—¿Por
qué quitas la mano del mando? ¿No ves que si lo haces no podrás
reaccionar? ¡Ponla de nuevo en su sitio!
—Muy
bien. ¡Ahora muévela sólo un poquito! —seguía gritando mientras
tanto Ann.
Pero
Leslie ya estaba sollozando otra vez, a solas con su angustia.
En
momentos así los niños aprenden lecciones muy profundas. Una de las
conclusiones que Leslie debió de extraer de aquella dolorosa
experiencia fue que sus padres no tenían en cuenta sus sentimientos.
Este tipo de situaciones, reiteradas continuamente durante toda la
infancia, constituye un verdadero aprendizaje emocional cuyas
lecciones pueden llegar a determinar el curso de toda una vida.
La vida familiar es la primera escuela de aprendizaje emocional;
es el crisol doméstico en el que aprendemos a sentimos a nosotros
mismos y en donde aprendemos la forma en que los demás reaccionan
ante nuestros sentimientos; ahí es también donde aprendemos a pensar
en nuestros sentimientos, en nuestras posibilidades de respuesta y
en la forma de interpretar y expresar nuestras esperanzas y nuestros
temores.
Este
aprendizaje emocional no sólo opera a través de lo que los padres
dicen y hacen directamente a sus hijos, sino que también se
manifiesta en los modelos que les ofrecen para manejar sus propios
sentimientos y en todo lo que ocurre entre marido y mujer. En este
sentido, hay padres que son auténticos maestros mientras que otros,
por el contrario, son verdaderos desastres.
Hay
cientos de estudios que demuestran que la forma en que los padres
tratan a sus hijos —ya sea la disciplina más estricta, la
comprensión más empática, la indiferencia, la cordialidad, etcétera—
tiene consecuencias muy profundas y duraderas sobre la vida
emocional del niño, pero, a pesar de ello, sólo hace muy poco tiempo
que disponemos de pruebas experimentales incuestionables de que el
hecho de tener padres emocionalmente inteligentes supone una enorme
ventaja para el niño. Además de esto, la forma en que una pareja
maneja sus propios sentimientos constituye también una verdadera
enseñanza, porque los niños son muy permeables y captan
perfectamente hasta los más sutiles intercambios emocionales entre
los miembros de la familia. Cuando el equipo de investigadores
dirigidos por Carole Hooven y John Gottman, de la Universidad de
Washington, llevó a cabo un microanálisis de la forma en que los
padres manejan las interacciones con sus hijos, descubrieron que las
parejas emocionalmente más maduras eran también las más competentes
para ayudarles a hacer frente a sus altibajos emocionales
En esa
investigación se visitaba a las familias cuando uno de sus hijos
tenía cinco años de edad y cuando éste alcanzaba los nueve años.
Además de observar la forma en que los padres hablaban entre sí, el
equipo de investigadores también se dedicó a investigar la forma en
que las familias que participaron en el estudio (entre las cuales se
hallaba la familia de Leslie) enseñaban a sus hijos a jugar a un
nuevo videojuego, una interacción aparentemente inocua pero
sumamente reveladora del trasiego emocional entre padres e hijos.
Algunos padres eran como Ann y Carl (autoritarios, impacientes con
la inexperiencia de sus hijos y demasiado propensos a elevar el tono
de voz ante el menor contratiempo), otras descalificaban rápidamente
a sus hijos tildándolos de «estúpidos», convirtiéndoles así en
víctimas propiciatorias de la misma tendencia a la irritación e
indiferencia que consumía sus matrimonios. Otras, por el contrario,
eran pacientes con las equivocaciones de sus hijos y les dejaban
jugar a su aire en lugar de imponerles su propia voluntad. De esta
manera, la sesión de videojuego se convirtió en un sorprendente
termómetro del estilo emocional de los padres.
El
estudio demostró que los tres estilos de parentaje emocionalmente
más inadecuados eran los siguientes:
•Ignorar
completamente los sentimientos de sus hijos. Este tipo de
padres considera que los problemas emocionales de sus hijos son algo
trivial o molesto, algo que no merece la atención y que hay que
esperar a que pase. Son padres que desaprovechan la oportunidad que
proporcionan las dificultades emocionales para aproximarse a sus
hijos y que ignoran también la forma de enseñarles las lecciones
fundamentales que pueden aumentar su competencia emocional.
•El
estilo laissez-faire. Estos padres se
dan cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero son de la opinión
de que cualquier forma de manejar los problemas emocionales es
adecuada, incluyendo, por ejemplo, pegarles. Por esto, al igual que
ocurre con quienes ignoran los sentimientos de sus hijos, estos
padres rara vez intervienen para brindarles una respuesta emocional
alternativa. Todos sus intentos se reducen a que su hijo deje de
estar triste o enfadado, recurriendo para ello incluso al engaño y
al soborno.
•Menospreciar
y no respetar los sentimientos del niño. Este tipo de padres
suelen ser muy desaprobadores y muy duros, tanto en sus críticas
como en sus castigos. En este sentido pueden, por ejemplo, llegar a
prohibir cualquier manifestación de enojo por parte del niño y ser
sumamente severos ante el menor signo de irritabilidad. Éstos son
los padres que gritan «¡no me contestes!» al niño que está tratando
de explicar su versión de la historia.
Pero,
finalmente, también hay padres que aprovechan los problemas
emocionales de sus hijos como una oportunidad para desempeñar la
función de preceptores o mentores emocionales. Son padres que se
toman lo suficientemente en serio los sentimientos de sus hijos como
para tratar de comprender exactamente lo que les ha disgustado («
¿estás enfadado porque Tommy ha herido tus sentimientos?»), y les
ayudan a buscar formas alternativas positivas de apaciguarse («¿por
qué, en vez de pegarle, no juegas un rato a solas hasta que puedas
volver a jugar con él?»).
Pero,
para que los padres puedan ser preceptores adecuados, deben tener
una mínima comprensión de los rudimentos de la inteligencia
emocional. Si tenemos en cuenta que una de las lecciones
emocionales fundamentales es la de aprender a diferenciar entre
los sentimientos, no nos resultará difícil entender que un padre que
se halle completamente desconectado de su propia tristeza mal podrá
ayudar a su hijo a comprender la diferencia que existe entre el
desconsuelo que acompaña a una pérdida, la pena que nos produce una
película triste y el sufrimiento que nos embarga cuando algo malo le
ocurre a una persona cercana. Más allá de esta distinción hay otras
comprensiones más sutiles como, por ejemplo, la de que el enfado
suele ser una respuesta que surge de algún sentimiento herido.
En la
medida en que un niño asimila las lecciones emocionales concretas
que está en condiciones de aprender —y, por cierto, que también
necesita—sufre una transformación. Como hemos visto en el capítulo
7, el aprendizaje de la empatía comienza en la temprana infancia y
requiere que los padres presten atención a los sentimientos de su
bebé. Aunque algunas de las habilidades emocionales terminen de
establecerse en las relaciones con los amigos, los padres
emocionalmente diestros pueden hacer mucho para que sus hijos
asimilen los elementos fundamentales de la inteligencia emocional:
aprender a reconocer, canalizar y dominar sus propios
sentimientos y empatizar y manejar los sentimientos que aparecen en
sus relaciones con los demás.
El
impacto en los hijos de los progenitores emocionalmente competentes
es ciertamente extraordinario. El equipo de la Universidad de
Washington que antes mencionamos descubrió que los hijos de padres
emocionalmente diestros —comparados con los hijos de aquéllos otros
que tienen un pobre manejo de sus sentimientos— se relacionan mejor,
experimentan menos tensiones en la relación con sus padres y también
se muestran más afectivos con ellos. Pero, además, estos niños
también canalizan mejor sus emociones, saben calmarse más
adecuadamente a sí mismos y sufren menos altibajos emocionales que
los demás.
Son
niños que también están biológicamente más relajados, ya que
presentan una tasa menor en sangre de hormonas relacionadas con el
estrés y otros indicadores fisiológicos del nivel de activación
emocional (una pauta que, como ya hemos visto en el capitulo 11 , en
el caso de sostenerse a lo largo de la vida, proporciona una mejor
salud física). Otras de las ventajas de este tipo de progenitores
son de tipo social, ya que estos niños son más populares, son más
queridos por sus compañeros y sus maestros suelen considerarles como
socialmente más dotados. Sus padres y profesores también suelen
decir que tienen menos problemas de conducta (como, por ejemplo la
rudeza o la agresividad). Finalmente, también existen beneficios
cognitivos, porque estos niños son más atentos y suelen tener un
mejor rendimiento escolar. A igualdad de CI, las puntuaciones en
matemáticas y lenguaje al alcanzar el tercer curso de los hijos de
padres que habían sido buenos preceptores emocionales, eran más
elevadas (un poderoso argumento que parece confirmar la hipótesis de
que el aprendizaje de las habilidades emocionales enseña también a
vivir). Así pues, las ventajas de disponer de unos padres
emocionalmente competentes son extraordinarias en lo que respecta a
la totalidad del espectro de la inteligencia emocional.., y también
más allá de él.
UNA VENTAJA
EMOCIONAL
El
aprendizaje de las habilidades emocionales comienza en la misma
cuna. El doctor Berry Brazelton, eminente pediatra de Harvard, ha
diseñado un test muy sencillo para diagnosticar la actitud básica
del bebé hacia la vida. El test consiste en ofrecer dos bloques a un
bebé de ocho meses de edad y mostrarle a continuación la forma de
unirlos. Según Brazelton, un bebé que tiene una actitud positiva
hacia la vida y que tiene confianza en sus propias capacidades,
cogerá un bloque, se lo meterá en la boca, lo frotará en su cabeza y
finalmente lo arrojará al suelo esperando que alguien lo recoja.
Luego completará la tarea requerida, unir los dos bloques.
Después le mirará a usted con unos ojos muy abiertos y expectantes
que parecen querer decir: «¡dime lo grande que soy!»
Estos
bebés han conseguido de sus padres la necesaria dosis de aprobación
y aliento, son niños que confían en superar los pequeños retos que
les presenta la vida. En cambio, los bebés que proceden de hogares
demasiado fríos, caóticos o descuidados afrontan la misma tarea con
una actitud que ya anuncia su expectativa de fracaso. No es que
estos bebés no sepan unir los dos bloques, porque lo cierto es que
comprenden las instrucciones y tienen la suficiente coordinación
como para hacerlo. Pero, según Brazelton, aun en el caso de que lo
hagan, su actitud es «desgraciada», una actitud que parece decir:
«yo no soy bueno. Mira, he fracasado». Es muy probable que este tipo
de niños desarrolle una actitud derrotista ante la vida, sin esperar
el aliento ni el interés de sus maestros, sin disfrutar de la
escuela y llegando incluso a abandonarla.
Las
diferencias entre ambos tipos de actitudes —la de los niños
confiados y optimistas frente a la de aquéllos otros que esperan el
fracaso— comienzan a formarse en los primeros años de vida. Los
padres, dice Brazelton, «deben comprender que sus acciones
generan la confianza, la curiosidad, el placer de aprender y el
conocimiento de los límites» que ayudan a los niños a
triunfar en la vida, una afirmación avalada por la evidencia
creciente de que el éxito escolar depende de multitud de factores
emocionales que se configuran antes incluso de que el niño inicie el
proceso de escolarización. Como ya hemos visto en el capítulo 6, la
capacidad de los niños de cuatro años de edad para dominar el
impulso de apoderarse de una golosina predijo —catorce años más
tarde— una ventajosa diferencia de 210 puntos en las puntuaciones
SAT.
Durante esos tempranos años es cuando se asientan los rudimentos de
la inteligencia emocional, aunque éstos sigan modelándose durante el
período escolar. Y estas capacidades, como hemos visto en el
capítulo 6, son el fundamento esencial de todo aprendizaje. Un
informe del National Center for Clinical Infant Programs afirma que
el éxito escolar no tiene tanto que ver con las acciones del niño o
con el desarrollo precoz de su capacidad lectora como con factores
emocionales o sociales (por ejemplo, estar seguro e interesado por
uno mismo, saber qué clase de conducta se espera de él, cómo
refrenar el impulso a portarse mal y expresar sus necesidades
manteniendo una buena relación con sus compañeros). Según este mismo
informe, la mayor parte de los alumnos que presentan un bajo
rendimiento escolar carecen de uno o varios de los rudimentos
esenciales de la inteligencia emocional, sin contar con la muy
probable presencia de dificultades cognitivas que obstaculizan su
aprendizaje, un problema que no deberíamos dejar de lado porque, en
algunos estados, uno de cada cinco niños tiene que repetir el primer
curso y, a medida que va rezagándose, cada vez se encuentra más
desanimado, resentido y traumatizado.
El
rendimiento escolar del niño depende del más fundamental de todos
los conocimientos, aprender a aprender. Veamos ahora los siete
ingredientes clave de esta capacidad fundamental (por cieno, todos
ellos relacionados con la inteligencia emocional) enumerados por el
mencionado informe:
1.
Confianza. La sensación de controlar y dominar el propio cuerpo,
la propia conducta y el propio mundo. La sensación de que tiene
muchas posibilidades de éxito en lo que emprenda y que los adultos
pueden ayudarle en esa tarea.
2.
Curiosidad. La sensación de que el hecho de descubrir algo es
positivo y placentero.
3.
Intencionalidad. El deseo y la capacidad de lograr algo y de
actuar en consecuencia. Esta habilidad está ligada a la sensación y
a la capacidad de sentirse competente, de ser eficaz.
4.
Autocontrol. La capacidad de modular y controlar las propias
acciones en una forma apropiada a su edad; la sensación de control
interno.
5.
Relación. La capacidad de relacionarse con los demás, una
capacidad que se basa en el hecho de comprenderles y de ser
comprendido por ellos.
6.
Capacidad de comunicar. El deseo y la capacidad de intercambiar
verbalmente ideas, sentimientos y conceptos con los demás. Esta
capacidad exige la confianza en los demás (incluyendo a los adultos)
y el placer de relacionarse con ellos.
7.
Cooperación. La capacidad de armonizar las propias necesidades
con las de los demás en las actividades grupales.
El
hecho de que un niño comience el primer día de guardería con estas
capacidades ya aprendidas depende mucho de los cuidados que haya
recibido de sus padres —y de todos aquellos que, de un modo u otro,
hayan actuado a modo de preceptores— proporcionándole así una
importante ventaja de partida en el desarrollo de la vida emocional.
LA
ASIMILACIÓN DE LOS FUNDAMENTOS DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL
Supongamos que un bebé de dos meses de edad se despierta a las tres
de la madrugada y empieza a llorar, Imaginemos también que viene su
madre y que, durante la media hora siguiente, el bebé se alimenta
felizmente en sus brazos mientras ésta le mira con afecto,
mostrándole lo contenta que está de verle aun en medio de la noche.
Luego el bebé, satisfecho con el amor de su madre, vuelve a
dormirse.
Supongamos ahora que otro bebé, también de dos meses de edad, se
despierta llorando a media noche pero que, en este caso recibe la
visita de una madre tensa e irritada, una madre que acababa de
conciliar difícilmente el sueño tras una pelea con su marido. En el
mismo momento en que la madre le coge bruscamente y le dice
«¡Cállate! ¡No puedo perder el tiempo contigo! ¡Acabemos cuanto
antes!», el bebé comienza a tensarse. Luego, mientras está mamando,
su madre le mira con indiferencia sin prestarle la menor atención y,
a medida que recuerda la pelea que acaba de tener con su esposo, va
inquietándose cada vez más. El bebé, sintiendo su tensión, se
contrae y deja de mamar. « ¿Eso era todo lo que querías? —pregunta
entonces su madre, arisca— Pues se acabó!» Y, con la misma
brusquedad con la que le cogió, le deposita nuevamente en su cuna y
se aleja de él, dejándole llorar hasta que finalmente, exhausto,
termina durmiéndose.
El
informe del National Center for Clinical Infant Programs nos
presenta estas dos escenas como ejemplos de dos tipos de interacción
que, cuando se repiten una y otra vez, terminan inculcando en el
bebé sentimientos muy diferentes sobre si mismo y sobre las personas
que le rodean. En el primer caso, el bebé aprende que las personas
perciben sus necesidades, las tienen en cuenta e incluso pueden
ayudarle a satisfacerlas, mientras que en el segundo, por el
contrario, el bebé aprende que nadie cuida realmente de él, que no
puede contar con los demás y que todos sus esfuerzos terminarán
fracasando. Obviamente, a lo largo de su vida todos los bebés pasan
por ambos tipos de situaciones, pero lo cierto es que el predominio
de uno u otro varía según los casos. Es así como los padres
imparten, de manera consciente o inconsciente, unas lecciones
emocionales importantísimas que activan su sensación de seguridad,
su sensación de eficacia y su grado de dependencia (un punto al que
Erik Erikson denomina «confianza básica» o «desconfianza básica»).
Este
aprendizaje emocional se inicia en los primeros momentos de la vida
y prosigue a lo largo de toda la infancia. Todos los intercambios
que tienen lugar entre padres e hijos acontecen en un contexto
emocional y la reiteración de este tipo de mensajes a lo largo de
los años acaba determinando el meollo de la actitud y de las
capacidades emocionales del niño. Es muy distinto el mensaje que
recibe una niña si su madre se muestra claramente interesada cuando
le pide que le ayude a resolver un rompecabezas difícil que si
recibe un escueto «¡No me molestes! ¡Tengo cosas más importantes que
hacer!». Para mejor o para peor, este tipo de intercambios entre
padres e hijos son los que terminan modelando las esperanzas
emocionales del niño sobre el mundo de las relaciones en particular,
y su funcionamiento en todos los dominios de la vida, en general.
Los
peligros son todavía mayores para los hijos de padres
manifiestamente incompetentes (inmaduros, drogadictos, deprimidos,
crónicamente enojados o simplemente sin objetivos vitales y viviendo
caóticamente). Es mucho menos probable que este tipo de padres cuide
adecuadamente de sus hijos y establezca contacto con las necesidades
emocionales de sus bebés. Según muestran los estudios realizados en
este sentido, el descuido puede ser más perjudicial que el abuso. Y
una investigación realizada con niños maltratados descubrió que
éstos lo hacen todo peor (son los más ansiosos, despistados y
apáticos —mostrándose alternativamente agresivos y desinteresados— y
el porcentaje de repetición del primer curso entre ellos fue del
65%).
Durante los tres o cuatro primeros años de vida, el cerebro de los
bebés crece hasta los dos tercios de su tamaño maduro y su
complejidad se desarrolla a un ritmo que jamás volverá a repetirse.
En este período clave, el aprendizaje, especialmente el aprendizaje
emocional, tiene lugar más rápidamente que nunca. Es por ello por lo
que las lesiones graves que se produzcan durante este período pueden
terminar dañando los centros de aprendizaje del cerebro (y, de ese
modo, afectar al intelecto). Y aunque, como luego veremos, esto
puede remediarse en parte por las experiencias vitales posteriores,
el impacto de este aprendizaje temprano es muy profundo. Como resume
una investigación realizada a este respecto, las consecuencias de
las lecciones emocionales aprendidas durante los primeros cuatro
años de vida son extraordinariamente importantes:
A
igualdad de otras circunstancias, un niño que no puede centrar su
atención, un niño suspicaz en lugar de confiado, un niño triste o
enojado en lugar de optimista, destructivo en lugar de respetuoso,
un niño que se siente desbordado por la ansiedad, preocupado por
fantasías aterradoras e infeliz consigo mismo, tiene muy pocas
posibilidades de aprovechar las oportunidades que le ofrezca el
mundo.
COMO CRIAR A
UN NIÑO AGRESIVO
Los
estudios a término lejano tienen mucho que enseñarnos sobre los
efectos a largo plazo de unos progenitores emocionalmente
inadecuados (especialmente en lo que respecta al papel que
desempeñan en la crianza de niños agresivos). Uno de estos estudios,
llevado a cabo en el área rural de Nueva York, realizó un
seguimiento de 870 niños desde los ocho hasta los treinta años de
edad.’ El estudio demostró que cuanto más agresivos son los niños
—cuanto más dispuestos a entablar peleas y a recurrir a la fuerza
para conseguir lo que desean—, más probable es que terminen
expulsados de la escuela y que, a los treinta años de edad, tengan
un largo historial de delincuencia. Y estos padres también parecen
transmitir a sus hijos la misma predisposición a la violencia, ya
que éstos se mostraron tan pendencieros en la escuela como lo habían
sido aquéllos.
Veamos
ahora la forma en que la agresividad se transmite de generación en
generación. Dejando de lado las posibles tendencias heredadas, el
hecho es que, cuando estos niños agresivos alcanzan la edad adulta,
terminan convirtiendo la vida familiar en una escuela de violencia.
Cuando eran niños sufrieron los castigos arbitrarios e implacables
de sus padres, y al ser padres repitieron el mismo esquema que
habían aprendido en su infancia. Y esto es igualmente aplicable
tanto en el caso de que el agresivo sea el padre como en el de que
lo sea la madre. Las niñas agresivas llegaron a transformarse en
madres tan autoritarias y crueles como ocurría en el caso de los
varones. Las madres, en este sentido, castigaban a sus hijos con
especial saña, mientras que ellos se despreocupaban de sus hijos y
pasaban la mayor parte del tiempo ignorándolos. Al mismo tiempo,
estos padres ofrecían a sus hijos un ejemplo vívido de agresividad,
un modelo que el niño llevaba consigo a la escuela y al patio de
recreo y que ya no abandonaba durante el resto de su vida. Con ello
no estamos diciendo que estos padres sean necesariamente malvados,
ni tampoco que no deseen lo mejor para sus hijos, sino simplemente
que no hacen más que repetir el mismo trato que han recibido de sus
propios padres.
Según
este modelo, se castiga a los niños de manera arbitraria porque, si
sus padres están de mal humor, les castigan severamente pero si, por
el contrario, están de buen humor, pueden escapar al castigo en
medio del caos. El castigo, pues, en este caso, no parece depender
tanto de lo que hace el niño como del estado de ánimo de sus padres,
una pauta perfecta para desarrollar el sentimiento de inutilidad e
impotencia, puesto que la amenaza puede presentarse en cualquier
momento y en cualquier lugar.
Considerar la actitud de estos niños agresivos como el producto de
la vida familiar tiene un cierto sentido, aunque lamentablemente no
resulta nada fácil de modificar. Lo que resulta más descorazonador
es lo temprano que pueden aprenderse estas lecciones y el elevado
coste que comportan para la vida emocional del niño.
LA
VIOLENCIA: LA EXTINCIÓN DE LA EMPATÍA
En
medio del desordenado juego de la guardería, Martin, de dos años y
medio de edad, empujó a una niña que entonces rompió a llorar.
Martin trató de coger su mano, pero cuando la sollozante niña se
negó a dársela, la golpeó en el brazo.
Luego,
mientras la niña seguía sollozando, Martin apartó la mirada
gritando: « ¡Deja de llorar! ¡Deja de llorar!» en un tono de voz
cada vez más alto e irritado. Martin trató entonces nuevamente de
golpearla pero, cuando ella le esquivó, le mostró amenazadoramente
los dientes, como hacen los perros cuando gruñen. Luego Martin
palmeó la espalda de la niña, pero los golpecitos se convirtieron
rápidamente en puñetazos mientras la niña seguía gritando.
Esta
inquietante forma de relación demuestra que los malos tratos asiduos
hacia el niño en función del estado de ánimo del padre, terminan
pervirtiendo su tendencia natural a la empatía. La agresiva y brutal
respuesta de Martin ante el malestar de su compañera de juegos es
típica de aquellos niños que, como él, han sido víctimas de la
violencia desde su infancia. Esta respuesta contrasta rotundamente
con las súplicas y los intentos habitualmente empáticos (de los que
hemos hablado en el capitulo 7) que despliegan los niños en su
intento de consolar a un compañero que está sollozando. La violenta
respuesta de Martin refleja las lecciones que ha aprendido en su
hogar sobre las lágrimas y el sufrimiento: el llanto suele comenzar
siendo recibido con un gesto autoritariamente consolador pero, en el
caso de que no cese, la progresión va en aumento y pasa por las
miradas y los gritos de desaprobación hasta llegar a los puñetazos.
Y tal vez lo más inquietante de todo es que, a su edad, Martin ya
parecía carecer de la más elemental de las formas que asume la
empatía, la tendencia a dejar de agredir a alguien que se encuentra
herido, y que, a los dos años y medio de edad, ya mostraba los
impulsos morales propios de un sádico cruel.
La
mezquindad y la falta de empatía de Martin es típica de aquellos
niños que, como él, han sido víctimas a esa tierna edad, de los
malos tratos físicos y emocionales. Martin fue uno de los nueve
niños de uno a tres años maltratados que fueron comparados con otros
nueve niños de la guardería procedentes de hogares igualmente
empobrecidos y tensos, pero que no habían sufrido malos tratos
físicos. Las diferencias que mostraron ambos grupos en respuesta al
daño o al malestar de otro fueron muy notables.
Cinco
de los nueve niños que no fueron maltratados respondieron a
veintitrés incidentes de este tipo con preocupación, tristeza o
empatía, pero en los veintisiete casos en los que los niños
maltratados podrían haberlo hecho así, ninguno mostró la menor
preocupación y, en lugar de ello, respondieron con manifestaciones
de miedo, enojo o, como ocurrió en el caso de Martin, con una
agresión física directa.
Por
ejemplo, una de las niñas maltratadas, hizo un gesto francamente
amenazante a otra que estaba comenzando a llorar. Thomas, de un año
de edad, otro de los niños maltratados, quedó paralizado por el
terror en cuanto escuchó el llanto de otro niño y se sentó
completamente inmóvil, con el rostro contraído por el miedo y la
tensión, como si temiera que fueran a atacarle en cualquier momento.
La respuesta de Kate, otra de las niñas maltratadas de veintiocho
meses de edad, fue casi sádica: comenzó a meterse con Joey, un niño
más pequeño, le derribó a patadas y, cuando éste se encontraba
tumbado y mirándola tiernamente, comenzó a darle palmaditas en la
espalda que fueron transformándose en golpes más y más fuertes sin
tener en cuenta sus protestas. Luego le dio seis o siete puñetazos
más hasta que éste, arrastrándose, logró alejarse.
Estos
niños, obviamente, tratan a los demás tal y como ellos mismos han
sido tratados. Y la crueldad de los niños maltratados es simplemente
una versión extrema de lo que hemos entrevisto en los hijos de
padres críticos, amenazantes y violentos (niños que también suelen
permanecer indiferentes cuando un compañero llora o se encuentra
herido), de modo que se diría que los niños maltratados representan
el punto culminante de un continuo de crueldad. Como grupo, estos
niños suelen presentar problemas cognitivos en el aprendizaje, ser
agresivos e impopulares entre sus compañeros (poco debe
sorprendernos, pues, que la dureza con la que la familia trata al
niño antes de que éste ingrese en el mundo escolar sea un predictor
adecuado de cuál será su futuro), más proclives a la depresión y,
cuando adultos, más proclives a tener problemas con la ley y a
cometer más delitos violentos. A veces—por no decir casi siempre—
esta falta de empatía se transmite de generación en
generación, de modo tal que los hijos que fueron maltratados en su
infancia por sus propios padres terminan convirtiéndose en padres
que maltratan a sus hijos. Esto contrasta drásticamente con la
empatía que suelen presentar los hijos de aquellos padres que han
sido nutricios, padres que han alentado la preocupación de sus hijos
por los demás y que les han hecho comprender lo mal que se puede
encontrar otro niño. Y si los niños no reciben este tipo de
adiestramiento de la empatía en el seno de la familia, parece que no
pueden aprenderlo de otro modo.
Lo que
tal vez resulte más inquietante en este sentido es lo pronto que los
niños maltratados parecen aprender a comportarse como si fueran
versiones en miniatura de su propios padres.
Pero
esto no debería sorprendemos si tenemos en cuenta que estos niños
recibieron una dosis diaria de esta amarga medicina.
Recordemos que es precisamente en los momentos en que las pasiones
se disparan o en medio de una crisis cuando las tendencias mas
primitivas de los centros del cerebro límbico desempeñan un papel
más preponderante. En tales momentos, los hábitos que haya aprendido
el cerebro emocional serán, para mejor o para peor, los que
predominarán.