis
reacciones ante cada párrafo.)
"Sr.
Fulano de Tal Ciudad de Cual, Indiana, 46070
Estimado Sr. Fulano:
La
compañía Tal desea conservar su posición como principal agencia
publicitaria en el terreno radiotelefónico.
(¿A
quién le interesa lo que desea su compañía? A mí me preocupan mis
problemas. El banco va a ejecutar la hipoteca sobre mi casa, el
jardín está lleno de plagas, el mercado de valores bajó ayer, perdí
el tren de las 8.15 esta mañana, no me invitaron anoche
al baile de los Pérez, el médico me dijo que tengo mucha presión
arterial y neuritis y caspa. Y bien, ¿qué ocurre? Llego esta mañana
a la oficina, preocupado, abro mi correspondencia, y me encuentro
con un señor engreído que desde Nueva York se dedica a cacarear
sobre lo que desea su compañía. ¡Bah! Si se diera cuenta de la
impresión que hace esta carta, abandonaría el ramo de publicidad y
se dedicaría a criar ovejas.)
"Los contratos nacionales de publicidad de esta agencia fueron el
baluarte de la primera cadena radiotelefónica. En los años sucesivos
hemos ocupado en todas las estaciones más tiempo publicitario que
cualquier otra agencia."
(Son
ustedes ricos y poderosos y están en la cima, ¿verdad? ¿Y qué? A mí
no me interesa para nada que sean ustedes tan grandes como la
General Motors y la General Electric y el estado mayor del ejército,
todos juntos. Si usted, señor, tuviera un asomo de sentido común
habría comprendido que a mí me interesa cuán grande soy yo, y no
ustedes. Toda esta charla sobre sus enormes triunfos me hace sentir
pequeño y carente de importancia.)
"Deseamos atender a nuestros clientes con la última palabra sobre
información relativa a estaciones radiotelefónicas."
(¡Ustedes
desean!
¡Ustedes! ¡Borrico! No me interesa lo que desea usted, ni lo que
desea el Presidente de los Estados Unidos. Escuche de una vez por
todas: me interesa lo que yo deseo, y de eso no ha dicho una sola
palabra en toda la carta.)
"Se servirá usted, por lo tanto, poner a la Compañía Tal en su lista
de preferencia para el envío de informaciones semanales sobre su
estación, todos los detalles que pueden resultar útiles para una
agencia de nuestro carácter."
("Lista de preferencia." ¡Qué desfachatez! Me hace sentir
insignificante con toda esa referencia a su grandeza, y luego me
pide que ponga a la compañía en la lista de preferencia, sin emplear
siquiera una cortesía al pedirlo.)
"Una
pronta contestación de esta carta, con los últimos datos de esa
estación, será mutuamente beneficiosa."
(¡Estúpido! Me envía usted una circular barata, una copia
mimeografiada que se reparte por el país entero como las hojas de
otoño, y tiene la osadía de pedirme, cuando estoy preocupado por la
hipoteca y el jardín y mi presión, que me siente a dictar una nota
personal en respuesta a su circular mimeografiada, y que la
responda pronto. ¿Qué es eso de "pronto"? ¿No sabe usted que yo
estoy tan ocupado como usted, o al menos me gusta pensar que lo
estoy? Y, ya que estamos en esto, ¿quién le dio derecho a impartirme
órdenes? ... Dice usted que será mutuamente beneficiosa. Al fin, al
fin empieza usted a ver mi punto de vista. Pero, de todos modos, no
me explica cómo puede ser beneficioso para mí.)
Su
seguro servidor,
J.
Zutano. Gerente del Departamento de Radio.
"P.
D. - La copia inclusa del `Diario de Cual' será de interés para
usted y quizá quiera transmitirla por su estación."
(Finalmente, allí a lo último, en una posdata, menciona usted algo
que puede ayudarme a resolver uno de mis problemas. ¿Por qué no
empezó su carta por allí? Pero es inútil. Un hombre dedicado a
publicidad, culpable de perpetrar tantas tonterías como me ha
enviado usted, debe de padecer algo en la médula oblongada. Usted no
necesita una carta con nuestras últimas novedades. Lo que necesita
usted es un litro de yodo en la glándula tiroides.)
Pero
si un hombre que dedica su vida a la publicidad, y que se hace pasar
por perito en el arte de influir sobre el público para que compre,
si un hombre así escribe una carta de este tipo, ¿qué podemos
esperar del carnicero o el panadero?
Aquí
hay otra carta, escrita por el superintendente de una gran estación
ferroviaria de cargas a un estudiante de este curso, Sr. Edward
Vermylen. ¿Qué efecto tuvo esta carta en el hombre a quien fue
dirigida?
Leámosla y después lo diré.
"A. Zerega's Sons, Inc., 28 Front Street, Brooklyn, N. Y. 11201
Atención: Sr. Edward Vermylen. Muy señores nuestros:
Las
operaciones en nuestra estación receptora de fletes para afuera son
dificultosas porque una amplia proporción del movimiento total se
nos entrega muy avanzada la tarde. Eso tiene por resultado
congestiones, trabajo extraordinario para nuestro personal, retraso
de los camiones y, en algunos casos, retraso del despacho de las
consignaciones. El 10 de noviembre recibimos de esa compañía un lote
de 510 piezas, que llegó aquí a las 16.20.
Solicitamos su cooperación para impedir los efectos indeseables que
surgen de la recepción tardía de consignaciones. Nos permitimos
solicitar que, en los días en que envíen ustedes un volumen de
mercadería como el que se recibió en la fecha mencionada, realicen
ustedes un esfuerzo para hacer llegar más temprano el camión o
entregarnos parte de la carga por la mañana.
Ustedes obtendrían de tal cooperación la ventaja de una descarga más
rápida de sus camiones, y la seguridad de que sus consignaciones
serían despachadas en el día de su entrega en la estación.
Su
seguro servidor,
J...
B.... Superintendente."
Después de leer esta carta, el Sr Vermylen, gerente de ventas de la
casa A. Zerega's Sons, Inc., me la envió con el siguiente
comentario: "Esta carta tuvo el efecto contrario del que se
deseaba. La carta comienza describiendo las dificultades de la
estación, que, en general, no nos interesan. Se pide luego nuestra
cooperación, sin pensar en los inconvenientes que eso puede
causarnos, y por fin, en el último párrafo, se menciona el hecho de
que si cooperamos podremos obtener la descarga más rápida de
nuestros camiones, y la seguridad de que nuestros envíos serán
despachados en la fecha de su entrega en la estación.
"En
otras palabras, lo que más nos interesa es lo mencionado al final,
y el efecto total de
la
carta
es el de despertar
un espíritu de antagonismo, más que de cooperación."
Veamos si podemos escribir mejor esta carta. No perdamos tiempo
hablando de nuestros problemas. Según aconseja Henry Ford,
comprendamos el punto de vista de la otra persona y veamos las cosas
desde ese punto de vista así como del nuestro. Demos una muestra de
la carta revisada. Quizá no sea la mejor pero, ¿no es mejor que el
original?
"Sr. Edward
Vermylen
c/o. A.
Zerega's Sons, Inc., 28 Front Street, Brooklyn, N. Y. 11201
Estimado Sr. Vermylen:
Su
compañía es uno de nuestros buenos clientes desde hace catorce años.
Naturalmente, agradecemos sobremanera ese patrocinio y ansiamos
darle el servicio veloz y eficiente que merece. Lamentamos decir,
sin embargo, que no nos es posible hacerlo cuando sus camiones nos
hacen llegar una gran partida de mercadería en las últimas horas de
la tarde, como ocurrió el 10 de noviembre. Sucede así porque muchos
otros clientes hacen también sus entregas en las últimas horas de
la tarde y, naturalmente, esto produce una congestión. Como
resultado de ello, sus camiones quedan inevitablemente detenidos en
la estación, y a veces hasta se retrasa el envío de las mercancías
al interior.
Esta es una grave dificultad. ¿Cómo se puede evitar? Haciendo sus
entregas en la estación por la mañana cuando les sea posible. Eso
facilitará el movimiento de sus camiones, sus envíos obtendrán
inmediata atención, y nuestro personal podrá retirarse temprano a
gozar una comida con los deliciosos productos que ustedes fabrican.
Cualquiera sea el momento en que lleguen sus envíos, haremos
siempre todo lo posible por servirles con rapidez.
Sé
que usted está muy ocupado. Sírvase no molestarse en contestar esta
nota.
Lo
saluda atte.
J... B..., Superintendente."
Bárbara Anderson, empleada de un banco en Nueva York, deseaba
mudarse a Phoenix, Arizona, en busca de mejor clima para la salud
delicada de su hijo. Usando los principios que había aprendido en
nuestro curso, escribió la siguiente carta a doce bancos de
Phoenix:
Estimado señor:
Mis diez años de experiencia bancaria podrían resultar de interés
para un banco en crecimiento como el suyo.
En
distintos puestos de la operatoria bancaria con la Bankers Trust
Company de Nueva York, hasta llegar a mi puesto actual de gerente
de área, he adquirido conocimiento de todas las fases del mundo
bancario, incluyendo relaciones entre depositantes, créditos,
préstamos y administración interna.
En
mayo me trasladaré a Phoenix, y estoy segura de que si se me da la
oportunidad podré contribuir al crecimiento de su institución.
Llegaré a esa ciudad el 3 de abril, y le agradeceré que me permita
mostrarle cómo puedo ayudar a su banco a alcanzar sus objetivos.
Sinceramente Bárbara L. Anderson
¿Recibió alguna respuesta a esta carta la
señora Anderson? Once de los doce bancos la invitaron a presentarse
para una entrevista, y posteriormente tuvo para elegir entre
diversas ofertas de empleo. ¿Por qué? Porque la señora Anderson no
les comunicó lo que ella quería; les escribió exclusivamente sobre
cómo podía serles de utilidad a ellos; se concentró en los deseos de
los bancos, no en los suyos.
Miles
de vendedores recorren hoy las calles, cansados, decepcionados, sin
buena paga. ¿Por qué? Porque sólo piensan en lo que ellos quieren.
No comprenden que ni usted ni yo queremos comprar nada. Si
quisiéramos, saldríamos a comprarlo. Pero a usted y a mí nos
interesa siempre resolver nuestros problemas. Y si un vendedor
puede demostrarnos que sus servicios o sus productos nos ayudarán a
resolver nuestros problemas, no tendrá que esforzarse por vendernos
nada. Ya lo compraremos nosotros. Y un cliente desea creer que él es
quien compra, no que hay quien le vende.
Sin
embargo, muchos hombres se pasan la vida como corredores de venta
sin ver las cosas desde el punto de vista del cliente. Por ejemplo,
yo viví durante muchos años en Forest Hills, pequeña comunidad de
casas particulares en el centro del distrito de Nueva York. Un día,
cuando iba de prisa hacia la estación, me encontré casualmente con
un vendedor de terrenos que durante muchos años había comprado y
vendido propiedades en Long Island. Conocía muy bien Forest Hills, y
sabiéndolo le pregunté apresuradamente si mi casa estaba
construida con vigas de metal. Me dijo que no lo sabía, y agregó
algo que yo sabía ya: que podía averiguarlo telefoneando a la
Asociación Forest Hills Gardens. A la mañana siguiente recibí una
carta de él. ¿Me daba la información que yo quería? La podía haber
conseguido en un minuto, mediante un llamado telefónico. Pero no lo
hizo. Me decía otra vez cómo podía averiguarlo yo, y después me
pedía que lo dejara encargarse de mi seguro.
No le
interesaba ayudarme. Le interesaba ayudarse a sí mismo.
J.
Howard Lucas, de Birmingham, Alabama, cuenta cómo manejaron una
misma situación dos vendedores de la misma compañía:
"Hace
varios años yo estaba en el equipo de administración de una pequeña
compañía. Teníamos cerca las oficinas distritales de una gran
compañía de seguros. Sus agentes tenían asignados territorios, y
nuestra compañía estaba encomendada a dos agentes, a los que
llamaré Carl y John.
"Una
mañana apareció Carl en nuestra oficina y mencionó, al pasar, que
su compañía había introducido un nuevo seguro de vida para
ejecutivos, y creía que podría interesarnos, por lo que volvería
cuando tuviera más información al respecto.
"El
mismo día nos vio John en la calle, cuando volvíamos de almorzar, y
gritó:
"-Eh,
Lucas, esperen, tengo una gran noticia para ustedes. -Corrió hacia
nosotros, y, muy excitado, nos habló de un nuevo seguro de vida que
su compañía había puesto en actividad ese mismo día. (Era el mismo
que había mencionado Carl al pasar.) Nos había reservado las
primeras planillas que habían llegado. Nos hizo un esbozo del
sistema y terminó diciendo: -Este seguro es algo tan novedoso, que
mañana haré venir a alguien de la oficina central a que lo explique.
Mientras tanto, llenemos y firmemos estas planillas, así él tendrá
material más sólido para dar sus explicaciones.- Su entusiasmo
despertó en nosotros un anhelo ardiente de tener esos seguros, aun
cuando carecíamos de los detalles. Cuando los supimos, confirmaron
la apreciación inicial de John, quien no sólo nos vendió una póliza
a cada uno, sino que posteriormente duplicó la cobertura.
"Carl
podría haber hecho esas ventas, pero no hizo ningún esfuerzo por
despertar en nosotros el deseo de comprar."
El
mundo está lleno de personas egoístas, aprovechadoras. De manera
que los pocos individuos que sin egoísmo tratan de servir a
los
demás
tienen enormes ventajas. No hay competencia contra ellos. Owen D.
Young dijo: "El hombre que se puede poner en el lugar de los
demás, que puede comprender el funcionamiento de la mente ajena, no
tiene por qué preocuparse por el futuro".
Si
por leer este libro gana usted una sola cosa: una creciente
tendencia a pensar siempre según el punto de vista de la otra
persona, y ver las cosas desde ese ángulo; si usted consigue tan
sólo eso de este libro, bien podrá decir que ha subido un peldaño
más en su carrera.
Ver
desde el punto de vista de la otra persona, y despertar en esa
persona un deseo ferviente de algo, no debe confundirse con
manipular a esa persona de modo que haga algo en detrimento de sus
propios intereses. Ambos partidos deben salir ganando en la
negociación. En las cartas al señor Vermylen, tanto el remitente
como el receptor de la correspondencia ganaron al implementarse lo
sugerido. Tanto el banco como la señora Anderson ganaron gracias a
la carta de ella, porque el banco ganó una empleada valiosa, y la
señora Anderson un buen empleo. Y en el ejemplo de la venta del
seguro que hizo John al señor Lucas, ambos ganaron con la
transacción.
Otro
ejemplo en el que ganan todos usando este principio de despertar un
interés, viene de Michael E. Whidden, de Warwick, Rhode Island, que
es vendedor distrital de la empresa Shell Oil. Mike quería llegar a
ser el vendedor número uno de su distrito, pero había una estación
de servicio que se retraía en sus servicios. La administraba un
hombre anciano, a quien era imposible motivarlo para que aseara y
pusiera en condiciones la estación. Estaba en tan mal estado que las
ventas declinaban significativamente.
Este
administrador no quiso prestar oídos a ninguna de las súplicas de
Mike para jerarquizar la estación de servicio. Después de muchas
exhortaciones y discusiones privadas, en ninguna de las cuales
obtuvo el menor resultado, Mike decidió invitar al anciano a
visitar la estación de servicio Shell más nueva del territorio.
El
hombre quedó tan impresionado por las instalaciones de la nueva
estación, que cuando Mike lo visitó la vez siguiente, la suya estaba
limpia, pintada, y las ventas habían vuelto a subir. Esto le
permitió a Mike alcanzar su tan ansiado puesto de Número Uno en su
distrito. Todas sus súplicas habían fallado, pero al despertar un
anhelo en el administrador, al mostrarle una estación de servicio
moderna, logró su objetivo y ambos se beneficiaron.
Casi
todos los hombres van al colegio y aprenden a leer a Virgilio y a
dominar los misterios del cálculo, sin descubrir jamás cómo funciona
su mente. Por ejemplo: Yo daba una vez un curso sobre oratoria para
los jóvenes graduados en diversos colegios que entraban como
empleados de la empresa Carrier Corporation, la organización que
refrigera edificios y que instala aire acondicionado en todas
partes. Uno de los estudiantes quiso persuadir a los demás de que
jugaran al basquetbol, y este fue, más o menos, su argumento:
"Quiero que ustedes vengan a jugar al básquetbol. Me gusta jugar,
pero las últimas veces que fui al gimnasio no había bastantes
muchachos para organizar un partido. Dos o tres nos pusimos a
arrojarnos la pelota uno al otro, y quedé con un ojo negro. Deseo
que ustedes vengan
conmigo mañana por la noche. Quiero jugar al basquetbol".
¿Habló acaso de lo que querían los demás? A nadie le gusta ir a un
gimnasio al que nadie va, ¿verdad? Los otros no se interesaban por
lo que deseaba este mozo. Y no querían salir con un ojo negro.
¿Pudo
haber demostrado que al ir al gimnasio los demás obtendrían algo
que querían? Es claro. Más actividad. Mejor apetito. Cerebro más
despejado. Diversión.
Repitamos el sabio consejo del profesor Overstreet:
Primero, despertar en la otra persona un franco deseo. Quien puede
hacerlo tiene al mundo entero consigo. Quien no puede, marcha solo
por el camino.
Uno
de los estudiantes que asistía a mi curso se hallaba preocupado por
su hijito. El niño estaba muy flaco y se negaba a comer lo debido.
Los padres recurrían al método acostumbrado. Lo regañaban y
retaban. "Mamita quiere que comas esto y aquello." "Papito quiere
que crezcas y seas un hombre."
Pero
el niño no prestaba atención alguna a estas requisitorias. Quien
tenga un adarme de sentido común no puede esperar que un niño de
tres años reaccione según el punto de vista de un padre que tiene
treinta. Pero era eso precisamente lo que esperaba el padre.
Resultaba absurdo. Por fin lo comprendió, y se dijo: "¿Qué quiere
este niño? ¿Cómo puedo vincular lo que yo quiero con lo que quiere
él?"
Era
fácil, una vez que se puso a pensar. Su hijito tenía un triciclo en
el que le gustaba pedalear por la acera, frente a su casa. Unas
casas más lejos vivía un "matón": un niño algo mayor, que le quitaba
el triciclo al niñito y empezaba a pedalear. Naturalmente, el niñito
corría hasta su madre, que tenía que ir a quitar el triciclo al
"matón" y devolverlo a su hijito. Esto ocurría casi todos los días.
¿Qué
quería, pues, el niño? No se necesitaba ser Sherlock Holmes para
saberlo. Su orgullo, su ira, su deseo de sentirse importante -las
emociones mas fuertes en su composición mental-, le instaban a la
venganza, a dar un buen puñetazo en la nariz al "matón". Y cuando el
padre le dijo que algún día podría cerrar los
ojos
del
"matón" a puñetazos, si comía las cosas que la madre le recomendaba,
cuando el padre le prometió esto, ya no hubo problema dietético.
Aquel niño comía espinacas, coles, cualquier cosa, a fin de poder
castigar al "matón" que tantas veces lo había humillado.
Después de resolver este problema, el padre encaró otro: el niño
tenía la mala costumbre de empapar la cama. Dormía con su abuela.
Por la mañana, la abuela se despertaba, tocaba la sábana y decía:
-Mira, Johnny, lo que hiciste anoche.
-No
-respondía el niño-; yo no fui. Fuiste tú.
Retos, castigos, intentos de avergonzarlo, reiteración de que la
madre no quería que hiciera eso: por ningún medio se conseguía tener
seca la cama. Entonces se preguntaron los padres: "¿Cómo podríamos
hacer que este niño
quiera
dejar
de mojar la cama?"
¿Qué
era lo que quería el niño? Primero, quería usar pijama como su
papito, y no un camisón como la abuela. La abuela se estaba
hartando de los inconvenientes nocturnos, de manera que de muy buen
grado ofreció comprar unos pijamas para el niño, siempre que se
corrigiera. Segundo, el pequeño quería una cama para él solo... la
abuela no se opuso.
La
madre lo llevó consigo a una mueblería de Brooklyn, guiñó un
ojo
a la
vendedora y dijo: -Aquí hay un caballerito que desea hacer unas
compras.
La
vendedora hizo que el niño se sintiera importante:
-Joven, ¿qué cosas desearía ver?
Se
irguió el niño en toda su altura, y contestó: -Quiero comprar una
cama para mí solo.
Cuando le mostraron la camita que la madre quería que comprara, la
vendedora lo supo por un guiño de la madre, y persuadió al niño de
que esa era la cama que debía comprar.
Al
día siguiente fue entregada la cama; y por la noche, cuando el padre
volvió a su casa, su hijo corrió a la puerta gritando:
-
iPapito! iPapito! Ven arriba a ver mi cama, la que yo compré.
El
padre, ante la camita, obedeció la recomendación de Charles Schwab:
fue caluroso en su aprobación y generoso en
el
elogio.
-¿No
vas a mojar esta cama, verdad? -preguntó. - ¡Ah, no, no! No voy a
mojar esta cama.
El
niño cumplió su promesa, porque su orgullo estaba en juego. Era su
cama. Él, y sólo él la había comprado. Y ahora usaba pijama como un
hombrecito. Quería portarse como un hombre. Y así fue.
Otro
padre, K. T. Dutschmann, ingeniero telefónico, no podía conseguir
que su hijita, de tres años de edad, comiera lo debido en el
desayuno. Los regaños, pedidos, promesas de costumbre fueron
inútiles. Los padres se preguntaron entonces: "¿Cómo podemos hacer
para que
quiera
comer?
La
niñita gustaba imitar a su madre, sentirse grande; una mañana la
sentaron en una silla y la dejaron que preparara
su
desayuno. En el momento
psicológico, el padre entró en la cocina, donde la niña preparaba su
comida, y la pequeña le dijo: "Mira, papito; estoy haciendo el
cereal esta mañana".
Comió
dos porciones de cereal esa mañana, sin que nadie se lo pidiera,
porque estaba interesada personalmente. Había satisfecho su sentido
de la importancia; había hallado, en la preparación del desayuno, un
camino para expresar su yo.
William Winter señaló una vez que la "expresión del yo es la
necesidad dominante en el carácter humano". ¿Por qué no hemos de
recurrir a la misma psicología en los negocios? Cuando tenemos
una idea brillante, en lugar de hacer que la otra persona piense
que es nuestra, ¿por qué no dejarle que prepare esa idea por sí
mismo, como preparó el desayuno aquella niñita? Entonces
considerará que esa idea es suya; le gustará, y quizá
se
sirva dos porciones.
Recordemos: "Primero, despertar en el prójimo un franco deseo. Quien
puede hacerlo tiene al mundo entero consigo. Quien no puede, marcha
solo por el camino".