Poco
tiempo antes Crowley había estado dedicado a abrazar a una mujer en
su automóvil, en un camino de campo, en Long Island. De pronto un
agente de policía se acercó al coche y dijo: "Quiero ver su
licencia".
Sin
pronunciar palabra, Crowley sacó su pistola y acalló para siempre
al vigilante con una lluvia de plomo. Cuando el agente cayó, Crowley
saltó del automóvil, empuñó el revólver de la víctima y disparó otra
bala en el cuerpo tendido. Y este es el asesino que dijo: "Tengo
bajo la ropa un corazón fatigado, un corazón bueno: un corazón que a
nadie haría daño".
Crowley fue condenado a la silla eléctrica. Cuando llegó a la
cámara fatal en Sing Sing no declaró, por cierto: "Esto es lo que me
pasa por asesino". No. Dijo: "Esto es lo que me pasa por
defenderme".
La
moraleja de este relato es: "Dos Pistolas" Crowley no se echaba la
culpa de nada.
¿Es
esta una actitud extraordinaria entre criminales? Si así le parece,
escuche lo siguiente:
"He
pasado los mejores años de la vida dando a los demás placeres
ligeros, ayudándoles a pasar buenos ratos, y todo lo que recibo son
insultos, la existencia de un hombre perseguido."
Quien
así habla es Al Capone. Sí, el mismo que fue Enemigo Público Número
Uno, el más siniestro de los jefes de bandas criminales de Chicago.
Capone no se culpa de nada. Se considera, en cambio, un benefactor
público: un benefactor público incomprendido a quien nadie
apreció.
Y lo
mismo pensaba Dutch Schultz antes de morir por las balas de otros
pistoleros en Newark. Dutch Schultz, uno de los más famosos
criminales de Nueva York, aseguró en una entrevista para un diario
que él era un benefactor público. Y lo creía.
He
tenido interesante correspondencia con Lewis Lawes, que fue alcaide
de la famosa cárcel de Sing Sing, en Nueva York, sobre este tema, y
según él "pocos de los criminales que hay en Sing Sing se consideran
hombres malos. Son tan humanos como usted o como yo. Así raciocinan,
así lo explican todo. Pueden narrar las razones por las cuales
tuvieron que forzar una caja de hierro o ser rápidos con el gatillo.
Casi todos ellos intentan, con alguna serie de razonamientos,
falaces o lógicos, justificar sus actos antisociales aún ante sí
mismos, y por consiguiente mantienen con firmeza que jamás se les
debió apresar".
Si Al
Capone, "Dos Pistolas" Crowley, Dutch Schultz, los hombres y mujeres
desesperados tras las rejas de una prisión no se culpan por nada,
¿qué diremos de las personas con quienes usted, lector, o yo,
entramos en contacto?
John
Wanamaker, fundador de las tiendas que llevan su nombre, confesó una
vez: "hace treinta años. he aprendido que es una tontería regañar a
los demás. Bastante tengo con vencer mis propias limitaciones sin
irritarme por el hecho de que Dios no ha creído conveniente
distribuir por igual el don de la inteligencia".
Wanamaker aprendió temprano su lección; en cambio, yo he tenido que
ir a los tumbos por este mundo durante un tercio de siglo antes de
que empezara a amanecer en mí la idea de que noventa y nueve veces
de cada cien ningún hombre se critica a sí mismo por nada, por
grandes que sean sus errores.
La
crítica es inútil porque pone a la otra persona en la
defensiva, y por lo común
hace que trate de justificarse.
La
crítica es peligrosa
porque lastima el orgullo, tan precioso de la persona, hiere su
sentido de la importancia y despierta su resentimiento.
El
mundialmente famoso psicólogo B. F. Skinner comprobó, mediante
experimentación con animales, que premiando la buena conducta los
animales aprenden más rápido y retienen con más eficacia que
castigando la mala conducta. Estudios posteriores probaron lo mismo
aplicado a los seres humanos. Por medio de la crítica nunca
provocamos cambios duraderos, y con frecuencia creamos
resentimiento.
Hans
Selye, otro gran psicólogo, dijo: "Tanto como anhelamos la
aprobación, tememos la condena".
El
resentimiento que engendra la crítica puede desmoralizar empleados,
miembros de la familia y amigos, y aun así no corrige la situación
que se ha criticado.
George B. Johnston, de Enid, Oklahoma, es el coordinador de
seguridad de una compañía de construcción. Una de sus
responsabilidades es hacer que los empleados usen sus cascos siempre
que estén trabajando en una obra. Nos contó que cada vez que se
encontraba con un obrero sin su casco, le ordenaba, con mucha
autoridad, que cumpliera con las ordenanzas. Como resultado obtenía
una obediencia desganada, y con frecuencia, los hombres volvían a
quitarse el casco no bien les daba la espalda.
Decidió probar un método diferente, y cuando volvió a encontrar un
obrero sin el casco, le preguntó si el casco le resultaba incómodo o
no le iba bien. Después le recordó, en tono amistoso, que su misión
era protegerlo de heridas, y le sugirió que lo usara siempre que
estuviera en la obra. El resultado de esta actitud fue una mayor
obediencia a las reglas, sin resentimientos ni tensiones
emocionales.
En
mil páginas de la historia se encuentran ejemplos de la inutilidad
de la crítica. Tomemos, por ejemplo, la famosa disputa entre
Theodore Roosevelt y el presidente Taft, una disputa que dividió al
Partido Republicano, llevó a Woodrow Wilson a la Casa Blanca,
escribió un nuevo capítulo en la Guerra Mundial y alteró la suerte
de la historia. Recordemos rápidamente los hechos: Cuando Theodore
Roosevelt abandonó la Casa Blanca en 1908, ayudó a Taft a que se le
eligiera como presidente y luego se fue a África a cazar leones. Al
regresar estalló. Censuró a Taft por su política conservadora, trató
de ser ungido candidato a una tercera presidencia, formó el Partido
del Alce, y estuvo a punto de demoler el Republicano. En la
elección que hubo después, William Howard Taft y el Partido
Republicano vencieron solamente en dos estados: Vermont y Utah. La
derrota más desastrosa jamás conocida por el partido.
Theodore Roosevelt culpó a Taft; pero, ¿se consideró culpable el
presidente Taft? Claro que no. Con los
ojos
llenos de lágrimas,
dijo así: "No veo cómo podía haber procedido de otro modo".
¿A
quién se ha de echar la culpa?
¿A Roosevelt o
a Taft? No lo sé,
francamente, ni me importa. Lo que trato de hacer ver es que todas
las críticas de Theodore Roosevelt no lograron persuadir a Taft de
que se había equivocado. Sólo consiguieron que Taft tratara de
justificarse y que reiterase con lágrimas en los
ojos:
"No veo cómo
podía haber procedido de otro modo".
O tomemos el
ejemplo del escándalo del Teapot Dome Oil. Fue un asunto que hizo
clamar de indignación a los diarios del país durante los primeros
años de la década de 1920. Conmovió a la nación entera. Nada
parecido había sucedido jamás en la vida pública norteamericana, al
menos en la memoria contemporánea. Señalemos los hechos desnudos:
Albert Fall, secretario del Interior en el gabinete del presidente
Harding, tenía a su cargo ceder en arriendo las reservas petroleras
del gobierno en Elk Hill y Teapot Dome, unas reservas que se habían
dejado aparte para su empleo futuro por la Armada. El secretario
Fall no efectuó una licitación; no, señor. Entregó directamente el
contrato, un negocio redondo, jugoso, a su amigo Edward L. Doheny.
Y a su vez, Doheny hizo al secretario Fall un "préstamo", según le
placía llamar a esta operación, de cien mil dólares. Luego, como la
cosa más natural del mundo, el secretario Fall ordenó que las
fuerzas de infantería de marina que había en la zona alejaran a los
competidores cuyos pozos adyacentes absorbían petróleo de las
reservas de Elk Hill. Estos competidores, desalojados de sus tierras
a punta de bayoneta, corrieron a los tribunales, y destaparon así
públicamente el escándalo de Teapot Dome. Tal fue el clamor, que la
administración Harding quedó arruinada, la nación entera se sintió
asqueada, el Partido Republicano estuvo a punto de verse destruído,
y Albert B. Fall purgó su condena tras las rejas de una cárcel.
Fall
fue censurado crudamente, censurado como lo han sido pocos hombres
públicos. ¿Se arrepintió? ¡Jamás! Años más tarde, Herbert Hoover dio
a entender en un discurso público que la muerte del presidente
Harding se había debido a la preocupación mental que sentía por la
traición de un amigo. Cuando la Sra. Fall oyó esto, saltó de su
silla, lloró, mostró los puños a su destino y gritó: "¿Qué? ¿Harding
traicionado por Fall? ¡No! Mi marido jamás traicionó a nadie. Todo
el oro del mundo no alcanzaría a tentar a mi esposo a cometer un
delito. Él fue el traicionado; a él fue a quien crucificaron".
¡Ahí
está! La naturaleza humana en acción; el malefactor que culpa a
todos menos a sí mismo. Todos somos iguales. De modo que cuando
usted o yo nos veamos inclinados, un día cualquiera, a criticar a
alguien, recordemos a Al Capone, a "Dos Pistolas" Crowley y a Albert
Fall. Comprendamos que las críticas son como palomas mensajeras.
Siempre vuelven al nido. Comprendamos que la persona a quien
queremos corregir y censurar tratará de justificarse probablemente,
de censurarnos a su vez; o, como el amable Taft, de decir: "No
veo cómo podía haber procedido de otro modo".
En la
mañana del sábado 15 de abril de 1865, Abraham Lincoln yacía
moribundo en el dormitorio de una pobre casa de hospedaje frente al
Teatro Ford, donde Booth había atentado contra él. El largo cuerpo
de Lincoln estaba tendido en diagonal a través de una vieja cama
que era demasiado corta para él. Una mala reproducción del famoso
cuadró "La feria de caballos" de Rosa Bonheur pendía sobre la cama,
y un mortecino mechero de gas daba escasa luz amarillenta.
Cuando Lincoln agonizaba, el secretario de Guerra, Stanton, dijo:
"Aquí yace el más perfecto gobernante que ha conocido jamás el mundo
".
¿Cuál
era el secreto de los triunfos de Lincoln en su trato con los
hombres? Yo he estudiado durante diez años la vida de Abraham
Lincoln, y dediqué tres años enteros a escribir y repasar un libro
titulado “Lincoln el
Desconocido”. Creo haber hecho un estudio tan detallado y
minucioso de la personalidad y la vida privada de Lincoln, como es
posible que haga un ser humano. Realicé un estudio especial del
método de Lincoln para tratar con sus semejantes. ¿Se dedicaba a
criticarlos? Sí, pues. Cuando joven, en el Valle Pigeon Creek, de
Indiana, no solamente criticaba, sino que escribía cartas y poemas
para burlarse de los demás, y los dejaba en los caminos campestres,
en la seguridad de que alguien los encontraría. Una de esas cartas
despertó resentimientos que duraron toda una generación.
Aun
después de empezar a practicar leyes como abogado en Springfield,
Illinois, Lincoln atacaba abiertamente a sus rivales, en cartas que
publicaban los periódicos. Pero se excedió.
En el
otoño de 1842 se burló de un político irlandés, vano y batallador,
que se llamaba James Shields. Lincoln lo censuró crudamente en una
carta anónima publicada en el
Springfield Journal.
El
pueblo entero estalló en carcajadas. Shields, sensitivo y orgulloso,
hirvió de indignación. Descubrió quién había escrito la carta,
saltó en su caballo, buscó a Lincoln y lo desafió a duelo. Lincoln
no quería pelear. Se oponía a los duelos; pero no pudo evitarlo sin
menoscabo para su honor. Tuvo la elección de las armas. Como tenía
brazos muy largos, escogió sables de caballería, tomó lecciones de
esgrima de un militar de West Point y, el día señalado, él y
Shields se encontraron en un banco de arena del Mississippi,
dispuestos a luchar hasta la muerte. Por fortuna; a último momento
intervinieron los padrinos y evitaron el duelo.
Ese
fue el incidente personal más significativo en la vida de Lincoln.
Resultó para él una lección de valor incalculable en el arte de
tratar con los demás. Nunca volvió a escribir una carta insultante.
Nunca volvió a burlarse del prójimo. Y desde entonces, casi nunca
criticó a los demás.
Una vez tras otra, durante la Guerra Civil, Lincoln puso un nuevo
general al frente del Ejército del Potomac, y cada uno a su turno -McClellan,
Pope, Burnside, Hooker, Meade- cometió algún trágico error e hizo
que Lincoln recorriera su despacho, a grandes pasos, presa de la
desesperación. Media nación censuraba acremente a esos generales
incompetentes, pero Lincoln, "sin malicia para nadie, con caridad
para todos", conservaba la calma. Una de sus máximas favoritas era:
"No juzgues si no quieres ser juzgado".
Y
cuando la Sra. de Lincoln y otras personas hablaban duramente de la
gente del sur de los Estados Unidos, Lincoln respondía: "No los
censuréis; son tal como seríamos nosotros en circunstancias
similares".
Pero
si un hombre ha tenido alguna vez la ocasión de criticar, ese hombre
ha sido Lincoln, a buen seguro. Tomemos un ejemplo:
La
batalla de Gettysburg se libró en los primeros tres días de julio de
1863. En la noche del 4 de julio, Lee comenzó su retirada hacia el
Sur, en tanto que una gran tormenta inundaba de lluvia la tierra.
Cuando Lee llegó al Potomac con su ejército en derrota encontró un
río hinchado, embravecido, imposible de pasar, ante sus tropas, y
un ejército unionista victorioso tras ellas. Lee estaba como en una
trampa. No podía escapar. Lincoln lo advirtió. Ahí se presentaba la
oportunidad como enviada por el cielo: la oportunidad de copar el
ejército de Lee y poner término inmediato a la guerra. Así, pues,
con un hálito de gran esperanza, Lincoln ordenó a Meade que no
convocara un consejo de guerra, que atacara inmediatamente a Lee.
Lincoln telegrafió estas órdenes y envió un mensajero especial a
Meade para instarlo a la acción instantánea.
¿Qué
hizo el general Meade? Exactamente lo contrario de lo que se le
decía. Convocó un consejo de guerra, en directa violación de las
órdenes de Lincoln. Vaciló. Esperó. Telegrafió todas sus excusas. Se
negó rotundamente a atacar a Lee. Por fin bajaron las aguas y Lee
escapó a través del Potomac con sus fuerzas.
Lincoln estaba furioso. "¿Qué es esto? -gritó a su hijo Robert-.
¡Gran Dios! ¿Qué es esto? Los teníamos al alcance de las manos, sólo
teníamos qué estirarlas para que cayeran en nuestro poder; y sin
embargo, nada de lo que dije o hice logró que el ejército avanzara.
En esas circunstancias, cualquier general podría haber vencido a
Lee. Si yo hubiera ido, yo mismo lo podría haber derrotado."
Con
acerbo desencanto, Lincoln se sentó a escribir esta carta a Meade. Y
recuérdese que en este período de su vida era sumamente conservador
y remiso en su fraseología. De modo que esta carta, escrita por
Lincoln en 1863, equivalía al reproche más severo.
"Mi
querido general:
"No
creo que comprenda usted la magnitud de la desgracia que representa
la retirada de Lee. Estaba a nuestro alcance, y su captura hubiera
significado, en unión con nuestros otros triunfos recientes, el fin
de la guerra. Ahora la guerra se prolongará indefinidamente. Si
usted no consiguió atacar con fortuna a Lee el lunes último, ¿cómo
logrará hacerlo ahora al sur del río, cuando sólo puede llevar
consigo unos pocos hombres, no más de los dos tercios de la fuerza
de que disponía entonces? Sería irrazonable esperar, y yo no lo
espero, que ahora pueda usted lograr mucho. Su mejor oportunidad ha
desaparecido, y estoy indeciblemente angustiado a causa de ello."
¿Qué
habrá hecho Meade al leer esta carta?
Meade
no vio jamás esta carta. Lincoln no la despachó. Fue hallada entre
los papeles de Lincoln después de su muerte.
Creo
-y esto es sólo una opinión- que después de escribirla Lincoln miró
por la ventana y se dijo: "Un momento. Tal vez no debiera ser tan
precipitado. Me es muy fácil, aquí sentado en la quietud de la Casa
Blanca, ordenar a Meade que ataque; pero si hubiese estado en
Gettysburg y hubiese visto tanta sangre como ha visto Meade en la
última semana, y si mis oídos hubiesen sido horadados por los
clamores los gritos de los heridos y moribundos, quizá no
habría tenido tantas ansias de atacar. Si yo tuviese el tímido
temperamento de Meade, quizá habría hecho lo mismo que él. De todos
modos, es agua que ya ha pasado bajo el puente. Si envío esta carta,
calmaré mis sentimientos, pero haré que Meade trate de justificar
sus actos. Haré que él me censure a su vez. Despertaré resquemores,
disminuiré su utilidad futura como comandante, y lo llevaré acaso a
renunciar al ejército".
Y
Lincoln dejó a un lado la carta, porque por amarga experiencia había
aprendido que las críticas y reproches acerbos son casi siempre
inútiles.
Theodore Roosevelt ha dicho que cuando, como presidente, se veía
ante algún grave problema, solía reclinarse en su sillón y mirar un
gran cuadro de Lincoln que había sobre su escritorio en la Casa
Blanca, y preguntarse entonces: "¿Qué haría Lincoln si se viera en
mi lugar? ¿Cómo resolvería este problema?"
La
próxima vez que sintamos la tentación de reprocharle algo a
alguien, saquemos un billete de cinco dólares del bolsillo, miremos
el retrato de Lincoln y preguntemos: "¿Cómo resolvería Lincoln este
problema si estuviera en mi lugar?"
Mark
Twain solía perder la paciencia, y escribía cartas que quemaban el
papel. Por ejemplo, una vez le escribió a un hombre que había
despertado su ira: "Lo que usted necesita es un permiso de entierro.
No tiene más que decirlo, y le conseguiré uno".
En
otra ocasión le escribió a un editor sobre los intentos de un
corrector de pruebas de "mejorar mi ortografía y puntuación".
Ordenó lo siguiente: "Imprima de acuerdo con la copia que le envío,
y que el corrector hunda sus sugerencias en las gachas de su cerebro
podrido".
Mark
Twain se sentía mejor después de escribir estas cartas hirientes. Le
permitían descargar presión; y las cartas no hacían daño a nadie
porque la esposa del escritor
las
desviaba secretamente. Nunca eran despachadas.
¿Conoce usted a alguien a quien desearía modificar, y regular, y
mejorar? ¡Bien! Espléndido. Yo estoy en su favor. Pero, ¿por qué no
empezar por usted mismo? Desde un punto de vista puramente egoísta,
eso es mucho más provechoso que tratar de mejorar a los demás. Sí, y
mucho menos peligroso.
"No
te quejes de la nieve en el techo del vecino -sentenció Confucio-
cuando también cubre el umbral de tu casa."
Cuando yo era aún joven y trataba empeñosamente de impresionar bien
a los demás, escribí una estúpida carta a Richard Harding Davis,
autor que por entonces se destacaba en el horizonte literario de los
Estados Unidos. Estaba preparando yo un artículo sobre escritores,
y pedí a Davis que me contara su método de trabajo. Unas semanas
antes había recibido, de no sé quién, una carta con esta nota al
pie: "Dictada pero no leída". Me impresionó mucho. Pensé que quien
escribía debía ser un personaje importante y muy atareado. Yo no lo
era; pero deseaba causar gran impresión a Richard Harding Davis, y
terminé mi breve nota con las palabras: "Dictada pero no leída".
Él no
se preocupó siquiera por responderme. Me devolvió mi nota con esta
frase cruzada al pie: "Su mala educación sólo es superada por su
mala educación". Es cierto que yo había cometido un error y quizá
mereciera el reproche. Pero, por ser humano, me hirió. Me hirió
tanto que diez años más tarde, cuando leí la noticia de la muerte de
Richard Harding Davis, la única idea que persistía en mi ánimo -me
avergüenza admitirlo- era el reproche que me había hecho.
Si
usted o yo queremos despertar mañana un resentimiento que puede
perdurar décadas y seguir ardiendo hasta la muerte, no tenemos más
que hacer alguna crítica punzante. Con eso basta, por seguros que
estemos de que la crítica sea justificada.
Cuando tratamos con la gente debemos recordar que no tratamos con
criaturas lógicas. Tratamos con criaturas emotivas, criaturas
erizadas de prejuicios e impulsadas por el orgullo y la vanidad.
Las críticas acerbas hicieron que el sensitivo Thomas Hardy, uno de
los más notables novelistas que han enriquecido la literatura
inglesa, dejara de escribir novelas para siempre. Las críticas
llevaron a Thomas Chatterton, el poeta inglés, al suicidio.
Benjamin Franklin, carente de tacto en su juventud, llegó a ser tan
diplomático, tan diestro para tratar con la gente, que se lo nombró
embajador norteamericano en Francia. ¿El secreto de su éxito? "No
hablaré mal de hombre alguno -dijo- y de todos diré todo
lo
bueno
que sepa."
Cualquier tonto puede criticar, censurar y quejarse, y casi todos
los tontos lo hacen. Pero se necesita carácter y dominio de sí mismo
para ser comprensivo y capaz de perdonar.
"Un
gran hombre
-aseguró Carlyle- demuestra su grandeza por la forma en que trata
a los pequeños."
Bob
Hoover, famoso piloto de pruebas y actor frecuente en espectáculos
de aviación, volvía una vez a su casa en Los Ángeles de uno de estos
espectáculos que se había realizado en San Diego. Tal como se
describió el accidente en la revista Operaciones de Vuelo, a
cien metros de altura los dos motores se apagaron súbitamente.
Gracias a su habilidad, Hoover logró aterrizar, pero el avión quedó
seriamente dañado, pese a que ninguno de sus ocupantes resultó
herido.
Lo
primero que hizo Hoover después del aterrizaje de emergencia fue
inspeccionar el tanque de combustible. Tal como lo sospechaba, el
viejo avión a hélice, reliquia de la Segunda Guerra Mundial, había
sido cargado con combustible de jet, en lugar de la gasolina común
que consumía.
Al
volver al aeropuerto, pidió ver al mecánico que se había ocupado del
avión. El joven estaba aterrorizado por su error. Le corrían las
lágrimas por las mejillas al ver acercarse a Hoover. Su equivocación
había provocado la pérdida de un avión muy costoso, y podría haber
causado la pérdida de tres vidas.
Es
fácil imaginar la ira de Hoover. Es posible suponer la tormenta
verbal que podía provocar semejante descuido en este preciso y
soberbio piloto. Pero Hoover no le reprochó nada; ni siquiera lo
criticó. En lugar de eso, puso su brazo sobre los hombros del
muchacho y le dijo:
-Para
demostrarle que estoy seguro de que nunca volverá a hacerlo, quiero
que mañana se ocupe de mi F-51.
Con
frecuencia los padres se sienten tentados de criticar a sus hijos.
Quizás el lector espera que yo le diga: "no lo haga". Pero no lo
haré. Sólo voy a decirle que
antes
de
criticarlos lea uno de los clásicos del periodismo norteamericano:
"Papá olvida". Apareció por primera vez como editorial en el diario
People's Home Journal.
Lo
volveremos a publicar con permiso del autor, tal como fuera
condensado en la revista
Selecciones
del
Reader's Digest.
"Papá olvida" es una de esas piecitas que -escritas en un momento de
sentimiento sincero- da en la cuerda sentimental de tantos lectores
que termina siendo un trozo favorito. Desde que apareció por primera
vez hace unos quince años, ha sido reproducida, nos dice el autor,
W. Livingston Larned, "en centenares de revistas y diarios del país
entero; también se la ha publicarlo infinidad de veces en muchos
idiomas extranjeros; he dado permiso para que se la leyera en aulas,
iglesias y conferencias; se la ha transmitido muchas veces por
radiotelefonía; ha aparecido en revistas y periódicos de colegios
y escuelas".
PAPÁ
OLVIDA
W. Livingston Larned
Escucha, hijo: voy a decirte esto mientras duermes, una manecita
metida bajo la mejilla y los rubios rizos pegados a tu frente
humedecida. He entrado solo a tu cuarto. Hace unos minutos, mientras
leía mi diario en la biblioteca, sentí una ola de remordimiento que
me ahogaba. Culpable, vine junto a tu cama.
Esto
es lo que pensaba, hijo: me enojé contigo. Te regañé cuando te
vestías para ir a la escuela, porque apenas te mojaste la cara con
una toalla. Te regañé porque no te limpiaste los zapatos. Te grité
porque dejaste caer algo al suelo.
Durante el desayuno te regañé también. Volcaste las cosas. Tragaste
la comida sin cuidado. Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste
demasiado el pan con mantequilla. Y cuando te ibas a jugar y yo
salía a tomar el tren, te volviste y me saludaste con la mano y
dijiste: " ¡Adiós, papito!" y yo fruncí el entrecejo y te respondí:
"¡Ten erguidos los hombros!"
Al
caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de
rodillas, jugando en la calle. Tenías agujeros en las medias. Te
humillé ante tus amiguitos al hacerte marchar a casa delante de mí.
Las medias son caras, y si tuvieras que comprarlas tú, serías más
cuidadoso. Pensar, hijo, que un padre diga eso.
¿Recuerdas, más tarde, cuando yo leía en la biblioteca y entraste
tímidamente, con una mirada de perseguido? Cuando levanté la vista
del diario, impaciente por la interrupción, vacilaste en la puerta.
"¿Qué quieres ahora?" te dije bruscamente.
Nada
respondiste, pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste
los brazos al cuello y me besaste, y tus bracitos me apretaron con
un cariño que Dios había hecho florecer en tu corazón y que ni aun
el descuido ajeno puede agotar. Y luego te fuiste a dormir, con
breves pasitos ruidosos por la escalera.
Bien,
hijo; poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y
entró en mí un terrible temor. ¿Qué estaba haciendo de mí la
costumbre? La costumbre de encontrar defectos, de reprender; esta
era mi recompensa a ti por ser un niño. No era que yo no te amara;
era que esperaba demasiado de ti. Y medía según la vara de mis años
maduros.
Y hay
tanto de bueno y de bello y de recto en tu carácter. Ese
corazoncito tuyo es grande como el sol que nace entre las colinas.
Así lo demostraste con tu espontáneo impulso de correr a besarme
esta noche. Nada más que eso importa esta noche, hijo. He llegado
hasta tu camita en la oscuridad, y me he arrodillado, lleno de
vergüenza.
Es
una pobre explicación; sé que no comprenderías estas cosas si te
las dijera cuando estás despierto. Pero mañana seré un verdadero
papito. Seré tu compañero, y sufriré cuando sufras, y reiré cuando
rías. Me morderé la lengua cuando esté por pronunciar palabras
impacientes. No haré más que decirme, como si fuera un ritual: "No
es más que un niño, un niño pequeñito".
Temo haberte
imaginado hombre. Pero al verte ahora, hijo, acurrucado, fatigado en
tu camita, veo que eres un bebé todavía. Ayer estabas en los brazos
de tu madre, con la cabeza en su hombro. He pedido demasiado,
demasiado.
En
lugar de censurar a la gente, tratemos de comprenderla. Tratemos de
imaginarnos por qué hacen lo que hacen.
Eso es mucho más provechoso y más interesante que la crítica; y de
ello surge la simpatía, la tolerancia y la bondad. "Saberlo todo es
perdonarlo todo."