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INTELIGENCIA EMOCIONAL

PARTE III : INTELIGENCIA EMOCIONAL APLICADA

Capitulo 9

ENEMIGO INTIMO

Daniel Goleman

 

9. ENEMIGOS ÍNTIMOS

En cierta ocasión Sigmund Freud le dijo a su discípulo Erik Erikson que la capacidad de amar y de trabajar constituyen los indicadores que jalonan el logro de la plena madurez. Pero, de ser cierta esta afirmación, el bajo porcentaje de matrimonios y el alto número de divorcios del mundo actual convertiría a la madurez en una etapa de la vida en peligro de extinción que requeriría, hoy más que nunca, del concurso de la inteligencia emocional.

 
   

Si tenemos en cuenta los datos estadísticos relativos al número de divorcios, comprobaremos que la media anual se mantiene más o menos estable pero si, en cambio, calculamos la probabilidad de que una pareja recién casada acabe divorciándose, nos veremos obligados a reconocer que, en este sentido, se ha producido una peligrosa escalada. Así pues, si bien la proporción total de divorcios entre los recién casados permanece estable, el índice de riesgo de separación, no obstante, ha aumentado considerablemente.

Y este cambio resulta más patente cuando se comparan los porcentajes de divorcio de quienes han contraído matrimonio en un determinado año. Por ejemplo, el porcentaje de divorcio de quienes se casaron el año 1 890 en los Estados Unidos era del orden del 10%, una cifra que alcanzó el 18% en los matrimonios celebrados en 1920 y el 30% en 1950. Las parejas que iniciaron su relación matrimonial en 1970 tenían el 50% de probabilidades de separarse o de seguir juntas ¡mientras que, en 1990, esta probabilidad había alcanzado el 67%! Si esta estimación es válida, sólo tres de cada diez personas recién casadas pueden confiar en seguir unidas.

 

Podría aducirse que este incremento se debe, en buena medida, no tanto al declive de la inteligencia emocional como a la constante erosión de las presiones sociales que antiguamente mantenían cohesionada a la pareja (el estigma que suponía el divorcio o la dependencia económica de muchas mujeres con respecto a sus maridos), aun estando sometida a las condiciones más calamitosas. Pero el hecho es que, al desaparecer las presiones sociales que mantenían la unión del matrimonio, ésta sólo puede asentarse sobre la base de una relación emocional estable entre los cónyuges.

En los últimos años se ha llevado a cabo una serie de investigaciones que se ha ocupado de analizar con una precisión desconocida hasta la fecha los vínculos emocionales que mantienen los esposos y los problemas que pueden llegar a separarlos. Es muy posible que el avance más importante en la comprensión de los factores que contribuyen a la unión o a la separación del matrimonio esté ligado al uso de sutiles instrumentos fisiológicos que permiten rastrear minuciosamente, instante tras instante, los intercambios emocionales que tienen lugar en la interacción entre los miembros de la pareja. Los científicos se hallan actualmente en condiciones de detectar las más mínimas descargas de adrenalina de un marido —que, de otro modo, pasarían inadvertidas—, las modificaciones de la tensión arterial y de registrar, asimismo, las fugaces —aunque muy reveladoras— microemociones que muestra el rostro de una esposa. Estos registros fisiológicos demuestran la existencia de un subtexto biológico que subyace a las dificultades por las que atraviesa una pareja, un nivel crítico de realidad emocional que suele pasar inadvertido y que, en consecuencia, se tiende a soslayarlo completamente. Estos datos ponen de relieve, pues, las auténticas fuerzas emocionales que contribuyen a mantener o a destruir una relación. Pero no debemos olvidar, no obstante, que gran parte del fracaso de las relaciones de pareja se asienta en las diferencias existentes entre los mundos emocionales de los hombres y de las mujeres.

LOS ANTECEDENTES INFANTILES DE DOS CONCEPCIONES DIFERENTES DEL MATRIMONIO

No hace mucho, estaba a punto de entrar en un restaurante cuando, de repente, un joven, en cuyo rostro se dibujaba una rígida mueca de disgusto, salió del local con paso airado. Tras él iba desesperadamente una mujer —también joven— pisándole los talones y golpeándole en la espalda al tiempo que le gritaba «¡Maldito! ¡Vuelve aquí y sé amable conmigo!» Esta conmovedora queja, paradójicamente contradictoria, dirigida a una espalda en retirada, ejemplifica un modelo muy extendido de relación conyugal en peligro, según el cual la mujer demanda atención mientras el hombre se bate en retirada. Los terapeutas matrimoniales han descubierto que, en el mismo momento en que los miembros de la pareja se ponen de acuerdo para acudir a la consulta, ya están atrapados en una pauta de respuesta de compromiso-o-evitación, en la que el marido se queja de las «irracionales» exigencias y ataques de su mujer mientras que ella se lamenta de la indiferencia manifiesta de él ante sus necesidades.

Este desenlace refleja, de hecho, la existencia de dos realidades emocionales distintas —la de la mujer y la del hombre— en una misma relación de pareja. Y, si bien el origen de estas diferencias emocionales responde parcialmente a razones biológicas, también tiene que ver con la infancia y con los distintos mundos emocionales en que crecen las niñas y los niños. Existe una amplia investigación al respecto que pone de manifiesto que estas diferencias no sólo se ven reforzadas por los distintos juegos elegidos por las niñas y los niños sino también por el temor de unas y otros a que se bromee a su costa por tener un «novio» o una «novia». Un estudio sobre los compañeros elegidos por los niños demostró que, a los tres años de edad, éstos tienen el mismo número de amigos que de amigas, un porcentaje que va disminuyendo hasta que, a los cinco años, sólo se tiene el 20% de amigos del otro sexo contrario y que casi llega a anularse a la edad de siete años. A partir de ese momento, los mundos de los niños y de las niñas discurren de manera paralela hasta volver a confluir al llegar a la edad de las primeras citas de la adolescencia.

Durante todo este periodo, las lecciones emocionales recibidas por los niños y las niñas son muy diferentes. A excepción del enfado, los padres hablan más de las emociones con sus hijas que con sus hijos y es por esto por lo que las niñas disponen de más información sobre el mundo emocional. Cuando los padres, por ejemplo, cuentan cuentos a sus hijos pequeños, suelen utilizar palabras más cargadas emocionalmente con las niñas que con los niños. Cuando, por su parte, las madres juegan con sus hijos e hijas, expresan un espectro más amplio de emociones en el caso de que lo hagan con las niñas y son también más prolijas con ellas cuando describen un estado emocional, si bien suelen ser, en cambio, más minuciosas a la hora de describir a sus hijos varones las causas y las consecuencias de emociones tales como el enojo (probablemente una forma de admonición).

Leslie Brody y Judith Hall, que han sintetizado los resultados de varias investigaciones sobre las diferencias emocionales existentes entre ambos sexos, afirman que la mayor prontitud con que las niñas desarrollan las habilidades verbales las hace más diestras en la articulación de sus sentimientos y más expertas en el empleo de las palabras, lo cual les permite disponer de un elenco de recursos verbales mucho más rico que puede sustituir a reacciones emocionales tales como, por ejemplo, las peleas físicas. Según estas investigadoras: «los chicos, que no suelen recibir ninguna educación que les ayude a verbalizar sus afectos, suelen mostrar una total inconsciencia con respecto a los estados emocionales, tanto propios como ajenos»: A la edad de diez años, el porcentaje de chicas y chicos que se muestran francamente agresivos y predispuestos a la confrontación abierta cuando se enfadan es aproximadamente el mismo.

Sin embargo, a los trece años comienza a aparecer una marcada diferenciación entre ambos sexos y las muchachas muestran entonces una mayor habilidad que los chicos en el uso de tácticas agresivas de carácter más sutil, como el rechazo, el chismorreo y la venganza indirecta. A esta edad, la gran mayoría de los muchachos se limita a seguir tratando de resolver sus discrepancias mediante las peleas, ignorando otro tipo de estrategias más sutiles. Este es sencillamente uno de los muchos motivos por los que los muchachos —y más tarde los hombres— son menos diestros y que las muchachas para moverse por los vericuetos de la vida emocional.

Las chicas suelen organizar sus juegos en grupos reducidos y cohesionados, poniendo un marcado interés en minimizar las discrepancias y maximizar la cooperación, mientras que los chicos, por su parte, tienden a organizarse en grupos más numerosos y a incidir en los aspectos más competitivos. Veamos, por ejemplo, la distinta respuesta que suelen tener unos y otras cuando el juego se ve interrumpido porque alguno de los participantes se ha hecho daño. Lo que se espera de un niño que se haya lesionado es que se aleje momentáneamente del juego hasta que deje de llorar y se halle nuevamente en condiciones de reintegrarse a él. Pero cuando tal cosa ocurre en un grupo de chicas, en cambio, el juego se paraliza mientras todas se congregan en torno a la afectada tratando de consolarla. En opinión de la investigadora de Harvard Carol Gilligan, este marcado contraste entre los juegos de las niñas y los de los niños constituye un ejemplo de una de las diferencias clave existentes entre ambos sexos: los muchachos se sienten orgullosos de su solitaria y tenaz independencia y autonomía, y las chicas, por su parte, se sienten integrantes de una red interrelacionada. Es por ello por lo que los chicos se sienten amenazados cuando algo parece poner en peligro su independencia, algo que, en el caso de las chicas, ocurre cuando se rompe una de sus relaciones. Como destaca Deborah Tannen en su libro You Just Don ‘t Understand, esta diferencia de perspectiva entre ambos géneros les lleva a esperar cosas muy distintas de una simple conversación, ya que el hombre suele sentirse satisfecho con hablar sobre «algo» mientras que la mujer busca una conexión emocional más profunda.

Y esta disparidad en la educación emocional termina desarrollando aptitudes muy diferentes, puesto que las chicas «se aficionan a la lectura de los indicadores emocionales —tanto verbales como no-verbales— y a la expresión y comunicación de sus sentimientos». Los chicos, en cambio, se especializan en «minimizar las emociones relacionadas con la vulnerabilidad, la culpa, el miedo y el dolor»,’ una conclusión corroborada por abundante documentación científica. Por ejemplo, existen cientos de estudios que han puesto de manifiesto que las mujeres suelen ser más empáticas que los hombres, al menos en lo que se refiere a su capacidad para captar los sentimientos que se reflejan en el rostro, el tono de voz y Otro tipo de mensajes no verbales. De modo parecido, también resulta bastante más fácil descifrar los sentimientos en el rostro de una mujer que en el de un hombre. Aunque, en realidad, no existe, de entrada, ninguna diferencia manifiesta en la expresividad facial de las niñas y la de los niños, a lo largo de su desarrollo en la escuela primaria los chicos se van volviendo menos expresivos, todo lo contrario de lo que ocurre en el caso de las chicas, lo cual, a su vez, puede reflejar otra diferencia clave entre ambos géneros, es decir, que las mujeres suelen ser capaces de experimentar con mayor intensidad y variabilidad que los hombres un amplio espectro de emociones. Por ello, en términos generales, cabe afirmar que las mujeres son más «emocionales» que los hombres. Todo esto supone que las mujeres tienden a llegar al matrimonio con un mayor dominio de sus emociones, mientras que los hombres lo hacen con una escasa comprensión de lo que esto significa para la estabilidad de la relación. De hecho, un estudio efectuado sobre 264 parejas ha revelado que, para las mujeres, el principal motivo de satisfacción de una relación viene dado por la sensación de que existe una «buena comunicación» en la pareja. Ted Huston, psicólogo de la Universidad de Texas que se ha dedicado a estudiar en profundidad las relaciones de pareja, observa que: «desde el punto de vista de la esposa, la intimidad conlleva, entre otras muchas cosas, la capacidad de abordar cuestiones muy diferentes y, en especial, de hablar sobre la relación misma. La inmensa mayoría de los hombres, por el contrario, no aciertan a comprender esta demanda y suelen responder diciendo algo así como: “yo quiero hacer cosas con mi mujer pero ella sólo quiere hablar”». Huston descubrió asimismo que, durante el noviazgo, los hombres se hallan más predispuestos a entablar este tipo de diálogo capaz de colmar el deseo de intimidad de su futura esposa pero que, pasado este periodo, los hombres —especialmente en las parejas más tradicionales— van invirtiendo cada vez menos tiempo en conversar con sus esposas y satisfacen su necesidad de intimidad dedicándose a actividades tales como cuidar juntos del jardín en lugar de tener una buena conversación sobre cualquier tema.

Esta lenta escalada del silencio masculino puede originarse, en parte, en el hecho de que, según parece, los hombres suelen ser muy optimistas sobre la situación real de su matrimonio mientras que las mujeres son más sensibles a los aspectos problemáticos de la relación. Un estudio realizado sobre el matrimonio pone en evidencia que los hombres muestran un punto de vista más ingenuo que sus esposas en todo lo concerniente a la relación (hacer el amor, estado de las finanzas, vínculos familiares, comprensión mutua o importancia de los defectos personales). Las esposas, por su parte, suelen mostrarse más exigentes a la hora de plantear sus demandas, especialmente en los matrimonios infelices. Si al cándido punto de vista de los maridos sobre el matrimonio sumamos su poca predisposición a afrontar los conflictos emocionales, nos haremos una idea más precisa del motivo de las frecuentes quejas de las mujeres sobre la evasiva actitud de sus maridos para hacer frente a los problemas que aquejan a cualquier relación. (Estamos hablando, claro está, de la generalización de una diferencia que no es aplicable a todos los casos particulares. Un amigo psiquiatra, por ejemplo, se lamentaba de que, en su matrimonio, él fuera el único en sacar a relucir este tipo de cuestiones y de que su esposa se mostrara sumamente remisa a hacer frente a los problemas emocionales.)

No cabe duda de que la torpeza de los hombres para percatarse de los problemas de la relación se debe a su relativa falta de capacidad para descifrar el contenido emocional de las expresiones faciales. Las mujeres suelen ser mucho más sensibles que los hombres para captar un gesto de tristeza. Es por esto por lo que las mujeres suelen verse obligadas a aparentar una desolación absoluta para que un hombre pueda llegar a darse cuenta de cuáles son sus verdaderos sentimientos y darle luego también el tiempo suficiente para que se plantee cuál puede ser la causa de su malestar.

Consideremos ahora las implicaciones de esta brecha emocional entre géneros en el modo en que los miembros de la pareja abordan las exigencias y discrepancias que inevitablemente comporta toda relación íntima. De hecho, las cuestiones puntuales como la frecuencia de las relaciones sexuales, la educación de los hijos, el ahorro y las deudas que el matrimonio puede afrontar, no suelen ser el motivo principal de cohesión o de separación de la pareja. El factor determinante, por el contrario, suele centrarse en el modo en que la pareja aborda las cuestiones más o menos candentes. Y, por así decirlo, llegar a un acuerdo sobre como estar en desacuerdo suele ser la clave para la supervivencia del matrimonio.

Para sortear los escollos de las emociones tortuosas, las mujeres y los hombres deben tratar de ir más allá de las diferencias genéricas innatas porque, en caso de no lograrlo, la relación se verá abocada al naufragio. Como veremos a continuación, el riesgo de zozobrar ante estos escollos aumenta considerablemente en el caso de que uno o ambos cónyuges presenten carencias manifiestas en el desarrollo de la inteligencia emocional.

EL FRACASO MATRIMONIAL

Fred:¿Has recogido mi ropa limpia?

Ingrid:(En tono burlesco) «Has recogido mi ropa limpia». Recógela tú. ¿Crees que soy tu criada’?

Fred:Eso difícilmente podría ser. Si fueras mi criada, al menos sabrías limpiar la ropa.

Si este diálogo caústico e hiriente hubiera sido extraído de una obra de teatro podría resultar hasta cómico, pero el hecho es que tuvo lugar entre un matrimonio que —y esto no resulta sorprendente— acabó divorciándose a los pocos años. El intercambio tuvo lugar en un laboratorio dirigido por John Gottman, psicólogo de la Universidad de Washington, quien posiblemente haya llevado a cabo el análisis más exhaustivo sobre el aglutinante emocional que mantiene unida a la pareja y sobre los sentimientos corrosivos que contribuyen a destruirla. En el curso de esta investigación se grababan en video las conversaciones que mantenían las parejas y posteriormente eran microanalizadas para tratar de descubrir los más mínimos indicios de las corrientes emocionales subyacentes. Este proceso de cartografiado de las discrepancias que terminan abocando al divorcio constituye un argumento sumamente convincente en favor del papel decisivo que desempeña la inteligencia emocional en la supervivencia de la pareja.

En las dos últimas décadas. Gottman ha rastreado los altibajos de más de doscientas parejas, algunas de ellas recién casadas y otras que llevaban unidas mucho tiempo. La precisión del análisis realizado por Gottman sobre el ecosistema matrimonial ha sido tal que, en uno de sus estudios, le permitió predecir con una exactitud del 94% (¡una precisión ciertamente inaudita en este tipo de estudios!) qué parejas, de entre todas las que pasaron por su laboratorio, terminarían separándose en los próximos tres años (como ocurrió en el caso de Ingrid y Fred, cuya cáustica discusión poníamos como ejemplo al comienzo de esta sección). La precisión del análisis de Gottman se deriva de su escrupulosa metodología y de la minuciosidad con que recoge sus datos.

Mientras los miembros de la pareja, por ejemplo, conversan entre si, unos sensores se encargan de registrar los más mínimos cambios fisiológicos; asimismo, Gottman realiza también un análisis secuencial de todas las expresiones faciales (utilizando un sistema de lectura de las emociones desarrollado por Paul Ekman) que le permite detectar los matices más sutiles y fugaces de los sentimientos. Después de finalizar la sesión, cada participante se dirige a un laboratorio separado para mirar la cinta de video y hablar de los sentimientos que experimentó durante los momentos más álgidos de la conversación. El resultado de este tipo de estudios constituye el equivalente a una radiografía emocional del matrimonio.

Según Gottman, las críticas destructivas son una incipiente señal de alarma que indica que el matrimonio se halla en peligro. En un matrimonio emocional mente sano, tanto la esposa como el marido se sienten lo suficientemente libres como para formular abiertamente sus quejas. Pero suele ocurrir que, en medio del fragor del enfado, las quejas se formulen de un modo destructivo, bajo la foma de un ataque en toda regla contra el carácter del cónyuge. Pamela y Tom, por ejemplo, quedaron a una hora concreta frente a la estafeta de correos para ir al cine y, seguidamente, Pamela se dirigió con su hija a una zapatería mientras su marido iba a echar un vistazo a la librería. Pero a la hora convenida Tom todavía no había aparecido. «¿Dónde se habrá metido? La película empieza dentro de diez minutos —se quejó Pamela a su hija—. Si alguien sabe cómo estropear algo, ése es tu padre.» y cuando Tom apareció diez minutos después, contento por haberse encontrado con un viejo amigo y excusándose por el retraso, Pamela le espetó sarcásticamente: «muy bien; ya tendremos ocasión de discutir tu sorprendente habilidad para echar al traste todos los planes. Eres un egoísta y un desconsiderado».

Pero este tipo de quejas es algo más que una simple protesta, es un verdadero atentado contra la personalidad del otro, una crítica dirigida al individuo y no a sus actos. Ante el intento de disculpa de Tom, Pamela le estigmatizó con los calificativos de «egoísta y desconsiderado». No es infrecuente que las parejas atraviesen por momentos similares, momentos en los que una queja sobre algo que el otro ha hecho se convierte en un ataque en toda regla contra la persona y no contra el hecho en cuestión.

Estas feroces críticas personales tienen un impacto emocional mucho más corrosivo que una queja razonada y tienden a producirse —quizá comprensiblemente— con mayor frecuencia cuando la esposa o el marido siente que sus quejas no son escuchadas ni tenidas en consideración.

La diferencia existente entre una queja y una crítica personal es evidente. En la queja, uno señala específicamente aquello que le molesta del otro miembro de la pareja y critica sus acciones —no su persona— expresándole cómo se siente. Por ejemplo, la frase «cuando olvidaste meter mi ropa en la lavadora sentí que te preocupabas muy poco de mi» no es beligerante ni pasiva sino una expresión asertiva que ilustra un grado de inteligencia emocional. Lo que ocurre en el caso de la crítica personal, en cambio, es que un miembro de la pareja se sirve de una demanda concreta para arremeter contra el otro («Siempre eres igual de egoísta e insensible. Esto me demuestra que no puedo confiar en que hagas nada bien»). Este tipo de crítica deja a quien la recibe avergonzado, disgustado, ultrajado y humillado, y es muy probable que termine abocando a una reacción defensiva que no contribuya en nada a mejorar la situación.

Las críticas cargadas de quejas suelen ser muy destructivas, especialmente en el caso de que no sólo se transmitan mediante las palabras sino que se expresen de forma airada y recurriendo también al tono de voz y al gesto. La forma más evidente consiste en la ridiculización o el insulto directo («idiota», «puta» o «cabrón»), pero la verdad es que el lenguaje corporal puede alcanzar el mismo grado de ensañamiento que el ataque verbal (un gesto despectivo, fruncir el labio —la señal universal del disgusto— o poner los ojos en blanco en un gesto de resignación).

La impronta facial de la queja consiste en la contracción de los músculos que retraen los extremos de la boca hacia los lados (normalmente hacia la izquierda) y en la elevación de los ojos. La presencia tácita de esa expresión emocional en el rostro de uno de los esposos aumenta el ritmo cardiaco del otro en dos o tres latidos por minuto. Esta comunicación soterrada termina provocando un efecto fisiológico ya que, según descubrió Gottman, si un marido muestra con frecuencia su desprecio de este modo, la esposa acusará una clara propensión hacia una gama concreta de problemas de salud que van desde el simple resfriado hasta la gripe, las infecciones de vejiga y los desórdenes gastrointestinales. Y Gottman considera que, cuando el rostro de la esposa expresa contrariedad —el pariente próximo del reproche— cuatro o más veces durante una conversación de quince minutos, es un síntoma de que la pareja se separará en un periodo máximo de cuatro años.

Pero aunque las protestas o las expresiones ocasionales de disgusto no suelen conducir a la disgregación del matrimonio, constituyen un factor de riesgo equivalente al hecho de fumar o de padecer una elevada tasa de colesterol para terminar desarrollando una enfermedad cardiaca; de modo que, cuanto más intensa y prolongada sea la descarga de este tipo de emociones, mayor será el peligro. En el camino que conduce hasta el divorcio, cada una de estas situaciones sienta las bases para la siguiente, en una escala de sufrimiento creciente. De este modo, las quejas, las desavenencias y las criticas frecuentes constituyen peligrosos indicadores que evidencian que la mujer o el marido han establecido un veredicto concluyente de culpabilidad sobre el otro. Esta condena inapelable constituye una pauta negativa y hostil de pensamiento que desemboca fácilmente en agresiones que hacen que el receptor se ponga a la defensiva y se apreste de inmediato al contraataque.

Los dos polos de la pauta de respuesta de lucha-o-huida constituyen las dos modalidades extremas de reacción del cónyuge que se siente atacado. Lo más común es devolver el ataque con una explosión de ira pero esta vía suele concluir en una estéril disputa a voz en grito. Por su parte, la huida, la otra respuesta alternativa, puede llegar a ser más perniciosa todavía, especialmente en el caso de que conlleve la retirada a un silencio sepulcral.

La táctica del cerrojo constituye la última defensa. La persona que se cierra sobre sí misma se limita a quedarse en blanco, a inhibirse de la conversación respondiendo lacónicamente o manteniendo un silencio y una expresión pétrea, una táctica que envía un poderoso y contundente mensaje que combina el distanciamiento, la superioridad y el rechazo. Esta pauta es fácilmente observable en los matrimonios con problemas y en el 85% de los casos es el marido quien se encierra en sí mismo como respuesta a una esposa que lo acosa con constantes quejas y críticas. Pero una vez que termina estableciéndose como respuesta habitual tiene un efecto devastador sobre la salud de la relación porque aborta toda posibilidad de resolver las desavenencias.

PENSAMIENTOS TOXICOS

Los niños están alborotando más de la cuenta y Martin —su padre— está cada vez más irritado. Entonces se dirige a su esposa Melanie con un agresivo:

—Querida ¿no crees que los chicos deberían estarse quietos?

(Pero lo que en realidad está pensando es: «Melanie es demasiado permisiva con los niños».)

Ante el irritante comentario de su marido, Melanie se enoja. Entonces, su rostro se tensa, frunce el ceño y replica:

—Sólo están jugando un rato. No tardarán mucho en acostarse.

(Pero su auténtico pensamiento es: «ya está Martin quejándose otra vez».)

Ahora es Martin quien se halla ostensiblemente enfadado e, inclinándose amenazadoramente hacia delante con los puños apretados, exclama:

—¿No podrías acostarlos ahora mismo, querida?

(Su verdadero pensamiento, no obstante, es: «me lleva la contraria en todo lo que digo. Tendré que hacerlo yo mismo».)

Melanie. asustada por la súbita muestra de cólera de Martin responde, en un tono más sosegado:

—No. Ya iré yo y los acostaré.

(Pero lo que realmente piensa es: «esta perdiendo el control y podría llegar a pegarles. Será mejor que le siga la corriente».)

Este tipo de conversaciones paralelas —la verbal y la mental— ha sido puesto de manifiesto por Aaron Beck. el creador de la terapia cognitiva, como ejemplo de los pensamientos que pueden emponzoñar una relación matrimonial. «El auténtico intercambio emocional que tuvo lugar entre Melanie y Martin estaba prefigurado por sus pensamientos y éstos. a su vez, estaban predeterminados por un estrato mental más profundo al que Beck denomina “pensamientos automáticos», es decir, creencias fugaces sobre las personas con quienes nos relacionamos y sobre nosotros mismos que reflejan nuestras actitudes emocionales más profundas. El pensamiento profundo de Melanie era algo así como «Martin me intimida continuamente con sus enfados», mientras que el de Martin. por su parte, era «no tiene ningún derecho a tratarme así». De este modo Melanie se siente como una víctima inocente en su matrimonio mientras que Martin cree que tiene todo el derecho a indignarse por lo que considera un trato injusto por parte de su esposa.

El pensamiento de que uno es una víctima inocente o de que tiene derecho a indignarse es típico de aquellos matrimonios en crisis que, de un modo u otro, se agreden de continuo. Una vez que este tipo de pensamientos —como, por ejemplo, la justa indignación— se automatizan, desempeñan un papel autoconfirmante y. de este modo, el miembro de la pareja que se siente víctima acecha constantemente todo lo que hace el otro para poder confirmar su propia opinión de que está siendo atacado o menospreciado, ignorando, al mismo tiempo, todo acto mínimamente positivo que pueda cuestionar o contradecir esta visión.

Este tipo de pensamientos es muy poderoso y pone en marcha el sistema de alarma neurológico. El pensamiento de que uno es una víctima desencadena un secuestro emocional que activa la larga serie de ofensas que uno ha recibido del otro, olvidando simultáneamente todo lo positivo que haya aportado que no cuadre con la visión de que uno es una víctima inocente. De este modo, el otro miembro de la pareja se ve encerrado en una especie de callejón sin salida ya que todo lo que haga —aunque trate de ser deliberadamente amable— será reinterpretado a través de este prisma de negatividad y rechazado como una tímida tentativa de negar su culpa.

En situaciones similares, las parejas que se hallan libres de este tipo de procesos mentales suelen adoptar una interpretación más positiva, en consecuencia son menos proclives a experimentar un secuestro emocional y, en caso de hacerlo, se recuperan con mayor prontitud. El patrón general de pensamientos que alimentan o, por el contrario, aligeran la crisis se atiene al modelo de optimismo o pesimismo propuesto en el capitulo 6 por el psicólogo Martin Seligman. La visión pesimista sería aquélla que considera que nuestra pareja tiene un defecto inherente e inmutable que sólo genera sufrimiento: «es un egoísta que sólo piensa en sí mismo. Así lo parieron y jamás cambiará. Lo único que quiere de mí es que esté completamente a su servicio sin tener en cuenta cuáles son mis sentimientos». La visión optimista contrapuesta podría expresarse más o menos del siguiente modo: «ahora parece muy exigente pero, en el pasado, ha demostrado ser muy comprensivo. Tal vez esté atravesando una mala racha. Es muy posible que tenga algún problema en el trabajo». Esta última perspectiva no descalifica al otro miembro de la pareja ni considera desesperanzadamente que la relación matrimonial esté dañada de manera irreversible, sino que piensa, en cambio, que sólo se trata de un problema circunstancial y pasajero. La primera actitud aboca a la desazón mientras que la segunda proporciona, en cambio, una sensación de mayor sosiego.

Las parejas que adoptan una postura pesimista son sumamente proclives a los raptos emocionales y se enfadan, ofenden y molestan por todo lo que hace su compañero, creciendo su irritación a medida que avanza la discusión. Este estado de inquietud interna, unido a su actitud pesimista, les hace más proclives a recurrir a la crítica y las quejas desconsideradas en las desavenencias con su pareja, lo cual incrementa, a su vez, la probabilidad de terminar adoptando una actitud defensiva o de clara cerrazón.

Es muy posible que los pensamientos tóxicos más virulentos sean aquéllos que albergan los hombres que llegan a maltratar físicamente a sus esposas. Un estudio sobre la violencia marital llevado a cabo por psicólogos de la Universidad de Indiana demostró que las pautas de pensamiento de estos hombres son las mismas que las de los niños bravucones del patio de recreo. Suele tratarse de hombres que interpretan las acciones neutras de sus esposas como ataques y utilizan este prejuicio para justificar su agresividad hacia ellas (quienes se muestran sexualmente agresivos en sus citas con las mujeres sufren un proceso muy parecido, prejuzgándolas con suspicacia y desdeñando sus posibles objeciones)i Como hemos visto en el capítulo 7, este tipo de hombres se siente especialmente amenazado por el desdén, el rechazo o la vergüenza pública a que les pueden someterles sus esposas. Una escena típica que suele activar la «justificación» de la violencia del marido es la siguiente: «estás en una fiesta y de repente te das cuenta de que hace media hora que tu mujer está hablando y riendo con ese hombre tan atractivo que parece estar coqueteando con ella». La respuesta habitual de este tipo de hombres ante el rechazo o abandono de sus esposas oscila entre la indignación y la humillación. Es muy posible que, en tal caso, pensamientos automáticos del tipo «ella va a dejarme» actúen a modo de desencadenante de un secuestro emocional en el que el marido violento reaccione impulsivamente o, como dicen los investigadores, manifieste una «respuesta conductual inapropiada”

EL DESBORDAMIENTO: EL NAUFRAGIO DEL MATRIMONIO

Estas actitudes suelen originar un estado de crisis constante que sirve de detonante a frecuentes secuestros emocionales que dificultan la cicatrización de las heridas provocadas por la ira.

Gottman utiliza el término desbordamiento para referirse a esta sobrecarga de desazón emocional que resulta imposible de controlar y que arrastra consigo a quienes se ven superados por la negatividad de su pareja y por su propia respuesta ante ella. El desbordamiento impide oir sin distorsiones el mensaje recibido, responder con la cabeza despejada, organizar los pensamientos y termina desatando las más primitivas de las respuestas. Lo único que desean quienes se ven arrastrados por las emociones es que la tempestad amaine, escapar de la situación o. a veces, incluso vengarse. De este modo, el desbordamiento constituye un tipo de secuestro emocional que se autoperpetua.

Hay personas que presentan un elevado umbral de desbordamiento, personas que soportan fácilmente el enfado y los reproches mientras que otras, en cambio, saltan disparadas en el mismo instante en que su cónyuge las critica. El correlato fisiológico del desbordamiento se mide por el aumento del ritmo del latido cardiaco. En condiciones de reposo, la frecuencia cardíaca de la mujer es de unas ochenta y dos pulsaciones por minuto, mientras que la de los hombres es del orden de setenta y dos (aunque hay que precisar que el promedio concreto depende de la altura y el peso de la persona). El desbordamiento comienza con un aumento del ritmo cardíaco de unos diez latidos por minuto sobre la frecuencia normal en condiciones de reposo y, cuando esta frecuencia alcanza las cien pulsaciones por minuto (cosa que puede ocurrir fácilmente en situaciones de enfado o de llanto), se dispara la secreción de adrenalina y de otras hormonas que contribuyen a mantener elevado el estado de estrés durante un buen rato.

De este modo, la frecuencia cardíaca constituye un claro indicador del momento en que se produce un secuestro emocional, en cuyo caso el aumento puede llegar ser de diez, veinte o hasta treinta pulsaciones en el corto intervalo que separa un latido del siguiente. En esa situación, los músculos se tensan y la respiración se hace dificultosa, se produce una especie de aluvión de sentimientos tóxicos, una incómoda y aparentemente inevitable inundación de miedo e irritación que requiere de «todo el tiempo del mundo», subjetivamente hablando, para poder ser superada.

En el momento culminante del secuestro, las emociones alcanzan una intensidad extraordinaria, la perspectiva del sujeto se estrecha y su pensamiento se vuelve tan confuso que no existe la menor posibilidad de poder asumir el punto de vista del otro y tratar de solucionar las cosas de un modo más razonable.

Está claro que, en alguna que otra ocasión, todas las parejas atraviesan por momentos de intensidad similar. El problema comienza cuando uno u otro cónyuge se siente continuamente desbordado. En este caso, el miembro de la pareja que se siente agobiado por el otro se mantiene constantemente en guardia para responder a cualquier signo de agresión o de injusticia emocional, y se vuelve tan susceptible a los ataques, las ofensas y los desaires, que salta ante la menor provocación. En estas circunstancias, el simple comentario «cariño ¿por qué no hablamos?» puede activar un pensamiento reactivo del tipo «ya está buscando pelea otra vez» que desencadene un desbordamiento emocional. Por otra parte, también hay que decir que cada nuevo desbordamiento dificulta la recuperación de la excitación fisiológica resultante, lo cual provoca, a su vez, que un comentario inofensivo se interprete desde una óptica sesgada que aboca al desbordamiento reiterado.

Éste es posiblemente el punto más crítico de una relación de pareja, un punto a partir del cual ya no parece haber posible vuelta atrás. El cónyuge que se siente desbordado interpreta todo lo que el otro hace desde una óptica absolutamente negativa. Así, las cuestiones más nimias se transforman en auténticas batallas campales porque los sentimientos se hallan continuamente heridos. Con el tiempo, el cónyuge que se siente desbordado comienza a considerar que todos y cada uno de los problemas que aquejan a la relación son imposibles de resolver, ya que su mismo estado emocional obstaculiza cualquier intento de solucionar las cosas. A medida que la situación empeora, comienza a parecer inútil todo intento de hablar de lo que está ocurriendo, y cada miembro de la pareja trata de resolver por su cuenta los problemas que le aquejan. Es entonces cuando comienzan a llevar vidas paralelas, viviendo en un aislamiento completo que no hace sino fomentar su sensación de soledad dentro del matrimonio. El último paso, como afirma Gottman, suele ser el divorcio.

Las dramáticas consecuencias de la falta de competencia emocional resultan bien patentes en el camino que conduce hasta el divorcio. El circuito reverberante de la crítica, el desprecio, la actitud defensiva, el encerramiento, la desconfianza y el desbordamiento emocional es un reflejo de la desintegración de la conciencia de uno mismo, de la pérdida del autocontrol emocional, de la empatía y de la capacidad para consolarse mutuamente.

LOS HOMBRES. EL SEXO VULNERABLE

Volvamos ahora a las diferencias genéricas en la vida emocional que constituyen la espoleta oculta de las desavenencias matrimoniales. La investigación ha descubierto la existencia de una diferencia básica en el valor que asignan los hombres y las mujeres (después incluso de treinta y cinco años de matrimonio) a la comunicación emocional. Por término medio, las mujeres afrontan con más facilidad que los hombres las molestias que conlleva una disputa matrimonial. Ésta es, al menos, la conclusión a la que ha llegado Robert Levenson, psicólogo de la Universidad de California, en Berkeley, tras un estudio basado en el testimonio de 151 parejas que llevaban mucho tiempo casadas.

Levenson descubrió que la mayor parte de los maridos tenían una especial aversión a las disputas matrimoniales, algo que para las mujeres, en cambio, no suponía ningún tipo de problema. «Pero, si bien los maridos propenden a desbordamientos menos negativos, en cambio, suelen experimentar el desbordamiento emocional con más facilidad. Y una vez que éste tiene lugar, el menor signo de negatividad de la esposa desencadena una mayor secreción de adrenalina por parte del marido, lo cual supone que éste requiera de más tiempo para recuperarse fisiológicamente del desbordamiento». Esto puede sugerir, dicho sea de paso, que la típica imperturbabilidad masculina —tan bien representada por el estoico Clint Eastwood— puede no ser más que un mecanismo de defensa contra el posible desbordamiento emocional.

Según Gottman, la razón de que los hombres estén tan predispuestos a atrincherarse en sí mismos hay que buscarla en la protección que esta situación les procura contra el desbordamiento emocional. La investigación ha revelado que cuando se produce este encerramiento en uno mismo, el ritmo cardiaco desciende una media de diez latidos por minuto, proporcionando una sensación subjetiva de consuelo. Pero —y he aquí la paradoja— cuando los hombres inician este proceso de retirada, el ritmo cardíaco de las mujeres asciende a cotas criticas. Esta danza limbica, en la que cada uno de los miembros de la pareja busca sosiego en tácticas contrapuestas, da lugar a posturas muy distintas ante el enfrentamiento emocional, de modo tal que los hombres tratan de evitarlo con el mismo fervor con el que sus esposas se sienten compelidas a buscarlo.

Por esto es por lo que los maridos tienden a encerrarse en si mismos en la misma proporción en que las mujeres tienden a atacarles. Esta asimetría es la consecuencia de que las mujeres tiendan a prestar más atención a las cuestiones emocionales. Y esta propensión a sacar a colación las desavenencias y las protestas para tratar de resolverlas es la que desata la resistencia de los maridos a comprometerse en algo que posiblemente termine abocando a una acalorada discusión. En el momento en que la mujer percibe el intento del marido de eludir este compromiso, aumenta el volumen y la intensidad de sus demandas y comienza a criticarle abiertamente. Cuando el marido, como respuesta, se pone a la defensiva y se encierra en si mismo, la mujer se siente frustrada e irritada, añadiendo así más motivos de queja que no hacen sino incrementar su frustración. Luego, en el momento en que el marido percibe que está siendo objeto de las críticas y quejas de su esposa, comienza a adoptar un modelo de pensamiento de víctima inocente o de justa indignación que fácilmente desencadena el desbordamiento. Para protegerse de este desbordamiento, el marido se pone cada vez más a la defensiva atrincherándose en si mismo. Pero recordemos que, en el momento en que el marido recurre a la táctica del encerramiento es la esposa quien se siente abocada al callejón sin salida del desbordamiento. Es así cómo el círculo vicioso de las peleas matrimoniales termina desencadenando una espiral de agresividad completamente descontrolada.

CONSEJOS PARA EL MATRIMONIO

La distinta forma en que los hombres y las mujeres se relacionan con los sentimientos dolorosos tiene consecuencias tan peligrosas para la vida de relación que tal vez debiéramos preguntarnos ¿qué es lo que pueden hacer las parejas para salvaguardar el amor y el afecto que se profesan mutuamente?, o, dicho de otro modo, ¿qué es lo que mantiene a salvo al matrimonio? Las investigaciones realizadas sobre las parejas que perduran a lo largo de los años han llevado a los consejeros matrimoniales a esbozar un conjunto de recomendaciones específicas para hombres y para mujeres, y una serie de consejos de carácter más global aplicables tanto a unos como a otros.

Hablando en términos generales, los hombres y las mujeres necesitan remedios emocionales diferentes. En este sentido, nuestra recomendación seria que los hombres no trataran de eludir los conflictos sino que, en cambio, intentaran comprender que las llamadas de atención de una esposa o sus muestras de disgusto, pueden estar motivadas por el amor y por el intento de mantener la fluidez y la salud de la relación (aunque, ciertamente, la hostilidad manifiesta también puede responder a otros motivos).

La acumulación soterrada de quejas va creciendo en intensidad hasta el momento en que se produce una explosión, mientras que su expresión abierta, en cambio, libera el exceso de presión. Los maridos, por su parte, deben comprender que el enfado y el descontento no son sinónimos de un ataque personal sino meros indicadores de la intensidad emocional con que sus esposas viven la relación.

Los hombres también debe permanecer atentos para no tratar de zanjar una discusión antes de tiempo proponiendo una solución pragmática precipitada porque, para una esposa, es sumamente importante sentir que su marido escucha sus quejas y empatiza con sus sentimientos (lo cual no necesariamente supone que deba coincidir con ella). En tal caso, la esposa podría interpretar este consejo como una forma de rechazo, como si sus sentimientos fueran algo absurdo o carente de importancia. Por el contrario, los maridos que, en lugar de subestimar las quejas de su esposa, permanecen junto a ella en medio del fragor de una discusión, las hacen sentirse escuchadas y respetadas. Lo que una esposa desea es que sus sentimientos sean tenidos en cuenta, respetados y valorados, aunque el marido se halle en desacuerdo.

No es infrecuente, por tanto, que una esposa se tranquilice cuando sienta que se escucha su punto de vista y se tienen en cuenta sus sentimientos.

En lo que respecta a las mujeres, el consejo es muy parecido.

Dado que uno de los principales problemas para el hombre es que su esposa suele ser demasiado vehemente al formular sus quejas, ésta debería hacer el esfuerzo de no atacarle personalmente. Una cosa es una queja y otra muy distinta una crítica o una expresión de desprecio personal. Las quejas no son ataques al carácter sino tan sólo la clara afirmación de que una determinada acción resulta inaceptable. Las agresiones personales suelen provocar la reacción defensiva y el atrincheramiento del marido, lo cual sólo contribuye a aumentar la sensación de frustración y a provocar la escalada de la violencia. También puede ser de gran ayuda el que la esposa trate de formular sus quejas en un contexto más amplio sin dejar de expresar el amor que pueda sentir hacia su marido.

LAS «BUENAS PELEAS»

El periódico de hoy nos brinda una lección objetiva sobre la forma más inadecuada de resolver los conflictos que aquejan a los matrimonios. Marlene Lenick se peleó con su esposo Michael porque él quería ver el partido entre los Cowboys de Dallas y los Eagles de Filadelfia, mientras que lo que ella quería era ver las noticias. Cuando su marido se sentó en el sofá dispuesto a ver el partido, la señora Lenick dijo que «ya había tenido suficiente fútbol» y, acto seguido, se dirigió al dormitorio, cogió un revólver del calibre 38 y disparó dos veces sobre su esposo. Como consecuencia de este incidente, Marlene ha sido acusada de intento de homicidio con premeditación y puesta en libertad bajo fianza de 50.000 dólares, mientras que el señor Lenick, por su parte, tuvo suerte y sigue recuperándose de las heridas de bala que rozaron su abdomen y le atravesaron el omóplato izquierdo y el cuello. Por suerte son pocas las disputas matrimoniales que alcanzan este grado de virulencia pero nos brindan una oportunidad excelente para revisar aquellas condiciones que pueden infundir un mínimo de inteligencia emocional a la relación matrimonial. Por ejemplo, las parejas más estables expresan abiertamente sus puntos de vista cuando abordan un tema, una actitud que también pone en juego la capacidad de saber escuchar. Desde un punto de vista emocional, cualquier muestra de empatía constituye una excelente válvula de escape de la tensión puesto que lo que generalmente busca un cónyuge dolido es que se tengan en cuenta sus sentimientos.

Las parejas que acaban divorciándose suelen mostrarse incapaces de encontrar argumentos que detengan la escalada de la tensión. La diferencia existente entre las parejas que mantienen una relación saludable y aquéllas otras que terminan divorciándose radica en la presencia o ausencia de vías que ayuden a disolver las desavenencias conyugales. Las válvulas de seguridad que impiden que una discusión desemboque en una explosión de consecuencias irreversibles dependen de acciones tan sencillas como atajar la discusión a tiempo antes de que se desproporcione, la empatía y el control de la tensión. Estas acciones constituyen una especie de termostato emocional que impide que la expresión de los sentimientos rebase el punto de ebullición y nuble la capacidad de los miembros de la pareja para centrarse en el tema que estén discutiendo.

Una estrategia global que puede contribuir al buen funcionamiento del matrimonio consiste en no tratar de centrarse de entrada en aquellos temas álgidos concretos que suelen desencadenar las peleas matrimoniales (como, por ejemplo, el cuidado de los niños, el sexo, el dinero y el trabajo doméstico) sino, en cambio, tratar de cultivar juntos la inteligencia emocional y así aumentar las posibilidades de que las cosas discurran por cauces más sosegados. Existe un abanico de competencias emocionales —la capacidad de tranquilizarse a uno mismo (y de tranquilizar a la pareja), la empatía y el saber escuchar— que facilitan el que la pareja sea capaz de resolver más eficazmente sus desacuerdos. El desarrollo de este tipo de habilidades hace posible la existencia de discusiones sanas, de «buenas peleas» que contribuyen a la maduración del matrimonio y cortan de raíz las formas negativas de relación que suelen conducir a su disgregación. Pero los hábitos emocionales no pueden cambiarse de la noche a la mañana, se trata de una labor que exige mucha atención y perseverancia. Los cambios fundamentales que puede experimentar una pareja están directamente relacionados con la profundidad de su motivación. La mayor parte de las reacciones emocionales que se presentan en el seno del matrimonio comenzaron a modelarse desde nuestra más tierna infancia, imbuidas por el aprendizaje que supuso la relación entre nuestros padres y ejercitadas posteriormente en nuestras relaciones más íntimas. Por más que tratemos de convencernos de lo contrario, todos llevamos la impronta de los hábitos emocionales aprendidos en la relación que sostuvimos con nuestros padres (como reaccionar desproporcionadamente ante agravios de poca importancia o encerrarnos en nosotros mismos al menor signo de enfrentamiento).

Tranquilizarse a uno mismo

En el núcleo de toda emoción intensa subyace un impulso a la acción y por esto resulta fundamental el dominio de los impulsos para el desarrollo de la inteligencia emocional. No obstante, esto puede ser especialmente difícil de llevar a la práctica en las relaciones más próximas, donde uno se juega tanto. Las reacciones que afloran en este ámbito afectan a nuestras necesidades más profundas, como el deseo de sentirse amado y respetado, el miedo a ser abandonado o la sensación de ser rechazado emocionalmente. No deberíamos, pues, asombramos demasiado de que, en una pelea matrimonial, solamos comportarnos como si nuestra vida se hallara en peligro.

Pero es imposible dar con la solución adecuada cuando uno se halla bajo el influjo de un secuestro emocional. Por esto una de las competencias clave consiste en que ambos miembros de la pareja aprendan a calmar sus sentimientos más angustiosos, lo cual supone el desarrollo de la capacidad de recuperarse rápidamente del desbordamiento a que aboca todo secuestro emocional. Durante un secuestro emocional, las capacidades de escuchar, pensar y hablar con claridad se ven claramente mermadas y es por ese mismo motivo por lo que el hecho de tranquilizarse constituye un paso absolutamente necesario sin el cual no puede existir el menor progreso en la resolución del problema en cuestión.

Aquellos matrimonios que estén interesados en este punto pueden tratar de monitorizar su pulso carotídeo —está a unos pocos centímetros por debajo del lóbulo de la oreja y la mandíbula— cada cinco minutos en el transcurso de una discusión (algo que quienes practican algún tipo de ejercicio aeróbico pueden hacer sin dificultad alguna). El número de latidos que tienen lugar durante quince segundos multiplicado por cuatro nos da el promedio de pulsaciones cardiacas por minuto. Este control del pulso mientras uno trata de calmarse proporciona al sujeto una especie de gráfico basal, cuyo aumento en unos diez latidos por encima de la media constituye un claro indicador de que está en peligro de experimentar un desbordamiento emocional. En el caso de que el pulso sea incluso más acelerado, la pareja debería descansar durante unos veinte minutos antes de reanudar la charla (aunque una pausa de cinco minutos tal vez bastara, el tiempo de recuperación fisiológica suele ser más prolongado). Como hemos visto en el capitulo 5, los residuos fisiológicos del enfado actúan a modo de detonante capaz de generar más enfado. Por esto, un descanso prolongado nos proporciona más tiempo para que el cuerpo se recupere de la excitación previa.

Aquellos matrimonios que, por la razón que fuere, consideren embarazoso el hecho de monitorizar sus pulsaciones cardíacas durante una discusión, pueden establecer, al menor indicio de desbordamiento emocional por parte del otro, algún tipo de acuerdo previo que les proporcione un tiempo muerto. Durante este período de descanso, el enfriamiento puede verse potenciado mediante la práctica de algún tipo de relajación o de ejercicio aeróbico (o cualquiera de los otros métodos que hemos mencionado en el capítulo 5) que contribuyan a que el cónyuge afectado se recupere del secuestro emocional.

Desintoxicarse de la charla interna con uno mismo

Si tenemos en cuenta que los pensamientos negativos sobre nuestra pareja constituyen el desencadenante del desbordamiento emocional, no nos resultará difícil comprender el gran alivio que puede suponer que la mujer o el marido afectados por este tipo de críticas las exteriorice. Los pensamientos del tipo «no puedo soportar más tiempo esta situación» o «no merezco este trato» constituyen expresiones que responden al modelo de víctima inocente o de justa indignación. Como señala el terapeuta cognitivo Aaron Beck, cuando el marido o la mujer, en lugar de limitarse a sentirse heridos o enfadados, pueden darse cuenta de estos pensamientos y hacerles frente, comienzan a liberarse de su influjo. Pero, para ello, será necesario que primero aprendan a dominar este tipo de pensamientos, a darse cuenta de que no tienen por qué creer en ellos y a hacer el esfuerzo deliberado de buscar argumentos o perspectivas que permitan cuestionarlos. Una esposa, por ejemplo, que, en medio de una discusión, piensa «no tiene en cuenta mis necesidades» o «sólo piensa en sí mismo», puede afrontar este tipo de pensamientos recordando las múltiples ocasiones en que su marido se ha mostrado amable con ella.

Esto le permitirá reencuadrarlos y relativizarlos: «aunque lo que ha hecho me parece absurdo y me ha molestado, otras veces, en cambio ha demostrado claramente que se preocupa por mí». La primera formulación sólo aboca a sentirse más dolido e irritado mientras que la segunda, en cambio, deja abierta la posibilidad de que se produzca una transformación y una resolución positiva.

Escuchar y hablar de un modo no defensivo

Él:¡Estás gritando!

Ella: Es cierto, estoy gritando. Pero tú no has oído ni una sola palabra de lo que he dicho. Tú no me escuchas.

El hecho de saber escuchar constituye una habilidad que contribuye a mantener unida a la pareja. Aun en medio de una acalorada discusión, cuando tanto la mujer como el marido son presa de un secuestro emocional, él, ella o, en ocasiones, ambos a la vez, podrían reconducir la situación tratando de serenarse y respondiendo positivamente a cualquier intento conciliador. No obstante, las parejas que acaban divorciándose suelen dejarse arrastrar por la ira, se aferran a los pormenores del problema inmediato y se muestran incapaces de escuchar —por no hablar de responder positivamente— cualquier oferta de paz implícita en las palabras de su pareja. La actitud defensiva se manifiesta en la forma en que el sujeto ignora o rechaza las quejas del otro, reaccionando como si se tratara de un ataque en lugar de un intento de arreglar las cosas. También es cierto que, a veces, los argumentos aducidos por el otro miembro de la pareja pueden adoptar la forma de un ataque o expresarse con tal carga de negatividad que difícilmente podrían tomarse de otro modo.

Pero, aun en el peor de los casos, siempre cabe la posibilidad de que la pareja reconsidere conscientemente lo que se han dicho el uno al otro, tratando de obviar los contenidos más hostiles o negativos del intercambio —el tono, los insultos y las críticas mordaces—, tratando de extraer sus aspectos más relevantes.

Pero, para poder afrontar este reto, cada miembro de la pareja deberá tener presente que la negatividad manifiesta de su compañero constituye una declaración tácita de la importancia que reviste el tema para él o, dicho de otro modo, constituye una demanda de atención. Así, en el caso de que ella gritase: « ¿no vas a dejar de interrumpirme?», él, por ejemplo, podría responder sin reaccionar a su hostilidad diciendo: «muy bien. Continúa y di todo lo que tengas que decir».

La empatía —que consiste en escuchar los sentimientos reales subyacentes al mensaje verbal— es el modo más eficaz de escuchar sin adoptar una actitud defensiva. Como vimos en el capitulo 7, para que cada miembro de la pareja sea capaz de empatizar realmente con el otro es imprescindible que aprenda a sosegar sus reacciones emocionales hasta volverse lo bastante sensible a sus propias respuestas fisiológicas como para poder captar con fidelidad los sentimientos de su pareja. Sin esta receptividad fisiológica no existirá la menor posibilidad de captar los sentimientos del otro. La empatía desaparece en el mismo momento en que nuestros sentimientos son tan poderosos como para anular todo lo demás y no dejar abierta la menor posibilidad de sintonizar con el otro.

Existe un método muy eficaz, utilizado con frecuencia en la terapia matrimonial, que se denomina «reflejar» y que permite establecer una escucha emocionalmente adecuada. Cuando un miembro de la pareja expresa una demanda, el otro debe reformularla en sus propias palabras, tratando de expresar no sólo los pensamientos sino también los sentimientos subyacentes implicados.

Luego, este reflejo debe ser contrastado para asegurarse de que es adecuado y, en caso contrario, repetirlo de nuevo hasta conseguirlo. No obstante, hay que decir que este ejercicio no es tan sencillo como parece a simple vista. El hecho de sentirse adecuadamente reflejado no sólo proporciona la sensación de que uno está siendo comprendido sino que también conlleva necesariamente una cierta armonía emocional que a veces basta para desmantelar un ataque inminente y terminar con la escalada de la violencia que puede conducir a un enfrentamiento abierto.

El arte de hablar de forma no defensiva consiste en la capacidad de ceñirse a una queja concreta sin terminar desembocando en un ataque personal. El psicólogo Haim Ginott, el pionero de los programas de comunicación eficaz, afirma que la mejor forma de expresar una demanda responde al modelo «XYZ», es decir, «cuando dices X me haces sentir Y, pero me habría gustado sentirme Z». Por ejemplo: «cuando no me llamaste por teléfono y no me avisaste de que llegarías tarde a nuestra cita para cenar me sentí despreciada y enfadada. Me habría gustado que me advirtieras de tu retraso», en lugar del habitual «eres un desconsiderado y un egoísta». En resumen, pues, la comunicación abierta no supone un desafío, una amenaza ni un insulto, y tampoco deja lugar para ninguna de las innumerables manifestaciones de una actitud defensiva, como las excusas, la evitación de responsabilidades, los contraataques destructivos, etcétera. En este caso la empatía vuelve a revelarse como un instrumento sumamente eficaz.

Cabe añadir, por último, que el respeto y el amor no sólo pueden despejar la hostilidad del seno del matrimonio, sino también de todos los demás ámbitos de nuestra vida. Un modo muy eficaz de disminuir la tensión que provoca una pelea es permitir que el otro miembro de la pareja sepa que somos capaces de comprender su punto de vista y aceptar su posible validez, aunque no coincida plenamente con el nuestro. Otra posibilidad consiste en tratar de asumir nuestra parte de responsabilidad o incluso disculpamos si reconocemos que nos hemos equivocado. En el peor de los casos, esta confirmación significa que uno comprende lo que se le está diciendo y tiene en cuenta las emociones implicadas («me doy cuenta de que estás alterada») aunque no esté de acuerdo con su motivación. En cambio, en otras ocasiones, por ejemplo, cuando no hay ninguna pelea en juego la confirmación puede adoptar la forma de un elogio, tratando de destacar y alabar explícitamente alguna cualidad del otro. Este tipo de comunicación no sólo contribuye a crear una relación de pareja más sosegada, sino que también permite ir acumulando un capital emocional de sentimientos positivos.

La práctica

Para que estas estrategias demuestren su utilidad en los momentos emocionalmente más críticos, deben estar suficientemente grabadas. El hecho es que nuestro cerebro emocional reacciona de manera automática con aquellas respuestas emocionales que hemos aprendido a lo largo de toda nuestra vida en los repetidos momentos de enfado y de sufrimiento emocional, de tal modo que éstas terminan dominando todo nuestro panorama mental. La memoria y la reactividad están muy estrechamente ligadas a las emociones y es por esto por lo que en estos momentos resulta más difícil evocar respuestas asociadas a las situaciones de calma. Así pues, si no nos familiarizamos y entrenamos en dar respuestas emocionales más positivas, nos resultará sumamente difícil poder llegar a evocarlas cuando estemos alterados.

Por el contrario, el adiestramiento en este tipo de respuestas hasta hacerlas automáticas nos proporcionará la oportunidad de recurrir a ellas en medio de una crisis emocional.

Por esta razón. si queremos que las estrategias recién citadas se conviertan en respuestas espontáneas (o al menos en respuestas que no tarden demasiado en producirse) y lleguen a formar parte de nuestro repertorio emocional, deberemos ensayarlas y practicarlas tanto en los momentos más tranquilos como en medio de la más acalorada discusión. Todos éstos son, pues, pequeños remedios que contribuyen a forjar nuestra inteligencia emocional, antídotos, en fin, contra la desintegración matrimonial.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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