Podría
aducirse que este incremento se debe, en buena medida, no tanto al
declive de la inteligencia emocional como a la constante erosión de
las presiones sociales que antiguamente mantenían cohesionada a la
pareja (el estigma que suponía el divorcio o la dependencia
económica de muchas mujeres con respecto a sus maridos), aun estando
sometida a las condiciones más calamitosas. Pero el hecho es que, al
desaparecer las presiones sociales que mantenían la unión del
matrimonio, ésta sólo puede asentarse sobre la base de una relación
emocional estable entre los cónyuges.
En los
últimos años se ha llevado a cabo una serie de investigaciones que
se ha ocupado de analizar con una precisión desconocida hasta la
fecha los vínculos emocionales que mantienen los esposos y los
problemas que pueden llegar a separarlos. Es muy posible que el
avance más importante en la comprensión de los factores que
contribuyen a la unión o a la separación del matrimonio esté ligado
al uso de sutiles instrumentos fisiológicos que permiten rastrear
minuciosamente, instante tras instante, los intercambios emocionales
que tienen lugar en la interacción entre los miembros de la pareja.
Los científicos se hallan actualmente en condiciones de detectar las
más mínimas descargas de adrenalina de un marido —que, de otro modo,
pasarían inadvertidas—, las modificaciones de la tensión arterial y
de registrar, asimismo, las fugaces —aunque muy reveladoras—
microemociones que muestra el rostro de una esposa. Estos registros
fisiológicos demuestran la existencia de un subtexto biológico que
subyace a las dificultades por las que atraviesa una pareja, un
nivel crítico de realidad emocional que suele pasar inadvertido y
que, en consecuencia, se tiende a soslayarlo completamente. Estos
datos ponen de relieve, pues, las auténticas fuerzas emocionales que
contribuyen a mantener o a destruir una relación. Pero no debemos
olvidar, no obstante, que gran parte del fracaso de las relaciones
de pareja se asienta en las diferencias existentes entre los mundos
emocionales de los hombres y de las mujeres.
LOS
ANTECEDENTES INFANTILES DE DOS CONCEPCIONES DIFERENTES DEL
MATRIMONIO
No
hace mucho, estaba a punto de entrar en un restaurante cuando, de
repente, un joven, en cuyo rostro se dibujaba una rígida mueca de
disgusto, salió del local con paso airado. Tras él iba
desesperadamente una mujer —también joven— pisándole los talones y
golpeándole en la espalda al tiempo que le gritaba «¡Maldito!
¡Vuelve aquí y sé amable conmigo!» Esta conmovedora queja,
paradójicamente contradictoria, dirigida a una espalda en retirada,
ejemplifica un modelo muy extendido de relación conyugal en peligro,
según el cual la mujer demanda atención mientras el hombre se bate
en retirada. Los terapeutas matrimoniales han descubierto que, en el
mismo momento en que los miembros de la pareja se ponen de acuerdo
para acudir a la consulta, ya están atrapados en una pauta de
respuesta de compromiso-o-evitación, en la que el marido se queja de
las «irracionales» exigencias y ataques de su mujer mientras que
ella se lamenta de la indiferencia manifiesta de él ante sus
necesidades.
Este
desenlace refleja, de hecho, la existencia de dos realidades
emocionales distintas —la de la mujer y la del hombre—
en una misma relación de pareja. Y, si bien el origen de estas
diferencias emocionales responde parcialmente a razones biológicas,
también tiene que ver con la infancia y con los distintos mundos
emocionales en que crecen las niñas y los niños. Existe una amplia
investigación al respecto que pone de manifiesto que estas
diferencias no sólo se ven reforzadas por los distintos juegos
elegidos por las niñas y los niños sino también por el temor de unas
y otros a que se bromee a su costa por tener un «novio» o una
«novia». Un estudio sobre los compañeros elegidos por los niños
demostró que, a los tres años de edad, éstos tienen el mismo número
de amigos que de amigas, un porcentaje que va disminuyendo hasta
que, a los cinco años, sólo se tiene el 20% de amigos del otro sexo
contrario y que casi llega a anularse a la edad de siete años. A
partir de ese momento, los mundos de los niños y de las niñas
discurren de manera paralela hasta volver a confluir al llegar a la
edad de las primeras citas de la adolescencia.
Durante todo este periodo, las lecciones emocionales recibidas por
los niños y las niñas son muy diferentes. A excepción del enfado,
los padres hablan más de las emociones con sus hijas que con sus
hijos y es por esto por lo que las niñas disponen de más información
sobre el mundo emocional. Cuando los padres, por ejemplo, cuentan
cuentos a sus hijos pequeños, suelen utilizar palabras más cargadas
emocionalmente con las niñas que con los niños. Cuando, por su
parte, las madres juegan con sus hijos e hijas, expresan un espectro
más amplio de emociones en el caso de que lo hagan con las niñas y
son también más prolijas con ellas cuando describen un estado
emocional, si bien suelen ser, en cambio, más minuciosas a la hora
de describir a sus hijos varones las causas y las consecuencias de
emociones tales como el enojo (probablemente una forma de
admonición).
Leslie
Brody y Judith Hall, que han sintetizado los resultados de varias
investigaciones sobre las diferencias emocionales existentes entre
ambos sexos, afirman que la mayor prontitud con que las niñas
desarrollan las habilidades verbales las hace más diestras en la
articulación de sus sentimientos y más expertas en el empleo de las
palabras, lo cual les permite disponer de un elenco de recursos
verbales mucho más rico que puede sustituir a reacciones emocionales
tales como, por ejemplo, las peleas físicas. Según estas
investigadoras: «los chicos, que no suelen recibir ninguna
educación que les ayude a verbalizar sus afectos, suelen mostrar una
total inconsciencia con respecto a los estados emocionales, tanto
propios como ajenos»: A la edad de diez años, el porcentaje de
chicas y chicos que se muestran francamente agresivos y
predispuestos a la confrontación abierta cuando se enfadan es
aproximadamente el mismo.
Sin
embargo, a los trece años comienza a aparecer una marcada
diferenciación entre ambos sexos y las muchachas muestran entonces
una mayor habilidad que los chicos en el uso de tácticas agresivas
de carácter más sutil, como el rechazo, el chismorreo y la venganza
indirecta. A esta edad, la gran mayoría de los muchachos se limita a
seguir tratando de resolver sus discrepancias mediante las peleas,
ignorando otro tipo de estrategias más sutiles. Este es
sencillamente uno de los muchos motivos por los que los muchachos —y
más tarde los hombres— son menos diestros y que las muchachas para
moverse por los vericuetos de la vida emocional.
Las
chicas suelen organizar sus juegos en grupos reducidos y
cohesionados, poniendo un marcado interés en minimizar las
discrepancias y maximizar la cooperación, mientras que los chicos,
por su parte, tienden a organizarse en grupos más numerosos y a
incidir en los aspectos más competitivos. Veamos, por ejemplo, la
distinta respuesta que suelen tener unos y otras cuando el juego se
ve interrumpido porque alguno de los participantes se ha hecho daño.
Lo que se espera de un niño que se haya lesionado es que se aleje
momentáneamente del juego hasta que deje de llorar y se halle
nuevamente en condiciones de reintegrarse a él. Pero cuando tal cosa
ocurre en un grupo de chicas, en cambio, el juego se paraliza
mientras todas se congregan en torno a la afectada tratando de
consolarla. En opinión de la investigadora de Harvard Carol Gilligan,
este marcado contraste entre los juegos de las niñas y los de los
niños constituye un ejemplo de una de las diferencias clave
existentes entre ambos sexos: los muchachos se sienten orgullosos de
su solitaria y tenaz independencia y autonomía, y las chicas, por su
parte, se sienten integrantes de una red interrelacionada. Es por
ello por lo que los chicos se sienten amenazados cuando algo parece
poner en peligro su independencia, algo que, en el caso de las
chicas, ocurre cuando se rompe una de sus relaciones. Como destaca
Deborah Tannen en su libro You Just Don ‘t Understand, esta
diferencia de perspectiva entre ambos géneros les lleva a esperar
cosas muy distintas de una simple conversación, ya que el hombre
suele sentirse satisfecho con hablar sobre «algo» mientras que la
mujer busca una conexión emocional más profunda.
Y esta
disparidad en la educación emocional termina desarrollando aptitudes
muy diferentes, puesto que las chicas «se aficionan a la lectura de
los indicadores emocionales —tanto verbales como no-verbales— y a la
expresión y comunicación de sus sentimientos». Los chicos, en
cambio, se especializan en «minimizar las emociones relacionadas con
la vulnerabilidad, la culpa, el miedo y el dolor»,’ una conclusión
corroborada por abundante documentación científica. Por ejemplo,
existen cientos de estudios que han puesto de manifiesto que las
mujeres suelen ser más empáticas que los hombres, al menos en lo que
se refiere a su capacidad para captar los sentimientos que se
reflejan en el rostro, el tono de voz y Otro tipo de mensajes no
verbales. De modo parecido, también resulta bastante más fácil
descifrar los sentimientos en el rostro de una mujer que en el de un
hombre. Aunque, en realidad, no existe, de entrada, ninguna
diferencia manifiesta en la expresividad facial de las niñas y la de
los niños, a lo largo de su desarrollo en la escuela primaria los
chicos se van volviendo menos expresivos, todo lo contrario de lo
que ocurre en el caso de las chicas, lo cual, a su vez, puede
reflejar otra diferencia clave entre ambos géneros, es decir, que
las mujeres suelen ser capaces de experimentar con mayor intensidad
y variabilidad que los hombres un amplio espectro de emociones. Por
ello, en términos generales, cabe afirmar que las mujeres son más
«emocionales» que los hombres. Todo esto supone que las mujeres
tienden a llegar al matrimonio con un mayor dominio de sus
emociones, mientras que los hombres lo hacen con una escasa
comprensión de lo que esto significa para la estabilidad de la
relación. De hecho, un estudio efectuado sobre 264 parejas ha
revelado que, para las mujeres, el principal motivo de satisfacción
de una relación viene dado por la sensación de que existe una «buena
comunicación» en la pareja. Ted Huston, psicólogo de la Universidad
de Texas que se ha dedicado a estudiar en profundidad las relaciones
de pareja, observa que: «desde el punto de vista de la esposa, la
intimidad conlleva, entre otras muchas cosas, la capacidad de
abordar cuestiones muy diferentes y, en especial, de hablar sobre la
relación misma. La inmensa mayoría de los hombres, por el contrario,
no aciertan a comprender esta demanda y suelen responder diciendo
algo así como: “yo quiero hacer cosas con mi mujer pero ella sólo
quiere hablar”». Huston descubrió asimismo que, durante el
noviazgo, los hombres se hallan más predispuestos a entablar este
tipo de diálogo capaz de colmar el deseo de intimidad de su futura
esposa pero que, pasado este periodo, los hombres —especialmente en
las parejas más tradicionales— van invirtiendo cada vez menos tiempo
en conversar con sus esposas y satisfacen su necesidad de intimidad
dedicándose a actividades tales como cuidar juntos del jardín en
lugar de tener una buena conversación sobre cualquier tema.
Esta
lenta escalada del silencio masculino puede originarse, en parte, en
el hecho de que, según parece, los hombres suelen ser muy
optimistas sobre la situación real de su matrimonio mientras que
las mujeres son más sensibles a los aspectos
problemáticos de la relación. Un estudio realizado sobre el
matrimonio pone en evidencia que los hombres muestran un punto de
vista más ingenuo que sus esposas en todo lo concerniente a la
relación (hacer el amor, estado de las finanzas, vínculos
familiares, comprensión mutua o importancia de los defectos
personales). Las esposas, por su parte, suelen mostrarse más
exigentes a la hora de plantear sus demandas, especialmente en los
matrimonios infelices. Si al cándido punto de vista de los maridos
sobre el matrimonio sumamos su poca predisposición a afrontar los
conflictos emocionales, nos haremos una idea más precisa del motivo
de las frecuentes quejas de las mujeres sobre la evasiva actitud de
sus maridos para hacer frente a los problemas que aquejan a
cualquier relación. (Estamos hablando, claro está, de la
generalización de una diferencia que no es aplicable a todos los
casos particulares. Un amigo psiquiatra, por ejemplo, se lamentaba
de que, en su matrimonio, él fuera el único en sacar a relucir este
tipo de cuestiones y de que su esposa se mostrara sumamente remisa a
hacer frente a los problemas emocionales.)
No
cabe duda de que la torpeza de los hombres para percatarse de los
problemas de la relación se debe a su relativa falta de capacidad
para descifrar el contenido emocional de las expresiones faciales.
Las mujeres suelen ser mucho más sensibles que los hombres para
captar un gesto de tristeza. Es por esto por lo que las mujeres
suelen verse obligadas a aparentar una desolación absoluta para que
un hombre pueda llegar a darse cuenta de cuáles son sus verdaderos
sentimientos y darle luego también el tiempo suficiente para que se
plantee cuál puede ser la causa de su malestar.
Consideremos ahora las implicaciones de esta brecha emocional entre
géneros en el modo en que los miembros de la pareja abordan las
exigencias y discrepancias que inevitablemente comporta toda
relación íntima. De hecho, las cuestiones puntuales como la
frecuencia de las relaciones sexuales, la educación de los hijos, el
ahorro y las deudas que el matrimonio puede afrontar, no suelen ser
el motivo principal de cohesión o de separación de la pareja. El
factor determinante, por el contrario, suele centrarse en el modo en
que la pareja aborda las cuestiones más o menos candentes. Y, por
así decirlo, llegar a un acuerdo sobre como estar en desacuerdo
suele ser la clave para la supervivencia del matrimonio.
Para
sortear los escollos de las emociones tortuosas, las mujeres y los
hombres deben tratar de ir más allá de las diferencias genéricas
innatas porque, en caso de no lograrlo, la relación se verá abocada
al naufragio. Como veremos a continuación, el riesgo de zozobrar
ante estos escollos aumenta considerablemente en el caso de que uno
o ambos cónyuges presenten carencias manifiestas en el desarrollo de
la inteligencia emocional.
EL FRACASO
MATRIMONIAL
Fred:¿Has
recogido mi ropa limpia?
Ingrid:(En tono burlesco) «Has recogido mi ropa limpia». Recógela
tú. ¿Crees que soy tu criada’?
Fred:Eso difícilmente podría ser. Si fueras mi criada, al menos
sabrías limpiar la ropa.
Si
este diálogo caústico e hiriente hubiera sido extraído de una obra
de teatro podría resultar hasta cómico, pero el hecho es que tuvo
lugar entre un matrimonio que —y esto no resulta sorprendente— acabó
divorciándose a los pocos años. El intercambio tuvo lugar en un
laboratorio dirigido por John Gottman, psicólogo de la Universidad
de Washington, quien posiblemente haya llevado a cabo el análisis
más exhaustivo sobre el aglutinante emocional que mantiene unida a
la pareja y sobre los sentimientos corrosivos que contribuyen a
destruirla. En el curso de esta investigación se grababan en video
las conversaciones que mantenían las parejas y posteriormente eran
microanalizadas para tratar de descubrir los más mínimos indicios de
las corrientes emocionales subyacentes. Este proceso de
cartografiado de las discrepancias que terminan abocando al divorcio
constituye un argumento sumamente convincente en favor del papel
decisivo que desempeña la inteligencia emocional en la supervivencia
de la pareja.
En las
dos últimas décadas. Gottman ha rastreado los altibajos de más de
doscientas parejas, algunas de ellas recién casadas y otras que
llevaban unidas mucho tiempo. La precisión del análisis realizado
por Gottman sobre el ecosistema matrimonial ha sido tal que, en uno
de sus estudios, le permitió predecir con una exactitud del 94%
(¡una precisión ciertamente inaudita en este tipo de estudios!) qué
parejas, de entre todas las que pasaron por su laboratorio,
terminarían separándose en los próximos tres años (como ocurrió en
el caso de Ingrid y Fred, cuya cáustica discusión poníamos como
ejemplo al comienzo de esta sección). La precisión del análisis de
Gottman se deriva de su escrupulosa metodología y de la minuciosidad
con que recoge sus datos.
Mientras los miembros de la pareja, por ejemplo, conversan entre si,
unos sensores se encargan de registrar los más mínimos cambios
fisiológicos; asimismo, Gottman realiza también un análisis
secuencial de todas las expresiones faciales (utilizando un sistema
de lectura de las emociones desarrollado por Paul Ekman) que le
permite detectar los matices más sutiles y fugaces de los
sentimientos. Después de finalizar la sesión, cada participante se
dirige a un laboratorio separado para mirar la cinta de video y
hablar de los sentimientos que experimentó durante los momentos más
álgidos de la conversación. El resultado de este tipo de estudios
constituye el equivalente a una radiografía emocional del
matrimonio.
Según
Gottman, las críticas destructivas son una incipiente
señal de alarma que indica que el matrimonio se halla en peligro. En
un matrimonio emocional mente sano, tanto la esposa como el marido
se sienten lo suficientemente libres como para formular abiertamente
sus quejas. Pero suele ocurrir que, en medio del fragor del enfado,
las quejas se formulen de un modo destructivo, bajo la foma de un
ataque en toda regla contra el carácter del cónyuge. Pamela y Tom,
por ejemplo, quedaron a una hora concreta frente a la estafeta de
correos para ir al cine y, seguidamente, Pamela se dirigió con su
hija a una zapatería mientras su marido iba a echar un vistazo a la
librería. Pero a la hora convenida Tom todavía no había aparecido.
«¿Dónde se habrá metido? La película empieza dentro de diez minutos
—se quejó Pamela a su hija—. Si alguien sabe cómo estropear algo,
ése es tu padre.» y cuando Tom apareció diez minutos después,
contento por haberse encontrado con un viejo amigo y excusándose por
el retraso, Pamela le espetó sarcásticamente: «muy bien; ya
tendremos ocasión de discutir tu sorprendente habilidad para echar
al traste todos los planes. Eres un egoísta y un desconsiderado».
Pero
este tipo de quejas es algo más que una simple protesta, es un
verdadero atentado contra la personalidad del otro, una crítica
dirigida al individuo y no a sus actos. Ante el intento de disculpa
de Tom, Pamela le estigmatizó con los calificativos de «egoísta y
desconsiderado». No es infrecuente que las parejas atraviesen por
momentos similares, momentos en los que una queja sobre algo que el
otro ha hecho se convierte en un ataque en toda regla contra la
persona y no contra el hecho en cuestión.
Estas
feroces críticas personales tienen un impacto emocional mucho más
corrosivo que una queja razonada y tienden a producirse —quizá
comprensiblemente— con mayor frecuencia cuando la esposa o el marido
siente que sus quejas no son escuchadas ni tenidas en consideración.
La
diferencia existente entre una queja y una crítica personal es
evidente. En la queja, uno señala específicamente aquello que le
molesta del otro miembro de la pareja y critica sus acciones —no su
persona— expresándole cómo se siente. Por ejemplo, la frase «cuando
olvidaste meter mi ropa en la lavadora sentí que te preocupabas muy
poco de mi» no es beligerante ni pasiva sino una expresión asertiva
que ilustra un grado de inteligencia emocional. Lo que ocurre en el
caso de la crítica personal, en cambio, es que un miembro de la
pareja se sirve de una demanda concreta para arremeter contra el
otro («Siempre eres igual de egoísta e insensible. Esto me demuestra
que no puedo confiar en que hagas nada bien»). Este tipo de crítica
deja a quien la recibe avergonzado, disgustado, ultrajado y
humillado, y es muy probable que termine abocando a una reacción
defensiva que no contribuya en nada a mejorar la situación.
Las
críticas cargadas de quejas suelen ser muy destructivas,
especialmente en el caso de que no sólo se transmitan mediante las
palabras sino que se expresen de forma airada y recurriendo también
al tono de voz y al gesto. La forma más evidente consiste en la
ridiculización o el insulto directo («idiota», «puta» o «cabrón»),
pero la verdad es que el lenguaje corporal puede alcanzar el mismo
grado de ensañamiento que el ataque verbal (un gesto despectivo,
fruncir el labio —la señal universal del disgusto— o poner los ojos
en blanco en un gesto de resignación).
La
impronta facial de la queja consiste en la contracción de los
músculos que retraen los extremos de la boca hacia los lados
(normalmente hacia la izquierda) y en la elevación de los ojos. La
presencia tácita de esa expresión emocional en el rostro de uno de
los esposos aumenta el ritmo cardiaco del otro en dos o tres latidos
por minuto. Esta comunicación soterrada termina provocando un efecto
fisiológico ya que, según descubrió Gottman, si un marido muestra
con frecuencia su desprecio de este modo, la esposa acusará una
clara propensión hacia una gama concreta de problemas de salud que
van desde el simple resfriado hasta la gripe, las infecciones de
vejiga y los desórdenes gastrointestinales. Y Gottman considera que,
cuando el rostro de la esposa expresa contrariedad —el pariente
próximo del reproche— cuatro o más veces durante una conversación de
quince minutos, es un síntoma de que la pareja se separará en un
periodo máximo de cuatro años.
Pero
aunque las protestas o las expresiones ocasionales de disgusto no
suelen conducir a la disgregación del matrimonio, constituyen un
factor de riesgo equivalente al hecho de fumar o de padecer una
elevada tasa de colesterol para terminar desarrollando una
enfermedad cardiaca; de modo que, cuanto más intensa y prolongada
sea la descarga de este tipo de emociones, mayor será el peligro. En
el camino que conduce hasta el divorcio, cada una de estas
situaciones sienta las bases para la siguiente, en una escala de
sufrimiento creciente. De este modo, las quejas, las desavenencias y
las criticas frecuentes constituyen peligrosos indicadores que
evidencian que la mujer o el marido han establecido un veredicto
concluyente de culpabilidad sobre el otro. Esta condena inapelable
constituye una pauta negativa y hostil de pensamiento que desemboca
fácilmente en agresiones que hacen que el receptor se ponga a la
defensiva y se apreste de inmediato al contraataque.
Los
dos polos de la pauta de respuesta de lucha-o-huida
constituyen las dos modalidades extremas de reacción del cónyuge que
se siente atacado. Lo más común es devolver el ataque con una
explosión de ira pero esta vía suele concluir en una estéril
disputa a voz en grito. Por su parte, la huida, la otra respuesta
alternativa, puede llegar a ser más perniciosa todavía,
especialmente en el caso de que conlleve la retirada a un
silencio sepulcral.
La
táctica del cerrojo constituye la última defensa. La persona que se
cierra sobre sí misma se limita a quedarse en blanco, a inhibirse de
la conversación respondiendo lacónicamente o manteniendo un silencio
y una expresión pétrea, una táctica que envía un poderoso y
contundente mensaje que combina el distanciamiento, la superioridad
y el rechazo. Esta pauta es fácilmente observable en los matrimonios
con problemas y en el 85% de los casos es el marido quien se
encierra en sí mismo como respuesta a una esposa que lo acosa con
constantes quejas y críticas. Pero una vez que termina
estableciéndose como respuesta habitual tiene un efecto devastador
sobre la salud de la relación porque aborta toda posibilidad de
resolver las desavenencias.
PENSAMIENTOS
TOXICOS
Los
niños están alborotando más de la cuenta y Martin —su padre— está
cada vez más irritado. Entonces se dirige a su esposa Melanie con un
agresivo:
—Querida ¿no crees que los chicos deberían estarse quietos?
(Pero
lo que en realidad está pensando es: «Melanie es demasiado permisiva
con los niños».)
Ante
el irritante comentario de su marido, Melanie se enoja. Entonces, su
rostro se tensa, frunce el ceño y replica:
—Sólo
están jugando un rato. No tardarán mucho en acostarse.
(Pero
su auténtico pensamiento es: «ya está Martin quejándose otra vez».)
Ahora
es Martin quien se halla ostensiblemente enfadado e, inclinándose
amenazadoramente hacia delante con los puños apretados, exclama:
—¿No
podrías acostarlos ahora mismo, querida?
(Su
verdadero pensamiento, no obstante, es: «me lleva la contraria en
todo lo que digo. Tendré que hacerlo yo mismo».)
Melanie. asustada por la súbita muestra de cólera de Martin
responde, en un tono más sosegado:
—No.
Ya iré yo y los acostaré.
(Pero
lo que realmente piensa es: «esta perdiendo el control y podría
llegar a pegarles. Será mejor que le siga la corriente».)
Este
tipo de conversaciones paralelas —la verbal y la
mental— ha sido puesto de manifiesto por Aaron Beck. el creador
de la terapia cognitiva, como ejemplo de los pensamientos que pueden
emponzoñar una relación matrimonial. «El auténtico intercambio
emocional que tuvo lugar entre Melanie y Martin estaba prefigurado
por sus pensamientos y éstos. a su vez, estaban predeterminados por
un estrato mental más profundo al que Beck denomina “pensamientos
automáticos”», es decir, creencias fugaces sobre las
personas con quienes nos relacionamos y sobre nosotros mismos que
reflejan nuestras actitudes emocionales más profundas. El
pensamiento profundo de Melanie era algo así como «Martin me
intimida continuamente con sus enfados», mientras que el de Martin.
por su parte, era «no tiene ningún derecho a tratarme así». De este
modo Melanie se siente como una víctima inocente en su matrimonio
mientras que Martin cree que tiene todo el derecho a indignarse por
lo que considera un trato injusto por parte de su esposa.
El
pensamiento de que uno es una víctima inocente o de que tiene
derecho a indignarse es típico de aquellos matrimonios en crisis
que, de un modo u otro, se agreden de continuo. Una vez que este
tipo de pensamientos —como, por ejemplo, la justa indignación— se
automatizan, desempeñan un papel autoconfirmante y. de este modo, el
miembro de la pareja que se siente víctima acecha constantemente
todo lo que hace el otro para poder confirmar su propia opinión de
que está siendo atacado o menospreciado, ignorando, al mismo tiempo,
todo acto mínimamente positivo que pueda cuestionar o contradecir
esta visión.
Este
tipo de pensamientos es muy poderoso y pone en marcha el sistema de
alarma neurológico. El pensamiento de que uno es una víctima
desencadena un secuestro emocional que activa la larga serie de
ofensas que uno ha recibido del otro, olvidando simultáneamente todo
lo positivo que haya aportado que no cuadre con la visión de que uno
es una víctima inocente. De este modo, el otro miembro de la pareja
se ve encerrado en una especie de callejón sin salida ya que todo lo
que haga —aunque trate de ser deliberadamente amable— será
reinterpretado a través de este prisma de negatividad y rechazado
como una tímida tentativa de negar su culpa.
En
situaciones similares, las parejas que se hallan libres de este tipo
de procesos mentales suelen adoptar una interpretación más positiva,
en consecuencia son menos proclives a experimentar un secuestro
emocional y, en caso de hacerlo, se recuperan con mayor prontitud.
El patrón general de pensamientos que alimentan o, por el contrario,
aligeran la crisis se atiene al modelo de optimismo o pesimismo
propuesto en el capitulo 6 por el psicólogo Martin Seligman. La
visión pesimista sería aquélla que considera que nuestra pareja
tiene un defecto inherente e inmutable que sólo genera sufrimiento:
«es un egoísta que sólo piensa en sí mismo. Así lo parieron y jamás
cambiará. Lo único que quiere de mí es que esté completamente a su
servicio sin tener en cuenta cuáles son mis sentimientos». La visión
optimista contrapuesta podría expresarse más o menos del siguiente
modo: «ahora parece muy exigente pero, en el pasado, ha demostrado
ser muy comprensivo. Tal vez esté atravesando una mala racha. Es muy
posible que tenga algún problema en el trabajo». Esta última
perspectiva no descalifica al otro miembro de la pareja ni considera
desesperanzadamente que la relación matrimonial esté dañada de
manera irreversible, sino que piensa, en cambio, que sólo se trata
de un problema circunstancial y pasajero. La primera actitud aboca a
la desazón mientras que la segunda proporciona, en cambio, una
sensación de mayor sosiego.
Las
parejas que adoptan una postura pesimista son sumamente proclives a
los raptos emocionales y se enfadan, ofenden y molestan por todo lo
que hace su compañero, creciendo su irritación a medida que avanza
la discusión. Este estado de inquietud interna, unido a su actitud
pesimista, les hace más proclives a recurrir a la crítica y las
quejas desconsideradas en las desavenencias con su pareja, lo cual
incrementa, a su vez, la probabilidad de terminar adoptando una
actitud defensiva o de clara cerrazón.
Es muy
posible que los pensamientos tóxicos más virulentos sean aquéllos
que albergan los hombres que llegan a maltratar físicamente a sus
esposas. Un estudio sobre la violencia marital llevado a cabo por
psicólogos de la Universidad de Indiana demostró que las pautas de
pensamiento de estos hombres son las mismas que las de los niños
bravucones del patio de recreo. Suele tratarse de hombres que
interpretan las acciones neutras de sus esposas como ataques y
utilizan este prejuicio para justificar su agresividad hacia ellas
(quienes se muestran sexualmente agresivos en sus citas con las
mujeres sufren un proceso muy parecido, prejuzgándolas con
suspicacia y desdeñando sus posibles objeciones)i Como hemos visto
en el capítulo 7, este tipo de hombres se siente especialmente
amenazado por el desdén, el rechazo o la vergüenza pública a que les
pueden someterles sus esposas. Una escena típica que suele activar
la «justificación» de la violencia del marido es la siguiente:
«estás en una fiesta y de repente te das cuenta de que hace media
hora que tu mujer está hablando y riendo con ese hombre tan
atractivo que parece estar coqueteando con ella». La respuesta
habitual de este tipo de hombres ante el rechazo o abandono de sus
esposas oscila entre la indignación y la humillación. Es muy posible
que, en tal caso, pensamientos automáticos del tipo «ella va a
dejarme» actúen a modo de desencadenante de un secuestro
emocional en el que el marido violento reaccione impulsivamente
o, como dicen los investigadores, manifieste una «respuesta
conductual inapropiada”
EL
DESBORDAMIENTO: EL NAUFRAGIO DEL MATRIMONIO
Estas
actitudes suelen originar un estado de crisis constante que sirve de
detonante a frecuentes secuestros emocionales que dificultan la
cicatrización de las heridas provocadas por la ira.
Gottman utiliza el término desbordamiento para referirse a esta
sobrecarga de desazón emocional que resulta imposible de controlar y
que arrastra consigo a quienes se ven superados por la negatividad
de su pareja y por su propia respuesta ante ella. El desbordamiento
impide oir sin distorsiones el mensaje recibido, responder con la
cabeza despejada, organizar los pensamientos y termina desatando las
más primitivas de las respuestas. Lo único que desean quienes se ven
arrastrados por las emociones es que la tempestad amaine, escapar de
la situación o. a veces, incluso vengarse. De este modo, el
desbordamiento constituye un tipo de secuestro emocional
que se autoperpetua.
Hay
personas que presentan un elevado umbral de desbordamiento, personas
que soportan fácilmente el enfado y los reproches mientras que
otras, en cambio, saltan disparadas en el mismo instante en que su
cónyuge las critica. El correlato fisiológico del desbordamiento se
mide por el aumento del ritmo del latido cardiaco. En condiciones de
reposo, la frecuencia cardíaca de la mujer es de unas ochenta y dos
pulsaciones por minuto, mientras que la de los hombres es del orden
de setenta y dos (aunque hay que precisar que el promedio concreto
depende de la altura y el peso de la persona). El desbordamiento
comienza con un aumento del ritmo cardíaco de unos diez latidos por
minuto sobre la frecuencia normal en condiciones de reposo y, cuando
esta frecuencia alcanza las cien pulsaciones por minuto (cosa que
puede ocurrir fácilmente en situaciones de enfado o de llanto), se
dispara la secreción de adrenalina y de otras hormonas que
contribuyen a mantener elevado el estado de estrés durante un buen
rato.
De
este modo, la frecuencia cardíaca constituye un claro indicador del
momento en que se produce un secuestro emocional, en cuyo caso el
aumento puede llegar ser de diez, veinte o hasta treinta pulsaciones
en el corto intervalo que separa un latido del siguiente. En esa
situación, los músculos se tensan y la respiración se hace
dificultosa, se produce una especie de aluvión de sentimientos
tóxicos, una incómoda y aparentemente inevitable inundación de miedo
e irritación que requiere de «todo el tiempo del mundo»,
subjetivamente hablando, para poder ser superada.
En el
momento culminante del secuestro, las emociones alcanzan una
intensidad extraordinaria, la perspectiva del sujeto se estrecha y
su pensamiento se vuelve tan confuso que no existe la menor
posibilidad de poder asumir el punto de vista del otro y tratar de
solucionar las cosas de un modo más razonable.
Está
claro que, en alguna que otra ocasión, todas las parejas atraviesan
por momentos de intensidad similar. El problema comienza cuando uno
u otro cónyuge se siente continuamente desbordado. En este caso, el
miembro de la pareja que se siente agobiado por el otro se mantiene
constantemente en guardia para responder a cualquier signo de
agresión o de injusticia emocional, y se vuelve tan
susceptible a los ataques, las ofensas y los desaires, que salta
ante la menor provocación. En estas circunstancias, el simple
comentario «cariño ¿por qué no hablamos?» puede activar un
pensamiento reactivo del tipo «ya está buscando pelea otra vez» que
desencadene un desbordamiento emocional. Por otra parte, también hay
que decir que cada nuevo desbordamiento dificulta la recuperación de
la excitación fisiológica resultante, lo cual provoca, a su vez, que
un comentario inofensivo se interprete desde una óptica sesgada que
aboca al desbordamiento reiterado.
Éste
es posiblemente el punto más crítico de una relación de pareja, un
punto a partir del cual ya no parece haber posible vuelta atrás. El
cónyuge que se siente desbordado interpreta todo lo que el otro hace
desde una óptica absolutamente negativa. Así, las cuestiones más
nimias se transforman en auténticas batallas campales porque los
sentimientos se hallan continuamente heridos. Con el tiempo, el
cónyuge que se siente desbordado comienza a considerar que todos y
cada uno de los problemas que aquejan a la relación son imposibles
de resolver, ya que su mismo estado emocional obstaculiza cualquier
intento de solucionar las cosas. A medida que la situación empeora,
comienza a parecer inútil todo intento de hablar de lo que está
ocurriendo, y cada miembro de la pareja trata de resolver por su
cuenta los problemas que le aquejan. Es entonces cuando comienzan a
llevar vidas paralelas, viviendo en un aislamiento completo que no
hace sino fomentar su sensación de soledad dentro del matrimonio. El
último paso, como afirma Gottman, suele ser el divorcio.
Las
dramáticas consecuencias de la falta de competencia emocional
resultan bien patentes en el camino que conduce hasta el divorcio.
El circuito reverberante de la crítica, el desprecio, la actitud
defensiva, el encerramiento, la desconfianza y el desbordamiento
emocional es un reflejo de la desintegración de la conciencia de uno
mismo, de la pérdida del autocontrol emocional, de la empatía y de
la capacidad para consolarse mutuamente.
LOS HOMBRES.
EL SEXO VULNERABLE
Volvamos ahora a las diferencias genéricas en la vida emocional que
constituyen la espoleta oculta de las desavenencias matrimoniales.
La investigación ha descubierto la existencia de una diferencia
básica en el valor que asignan los hombres y las mujeres (después
incluso de treinta y cinco años de matrimonio) a la comunicación
emocional. Por término medio, las mujeres afrontan con más facilidad
que los hombres las molestias que conlleva una disputa matrimonial.
Ésta es, al menos, la conclusión a la que ha llegado Robert Levenson,
psicólogo de la Universidad de California, en Berkeley, tras un
estudio basado en el testimonio de 151 parejas que llevaban mucho
tiempo casadas.
Levenson descubrió que la mayor parte de los maridos tenían una
especial aversión a las disputas matrimoniales, algo que para las
mujeres, en cambio, no suponía ningún tipo de problema. «Pero, si
bien los maridos propenden a desbordamientos menos negativos, en
cambio, suelen experimentar el desbordamiento emocional con más
facilidad. Y una vez que éste tiene lugar, el menor signo de
negatividad de la esposa desencadena una mayor secreción de
adrenalina por parte del marido, lo cual supone que éste requiera de
más tiempo para recuperarse fisiológicamente del desbordamiento».
Esto puede sugerir, dicho sea de paso, que la típica
imperturbabilidad masculina —tan bien representada por el estoico
Clint Eastwood— puede no ser más que un mecanismo de defensa contra
el posible desbordamiento emocional.
Según
Gottman, la razón de que los hombres estén tan predispuestos a
atrincherarse en sí mismos hay que buscarla en la protección que
esta situación les procura contra el desbordamiento emocional. La
investigación ha revelado que cuando se produce este encerramiento
en uno mismo, el ritmo cardiaco desciende una media de diez latidos
por minuto, proporcionando una sensación subjetiva de consuelo. Pero
—y he aquí la paradoja— cuando los hombres inician este proceso de
retirada, el ritmo cardíaco de las mujeres asciende a cotas
criticas. Esta danza limbica, en la que cada uno de los miembros de
la pareja busca sosiego en tácticas contrapuestas, da lugar a
posturas muy distintas ante el enfrentamiento emocional, de modo tal
que los hombres tratan de evitarlo con el mismo fervor con el que
sus esposas se sienten compelidas a buscarlo.
Por
esto es por lo que los maridos tienden a encerrarse en si mismos en
la misma proporción en que las mujeres tienden a atacarles. Esta
asimetría es la consecuencia de que las mujeres tiendan a prestar
más atención a las cuestiones emocionales. Y esta propensión a sacar
a colación las desavenencias y las protestas para tratar de
resolverlas es la que desata la resistencia de los maridos a
comprometerse en algo que posiblemente termine abocando a una
acalorada discusión. En el momento en que la mujer percibe el
intento del marido de eludir este compromiso, aumenta el volumen y
la intensidad de sus demandas y comienza a criticarle abiertamente.
Cuando el marido, como respuesta, se pone a la defensiva y se
encierra en si mismo, la mujer se siente frustrada e irritada,
añadiendo así más motivos de queja que no hacen sino incrementar su
frustración. Luego, en el momento en que el marido percibe que está
siendo objeto de las críticas y quejas de su esposa, comienza a
adoptar un modelo de pensamiento de víctima inocente o de justa
indignación que fácilmente desencadena el desbordamiento. Para
protegerse de este desbordamiento, el marido se pone cada vez más a
la defensiva atrincherándose en si mismo. Pero recordemos que, en el
momento en que el marido recurre a la táctica del encerramiento es
la esposa quien se siente abocada al callejón sin salida del
desbordamiento. Es así cómo el círculo vicioso de las peleas
matrimoniales termina desencadenando una espiral de agresividad
completamente descontrolada.
CONSEJOS
PARA EL MATRIMONIO
La
distinta forma en que los hombres y las mujeres se relacionan con
los sentimientos dolorosos tiene consecuencias tan peligrosas para
la vida de relación que tal vez debiéramos preguntarnos ¿qué es lo
que pueden hacer las parejas para salvaguardar el amor y el afecto
que se profesan mutuamente?, o, dicho de otro modo, ¿qué es lo que
mantiene a salvo al matrimonio? Las investigaciones realizadas sobre
las parejas que perduran a lo largo de los años han llevado a los
consejeros matrimoniales a esbozar un conjunto de recomendaciones
específicas para hombres y para mujeres, y una serie de consejos de
carácter más global aplicables tanto a unos como a otros.
Hablando en términos generales, los hombres y las mujeres necesitan
remedios emocionales diferentes. En este sentido, nuestra
recomendación seria que los hombres no trataran de eludir los
conflictos sino que, en cambio, intentaran comprender que las
llamadas de atención de una esposa o sus muestras de disgusto,
pueden estar motivadas por el amor y por el intento de mantener la
fluidez y la salud de la relación (aunque, ciertamente, la
hostilidad manifiesta también puede responder a otros motivos).
La
acumulación soterrada de quejas va creciendo en intensidad hasta el
momento en que se produce una explosión, mientras que su expresión
abierta, en cambio, libera el exceso de presión. Los maridos, por su
parte, deben comprender que el enfado y el descontento no son
sinónimos de un ataque personal sino meros indicadores de la
intensidad emocional con que sus esposas viven la relación.
Los
hombres también debe permanecer atentos para no tratar de zanjar una
discusión antes de tiempo proponiendo una solución pragmática
precipitada porque, para una esposa, es sumamente importante sentir
que su marido escucha sus quejas y empatiza con sus sentimientos (lo
cual no necesariamente supone que deba coincidir con ella). En tal
caso, la esposa podría interpretar este consejo como una forma de
rechazo, como si sus sentimientos fueran algo absurdo o carente de
importancia. Por el contrario, los maridos que, en lugar de
subestimar las quejas de su esposa, permanecen junto a ella en medio
del fragor de una discusión, las hacen sentirse escuchadas y
respetadas. Lo que una esposa desea es que sus sentimientos sean
tenidos en cuenta, respetados y valorados, aunque el marido se halle
en desacuerdo.
No es
infrecuente, por tanto, que una esposa se tranquilice cuando
sienta que se escucha su punto de vista y se tienen en cuenta sus
sentimientos.
En lo
que respecta a las mujeres, el consejo es muy parecido.
Dado
que uno de los principales problemas para el hombre es que su esposa
suele ser demasiado vehemente al formular sus quejas, ésta debería
hacer el esfuerzo de no atacarle personalmente. Una cosa es una
queja y otra muy distinta una crítica o una expresión de desprecio
personal. Las quejas no son ataques al carácter sino tan sólo la
clara afirmación de que una determinada acción resulta inaceptable.
Las agresiones personales suelen provocar la reacción defensiva y el
atrincheramiento del marido, lo cual sólo contribuye a aumentar la
sensación de frustración y a provocar la escalada de la violencia.
También puede ser de gran ayuda el que la esposa trate de formular
sus quejas en un contexto más amplio sin dejar de expresar el amor
que pueda sentir hacia su marido.
LAS «BUENAS
PELEAS»
El
periódico de hoy nos brinda una lección objetiva sobre la forma más
inadecuada de resolver los conflictos que aquejan a los matrimonios.
Marlene Lenick se peleó con su esposo Michael porque él quería ver
el partido entre los Cowboys de Dallas y los Eagles de Filadelfia,
mientras que lo que ella quería era ver las noticias. Cuando su
marido se sentó en el sofá dispuesto a ver el partido, la señora
Lenick dijo que «ya había tenido suficiente fútbol» y, acto seguido,
se dirigió al dormitorio, cogió un revólver del calibre 38 y disparó
dos veces sobre su esposo. Como consecuencia de este incidente,
Marlene ha sido acusada de intento de homicidio con premeditación y
puesta en libertad bajo fianza de 50.000 dólares, mientras que el
señor Lenick, por su parte, tuvo suerte y sigue recuperándose de las
heridas de bala que rozaron su abdomen y le atravesaron el omóplato
izquierdo y el cuello. Por suerte son pocas las disputas
matrimoniales que alcanzan este grado de virulencia pero nos brindan
una oportunidad excelente para revisar aquellas condiciones que
pueden infundir un mínimo de inteligencia emocional a la relación
matrimonial. Por ejemplo, las parejas más estables expresan
abiertamente sus puntos de vista cuando abordan un tema, una actitud
que también pone en juego la capacidad de saber escuchar. Desde un
punto de vista emocional, cualquier muestra de empatía constituye
una excelente válvula de escape de la tensión puesto que lo que
generalmente busca un cónyuge dolido es que se tengan en cuenta sus
sentimientos.
Las
parejas que acaban divorciándose suelen mostrarse incapaces de
encontrar argumentos que detengan la escalada de la tensión. La
diferencia existente entre las parejas que mantienen una relación
saludable y aquéllas otras que terminan divorciándose radica en la
presencia o ausencia de vías que ayuden a disolver las desavenencias
conyugales. Las válvulas de seguridad que impiden que una discusión
desemboque en una explosión de consecuencias irreversibles dependen
de acciones tan sencillas como atajar la discusión a tiempo antes de
que se desproporcione, la empatía y el control de la tensión. Estas
acciones constituyen una especie de termostato emocional que impide
que la expresión de los sentimientos rebase el punto de ebullición y
nuble la capacidad de los miembros de la pareja para centrarse en el
tema que estén discutiendo.
Una
estrategia global que puede contribuir al buen funcionamiento del
matrimonio consiste en no tratar de centrarse de entrada en aquellos
temas álgidos concretos que suelen desencadenar las peleas
matrimoniales (como, por ejemplo, el cuidado de los niños, el sexo,
el dinero y el trabajo doméstico) sino, en cambio, tratar de
cultivar juntos la inteligencia emocional y así aumentar las
posibilidades de que las cosas discurran por cauces más sosegados.
Existe un abanico de competencias emocionales —la capacidad de
tranquilizarse a uno mismo (y de tranquilizar a la pareja), la
empatía y el saber escuchar— que facilitan el que la pareja sea
capaz de resolver más eficazmente sus desacuerdos. El desarrollo de
este tipo de habilidades hace posible la existencia de discusiones
sanas, de «buenas peleas» que contribuyen a la maduración del
matrimonio y cortan de raíz las formas negativas de relación que
suelen conducir a su disgregación. Pero los hábitos emocionales no
pueden cambiarse de la noche a la mañana, se trata de una labor que
exige mucha atención y perseverancia. Los cambios fundamentales que
puede experimentar una pareja están directamente relacionados con la
profundidad de su motivación. La mayor parte de las reacciones
emocionales que se presentan en el seno del matrimonio comenzaron a
modelarse desde nuestra más tierna infancia, imbuidas por el
aprendizaje que supuso la relación entre nuestros padres y
ejercitadas posteriormente en nuestras relaciones más íntimas. Por
más que tratemos de convencernos de lo contrario, todos llevamos la
impronta de los hábitos emocionales aprendidos en la relación que
sostuvimos con nuestros padres (como reaccionar
desproporcionadamente ante agravios de poca importancia o
encerrarnos en nosotros mismos al menor signo de enfrentamiento).
Tranquilizarse a uno mismo
En el
núcleo de toda emoción intensa subyace un impulso a la acción y por
esto resulta fundamental el dominio de los impulsos para el
desarrollo de la inteligencia emocional. No obstante, esto puede ser
especialmente difícil de llevar a la práctica en las relaciones más
próximas, donde uno se juega tanto. Las reacciones que afloran en
este ámbito afectan a nuestras necesidades más profundas, como el
deseo de sentirse amado y respetado, el miedo a ser abandonado o la
sensación de ser rechazado emocionalmente. No deberíamos, pues,
asombramos demasiado de que, en una pelea matrimonial, solamos
comportarnos como si nuestra vida se hallara en peligro.
Pero
es imposible dar con la solución adecuada cuando uno se halla bajo
el influjo de un secuestro emocional. Por esto una de las
competencias clave consiste en que ambos miembros de la pareja
aprendan a calmar sus sentimientos más angustiosos, lo cual supone
el desarrollo de la capacidad de recuperarse rápidamente del
desbordamiento a que aboca todo secuestro emocional. Durante un
secuestro emocional, las capacidades de escuchar, pensar y hablar
con claridad se ven claramente mermadas y es por ese mismo motivo
por lo que el hecho de tranquilizarse constituye un paso
absolutamente necesario sin el cual no puede existir el menor
progreso en la resolución del problema en cuestión.
Aquellos matrimonios que estén interesados en este punto pueden
tratar de monitorizar su pulso carotídeo —está a unos pocos
centímetros por debajo del lóbulo de la oreja y la mandíbula— cada
cinco minutos en el transcurso de una discusión (algo que quienes
practican algún tipo de ejercicio aeróbico pueden hacer sin
dificultad alguna). El número de latidos que tienen lugar durante
quince segundos multiplicado por cuatro nos da el promedio de
pulsaciones cardiacas por minuto. Este control del pulso mientras
uno trata de calmarse proporciona al sujeto una especie de gráfico
basal, cuyo aumento en unos diez latidos por encima de la media
constituye un claro indicador de que está en peligro de experimentar
un desbordamiento emocional. En el caso de que el pulso sea incluso
más acelerado, la pareja debería descansar durante unos veinte
minutos antes de reanudar la charla (aunque una pausa de cinco
minutos tal vez bastara, el tiempo de recuperación fisiológica suele
ser más prolongado). Como hemos visto en el capitulo 5, los residuos
fisiológicos del enfado actúan a modo de detonante capaz de generar
más enfado. Por esto, un descanso prolongado nos proporciona más
tiempo para que el cuerpo se recupere de la excitación previa.
Aquellos matrimonios que, por la razón que fuere, consideren
embarazoso el hecho de monitorizar sus pulsaciones cardíacas durante
una discusión, pueden establecer, al menor indicio de desbordamiento
emocional por parte del otro, algún tipo de acuerdo previo que les
proporcione un tiempo muerto. Durante este período de descanso, el
enfriamiento puede verse potenciado mediante la práctica de algún
tipo de relajación o de ejercicio aeróbico (o cualquiera de los
otros métodos que hemos mencionado en el capítulo 5) que contribuyan
a que el cónyuge afectado se recupere del secuestro emocional.
Desintoxicarse de la charla interna con uno mismo
Si
tenemos en cuenta que los pensamientos negativos sobre nuestra
pareja constituyen el desencadenante del desbordamiento emocional,
no nos resultará difícil comprender el gran alivio que puede suponer
que la mujer o el marido afectados por este tipo de críticas las
exteriorice. Los pensamientos del tipo «no puedo soportar más tiempo
esta situación» o «no merezco este trato» constituyen expresiones
que responden al modelo de víctima inocente o de justa indignación.
Como señala el terapeuta cognitivo Aaron Beck, cuando el marido o la
mujer, en lugar de limitarse a sentirse heridos o enfadados, pueden
darse cuenta de estos pensamientos y hacerles frente, comienzan a
liberarse de su influjo. Pero, para ello, será necesario que primero
aprendan a dominar este tipo de pensamientos, a darse cuenta de que
no tienen por qué creer en ellos y a hacer el esfuerzo deliberado de
buscar argumentos o perspectivas que permitan cuestionarlos. Una
esposa, por ejemplo, que, en medio de una discusión, piensa «no
tiene en cuenta mis necesidades» o «sólo piensa en sí mismo», puede
afrontar este tipo de pensamientos recordando las múltiples
ocasiones en que su marido se ha mostrado amable con ella.
Esto
le permitirá reencuadrarlos y relativizarlos: «aunque lo que ha
hecho me parece absurdo y me ha molestado, otras veces, en cambio ha
demostrado claramente que se preocupa por mí». La primera
formulación sólo aboca a sentirse más dolido e irritado mientras que
la segunda, en cambio, deja abierta la posibilidad de que se
produzca una transformación y una resolución positiva.
Escuchar y
hablar de un modo no defensivo
Él:¡Estás gritando!
Ella: Es cierto, estoy gritando. Pero tú no has oído ni una sola
palabra de lo que he dicho. Tú no me escuchas.
El
hecho de saber escuchar constituye una habilidad que contribuye a
mantener unida a la pareja. Aun en medio de una acalorada discusión,
cuando tanto la mujer como el marido son presa de un secuestro
emocional, él, ella o, en ocasiones, ambos a la vez, podrían
reconducir la situación tratando de serenarse y respondiendo
positivamente a cualquier intento conciliador. No obstante, las
parejas que acaban divorciándose suelen dejarse arrastrar por la
ira, se aferran a los pormenores del problema inmediato y se
muestran incapaces de escuchar —por no hablar de responder
positivamente— cualquier oferta de paz implícita en las palabras de
su pareja. La actitud defensiva se manifiesta en la forma en que el
sujeto ignora o rechaza las quejas del otro, reaccionando como si se
tratara de un ataque en lugar de un intento de arreglar las cosas.
También es cierto que, a veces, los argumentos aducidos por el otro
miembro de la pareja pueden adoptar la forma de un ataque o
expresarse con tal carga de negatividad que difícilmente podrían
tomarse de otro modo.
Pero,
aun en el peor de los casos, siempre cabe la posibilidad de que la
pareja reconsidere conscientemente lo que se han dicho el uno al
otro, tratando de obviar los contenidos más hostiles o negativos del
intercambio —el tono, los insultos y las críticas mordaces—,
tratando de extraer sus aspectos más relevantes.
Pero,
para poder afrontar este reto, cada miembro de la pareja deberá
tener presente que la negatividad manifiesta de su compañero
constituye una declaración tácita de la importancia que reviste el
tema para él o, dicho de otro modo, constituye una demanda de
atención. Así, en el caso de que ella gritase: « ¿no vas a dejar de
interrumpirme?», él, por ejemplo, podría responder sin reaccionar a
su hostilidad diciendo: «muy bien. Continúa y di todo lo que tengas
que decir».
La
empatía —que consiste en escuchar los sentimientos reales
subyacentes al mensaje verbal— es el modo más eficaz de escuchar sin
adoptar una actitud defensiva. Como vimos en el capitulo 7, para que
cada miembro de la pareja sea capaz de empatizar realmente con el
otro es imprescindible que aprenda a sosegar sus reacciones
emocionales hasta volverse lo bastante sensible a sus propias
respuestas fisiológicas como para poder captar con fidelidad los
sentimientos de su pareja. Sin esta receptividad fisiológica no
existirá la menor posibilidad de captar los sentimientos del otro.
La empatía desaparece en el mismo momento en que nuestros
sentimientos son tan poderosos como para anular todo lo demás y no
dejar abierta la menor posibilidad de sintonizar con el otro.
Existe
un método muy eficaz, utilizado con frecuencia en la terapia
matrimonial, que se denomina «reflejar» y que permite establecer una
escucha emocionalmente adecuada. Cuando un miembro de la pareja
expresa una demanda, el otro debe reformularla en sus propias
palabras, tratando de expresar no sólo los pensamientos sino también
los sentimientos subyacentes implicados.
Luego,
este reflejo debe ser contrastado para asegurarse de que es adecuado
y, en caso contrario, repetirlo de nuevo hasta conseguirlo. No
obstante, hay que decir que este ejercicio no es tan sencillo como
parece a simple vista. El hecho de sentirse adecuadamente reflejado
no sólo proporciona la sensación de que uno está siendo comprendido
sino que también conlleva necesariamente una cierta armonía
emocional que a veces basta para desmantelar un ataque inminente y
terminar con la escalada de la violencia que puede conducir a un
enfrentamiento abierto.
El
arte de hablar de forma no defensiva consiste en la capacidad de
ceñirse a una queja concreta sin terminar desembocando en un ataque
personal. El psicólogo Haim Ginott, el pionero de los programas de
comunicación eficaz, afirma que la mejor forma de expresar una
demanda responde al modelo «XYZ», es decir, «cuando dices X
me haces sentir Y, pero me habría gustado sentirme Z». Por ejemplo:
«cuando no me llamaste por teléfono y no me avisaste de que
llegarías tarde a nuestra cita para cenar me sentí despreciada y
enfadada. Me habría gustado que me advirtieras de tu retraso»,
en lugar del habitual «eres un desconsiderado y un egoísta».
En resumen, pues, la comunicación abierta no supone un desafío, una
amenaza ni un insulto, y tampoco deja lugar para ninguna de las
innumerables manifestaciones de una actitud defensiva, como las
excusas, la evitación de responsabilidades, los contraataques
destructivos, etcétera. En este caso la empatía vuelve a revelarse
como un instrumento sumamente eficaz.
Cabe
añadir, por último, que el respeto y el amor no sólo
pueden despejar la hostilidad del seno del matrimonio, sino también
de todos los demás ámbitos de nuestra vida. Un modo muy eficaz de
disminuir la tensión que provoca una pelea es permitir que el otro
miembro de la pareja sepa que somos capaces de comprender su punto
de vista y aceptar su posible validez, aunque no coincida plenamente
con el nuestro. Otra posibilidad consiste en tratar de asumir
nuestra parte de responsabilidad o incluso disculpamos si
reconocemos que nos hemos equivocado. En el peor de los casos, esta
confirmación significa que uno comprende lo que se le está diciendo
y tiene en cuenta las emociones implicadas («me doy cuenta de que
estás alterada») aunque no esté de acuerdo con su motivación. En
cambio, en otras ocasiones, por ejemplo, cuando no hay ninguna pelea
en juego la confirmación puede adoptar la forma de un elogio,
tratando de destacar y alabar explícitamente alguna cualidad del
otro. Este tipo de comunicación no sólo contribuye a crear una
relación de pareja más sosegada, sino que también permite ir
acumulando un capital emocional de sentimientos positivos.
La práctica
Para
que estas estrategias demuestren su utilidad en los momentos
emocionalmente más críticos, deben estar suficientemente grabadas.
El hecho es que nuestro cerebro emocional reacciona de manera
automática con aquellas respuestas emocionales que hemos aprendido a
lo largo de toda nuestra vida en los repetidos momentos de enfado y
de sufrimiento emocional, de tal modo que éstas terminan dominando
todo nuestro panorama mental. La memoria y la reactividad están muy
estrechamente ligadas a las emociones y es por esto por lo que en
estos momentos resulta más difícil evocar respuestas asociadas a las
situaciones de calma. Así pues, si no nos familiarizamos y
entrenamos en dar respuestas emocionales más positivas, nos
resultará sumamente difícil poder llegar a evocarlas cuando estemos
alterados.
Por el
contrario, el adiestramiento en este tipo de respuestas hasta
hacerlas automáticas nos proporcionará la oportunidad de recurrir a
ellas en medio de una crisis emocional.