Confundidos, pues, acerca de sus propios sentimientos, los
alexitímicos son igualmente incapaces de percibir los sentimientos
ajenos. Y esta incapacidad no sólo supone una importante carencia en
el ámbito de la inteligencia emocional sino que también implica un
grave menoscabo de su humanidad, porque la raíz del afecto sobre el
que se asienta toda relación dimana de la empatía, de la capacidad
para sintonizar emocionalmente con los demás.
Esa
capacidad, que nos permite saber lo que sienten los demás, afecta a
un amplio espectro de actividades (desde las ventas hasta la
dirección de empresas, pasando por la compasión, la política, las
relaciones amorosas y la educación de nuestros hijos) y su ausencia,
que resulta sumamente reveladora, podemos encontrarla en los
psicópatas, los violadores y los pederastas.
No es
frecuente que las personas formulen verbalmente sus emociones y
éstas, en consecuencia, suelen expresarse a través de otros medios.
La clave, pues, que nos permite acceder a las emociones de los demás
radica en la capacidad para captar los mensajes no verbales (el tono
de voz, los gestos, la expresión facial, etcétera). Es muy probable
que la investigación más exhaustiva llevada a cabo sobre la facultad
de interpretar los mensajes no verbales sea la efectuada por Robert
Rosenthal, psicólogo de la Universidad de Harvard, y sus alumnos.
Rosenthal elaboró un test para determinar el grado de empatía al que
denominó PSNV (perfil de sensibilidad no verbal). Este test consiste
en una serie de videos en los que una mujer joven expresa una amplia
gama de sentimientos que van desde el odio hasta el amor maternal,
pasando por los celos, el perdón, la gratitud y la seducción. El
vídeo ha sido editado de modo que oculta sistemáticamente uno o
varios canales de comunicación no verbal. Así, en algunas de las
escenas no sólo se ha silenciado el mensaje verbal sino que también
se ha ocultado toda clave —excepto la expresión facial— que pueda
ofrecer pistas acerca del estado emocional; en otras secuencias, en
cambio, sólo se muestran los movimientos corporales, recorriendo
así, sucesivamente, los principales canales de comunicación no
verbal. El objetivo, en cualquier caso, consiste en que las personas
que miran los vídeos detecten las emociones implicadas recurriendo a
pistas específicamente no verbales.
La
investigación, llevada a cabo sobre unas siete mil personas de los
Estados Unidos y de otros dieciocho países, puso de manifiesto las
ventajas que conlleva la capacidad de leer los sentimientos ajenos a
partir de mensajes no verbales (el ajuste emocional, la popularidad,
la sociabilidad y también —no deberíamos sorprendernos por ello— la
sensibilidad). Hay que decir que, en este sentido, las mujeres
suelen superar a los hombres. Por otra parte. aquellas personas cuya
destreza va perfeccionándose a lo largo de los cuarenta y cinco
minutos que dura el test —un indicador de que se hallan
especialmente dotadas para desarrollar la empatía— suelen mantener
buenas relaciones con el sexo opuesto, una habilidad obviamente
inestimable para la vida amorosa.
Esta
prueba también demostró la relación puramente circunstancial
existente entre la empatía y las calificaciones obtenidas en el SAT,
el CI y otros tests de rendimiento académico. La independencia de la
empatía con respecto a la inteligencia académica ha quedado
sobradamente demostrada en una investigación realizada con una
versión del PSNV adaptada para niños. Una encuesta realizada sobre
1.011 niños demostró que quienes eran mas capaces de leer los
mensajes emocionales no verbales no sólo gozaban de mayor
popularidad entre sus compañeros sino que también presentaban una
mayor estabilidad emocional. Estos niños, por otra parte, también
mostraban un mayor rendimiento académico —superior incluso a la
media— pero, en cambio, su CI no era superior al de los menos
dotados para descifrar los mensajes emocionales no verbales, un dato
que parece sugerirnos que la empatía favorece el rendimiento escolar
(o, tal vez, simplemente les haga más atractivos a los ojos de sus
profesores).
A
diferencia de la mente racional, que se comunica a través de las
palabras, las emociones lo hacen de un modo no verbal. De hecho,
cuando las palabras de una persona no coinciden con el mensaje que
nos transmite su tono de voz, sus gestos u otros canales de
comunicación no verbal, la realidad emocional no debe buscarse tanto
en el contenido de las palabras como en la forma en que nos está
transmitiendo el mensaje. Una regla general utilizada en las
investigaciones sobre la comunicación afirma que más del 90% de los
mensajes emocionales es de naturaleza no verbal (la inflexión de la
voz, la brusquedad de un gesto, etcétera) y que este tipo de mensaje
suele captarse de manera inconsciente, sin que el interlocutor
repare, por cierto, en la naturaleza de lo que se está comunicando y
se limite tan sólo a registrarlo y responder implícitamente. En la
mayoría de los casos, las habilidades que nos permiten desempeñar
adecuadamente esta tarea también se aprenden de forma tácita.
EL DESARROLLO DE
LA EMPATIA
Cuando
Hope, una niña de apenas nueve meses de edad, vio caer a otro niño,
las lágrimas afloraron a sus ojos y se refugió en el regazo de su
madre buscando consuelo como si fuera ella misma quien se hubiera
caído. Michael, un niño de quince meses, le dio su osito de peluche
a su apesadumbrado amigo Paul pero, al ver que éste no dejaba de
llorar, le arropó con una manta. Estas pequeñas muestras de simpatía
y cariño fueron registradas por madres que habían sido
específicamente adiestradas para recoger in situ esta clase de
manifestaciones empáticas. Los resultados de este estudio parecen
sugerirnos que las raíces de la empatía se retrotraen a la más
temprana infancia. Prácticamente desde el mismo momento del
nacimiento, los bebés se muestran afectados cuando oyen el llanto de
otro niño, una reacción que algunos han considerado como el primer
antecedente de la empatía. La psicología evolutiva ha descubierto
que los bebés son capaces de experimentar este tipo de angustia
empática antes incluso de llegar a ser plenamente conscientes de su
existencia separada. A los pocos meses del nacimiento, los bebés
reaccionan ante cualquier perturbación de las personas cercanas como
si fuera propia, y rompen a llorar cuando oyen el llanto de otro
niño.
En una
investigación llevada a cabo por Martin L. Hoffman, de la
Universidad de Nueva York, un niño de un año llevó a su madre ante
un amigo suyo que se encontraba llorando para que intentara
consolarlo, a pesar de que la madre de éste último también se
hallara en la misma habitación. Este tipo de confusión también puede
encontrarse en aquellos niños de un año de edad que imitan la
angustia de los demás, una forma, posiblemente, de poder llegar a
comprender mejor los sentimientos ajenos. No es tampoco infrecuente
que, si un niño se lastima los dedos, otro se lleve la mano a la
boca para comprobar si también se ha hecho daño o que, al contemplar
el llanto de su madre, se frote los ojos aunque él no esté llorando.
Esta
imitación motriz, como se la denomina, constituye, en realidad, el
auténtico significado técnico del término etopaha , tal como lo
definió por vez primera el psicólogo norteamericano E.B. Titehener
en la década de los veinte, una acepción ligeramente diferente del
significado original del término griego empatheia, «sentir dentro»,
la expresión utilizada por los teóricos de la estética para
referirse a la capacidad de percibir la experiencia subjetiva de
otra persona. Titchener sostenía que la empatía se deriva de una
suerte de imitación física del sufrimiento ajeno con el fin de
evocar idénticas sensaciones en uno mismo y es por ello por lo que
se ocupó de buscar una palabra distinta a simpatía, ya que podemos
sentir simpatía por la situación general en que se halla una persona
sin necesidad, en cambio, de compartir sus sentimientos.
La
imitación motriz de los niños desaparece alrededor de los dos años y
medio de edad, a partir del momento mismo en que aprenden a
diferenciar el dolor de los demás del suyo propio y, en
consecuencia, se hallan más capacitados para consolarles. He aquí un
episodio típico extraído del diario de una madre:
«El
bebé de la vecina está llorando ... y Jenny se acerca a darle una
galleta. Entonces lo sigue y también empieza a quejarse. A
continuación, trata de acariciarle el pelo, pero él la aparta.
Finalmente, el bebé se tranquiliza pero Jenny sigue preocupada y
continúa dándole juguetes y suaves palmaditas en la cabeza y los
hombros»
En
este punto de su desarrollo, los niños pequeños comienzan a
manifestar ciertas diferencias en su capacidad de experimentar los
trastornos emocionales ajenos. Así pues, mientras que algunos —como
Jenny— se muestran agudamente conscientes de las emociones, otros,
por el contrario, parecen ignorarlas por completo. Una serie de
estudios llevados a cabo por Manan Radke Yarrow y Carolyn Zahn-Waxler
en el National Institute of Mental Health demostró que buena parte
de las diferencias existentes en el grado de empatía se hallan
directamente relacionadas con la educación que los padres
proporcionan a sus hijos. Según ha puesto de relieve esta
investigación, los niños se muestran más empáticos cuando su
educación incluye, por ejemplo, la toma de conciencia del daño que
su conducta puede causar a otras personas (decirles, por ejemplo,
«mira qué triste la has puesto», en lugar de «eso ha sido una
travesura»). La investigación también ha puesto de manifiesto que el
aprendizaje infantil de la empatía se halla mediatizado por la forma
en que las otras personas reaccionan ante el sufrimiento ajeno. Así
pues, la imitación permite que los niños desarrollen un amplio
repertorio de respuestas empáticas, especialmente a la hora de
brindar ayuda a alguien que lo necesite.
EL NIÑO BIEN
SINTONIZADO
Sarah
tenía veinticinco años cuando dio a luz a sus gemelos, Mark y Fred.
Según afirmaba, Mark era muy parecido a ella mientras que Fred se
parecía más a su padre. Esta percepción pudo haber sido el germen de
una sutil pero palpable diferencia en el trato que dio a cada uno de
sus hijos. A los tres meses de edad, Sarah trataba de captar la
mirada de Fred y, cada vez que éste apartaba la vista, ella insistía
en atrapar su atención, a lo que Fred respondía desviando nuevamente
la mirada. Luego, cuando Sarah miraba hacia otro lado, Fred se
volvía a mirarla y el ciclo de atracción-rechazo empezaba de nuevo,
un ciclo que solía terminar despertando el llanto de Fred. En el
caso de Mark, no obstante, Sarah jamás trató de imponerle el
contacto visual y podía romperlo cuando quisiera sin que la madre le
obligara a mantenerlo.
Este
acto mínimo resulta, no obstante, sumamente decisivo ya que, al cabo
de un año, Fred se mostraba ostensiblemente más temeroso y
dependiente que Mark. Y una de las formas en que expresaba su temor
era apartando el rostro, mirando hacia el suelo y evitando el
contacto visual con los demás, tal y como había aprendido a hacer
con su propia madre. Mark, por el contrario, miraba a la gente
directamente a los ojos y, cuando quería romper el contacto visual,
desviaba ligeramente su cabeza hacia arriba con una sonrisa de
satisfacción.
Los
gemelos y su madre fueron sometidos a una observación minuciosa
cuando participaban en una investigación llevada a cabo por Daniel
Stern, psiquiatra, por aquel entonces, de la Facultad de Medicina de
la Universidad de Cornell. Stern, que está fascinado por los
minúsculos y repetidos intercambios que tienen lugar entre padres e
hijos, es de la opinión de que el aprendizaje fundamental de la vida
emocional tiene lugar en estos momentos de intimidad. Y los más
críticos de todos estos momentos tal vez sean aquéllos en los que el
niño constata que sus emociones son captadas, aceptadas y
correspondidas con empatía, un proceso que Stem denomina
sintonización. En este sentido, Sarah se hallaba emocionalmente
sintonizada con Mark pero completamente desintonizada de Fred. Según
Stern, es muy posible que la continua exposición a momentos de
armonía o de disarmonía entre padres e hijos determine —en mayor
medida, posiblemente, que otros acontecimientos aparentemente más
espectaculares de la infancia— las expectativas emocionales que
tendrán, ya de adultos, en sus relaciones íntimas.
La
sintonización constituye un proceso tácito que marca el ritmo de
toda relación. Stern, que estudió este fenómeno con precisión
microscópica grabando en vídeo horas enteras de la relación entre
las madres y sus hijos, descubrió que, por medio de dicho proceso,
la madre transmite al niño la sensación de que sabe cómo se siente.
Cuando un bebé emite, por ejemplo, suaves chillidos, la madre
confirma su alegría dándole una cariñosa palmadita, arrullándole o
imitando sus sonidos. En otra ocasión, el bebé puede menear el
sonajero y la madre agitar rápidamente la mano a modo de respuesta.
Este tipo de interacciones en los que el mensaje de la madre se
ajusta al nivel de excitación del niño tiene lugar, según Stern, a
un ritmo aproximado de una vez por minuto, proporcionando así al
niño la reconfortante sensación de hallarse emocionalmente conectado
con su madre.
La
sintonización es algo muy distinto a la mera imitación. «Si te
limitas a imitar al bebé —me comentaba Stern— tal vez logres saber
lo que hace pero jamás averiguarás qué es lo que siente. Para
hacerle llegar que sabes cómo se siente debes tratar de reproducir
sus sensaciones internas. Es entonces cuando el bebé se sentirá
comprendido.» Hacer el amor tal vez sea el acto adulto más
parecido a la estrecha sintonización que tiene lugar entre la madre
y el hijo. Según Stern, la relación sexual «implica la capacidad
de experimentar el estado subjetivo del otro: compartir su deseo,
sintonizar con sus intenciones y gozar de un estado mutuo y
simultáneo de excitación cambiante»; una experiencia, en suma,
en la que los amantes responden con una sincronía que les
proporciona una sensación tácita de profunda compenetración. Pero,
si bien la relación sexual constituye, en el mejor de los casos, la
máxima expresión de la empatía mutua, en el peor de ellos, sin
embargo, manifiesta la ausencia de toda reciprocidad emocional.
EL COSTE DE LA
FALTA DE SINTONÍA
Stern
sostiene que, gracias a la repetición de estos momentos de sintonía
emocional, el niño desarrolla la sensación de que los demás pueden y
quieren compartir sus sentimientos. Esta sensación parece emerger
alrededor de los ocho meses de edad —una época en la que el bebé
comienza a comprender que se halla separado de los demás— y sigue
modelándose en función del tipo de relaciones próximas que mantenga
a lo largo de toda su vida.
Cuando
los padres están desintonizados emocionalmente de sus hijos, esta
situación puede llegar a ser especialmente abrumadora. En uno de sus
experimentos, Stern utilizó a madres que, en lugar de establecer una
comunicación armónica con sus hijos, reaccionaban deliberadamente
por encima o por debajo de lo normal a sus demandas, algo a lo que
los niños respondían siempre con una muestra inmediata de
consternación o malestar.
El
coste de la falta de sintonía emocional entre padres e hijos es
extraordinario. Cuando los padres fracasan reiteradamente en mostrar
empatía hacia una determinada gama de emociones de su hijo —ya sea
la risa, el llanto o la necesidad de ser abrazado, por ejemplo— el
niño dejará de expresar e incluso dejará de sentir ese tipo de
emociones. Es muy posible que, de este modo, muchas emociones
comiencen a desvanecerse del repertorio de sus relaciones íntimas,
especialmente en el caso de que estos sentimientos fueran
desalentados de forma más o menos explícita durante la infancia.
Por el
mismo motivo, los niños pueden alimentar también una serie de
emociones negativas, dependiendo de los estados de ánimo que hayan
sido reforzados por sus padres. Los niños son tan capaces de
«captar» los estados de ánimo que hasta los bebés de tres meses,
hijos de madres depresivas, por ejemplo, reflejan el estado anímico
de éstas mientras juegan con ellas, mostrando más sentimientos de
enfado y tristeza que de curiosidad e interés espontáneo, en
comparación con aquellos otros bebés cuyas madres no mostraban
ningún síntoma depresivo.
Por
ejemplo, una de las madres que participó en la investigación
realizada por Stern apenas sí reaccionaba a las demandas de
actividad de su bebé y éste, finalmente, aprendió a ser pasivo.
«Un
niño que es tratado así —afirma Stern— aprende que, cuando está
excitado, no puede conseguir que su madre se excite también, de modo
que tal vez sería mejor que ni siquiera lo intente.»
Sin
embargo. existe todavía cierta esperanza en lo que se ha dado en
llamar relaciones «compensatorias», «las relaciones mantenidas a lo
largo de toda la vida—con los amigos, los familiares o incluso
dentro del campo de la psicoterapia— que remodelan de continuo la
pauta de nuestras relaciones. De este modo, ¿cualquier posible
desequilibrio puede corregirse después o se trata de un proceso que
perdura a lo largo de toda la vida?
De
hecho, varias teorías psicoanalíticas consideran que la relación
terapéutica constituye un adecuado correctivo emocional que puede
proporcionar una experiencia satisfactoria de sintonización. Algunos
pensadores psicoanalíticos utilizan el término espejo para referirse
a la técnica mediante la cual el psicoanalista devuelve al cliente
—de modo muy similar a la madre que se halla en armonía emocional
con su hijo— un reflejo que le permite alcanzar una comprensión de
su propio estado interno. La sincronía emocional pasa inadvertida y
queda fuera del conocimiento consciente, aunque el paciente puede
sentirse reconfortado y con la profunda sensación de ser respetado y
comprendido.
El
coste emocional de la falta de sintonización en la infancia puede
ser alto... y no sólo para el niño. Un estudio efectuado con
convictos de delitos violentos puso de manifiesto que todos ellos
habían padecido una situación infantil —que los diferenciaba también
de otros delincuentes— muy parecida, que consistía en haber cambiado
constantemente de familia adoptiva o haber crecido en orfanatos, es
decir, haber experimentado una seria orfandad emocional o haber
gozado de muy pocas oportunidades de experimentar la sintonía
emocional. El descuido emocional ocasiona una torpe empatía pero el
abuso emocional intenso y sostenido —es decir, el trato cruel, las
amenazas, las humillaciones y las mezquindades— provoca un resultado
paradójico. En tal caso, los niños que han experimentado estos
abusos pueden llegar a mostrarse extraordinariamente atentos a las
emociones de quienes les rodean, un estado de alerta postraumática
ante los signos que impliquen algún tipo de amenaza. Esta
preocupación obsesiva por los sentimientos ajenos es típica de
aquellos niños que han padecido abusos psicológicos, niños que, al
llegar a la edad adulta, mostrarán una volubilidad emocional que
puede llegar a ser diagnosticada como «trastorno borderline
de la personalidad». Muchas de estas personas están especialmente
dotadas para percatarse de lo que sienten quienes les rodean y es
bastante común comprobar que, durante la infancia, han sido objeto
de algún tipo de abuso emocional.”
LA NEUROLOGÍA DE
LA EMPATÍA
Como
suele suceder en el campo de la neurología, los informes sobre casos
extraños o poco frecuentes proporcionan claves muy importantes para
asentar los fundamentos cerebrales de la empatía. Un informe de
1975, por ejemplo, revisaba varios casos de pacientes que habían
sufrido lesiones en la región derecha del lóbulo frontal y que
presentaban la curiosa deficiencia de ser incapaces de captar el
mensaje emocional contenido en los tonos de voz, aunque sí que eran
capaces de comprender perfectamente el significado de las palabras.
Para ellos, no existía ninguna diferencia entre un «gracias»
sarcástico, neutral o sincero. Otro informe publicado en 1979, por
el contrario, hablaba de pacientes con lesiones en regiones
distintas del hemisferio cerebral derecho que manifestaban otro tipo
de deficiencias en la percepción de las emociones. En este caso se
trataba de pacientes incapaces de expresar sus propias emociones a
través del tono de voz o del gesto. Sabían lo que sentían pero eran
simplemente incapaces de comunicarlo. Según apuntan los
investigadores, estas regiones corticales del cerebro están
estrechamente ligadas al funcionamiento del sistema límbico.
Estos
estudios sirvieron de base para un artículo pionero escrito por
Leslie Brothers, psiquiatra del Instituto Tecnológico de California,
que versaba sobre la biología de la empatia. Su revisión de los
diferentes hallazgos neurológicos y los estudios comparativos
realizados sobre animales le llevó a sugerir que la amígdala y sus
conexiones con el área visual del córtex constituyen el asiento
cerebral de la empatía.
La
mayor parte de la investigación neurológica llevada a cabo en este
sentido ha sido realizada con animales, especialmente primates. El
hecho de que los primates sean capaces de experimentar la empatía
—o, como prefiere llamarla Brothers, la «comunicación emocional»—
resulta evidente no sólo a partir de estudios más o menos
anecdóticos sino también según investigaciones como la que reseñamos
a continuación. En este experimento se adiestró a varios monos
rhesus a emitir una respuesta anticipada de temor ante un
determinado sonido sometiéndoles a una descarga eléctrica
inmediatamente después de escucharlo. Los monos tenían que aprender
a evitar la descarga empujando una palanca cada vez que oían el
sonido. Luego se dispuso a los simios por parejas en jaulas
separadas cuya única comunicación posible era a través de un
circuito cerrado de televisión que sólo les permitía ver una imagen
del rostro de su compañero. De este modo, cada vez que uno de los
monos escuchaba el sonido que anticipaba la descarga, su cara
reflejaba el miedo y, en el momento en que el otro mono veía ese
semblante, evitaba la descarga empujando la palanca. Todo un acto de
empatía... por no decir de altruismo.
Una
vez que se comprobó que los primates son capaces de leer las
emociones en el rostro de sus semejantes, los investigadores
introdujeron largos y finos electrodos en sus cerebros para detectar
el menor indicio de actividad de determinadas neuronas.
Los
electrodos insertados en las neuronas del córtex visual y de la
amígdala mostraban que, cuando un mono veía el rostro del otro, la
información afectaba, en primer lugar, a las neuronas del córtex
visual y posteriormente a las de la amígdala. Este es el camino
normal que sigue la información emocionalmente más relevante. Pero
el descubrimiento más sorprendente de esta investigación fue la
identificación de determinadas neuronas del córtex visual que
clínicamente parecen activarse en respuesta a expresiones faciales o
gestos concretos, como una boca amenazadoramente abierta, una mueca
de miedo o una inclinación de sumisión. Y estas neuronas son
distintas a aquellas otras situadas en la misma zona que permiten el
reconocimiento de los rostros familiares.
Esto
podría significar que el cerebro es un instrumento diseñado para
reaccionar ante expresiones emocionales concretas o. dicho de otro
modo, que la empatía es un imponderable biológico.
Según
Brothers, otra investigación en la que se sometió a observación a un
grupo de monos en estado salvaje a los que se habían seccionado las
conexiones existentes entre la amígdala y el córtex, demuestra el
importante papel que desempeña la vía amigdalocortical en la
percepción y respuesta ante las emociones.
Cuando
fueron devueltos a su manada, estos monos seguían siendo capaces de
desempeñar tareas ordinarias como alimentarse o subirse a los
árboles pero habían perdido la capacidad de dar una respuesta
emocional adecuada a los otros miembros de la manada.
La
situación era tal que llegaban incluso a huir cuando otro mono se
les acercaba amistosamente, y terminaban viviendo aislados y
evitando todo contacto con el grupo.
Según
Brothers, las zonas del córtex en las que se concentran las neuronas
especializadas en la emoción están directamente ligadas a la
amígdala. De este modo, el circuito amigdalocortical resulta
fundamental para identificar las emociones y desempeña un papel
crucial en la elaboración de una respuesta apropiada.
«El
valor de este sistema para la supervivencia —afirma Brothers—
resulta manifiesto en el caso de los primates. La percepción de que
otro individuo se aproxima pone rápidamente en funcionamiento una
pauta concreta de respuesta fisiológica, adecuado al propósito del
otro, según sea propinar un mordisco, desparasitar o copular».
La
investigación realizada por Robert Levenson, psicólogo de la
Universidad de Berkeley, sugiere la existencia de un fundamento
similar de la empatía en el caso de los seres humanos. El estudio de
Levenson se realizó con parejas casadas que debían tratar de
identificar qué era lo que estaba sintiendo su cónyuge en el
transcurso de una acalorada discusión. El método era muy sencillo ya
que, mientras los miembros de la pareja discutían alguna cuestión
problemática que afectara al matrimonio —la educación de los hijos,
los gastos, etcétera—, eran grabados en vídeo y sus respuestas
fisiológicas eran también monitorizadas. Posteriormente, cada
miembro de la pareja veía el vídeo y narraba lo que ella o él
sentían en cada uno de los momentos de la interacción y luego volvía
a mirar la filmación pero tratando, esta vez, de identificar los
sentimientos del otro.
El
mayor grado de empatía tenía lugar en aquellos matrimonios cuya
respuesta fisiológica coincidía, es decir, en aquéllos en los que el
aumento de sudoración de uno de los cónyuges iba acompañado del
aumento de sudoración del otro y en los que el descenso de la
frecuencia cardiaca del uno iba seguido del descenso de la
frecuencia del otro. En suma, era como si el cuerpo de uno imitara,
instante tras instante, las reacciones sutiles del otro miembro de
la pareja. Pero, cuando estaban contemplando la grabación, no podría
decirse que tuvieran una gran empatía para determinar lo que su
pareja estaba sintiendo. Es como si sólo hubiera empatía entre ellos
cuando sus reacciones fisiológicas se hallaban sincronizadas.
Esto
nos sugiere que cuando el cerebro emocional imprime al cuerpo una
reacción violenta —como la tensión de un enfado, por ejemplo— casi
no es posible la empatía. La empatía exige la calma y la
receptividad suficientes para que las señales sutiles manifestadas
por los sentimientos de la otra persona puedan ser captadas y
reproducidas por nuestro propio cerebro emocional.
LA EMPATÍA Y LA
ÉTICA: LAS RAÍCES DEL ALTRUISMO
La
frase «nunca preguntes por quién doblan las campanas porque están
doblando por ti» es una de las más célebres de la literatura
inglesa. Las palabras de John Donne se dirigen al núcleo del vínculo
existente entre la empatía y el afecto, ya que el dolor ajeno es
nuestro propio dolor. Sentir con otro es cuidar de él y. en este
sentido, lo contrario de la empaña seria la antipatía. La actitud
empática está inextricablemente ligada a los juicios morales porque
éstos tienen que ver con víctimas potenciales. ¿Mentiremos para no
herir los sentimientos de un amigo? ¿Visitaremos a un conocido
enfermo o, por el contrario, aceptaremos una inesperada invitación a
cenar? ¿Durante cuánto tiempo deberíamos seguir utilizando un
sistema de reanimación para mantener con vida a una persona que, de
otro modo, moriría?
Estos
dilemas éticos han sido planteados por Martin Hoffman, un
investigador de la empatía que sostiene que en ella se asientan las
raíces de la moral. En opinión de Hoffman, «es la empatía hacia
las posibles victimas, el hecho de compartir la angustia de quienes
sufren, de quienes están en peligro o de quienes se hallan
desvalidos, lo que nos impulsa a ayudarlas». Y, más allá de esta
relación evidente entre empatía y altruismo en los encuentros
interpersonales, Hoffman propone que la empatía —la capacidad de
ponernos en el lugar del otro— es, en última instancia, el
fundamento de la comunicación.
Según
Hoffman, el desarrollo de la empatía comienza ya en la temprana
infancia. Como hemos visto, una niña de un año de edad se alteró
cuando vio a otro niño caerse y comenzar a llorar; su compenetración
con él era tan íntima que inmediatamente se puso el pulgar en la
boca y sumergió la cabeza en el regazo de su madre como si fuera
ella misma quien se hubiera hecho daño.
Después del primer año, cuando los niños comienzan a tomar
conciencia de que son una entidad separada de los demás, tratan de
calmar de un modo más activo el desconsuelo de otro niño
ofreciéndole, por ejemplo, su osito de peluche. A la edad de dos
años, los niños comienzan a comprender que los sentimientos ajenos
son diferentes a los propios y así se vuelven más sensibles a las
pistas que les permiten conocer cuáles son realmente los
sentimientos de los demás. Es en este momento, por ejemplo, cuando
pueden reconocer que la mejor forma de ayudar a un niño que llora es
dejarle llorar a solas, sin prestarle atención para no herir su
orgullo.
En la
última fase de la infancia aparece un nivel más avanzado de la
empatía, y los niños pueden percibir el malestar más allá de la
situación inmediata y comprender que determinadas situaciones
personales o vitales pueden llegar a constituir una fuente de
sufrimiento crónico. Es entonces cuando suelen comenzar a
preocuparse por la suerte de todo un colectivo, como, por ejemplo,
los pobres, los oprimidos o los marginados, una preocupación que en
la adolescencia puede verse reforzada por convicciones morales
centradas en el deseo de aliviar la injusticia y el infortunio
ajeno.
Sea
como fuere, lo cierto es que la empatía es una habilidad que subyace
a muchas facetas del juicio y de la acción ética. Una de estas
facetas es la «indignación empática» que John Stuart Mill
describiera como «el sentimiento natural de venganza alimentado
por la razón, la simpatía y el daño que nos causan los agravios de
que otras personas son objeto» y que calificara como «el
custodio de la justicia». Otro ejemplo en el que resulta evidente
que la empatía puede sustentar la acción ética es el caso del
testigo que se ve obligado a intervenir para defender a una posible
víctima. Según ha demostrado la investigación, cuanta más empatía
sienta el testigo por la víctima, más posibilidades habrá de que se
comprometa en su favor. Existe cierta evidencia de que el grado de
empatía experimentado por la gente condiciona sus juicios morales.
Por ejemplo, estudios realizados en Alemania y Estados Unidos
demuestran que cuanto más empática es la persona, más a favor se
halla del principio moral que afirma que los recursos deben
distribuirse en función de las necesidades.
UNA VIDA CARENTE
DE EMPATÍA: LA MENTALIDAD DEL AGRESOR.
LA MORAL DEL SOCIOPATA
Eric
Eckardt se vio involucrado en un miserable delito. Cuando era
guardaespaldas de la patinadora Tonya Harding preparó un brutal
atentado contra su eterna rival, Nancy Kerrigan, medalla de oro en
las olimpiadas de invierno de 1994, a consecuencia del cual quedó
seriamente maltrecha y tuvo que dejar su entrenamiento durante
varios meses. Pero cuando Eckardt vio la imagen de la sollozante
Kerrigan en televisión, tuvo un súbito arrepentimiento y entonces
llamó a un amigo para contarle su secreto, iniciando así la
secuencia de acontecimientos que terminó abocando a su detención.
Tal es el poder de la empatía.
Pero,
por desgracia, las personas que cometen los delitos más execrables
suelen carecer de toda empatía. Los violadores, los pederastas y las
personas que maltratan a sus familias comparten la misma carencia
psicológica, son incapaces de experimentar la empatía, y esa
incapacidad de percibir el sufrimiento de los demás les permite
contarse las mentiras que les infunden el valor necesario para
perpetrar sus delitos. En el caso de los violadores, estas mentiras
tal vez adopten la forma de pensamientos como «a todas las mujeres
les gustaría ser violadas» o «el hecho de que se resista sólo quiere
decir que no le gusta poner las cosas fáciles».
En
este mismo sentido, la persona que abusa sexualmente de un niño
quizás se diga algo así como «yo no quiero hacerle daño, sólo estoy
mostrándole mi afecto», o bien «ésta es simplemente otra forma de
cariño». Por su parte, el padre que pega a sus hijos posiblemente
piense «ésta es la mejor de las disciplinas». Todas estas
justificaciones, expresadas por personas que han recibido
tratamiento por las conductas que acabamos de reseñar, son las
excusas que se repiten cuando violentan a sus victimas o se preparan
para hacerlo.
La
notable falta de empatía que presentan estas personas cuando agreden
a sus víctimas suele formar parte de un ciclo emocional que termina
precipitando su crueldad. Veamos, por ejemplo, la secuencia
emocional típica que conduce a un delito como el abuso sexual de un
niño. El ciclo se inicia cuando la persona comienza a sentirse
alterada: inquieta, deprimida o aislada. Estos sentimientos pueden
ser activados por la contemplación de una pareja feliz en la
televisión, lo que le lleva a sentirse inmediatamente deprimido por
su propia soledad. Es entonces cuando busca consuelo en su fantasía
favorita, que suele ser la afectuosa amistad con un niño, una
fantasía que paulatinamente va adquiriendo un cariz cada vez más
sexual y suele terminar en la masturbación. Tal vez entonces el
agresor experimente un alivio momentáneo pero la tregua es muy breve
y la depresión y la sensación de soledad retornan con más virulencia
que antes. Entonces es cuando el agresor comienza a pensar en la
posibilidad de llevar a la práctica su fantasía repitiéndose
justificaciones del tipo «si el niño no sufre ninguna violencia
física, no le estoy haciendo ningún daño» o «si no quisiera hacer el
amor conmigo tratara de evitarlo».
A
estas alturas, el agresor ve al niño a través de la lente de sus
perversas fantasías, sin la menor muestra de empatía por sus
sentimientos. Esta indiferencia emocional es la que determina la
escalada de los hechos subsiguientes, desde la elaboración del plan
para encontrar a un niño solo, pasando por la minuciosa
consideración de los pasos a seguir, hasta llegar a la ejecución del
plan.
Y todo
esto se realiza como si la víctima careciera de sentimientos; muy al
contrario, el agresor no percibe sus verdaderos sentimientos (asco,
miedo y rechazo) porque, en caso de hacerlo, podría llegar a
arruinar sus planes y, en cambio, proyecta la actitud cooperante de
la víctima.
La
falta de empatía es precisamente uno de los focos principales en los
que se centran los nuevos tratamientos diseñados para la
rehabilitación de esta clase de delincuentes. En uno de los
programas más prometedores los agresores deben leer los
desgarradores relatos de este tipo de delitos contados desde la
perspectiva de la víctima y contemplar videos en los que las
víctimas narran desconsoladamente lo que experimentaron cuando
sufrieron la agresión. Luego, el agresor tiene que escribir acerca
de su propio delito pero poniéndose, esta vez, en el lugar de la
víctima y, por último, debe representar el episodio en cuestión
desempeñando ahora el papel de víctima.
En
opinión de William Pithers, psicólogo de la prisión de Vermont que
ha desarrollado esta terapia de cambio de perspectiva: «la
empatía hacia la víctima transforma la percepción hasta el punto de
impedir la negación del sufrimiento, incluso a nivel de las propias
fantasías», fortaleciendo así la motivación de los hombres para
combatir sus perversas urgencias sexuales. La proporción de
agresores sexuales que, después de pasar por este programa en
prisión, reincidían, era la mitad que la de quienes no se sometieron
al programa. Si falta esta motivación empática, las otras fases del
tratamiento no funcionarán adecuadamente.
Pero
si son pocas las esperanzas de infundir una mínima sensación de
empatía en los agresores sexuales de los niños, menos todavía lo son
en el caso de otro tipo de criminales, como los psicópatas (a los
que los recientes diagnósticos psiquiátricos denominan soci6patas).
El psicópata no sólo es una persona aparentemente encantadora sino
que también carece de todo remordimiento ante los actos más crueles
y despiadados. La psicopatía, la incapacidad de experimentar empatía
o cualquier tipo de compasión o, cuanto menos, remordimientos de
conciencia, es una de las deficiencias emocionales más
desconcertantes. La explicación de la frialdad del psicópata parece
residir en su comleta incapacidad para establecer una conexión
emocional profunda. Los criminales más despiadados, los asesinos
sádicos múltiples que se deleitan con el sufrimiento de sus victimas
antes de quitarles la vida, constituyen el epitome de la psicopatía.
Los psicópatas también suelen ser mentirosos impenitentes dispuestos
a manipular cínicamente las emociones de sus victimas y a decir lo
que sea necesario con tal de conseguir sus objetivos. Consideremos
el caso de Faro, un adolescente de diecisiete años, integrante de
una banda de Los Angeles, que causó la muerte de una mujer y de su
hijo en un atropello que él mismo describía con más orgullo que
pesar. Mientras se hallaba conduciendo un coche junto a Leon Bing,
quien estaba escribiendo un libro sobre las pandillas de los Crips y
los Bloods de la ciudad de Los Angeles, Faro quiso hacer una
demostración para Bing. Según relata éste, Faro «pareció
enloquecer» cuando vio al «par de tipos» que conducían el
automóvil que iba detrás del suyo. Esto es lo que dice Bing acerca
del incidente:
«El
conductor, al percatarse de que alguien estaba mirándole, echó
entonces una mirada a nuestro coche y, cuando sus ojos tropezaron
con los de Faro, se abrieron completamente durante un instante.
Entonces rompió el contacto visual y bajó los ojos hacia un lado. No
cabía duda de que su mirada reflejaba miedo.
Entonces Faro hizo una demostración a Bing de la fiera mirada que
había lanzado a los ocupantes del otro coche:
Me
miró directamente y toda su cara se transformó, como si algún truco
fotográfico lo hubiera convertido en un aterrador fantasma que te
aconseja que no aguantes la mirada desafiante de este chico, una
mirada que dice que nada le preocupa, ni tu vida ni la suya.»
Es
evidente que hay muchas explicaciones plausibles de una conducta tan
compleja como ésta. Una de ellas podría ser que la capacidad de
intimidar a los demás tiene cierto valor de supervivencia cuando uno
debe vivir en entornos violentos en los que la delincuencia es algo
habitual. En tales casos, el exceso de empatía podría ser
contraproducente. Así pues, en ciertos aspectos de la vida, una
oportuna falta de empatía puede ser una «virtud» (desde el «policía
malo» de los interrogatorios hasta el soldado entrenado para matar).
En este mismo sentido, las personas que han practicado torturas en
estados totalitarios refieren cómo aprendían a disociarse de los
sentimientos de sus victimas para poder llevar a cabo mejor su
«trabajo».
Una de
las formas más detestables de falta de empatía ha sido puesta de
manifiesto accidentalmente por una investigación que reveló que los
maridos que agreden físicamente o incluso llegan a amenazar con
cuchillos o pistolas a sus esposas, se hallan aquejados de una grave
anomalía psicológica, ya que, en contra de lo que pudiera suponerse,
estos hombres no actúan cegados por un arrebato de ira sino en un
estado frío y calculado. Y, lo que es más, esta anomalía era más
patente a medida que su cólera aumentaba y la frecuencia de sus
latidos cardiacos disminuía en lugar de aumentar (como suele ocurrir
en los accesos de furia), lo cual significa que cuanto más
beligerantes y agresivos se sienten, mayor es su tranquilidad
fisiológica. Su violencia, pues, parece ser un acto de terror
calculado, una forma de controlar a sus esposas sometiéndolas a un
régimen de terror.
Los
maridos que muestran una crueldad brutal constituyen un caso aparte
entre los hombres que maltratan a sus esposas. Como norma general,
también suelen mostrarse muy violentos fuera del matrimonio, suelen
buscar pelea en los bares o están continuamente discutiendo con sus
compañeros de trabajo y sus familiares. Así pues, aunque la mayor
parte de los hombres que maltratan a sus esposas actúan de manera
impulsiva —bien sea movidos por el enfado que les produce sentirse
rechazados o celosos, o debido al miedo a ser abandonados— los
agresores fríos y calculadores golpean a sus esposas sin ninguna
razón aparente y. una vez que han empezado, no hay nada que éstas
puedan hacer —ni siquiera el intento de abandonarles— para aplacar
su violencia.
Algunos estudiosos de los psicópatas criminales sospechan que esta
capacidad de manipular fríamente a los demás, esta total ausencia de
empatía y de afecto, puede originarse en un defecto neurológico.*
Existen dos pruebas que apuntan a la existencia de un posible
fundamento fisiológico de las psicopatías más crueles, pruebas que
sugieren la implicación de vías neurológicas ligadas al sistema
límbico. En un determinado experimento se midieron las ondas
cerebrales del sujeto mientras éste trataba de descifrar una serie
de palabras entremezcladas, proyectadas a una velocidad aproximada
de diez palabras por segundo. La mayor parte de las personas
reaccionan de un modo diferente ante las palabras que conllevan una
poderosa carga emocional, como matar, que ante las palabras neutras,
como silla, por ejemplo. Dicho de otro modo, la mayoría de las
personas son capaces de reconocer rápidamente las palabras cargadas
emocionalmente y sus cerebros muestran patrones de onda
característicamente diferentes en respuesta a las palabras cargadas
emocionalmente y a las palabras neutras. Los psicópatas, por el
contrario, adolecen de este tipo de reacción y sus cerebros no
muestran ningún patrón distintivo que les permita discernir las
palabras emocionalmente cargadas y tampoco responden más rápidamente
a ellas, lo cual parece sugerir algún tipo de disfunción en el
circuito que conecta la región cortical en donde se reconocen las
palabras con el sistema límbico, el área del cerebro que asocia un
determinado sentimiento a cada palabra.
En
opinión de Robert Hare, el psicólogo de la Universidad de la
Columbia Británica que ha llevado a cabo esta investigación, los
psicópatas tienen una comprensión muy superficial del contenido
emocional de las palabras, un reflejo de la falta de profundidad de
su mundo afectivo. Según Hare, la indiferencia de los psicópatas se
asienta en una pauta fisiológica ligada a ciertas irregularidades
funcionales de la amígdala y de los circuitos neurológicos
relacionados con ella. En este sentido, los psicópatas que reciben
una descarga eléctrica no muestran los síntomas de miedo que son
normales en las personas cuando sufren dolor. Es precisamente el
hecho de que la expectativa del dolor no suscita en ellos ninguna
reacción de ansiedad lo que, en opinión de Hare, justifica que los
psicópatas no se preocupen por las posibles consecuencias de sus
actos. Y su incapacidad de experimentar el miedo es la que da cuenta
de su ausencia de toda empatía —o compasión— hacia el dolor y el
miedo de sus victimas. * Una breve nota de advertencia: si bien
puede hablarse de la existencia de ciertas pautas biológicas que
intervengan en algunos tipos de delito —como, por ejemplo, algún
defecto neurológico que impida la empatía—, ello no nos permite
inferir que todos los delincuentes sufran algún deterioro biológico
o que exista un determinante biológico de la delincuencia.