No
obstante, aunque ya no quedaba el menor indicio del espantoso
incidente —porque los agujeros de bala, las manchas de sangre y los
rastros de carne, piel y cráneo habían sido limpiados en seguida e
incluso las paredes habían sido repintadas al día siguiente— su
presencia, sin embargo, seguía siendo todavía muy palpable.
Pero
las huellas más profundas del tiroteo ya no estaban en los muros del
edificio de la escuela primaria sino en las mentes de los niños y
del personal que, como podían, trataban de reanudar su vida
cotidiana. Tal vez lo más sorprendente fuera la forma en que se
revivía una y otra vez, hasta en sus más pequeños detalles, el
recuerdo de aquellos pocos minutos. Un maestro me confesó, por
ejemplo, que una oleada de pánico había recorrido la escuela el día
que se comunicó la proximidad de la festividad de San Patricio,
porque muchos niños creyeron que se trataba de un día especialmente
dedicado a Patrick Purdy, el asesino.
«Cada
vez que oímos el sonido de la sirena de una ambulancia —me confesó
otro maestro— todo parece quedar en suspenso mientras los niños se
paran a comprobar si se detiene aquí o sigue su camino hasta la
residencia de ancianos situada calle abajo.» Durante muchas semanas
los niños tenían miedo de mirarse en los espejos de los lavabos
porque se había extendido el rumor de que la Sangrienta Virgen María
—una especie de monstruo imaginario— les espiaba desde ellos. Muchas
semanas después del tiroteo, una muchacha aterrada entró en el
despacho de Pat Busher, el director, gritando: «¡Oigo disparos!
¡Oigo disparos!» pero el ruido, como pronto se descubrió, procedía
del extremo de una cadena que el viento hacía chocar contra un poste
metálico.
Muchos
niños se sumieron en un estado de continua alerta, como si se
mantuvieran constantemente en guardia ante la posibilidad de que se
repitiera la ordalía de terror. Algunos de ellos se arremolinaban en
tomo a la puerta sin atreverse a salir al patio en el que había
tenido lugar el incidente; otros adoptaron la costumbre de jugar en
pequeños grupos, mientras uno de ellos montaba guardia; muchos, por
último, siguieron evitando durante meses las zonas «malditas», las
zonas en las que habían muerto los cinco niños.
Los
recuerdos persistían también en forma de pesadillas que asaltaban a
los pequeños mientras dormían. Algunas de éstas revivían
directamente el incidente mientras que en otras ocasiones los niños
se despertaban angustiados en medio de la noche, sobresaltados por
todo tipo de imágenes aterradoras que les hacían creer que ellos
tampoco tardarían en morir. Hubo niños que, para evitar soñar,
trataron incluso de dormir con los ojos abiertos.
Como
saben los psiquiatras, todas estas reacciones forman parte de los
síntomas que acompañan al trastorno de estrés
postraumático (TEPT). Según el doctor Spencer Eth,
psiquiatra infantil especializado en TEPT, en el núcleo de
este tipo de trauma se halla «el recuerdo obsesivo de la acción
violenta (un puñetazo, una cuchillada o la detonación de un arma de
fuego). Estos recuerdos se agrupan en tomo a intensas experiencias
perceptibles (ya sean visuales, auditivas, olfativas, etcétera),
como el olor a pólvora, los gritos, el silencio súbito de la
víctima, las manchas de sangre o las sirenas de los coches de la
policía».
En
opinión de los neurocientíficos, estos momentos aterradoramente
vívidos se convierten en recuerdos que quedan profundamente grabados
en los circuitos emocionales de los afectados.
Todos
estos síntomas son, de hecho, indicadores de una hiperexcitación de
la amígdala que impele a los recuerdos del acontecimiento traumático
a irrumpir de manera obsesiva en la conciencia. En este sentido, los
recuerdos traumáticos se convierten en una especie de detonante
dispuesto a hacer saltar la alarma al menor indicio de que el
acontecimiento temido pueda volver a repetirse. Esta exacerbada
susceptibilidad es la cualidad distintiva de todo trauma emocional,
incluyendo la violencia física reiterada experimentada durante la
infancia.
Cualquier acontecimiento traumático —un incendio, un
accidente de automóvil, una catástrofe natural como, por ejemplo un
terremoto o un huracán, una violación o un asalto— puede implantar
estos recuerdos en la amígdala. Son muchas las personas que
cada año sufren este tipo de calamidades, calamidades que, en la
mayor parte de los casos, dejan una huella indeleble en su cerebro.
Los
actos violentos son más perjudiciales que las catástrofes naturales,
como los huracanes, por ejemplo, porque las víctimas de la violencia
gratuita sienten que han sido elegidas deliberadamente y esa
creencia mina la confianza en los demás y en la seguridad del mundo
interpersonal. En cuestión de un instante, el mundo interpersonal se
convierte en un lugar peligroso en el que los otros constituyen una
amenaza potencial.
La
crueldad deja en la memoria de la víctima una impronta que la lleva
a responder con miedo ante todo aquello que pueda recordar vagamente
la agresión. Por ejemplo, un hombre que fue atacado por la espalda y
que no pudo ver a su agresor, quedó tan afectado después del
incidente, que siempre trataba de caminar delante de una anciana
para sentirse seguro de que no le iban a agredir de nuevo. Otra
mujer que fue asaltada en un ascensor por un hombre que la condujo a
punta de cuchillo hasta un piso vacío, permaneció horrorizada
durante semanas por la idea de tener que entrar en un ascensor, en
el metro o en cualquier otro espacio cerrado en el que pudiera
sentirse atrapada, y en cuanto veía que un hombre se metía la mano
en el bolsillo de la chaqueta —como había hecho su agresor— se
levantaba en seguida de su asiento.
Como
ha demostrado un reciente estudio realizado con supervivientes del
holocausto nazi, la impronta del terror —y el pertinaz estado de
hiperalerta resultante— pueden perdurar toda la vida. Cincuenta años
después de haber perecido casi de inanición, de haber presenciado el
asesinato de sus seres más queridos y de haber sobrevivido al terror
constante de los campos de exterminio nazi, los recuerdos obsesivos
seguían siendo particularmente vívidos. Un tercio de los sujetos
entrevistados en esta investigación admitió que aún experimentaba
una sensación generalizada de miedo, y cerca de tres cuartas partes
respondieron que se sentían ansiosos ante cualquier recordatorio de
la persecución nazi (como un uniforme, una llamada inesperada a la
puerta, el ladrido de un perro o una chimenea humeante). Medio siglo
más tarde, el 60% de los entrevistados reconoció que pensaba a
diario en el holocausto y ocho de cada diez manifestaron sufrir
frecuentes pesadillas. Como dijo un superviviente: «no seria normal
si después de haber sobrevivido a Auschwitz no tuviera pesadillas».
EL TERROR
CONGELADO EN LA MEMORIA
Escuchemos ahora las palabras de un veterano de Vietnam de cuarenta
y ocho años, veinticuatro años después de vivir un espantoso
episodio en aquellas remotas tierras:
« ¡No
puedo librarme de los recuerdos! Las imágenes me asaltan con todo
lujo de detalles, provocadas por las cosas más insignificantes, como
el ruido de una puerta que se cierra de golpe, los rasgos de una
mujer oriental, la textura de una estera de bambú o el olor a cerdo
frito. Anoche no tuve problemas para conciliar el sueño pero esta
madrugada un trueno me ha despertado de nuevo paralizado por el
miedo y me ha transportado a mi puesto de guardia en plena estación
monzónica. Estoy seguro de que voy a morir en el próximo combate.
Mis manos están congeladas y, sin embargo, tengo el cuerpo bañado en
sudor; siento todos los pelos de la nuca erizados y mi corazón y mi
respiración se hallan visiblemente agitados. Percibo un olor
ligeramente azufrado y de repente descubro cerca de mi el cuerpo de
mi compañero Troy sobre una plataforma de bambú que el Vietcong ha
depositado en las proximidades de nuestro campamento... El próximo
relámpago y el trueno que lo acompaña me producen tal sobresalto que
caigo al suelo.»
Este
terrible recuerdo, todavía vívidamente presente a pesar de los
veinte años transcurridos, sigue teniendo el poder de evocar en este
excombatiente el miedo de aquel aciago día. El TEPT desciende
peligrosamente el umbral de alarma del sistema nervioso, provocando
una respuesta ante las situaciones más cotidianas como si se tratara
de auténticos peligros. El circuito implicado en el secuestro
emocional —que hemos descrito en el capitulo 2— desempeña un
papel esencial en la grabación de este tipo de recuerdos. Y cuanto
más brutal, estremecedor y horrendo sea el acontecimiento que
desencadena el secuestro de la amígdala, más indeleble será
la huella que deje. El fundamento neurológico de este tipo de
recuerdos parece asentarse en una alteración drástica de la química
cerebral desencadenada por un suceso aislado especialmente
impresionante. Pero, aunque los descubrimientos realizados sobre el
TEPT se basan en el impacto de un episodio único, los
episodios de crueldad repetidos a lo largo de los años —como ocurre,
por ejemplo, en el caso de los niños que han sufrido reiterados
abusos sexuales, físicos o emocionales— provoca un resultado
similar.
El
National Center for Post-Traumatic Stress Disorder, una red de
centros de investigación dependiente de los hospitales de la
Administración de Veteranos que reúne a una buena cantidad de
asociaciones de excombatientes de Vietnam y de otros conflictos
bélicos, aquejados de TEPT, está llevando a cabo la
investigación tal vez más exhaustiva realizada en este sentido. Casi
todos nuestros conocimientos sobre el TEPT en veteranos de
guerra proceden de estudios como el reseñado pero sus conclusiones
también pueden aplicarse a los niños que han sufrido graves traumas
emocionales, como el acontecido en la Escuela Primaria de Cleveland
que reseñábamos al comienzo de este capítulo.
Como
me dijo el doctor Dennis Charney, psiquiatra de Yale y director del
departamento de neurología del National Center: «desde el punto
de vista biológico, las victimas de un trauma de este tipo ya no
vuelven a ser las mismas. Poco importa que haya sido el terror del
combate, la tortura, los abusos repetidos en la infancia o una
experiencia puntual, como hallarse atrapado en medio de un huracán o
estar a punto de morir en un accidente de tráfico. Cualquier
situación de estrés incontrolable acarrea idénticas secuelas
biológicas».
El
término clave en este sentido parece ser la palabra incontrolable,
puesto que si la persona siente que puede hacer algo para afrontar
la situación, que puede ejercer algún tipo de control —no importa lo
pequeño que éste sea—, reacciona emocionalmente mucho mejor que
quienes se sienten completamente impotentes. Esta sensación de
impotencia es precisamente la que convierte a un determinado
acontecimiento en algo subjetivamente abrumador. Como me comentaba
el doctor John Crystal, director del Laboratorio de
Psicofarmacología Clínica: «Cuando alguien es atacado con un
cuchillo, no sabe cómo defenderse y piensa “ahora voy a morir”, es
más susceptible al TEPT que quien tiene alguna posibilidad de
afrontar la situación. El desencadenante, pues, de este tipo de
alteración cerebral es la sensación de que nuestra vida está en
peligro y no hay nada que podamos hacer al respecto».
Decenas de investigaciones realizadas con ratas han corroborado que
la sensación de impotencia constituye el detonante
común del TEPT. En esos estudios se colocó a varias parejas
de ratas en jaulas separadas que eran sometidas a descargas
eléctricas de baja intensidad (aunque ciertamente muy fuertes para
una rata). Sólo una rata de cada par tenía una palanca en su jaula
que le permitía poner fin a la descarga en ambas jaulas. El
experimento, que prosiguió durante semanas, demostró que las ratas
que podían poner fin a las descargas no mostraban signos de estrés,
mientras que las que no tenían esa posibilidad experimentaron
cambios cerebrales permanentes. Un niño que haya sido tiroteado en
el patio de recreo y que haya visto cómo sus compañeros caen al
suelo bañados en sangre —o un maestro que se haya sentido incapaz de
impedir la matanza— deben haber experimentado una extraordinaria
sensación de impotencia.
EL TEPT COMO
DESORDEN LIMBICO
Ya han
transcurrido varios meses desde que un violento terremoto la hiciera
saltar de la cama y correr gritando de pánico a través de la
oscuridad en busca de su hijo de cuatro años. Después, ambos
permanecieron durante horas en la fría noche de Los Angeles ateridos
bajo un portal protector y sin comida, agua ni luz mientras el suelo
temblaba bajo sus pies. Hoy en día, meses después del incidente, la
mujer parece hallarse completamente recuperada del pánico que la
atenazó los días que siguieron al terremoto, cuando una puerta que
se cerraba de golpe la hacia temblar de miedo. El único síntoma que
perduraba era su incapacidad para conciliar el sueño, pero ese
problema sólo se presentaba cuando su marido estaba de viaje, como
ocurriera la noche del terremoto.
Los
cambios que tienen lugar en el circuito limbico cuyo foco está en la
amígdala explican los principales síntomas del miedo aprendido
(incluyendo el miedo intenso propio del TEPT). Algunas de
estas alteraciones tienen lugar en el locas ceruleus,
una estructura cerebral que regula la secreción de dos sustancias
denominadas genéricamente catecolaminas: la adrenalina y la
noradrenalina entre cuyas funciones se cuenta la activación
del cuerpo para hacer frente a una situación de urgencia y la
grabación de los recuerdos con una intensidad especial. En el caso
del TEPT este mecanismo se torna hiperreactivo, secretando
dosis masivas de estos agentes químicos cerebrales en respuesta a
situaciones que suponen poca o ninguna amenaza pero que evocan el
trauma original, como ocurría en el caso de los niños de la escuela
de Cleveland que se sentían aterrorizados cuando escuchaban una
sirena de ambulancia parecida a la que habían oído después del
tiroteo.
El
locas ceruleus está estrechamente ligado a la amígdala y
a otras estructuras limbicas, como el hipocampo y el hipotálamo; las
catecolaminas, por su parte, se difunden a través de todo el córtex.
Según se cree, los síntomas del TEPT —entre los que se cuenta
la ansiedad, el miedo, el estado de continua alerta, la alteración,
la rapidez de la respuesta de lucha-o-huida y la codificación
indeleble de los recuerdos emocionales intensos— dependen de los
cambios que tienen lugar en estos circuitos—. Una investigación con
excombatientes de la guerra de Vietnam aquejados de TEPT ha
mostrado que estas personas presentan un porcentaje de receptores de
las catecolaminas un 40% inferior que quienes no presentan estos
síntomas, dato que parece indicar que sus cerebros han sufrido una
alteración permanente que impide el ajuste fino de la secreción de
catecolaminas. El TEPT también va acompañado de otros cambios
en el circuito que conecta el sistema limbico con la pituitaria,
encargada de regular la secreción de HCT (hormona
corticotrópica), la principal hormona segregada por el cuerpo para
activar la respuesta inmediata de lucha-o-huida ante una
situación de emergencia.
Las
alteraciones que acompañan al TEPT producen la hipersecreción
de esta hormona —particularmente en la amígdala, el hipocampo y el
locas ceruleus—, alertando al cuerpo para hacer frente
a una urgencia que en realidad no existe.’ Como me comentó el doctor
Charles Nemeroff, psiquiatra de la Universidad de Duke: «el
exceso de HCT nos hace reaccionar desproporcionadamente. Por
ejemplo, cuando un veterano de Vietnam afectado de TEPT, oye
una falsa explosión procedente del tubo de escape de un automóvil,
la secreción de HCT provocará las mismas sensaciones que experimentó
durante el incidente traumático. El sujeto empieza a sudar, a
sentirse asustado, tiembla, los dientes le castañetean e incluso
puede llegar a revivir la escena original. En las personas que
padecen de una hipersecreción de HCT, la respuesta de alarma es
desmesurada. Cuando, por ejemplo, damos una palmada por sorpresa
cualquier persona reacciona sobresaltándose pero, en el caso de que
la persona padezca de una hipersecreción de HCT, desaparece el
proceso de habituación y el sujeto seguirá respondiendo a las
sucesivas palmadas del mismo modo que lo hizo a la primera».
Un
tercer tipo de alteraciones también vuelve hiperreactivo al sistema
de opiáceos cerebrales encargado de la secreción de las endorfinas
que mitigan la sensación de dolor. En este caso, el circuito neural
implicado afecta también a la amígdala y a una región concreta del
córtex cerebral. Los opiáceos son agentes químicos cerebrales que
tienen un intenso efecto sedante, como ocurre con el opio y otros
narcóticos, de los que son parientes cercanos. Cuando el nivel de
endorfinas («la morfina secretada por nuestro propio cerebro»)
es elevado, la persona presenta una marcada tolerancia al dolor, un
efecto que ha sido constatado por los cirujanos que tienen que
operar en el campo de batalla, quienes han descubierto que los
soldados gravemente heridos necesitan menos anestesia para soportar
el dolor que los civiles que sufren lesiones mucho menos graves.
Algo
similar parece ocurrir durante el TEPT. Los cambios
endorfinicos agregan una nueva dimensión a los efectos neurales
desencadenados por la reexposición al trauma, la insensibilización
ante ciertos sentimientos, lo cual tal vez pudiera explicar la
presencia de ciertos síntomas psicológicos «negativos» constatados
en el TEPT, como la anhedonia (la incapacidad de sentir
placer), la indiferencia emocional generalizada, la sensación de
hallarse desconectado de la vida y falto de todo interés por los
sentimientos de los demás, una indiferencia que puede ser vivida por
las personas próximas como una falta completa de empatía. Otro
efecto posible es la disociación, la cual incluye la incapacidad
para recordar los minutos, las horas o incluso los días más
cruciales del suceso traumático.
Las
alteraciones neurológicas provocadas por el TEPT también
parecen aumentar la susceptibilidad de la persona para sufrir nuevos
traumas. Existen investigaciones que demuestran que los animales que
se han visto expuestos a un estrés moderado en su juventud son mucho
más vulnerables a los cambios cerebrales inducidos por los traumas
(un dato que parece sugerir la urgente necesidad de que los niños
aquejados de TEPT reciban algún tipo de tratamiento). Esto
también podría explicar por qué, a pesar de haber estado expuestas a
la misma situación catastrófica, ciertas personas desarrollan un
TEPT mientras que otras no lo hacen, puesto que la amígdala de
quienes han sufrido un trauma previo se halla especialmente
predispuesta y, ante la presencia de un peligro real, no tarda en
alcanzar su cota más elevada de activación.
Todas
estas alteraciones neurológicas ofrecen ventajas a corto plazo para
hacer frente a las aterradoras experiencias que las suscitan. A fin
de cuentas, en condiciones de extrema dureza, permanecer
completamente alerta, activado, presto a la acción, impasible ante
el dolor, con el cuerpo dispuesto a afrontar una fuerte demanda
física y completamente indiferente —por el momento— a lo que, de
otro modo, sería un acontecimiento angustioso, es una cuestión de
supervivencia. Pero esta ventaja a corto plazo termina
convirtiéndose en un verdadero inconveniente cuando las alteraciones
cerebrales que acabamos de mencionar se instalan de manera
permanente, como cuando un coche permanece con el acelerador
continuamente apretado. El cambio en el nivel de excitabilidad de la
amígdala y otras regiones cerebrales relacionadas, provocado por la
exposición a un trauma intenso, nos coloca al borde del colapso, una
situación en la que el incidente más inocuo puede terminar
desencadenando fácilmente un secuestro neural que aboque a una
explosión de miedo incontrolable.
EL
REAPRENDIZAJE EMOCIONAL
Los
recuerdos traumáticos constituyen fijaciones del funcionamiento
cerebral que interfieren con el aprendizaje posterior y, más
concretamente, con el reaprendizaje de una respuesta normal ante los
acontecimientos traumáticos. En los casos de pánico adquirido, como,
por ejemplo, el TEPT, los mecanismos del aprendizaje y la
memoria se desvían de su cometido. En este caso la amígdala también
juega un papel muy importante pero, en lo que respecta a la
superación del miedo aprendido, es el neocórtex el que desempeña el
papel fundamental.
Los
psicólogos denominan miedo condicionado al proceso mediante el cual
la mente asocia algo que no supone ninguna amenaza a un suceso
aterrador. Según Charney, las secuelas producidas por el temor
inducido en animales de laboratorio permanecen durante años. La
región cerebral clave que aprende, recuerda y moviliza el miedo
condicionado corresponde al tálamo, la amígdala y el lóbulo
prefrontal, el mismo circuito, en suma, implicado en el secuestro
neural.
En
circunstancias normales, el miedo condicionado tiende a remitir con
el paso del tiempo, hecho que parece deberse al proceso de
reaprendizaje natural que ocurre cuando el sujeto vuelve a
enfrentarse al objeto temido en condiciones de completa seguridad.
De este modo, por ejemplo, una niña que aprendió a temer a los
perros porque fue mordida por un pastor alemán, irá perdiendo
gradualmente su miedo de manera natural en la medida en que tenga la
oportunidad de estar con alguien que tenga un pastor alemán con el
que pueda jugar.
Pero
en el caso del TEPT este tipo de reaprendizaje natural no
tiene lugar. En opinión de Charney, ello se debe a que los cambios
cerebrales provocados por el TEPT son tan poderosos que cualquier
reminiscencia —aun mínima— de la situación original desencadena un
secuestro de la amígdala que refuerza la respuesta de pánico. Ello
implica que no habrá ninguna ocasión en la que el objeto temido
pueda ser afrontado con una sensación de calma, porque la amígdala
no es capaz de reaprender una respuesta más moderada. «La
extinción del miedo —observa Charney— parece implicar un proceso de
aprendizaje activo», algo que, por su propia naturaleza, es
incompatible con el TEPT, «que provoca la persistencia
anormal de los recuerdos emocionales». Sin embargo, en presencia
de las experiencias adecuadas, hasta el TEPT puede ser
superado. En tal caso, los intensos recuerdos emocionales y las
pautas de pensamiento y de reacción que éstos suscitan pueden llegar
a modificarse con el tiempo. Pero, en opinión de Charney, este
reaprendizaje debe tener lugar a nivel cortical porque el miedo
original grabado en la amígdala nunca llega a desaparecer del todo y
es el córtex prefrontal el que inhibe activamente la respuesta de
pánico regulada por la amígdala.
Richard Davidson, psicólogo de la Universidad de Wisconsin que
descubrió la función reguladora de la ansiedad del lóbulo prefrontal
izquierdo, se ha interesado por la cuestión decisiva de cuánto
tiempo se tarda en superar el «miedo aprendido». En un
experimento de laboratorio en el que se indujo a los participantes
una respuesta de aversión ante un ruido desagradable —un paradigma
del miedo aprendido que se asemeja a un TEPT de baja
intensidad—. Davidson descubrió que las personas que presentan una
mayor actividad del córtex prefrontal izquierdo superan el miedo
aprendido más rápidamente, lo cual sugiere la importancia del papel
desempeñado por el córtex en la superación de la respuesta de
ansiedad aprendida.
LA
REEDUCACIÓN DEL CEREBRO EMOCIONAL
Uno de
los resultados más prometedores realizados sobre el TEPT
procede de un estudio sobre supervivientes del holocausto nazi, el
75% de los cuales seguían mostrando, cincuenta años más tarde,
síntomas muy intensos de TEPT. El hecho de que el 25% restante
hubiera logrado superar este tipo de síntomas es un dato sumamente
esperanzador que supone que, de un modo u otro, los acontecimientos
de su vida cotidiana les habían ayudado a contrarrestar de manera
natural el problema. Quienes seguían presentando este tipo de
síntomas mostraban las alteraciones del nivel de catecolaminas
cerebrales características del TEPT, algo que no ocurría en quienes
habían logrado recuperarse. Este descubrimiento, y otros similares
realizados en la misma dirección, nos hacen concebir la esperanza de
que las modificaciones cerebrales provocadas por el TEPT no sean
irreversibles y que los seres humanos puedan reponerse incluso de
las más graves lesiones emocionales o, dicho en otras palabras, que
el circuito emocional puede ser reeducado. Así pues, el
reaprendizaje puede ayudamos a superar traumas tan profundos
como los derivados del TEPT.
Una de
las formas espontáneas de curación emocional —al menos en lo que se
refiere a los niños— es mediante juegos como el de Purdy. En ellos,
la repetición permite que los niños revivan el trauma sin peligro y
abre dos posibles vías de curación. Por un lado, el recuerdo se
actualiza en un contexto de baja ansiedad, desensibilizándolo y
permitiendo el afloramiento de otro tipo de respuestas no
traumáticas, mientras que, por el otro, permite el logro de un
desenlace imaginario más positivo. El juego de Purdy solía terminar
con la muerte de éste, un hecho que contrarresta la sensación de
impotencia experimentada durante el acontecimiento traumático.
Este
tipo de juegos es previsible en niños pequeños que han sido testigos
de una violencia desmedida. La primera persona que advirtió la
presencia de estos juegos macabros en los niños traumatizados fue la
doctora Lenore Terr, psiquiatra infantil de San Francisco. Terr
descubrió este tipo de juegos entre los niños de Chowchilla,
California —una población de Central Valley, a una hora aproximada
de distancia de Stockton, la ciudad en la que tuvo lugar la masacre
de Purdy—, quienes, en el verano de 1973, fueron objeto de un
secuestro cuando regresaban a casa en autobús después de pasar un
día en el campo. En este caso, los secuestradores llegaron a
enterrar el autobús, y con él a los niños, sometiéndoles a un
suplicio que se prolongó durante veintisiete horas.
Cinco
años después del incidente, Terr descubrió que los recuerdos del
secuestro todavía perduraban en los juegos de sus víctimas. Las
niñas, por ejemplo, simulaban secuestros simbólicos cuando jugaban
con sus muñecas. Una niña que había desarrollado una extrema
repugnancia al contacto con los excrementos durante el incidente, se
pasaba el tiempo lavando a su muñeca. Una segunda jugaba con su
muñeca a un juego que consistía en realizar un viaje —sin importar
adónde— y regresar a salvo; el juego favorito de otra niña, por
último, consistía en meter a la muñeca en un agujero en el que se
suponía que terminaba asfixiándose.
Los
adultos que han sufrido un trauma de estas características suelen
experimentar una insensibilidad psicológica que bloquea todo
recuerdo o sentimiento relativo al hecho, pero la mente de los niños
tiende a reaccionar de manera diferente En opinión de Terr, esto
ocurre porque los niños utilizan la fantasía, el juego y la
ensoñación cotidiana para rememorar y reconstruir el acontecimiento.
Esta evocación deliberada del trauma parece impedir el bloqueo de
los recuerdos intensos que luego irrumpen violentamente en forma de
flashbacks. En el caso de que el trauma no sea demasiado grave —como
ocurre, por ejemplo, en una visita al dentista— tal vez baste con
una o dos veces, pero si, por el contrario, se trata de un trauma
grave, el niño necesitará reproducir la situación traumática una y
otra vez en una suerte de ceremonial monótono y macabro hasta que
pueda desembarazarse de él.
El
arte —uno de los vehículos a través de los que se expresa el
inconsciente— constituye una forma de movilizar los recuerdos
estancados en la amígdala. El cerebro emocional está
estrechamente ligado a los contenidos simbólicos y a lo que Freud
denominaba «proceso primarios», el tipo de pensamiento propio de la
metáfora, el cuento, el mito y el arte, una modalidad, por cierto,
utilizada con frecuencia en el tratamiento de los niños
traumatizados. En ocasiones, la expresión artística puede despejar
el camino para que los niños hablen de los terribles momentos
vividos de un modo que sería imposible por otros medios.
Spencer Eth, psiquiatra infantil de Los Angeles especializado en el
tratamiento de niños traumatizados, cuenta el caso de un niño de
cinco años que fue secuestrado junto a su madre por el ex-amante de
ésta. El hombre los condujo a la habitación de un motel en donde
obligó al niño a esconderse bajo una manta mientras golpeaba a su
madre hasta matarla. Comprensiblemente, el chico se mostraba muy
reacio a hablar de todo lo que había vivido durante aquella terrible
experiencia, así que Eth le pidió que hiciera un dibujo sobre un
tema libre.
Eth
recuerda que el dibujo representaba a un piloto de coches de
carreras cuyos ojos estaban desmesuradamente abiertos, un hecho que
Eth interpretó como una referencia a su propia mirada furtiva hacia
el asesino. La técnica que utiliza Eth para emprender la terapia con
este tipo de niños consiste en pedirles que hagan un dibujo, porque
en casi todos ellos aparecen referencias tangenciales a la escena
traumática. Además, el hecho de dibujar es, en sí mismo,
terapéutico, y pone en marcha un proceso que puede terminar
conduciendo a la superación del trauma.
EL
REAPRENDIZAJE EMOCIONAL Y LA SUPERACIÓN DEL TRAUMA
Irene
había acudido a una cita que acabó en un intento de violación.
Aunque había podido librarse de su atacante, éste continuó
amenazándola, molestándola en mitad de la noche con llamadas
telefónicas obscenas y siguiendo cada uno de sus pasos.
En
cierta ocasión, cuando denunció el hecho a la policía, ésta le quitó
importancia aduciendo que «en realidad no había pasado nada». Pero
cuando Irene acudió a la terapia mostraba claros síntomas de TEPT,
se negaba a mantener ninguna clase de relaciones sociales y se
hallaba prisionera en su propia casa.
El
caso de Irene lo cita la doctora Judith Lewis Herman, psiquiatra de
Harvard que ha desarrollado un método innovador para el tratamiento
de los sujetos afectados por un trauma. Este proceso, en opinión de
Herman, pasa por tres fases diferentes: en primer lugar, el paciente
debe recuperar cierta sensación de seguridad; seguidamente debe
recordar los detalles del trauma y, finalmente, debe atravesar el
duelo por lo que pueda haber perdido. Sólo entonces podrá
restablecer su vida normal. No es difícil advertir la lógica que
subyace a estos tres pasos, porque esta secuencia parece reflejar la
forma en que el cerebro emocional reaprende que no hay por qué
considerar la vida como una situación de alarma constante.
El
primer paso —recuperar la sensación de seguridad— consiste en
disminuir el grado de sobreexcitación emocional —el principal
obstáculo para el reaprendizaje— y permitir que el sujeto pueda
tranquilizarse— Normalmente, este paso se da ayudando a que el
paciente comprenda que sus pesadillas, su permanente sobresalto, su
hipervigilancia y su pánico, forman parte del cuadro de síntomas
propio del TEPT, un tipo de comprensión que, por si solo,
proporciona cierto alivio. Esta primera fase también apunta a que el
paciente recupere cierta sensación de control sobre lo que le está
ocurriendo, una especie de desaprendizaje de la lección de
impotencia que supuso el trauma. En el caso de Irene, por ejemplo,
esta sensación de seguridad pasaba por movilizar a sus amigos y a su
familia para formar un cordón protector entre ella y su perseguidor
que le permitió acudir a la policía.
La «inseguridad»
que presenta un paciente aquejado de TEPT va más allá del
miedo que pueda suscitar una amenaza externa y tiene un origen más
profundo basado en la sensación de que carece de todo control sobre
lo que le ocurre, tanto corporal como emocionalmente. Esto es algo
muy comprensible, dado que el TEPT hipersensibiliza la amígdala y
rebaja el umbral de activación del secuestro emocional.
La
medicación también contribuye a que el sujeto recupere la sensación
de que no se halla a merced de la alarma emocional que le embarga en
forma de ansiedad, insomnio o pesadillas. Los especialistas aguardan
el día en que se descubra una medicación específica que normalice
los efectos del TEPT sobre la amígdala y los
neurotransmisores implicados. Por el momento, sin embargo, sólo
contamos con algunos fármacos que compensan parcialmente estos
desequilibrios, y que suelen ser sustancias que actúan sobre la
serotonina y los fi—inhibidores (como, por ejemplo el propranolol),
que bloquean la activación del sistema nervioso simpático. Los
pacientes también pueden recibir un adiestramiento especial en algún
tipo de relajación que les permita aliviar su irritabilidad y su
nerviosismo. La calma fisiológica constituye la clave para que los
circuitos emocionales implicados descubran de nuevo que la vida no
supone una amenaza constante y restituyan así al paciente la
sensación de seguridad de que gozaba antes de experimentar el
trauma.
El
segundo paso del camino que conduce a la curación tiene que ver con
la narración y reconstrucción de la historia traumática al abrigo de
la seguridad recientemente recobrada, una sensación que permite que
el circuito emocional reencuadre los recuerdos traumáticos y sus
posibles detonantes y reaccione de un modo más realista ante ellos.
Cuando el paciente ya es capaz de relatar los terribles pormenores
del incidente se produce una auténtica transformación, tanto en lo
que atañe al contenido emocional de los recuerdos como a sus efectos
sobre el cerebro emocional. El ritmo de esta rememoración verbal es
un factor sumamente delicado y parece reflejar el ritmo natural de
recuperación del trauma de quienes no llegan a experimentar el
TEPT.
En
estos casos parece existir una especie de reloj interno que
«alterna» —a lo largo de días o incluso de meses— períodos de
recuerdo del incidente con otros en los que el sujeto no parece
recordar nada, permitiendo así una dosificación que favorece la
asimilación gradual del incidente perturbador. Esta alternancia
entre el recuerdo y el olvido parece fomentar tanto la integración
espontánea del trauma como el reaprendizaje de una nueva respuesta
emocional. No obstante, según Herman, en aquellas personas cuyo
TEPT se muestra más refractario al tratamiento, el mismo hecho
de narrar su historia puede suscitar la aparición de temores
incontrolables, en cuyo caso el terapeuta debería disminuir el
ritmo, tratando de mantener las reacciones del paciente dentro de
unos límites soportables que no interrumpieran el proceso de
reaprendizaje.
El
terapeuta debe alentar al paciente a relatar los sucesos traumáticos
tan minuciosamente como le sea posible, como si estuviera contando
una película de terror, deteniéndose en cada detalle sórdido, lo
cual no sólo incluye todos los pormenores visuales, auditivos,
olfativos y táctiles, sino también las reacciones —miedo, rechazo,
náusea— que le produjeron estas sensaciones. El objetivo que se
persigue en esta fase consiste en llegar a traducir verbalmente
todas sus vivencias del acontecimiento, lo cual contribuye a la
reintegración de recuerdos que pudieran estar disociados y
desgajados de la memoria consciente para poder recomponer así la
escena con todo lujo de detalles. Esta tentativa verbalizadora
cumple con la función de poner a todos los recuerdos bajo el control
del neocórtex para que así las reacciones suscitadas puedan
comprenderse y dirigirse mejor. En este punto del proceso de
recuperación, el reaprendizaje emocional se logra en buena medida
gracias a la vivida rememoración de los sucesos traumáticos y de las
emociones que éstos suscitaron pero, en esta ocasión, en el contexto
seguro de la consulta de un terapeuta responsable. Este abordaje
terapéutico permite que el sujeto experimente directamente que el
recuerdo del incidente traumático no tiene por qué ir acompañado de
un pánico incontrolable, sino que puede ser revivido con total
seguridad.
En el
caso del niño de cinco años que fue testigo del espeluznante
asesinato de su madre, el dibujo del personaje con los ojos
desorbitadamente abiertos realizado en la consulta de Spencer Eth,
fue el último que hizo. A partir de entonces, él y su terapeuta se
implicaron en diferentes juegos que les permitieron establecer un
vínculo profundo y armónico. Poco a poco, el niño comenzó a relatar
la historia del asesinato, primero de un modo muy estereotipado,
repitiendo una y otra vez los mismos detalles pero, con el paso del
tiempo, sus palabras fueron haciéndose cada vez más flexibles y
fluidas, su cuerpo se fue relajando y, paralelamente, las pesadillas
también fueron desapareciendo, indicadores, todos ellos, en opinión
de Eth, de un cierto «control del trauma».
Paulatinamente, el tema de las entrevistas fue cambiando y
centrándose cada vez menos en los miedos relacionados con el trauma
y enfocándose en lo que ocurría en los acontecimientos cotidianos
del niño, quien estaba tratando de recuperar paulatinamente el ritmo
normal de su vida en su nuevo hogar con su padre. Una vez liberado
del trauma, el niño fue finalmente capaz de centrarse en su vida
cotidiana.
Herman
sostiene, asimismo, que los pacientes deben atravesar un período de
duelo por las pérdidas que el trauma haya podido ocasionarles, ya se
trate de una herida, de la muerte de un ser amado, de la ruptura de
una relación, del arrepentimiento que les ocasiona algún paso que no
debieran haber dado o simplemente de la crisis que suscita la
pérdida de confianza en el prójimo. En este sentido, las quejas que
acompañan a la rememoración verbal de los acontecimientos
traumáticos constituyen un claro indicador de la capacidad del
paciente para superar el trauma, porque ello significa que, en vez
de estar continuamente asediado por los acontecimientos del pasado,
puede comenzar a mirar hacia el futuro y albergar cierta esperanza
de que es posible reconstruir su vida libre del yugo del trauma. Es,
pues, como sí por fin se pudiera erradicar la reactivación del
terror traumático por parte del circuito emocional. El sonido de una
sirena no tiene por qué desencadenar un ataque de pánico y los
ruidos nocturnos no deben ir necesariamente acompañados de una
reacción de terror.
Ciertamente, los efectos posteriores y las recurrencias ocasionales
de los síntomas persisten —dice Herman— pero hay signos inequívocos
de que el trauma ya ha sido notoriamente superado.
Entre
éstos cabe destacar la reducción de los síntomas fisiológicos hasta
un nivel soportable y la capacidad de afrontar los sentimientos
asociados al recuerdo del trauma. Especialmente significativo
resulta el hecho de que los recuerdos traumáticos dejan de irrumpir
de manera descontrolada, que el sujeto es capaz de recordarlos a
voluntad, como si se tratara de recuerdos normales y, lo que es
quizá más importante, que puede dejar de pensar en ellos. Todo esto
implica, finalmente, la reanudación de una nueva vida en la que
puedan establecerse profundas relaciones basadas en la confianza y
en un sistema de creencias que encuentre sentido incluso a un mundo
en el que caben este tipo de injusticias. Todos éstos son, a fin de
cuentas, indicadores del éxito de cualquier proceso de reeducación
del cerebro emocional.
LA
PSICOTERAPIA COMO REAPRENDIZAJE EMOCIONAL
Afortunadamente, las tragedias que quedan grabadas a fuego son
relativamente escasas en la vida de la mayoría de la gente. Sin
embargo, a pesar de ello, el mismo circuito emocional que tan
profundamente inscribe los recuerdos traumáticos, también permanece
activo en los momentos menos dramáticos. Los problemas más comunes
de la infancia —como, por ejemplo, sentirse crónicamente ignorado y
falto de atención o afecto, el abandono, la pérdida o el rechazo
social— tal vez no lleguen a alcanzar dimensiones tan traumáticas,
pero también dejan su impronta en el cerebro emocional, ocasionando
distorsiones —y también lágrimas y arrebatos de cólera— en las
relaciones que el sujeto establecerá durante el resto de su vida.
Pero si el TEPT puede curarse, también pueden serlo las
cicatrices emocionales que muchos de nosotros llevamos profundamente
grabadas. Esa es, precisamente, la tarea de la psicoterapia y, en
términos generales, puede afirmarse que una de las principales
contribuciones de la inteligencia emocional consiste en aprender a
relacionamos de manera más inteligente con nuestro lastre
emocional.
La
dinámica existente entre la amígdala y el mejor informado córtex
prefrontal nos proporciona un modelo neuroanatómico del modo en que
la psicoterapia puede ayudamos a superar este tipo de profundas y
nocivas pautas emocionales. Como propone Joseph LeDoux, el
investigador del sistema nervioso que descubrió el papel que
desempeña la amígdala como desencadenante de los arrebatos
emocionales: «una vez que el sistema emocional aprende algo,
parece que jamás podrá olvidarlo, pero la psicoterapia nos ayuda a
revertir esa situación porque, gracias a ella, el neocórtex puede
aprender a inhibir el funcionamiento de la amígdala. De este
modo, el sujeto puede superar la tendencia a reaccionar de manera
automática, aunque las emociones básicas provocadas por la situación
sigan persistiendo de manera subyacente».
Así
pues, aun después de un proceso de reaprendizaje emocional —o
incluso después de una psicoterapia eficaz— siempre queda el
vestigio de la reacción, del temor o de la susceptibilidad original.
El córtex prefrontal puede moderar o refrenar el impulso a
desbordarse de la amígdala, pero no puede eliminar completamente su
respuesta automática. No obstante, aunque no podamos decidir cuando
seremos víctimas de un arrebato emocional, sí que podemos ejercer
cierto control sobre cuanto tiempo durará. La pronta recuperación
del equilibrio tras un estallido de este tipo bien podría ser un
índice de madurez emocional.
Los
principales cambios que tienen lugar durante el proceso de la
terapia afectan a las respuestas que el sujeto da a sus reacciones
emocionales. Pero no es posible eliminar completamente la tendencia
a que se produzca la reacción. La prueba de ello nos la proporciona
una serie de investigaciones psicoterapéuticas llevadas a cabo por
Lester Luborsky y sus colegas de la Universidad de Pennsylvania, que
comenzaron llevándoles a identificar los principales problemas de
relación que conducen al sujeto a buscar ayuda psicoterapéutica: el
deseo de ser aceptados, la necesidad de intimidad, el miedo al
fracaso o la franca dependencia. A continuación, los investigadores
analizaron minuciosamente las respuestas típicas (siempre
autoderrotistas) que los pacientes daban a los temores y deseos que
suscitaban sus relaciones, como ser demasiado exigentes (lo
que repercutía negativamente suscitando el rechazo o la indiferencia
de los demás); o el repliegue a una actitud autodefensiva
ante un supuesto desaire (lo que dejaba a la otra persona molesta
por el aparente rechazo).
En
este tipo de encuentros, condenados de antemano al fracaso, los
pacientes se sienten comprensiblemente desbordados por todo tipo de
sentimientos frustrantes (como la desesperación, la tristeza, el
resentimiento, el rechazo, la tensión. el miedo, la culpa,
etcétera), e independientemente de cuál fuera la pauta concreta
manifestada por un determinado paciente, ésta parecía reproducirse
en todas sus relaciones importantes (ya fuera con la esposa, la
amante, los hijos, los padres, los jefes o los subordinados).
Sin
embargo, en el curso de una terapia a largo plazo, estos pacientes
deben afrontar dos tipos de cambios. Por una parte, sus reacciones
emocionales ante los acontecimientos que las suscitan se hacen menos
acuciantes, y hasta podríamos decir que se vuelven más sosegadas, y,
por la otra, su conducta comienza a ser más eficaz a la hora de
obtener lo que realmente desean. Lo que no cambia, en modo alguno,
es el miedo o el deseo subyacente y la punzada inicial de la
emoción. Los investigadores descubrieron también que, en el caso de
los pacientes que sólo habían asistido a unas pocas sesiones de
psicoterapia, las entrevistas mostraban la mitad de las reacciones
emocionales negativas que presentaban al comienzo de la terapia y.
en cambio, eran doblemente proclives, a obtener la respuesta
positiva que tanto anhelaban de la otra persona. Pero recordemos
también que lo que no cambiaba era la especial susceptibilidad
subyacente a sus necesidades.