Más tarde, Jason ingresó en
una escuela privada y, dos años después, logró graduarse con la nota
más alta de su clase. De haber seguido un curso normal, hubiera
alcanzado un sobresaliente pero decidió matricularse en varias
asignaturas adicionales para elevar su nota media, que finalmente
Fue de matrícula de honor. Pero a pesar de que Jason hubiera
terminado graduándose con una calificación extraordinaria, Pologruto
se lamentaba de que nunca se hubiera disculpado ni tampoco hubiera
asumido la menor responsabilidad por su agresión.
¿Cómo puede una persona con
un nivel de inteligencia tan elevado llegar a cometer un acto tan
estúpido? La respuesta necesariamente radica en que la inteligencia
académica tiene poco que ver con la vida emocional. Hasta las
personas más descollantes y con un CI más elevado pueden ser pésimos
timoneles de su vida y llegar a zozobrar en los escollos de las
pasiones desenfrenadas y los impulsos ingobernables.
A pesar de la consideración
popular que suelen recibir, uno de los secretos a voces de la
psicología es la relativa incapacidad de las calificaciones
académicas, del CI, o de la puntuación alcanzada en el SAT Test de
Aptitud Académico (Abreviatura de Scholastic Aptitude Test, el
examen de aptitud escolar que realizan los estudiantes
estadounidenses que acceden a la universidad) para predecir el éxito
en la vida. A decir verdad, desde una perspectiva general sí que
parece existir —en un sentido amplio- cierta relación entre el CI y
las circunstancias por las que discurre nuestra vida. De hecho, las
personas que tienen un bajo CI suelen acabar desempeñando trabajos
muy mal pagados mientras que quienes tienen un elevado CI tienden a
estar mucho mejor remunerados. Pero esto, ciertamente, no siempre
ocurre así.
Existen muchas más
excepciones a la regla de que el CI predice del éxito en la vida que
situaciones que se adapten a la norma. En el mejor de los casos, el
CI parece aportar tan sólo un 20% de los factores determinantes del
éxito (lo cual supone que el 80% restante depende de otra clase de
factores). Como ha subrayado un observador: «en última instancia, la
mayor parte de los elementos que determinan el logro de una mejor o
peor posición social no tienen que ver tanto con el CI como con
factores tales como la clase social o la suerte».
Incluso autores como
Richard Herrnstein y Charles Nurray cuyo libro Tite Bell Curve
atribuye al Cl una relevancia Incuestionable, reconocen que: «tal
vez fuera mejor que un estudiante de primer año de universidad con
una puntuación SAT en matemáticas de 500 no aspirara a dedicarse a
las ciencias exactas, lo cual no obsta para que no trate de realizar
sus sueños de montar su propio negocio, llegar a ser senador o
ahorrar un millón de dólares La relación existente entre la
puntuación alcanzada en el SAT y el logro de nuestros objetivos
vitales se ve frustrada por otras características».
Mi principal interés está
precisamente centrado en estas «otras características» a las que
hemos dado en llamar inteligencia emocional,
características como la capacidad de motivarnos a nosotros mismos,
de perseverar en el empeño a pesar de las posibles frustraciones, de
controlar los impulsos, de diferir las gratificaciones, de regular
nuestros propios estados de ánimo, de evitar que la angustia
interfiera con nuestras facultades racionales y, por último —pero
no. por ello, menos importante—, la capacidad de empatizar y confiar
en los demás. A diferencia de lo que ocurre con el Cl, cuya
investigación sobre centenares de miles de personas tiene casi un
siglo de historia, la inteligencia emocional es un concepto muy
reciente. De hecho, ni siquiera nos hallamos en condiciones de
determinar con precisión el grado de variabilidad interpersonal de
la inteligencia emocional. Lo que sí podemos hacer, a la vista de
los datos de que disponemos, es avanzar que la inteligencia
emocional puede resultar tan decisiva —y. en ocasiones, incluso más—
que el Cl. Y, frente a quienes son de la opinión de que ni la
experiencia ni la educación pueden modificar substancialmente el
resultado del cual trataré de demostrar—en la quinta parte— que, si
nos tomamos la molestia de educarles, nuestros hijos pueden aprender
a desarrollar las habilidades emocionales fundamentales.
LA INTELIGENCIA EMOCIONAL Y EL
DESTINO
Recuerdo a un compañero de
clase que había obtenido cinco puntuaciones de 800 en el SAT y otros
tests de rendimiento académico que nos habían pasado antes de
ingresar en el Amherst College. Pero, a pesar de sus extraordinarias
facultades intelectuales, mi amigo tardó casi diez años en graduarse
porque pasaba la mayor parte del tiempo tumbado, se acostaba tarde,
dormía hasta el mediodía y apenas si asistía a las clases.
El CI no basta para
explicar los destinos tan diferentes de personas que cuentan con
perspectivas, educación y oportunidades similares. Durante la década
de los cuarenta, un período en el que —como ocurre actualmente— los
estudiantes con un elevado CI se hallaban adscritos a la Ivy League
de universidades, (La Ivy League constituye un grupo selecto de ocho
universidades privadas de Nueva Inglaterra famosas por su prestigio
académico y social.) se llevó a cabo un seguimiento de varios años
de duración sobre noventa y cinco estudiantes de Harvard que dejó
meridianamente claro que quienes habían obtenido las calificaciones
universitarias más elevadas no habían alcanzado un éxito laboral (en
términos de salario, productividad o escalafón profesional)
comparativamente superior a aquellos compañeros suyos que habían
alcanzado una calificación inferior. Y también resultó evidente que
tampoco habían conseguido una cota superior de felicidad en la vida
ni más satisfacción en sus relaciones con los amigos, la familia o
la pareja.
En la misma época se llevó
a cabo un seguimiento similar sobre cuatrocientos cincuenta
adolescentes —hijos, en su mayor parte, de emigrantes, dos tercios
de los cuales procedían de familias que vivían de la asistencia
social— que habían crecido en Somerville, Massachussetts, un barrio
que por aquella época era un «suburbio ruinoso» enclavado a pocas
manzanas de la Universidad de Harvard. Y, aunque un tercio de ellos
no superase el coeficiente intelectual de 90, también resultó
evidente que el CI tiene poco que ver con el grado de satisfacción
que una persona alcanza tanto en su trabajo como en las demás
facetas de su vida. Por ejemplo, el 7% de los varones que habían
obtenido un CI inferior a 80 permanecieron en el paro durante más de
diez años, lo mismo que ocurrió con el 7% de quienes habían logrado
un CI superior a 100. A decir verdad, el estudio también parecía
mostrar (como ocurre siempre) una relación general entre el CI y el
nivel socioeconómico alcanzado a la edad de cuarenta y siete años,
pero lo cierto es que la diferencia existente radica en las
habilidades adquiridas en la infancia (como la capacidad de afrontar
las frustraciones, controlar las emociones o saber llevarse bien con
los demás).
Veamos, a continuación,
los resultados —todavía provisionales— de un estudio realizado sobre
ochenta y un valedictorians y salutatorians (Los valedictorians son
los alumnos que pronuncian los discursos de despedida en la
ceremonia de entrega de diplomas, mientras que los salututorians son
aquéllos que pronuncian los discursos de salutación en las
ceremonias de apertura del curso universitario.) del curso de 1981
de los institutos de enseñanza media de Illinois. Todos ellos habían
obtenido las puntuaciones medias más elevadas de su clase pero, a
pesar de que siguieron teniendo éxito en la universidad y alcanzaron
excelentes calificaciones, a la edad de treinta años no podía
decirse que hubieran obtenido un éxito social comparativamente
relevante. Diez años después de haber finalizado la enseñanza
secundaria, sólo uno de cada cuatro de estos jóvenes había logrado
un nivel profesional más elevado que la media de su edad, y a muchos
de ellos, por cierto, les iba bastante peor.
Karen Amold, profesora de
pedagogía de la Universidad de Boston y una de las investigadoras
que llevó a cabo el seguimiento recién descrito afirma: «creo que
hemos descubierto a la gente “cumplidora”, a las personas que saben
lo que hay que hacer para tener éxito en el sistema, pero el hecho
es que los valedietorians tienen que esforzarse tanto como los
demás. Saber que una persona ha logrado graduarse con unas notas
excelentes equivale a saber que es sumamente buena o bueno en las
pruebas de evaluación académicas, pero no nos dice absolutamente
nada en cuanto al modo en que reaccionará ante las vicisitudes que
le presente la vidas» . Y éste es precisamente el problema,
porque la inteligencia académica no ofrece la menor preparación para
la multitud de dificultades —o de oportunidades— a la que deberemos
enfrentamos a lo largo de nuestra vida. No obstante, aunque un
elevado CI no constituya la menor garantía de prosperidad, prestigio
ni felicidad, nuestras escuelas y nuestra cultura, en general,
siguen insistiendo en el desarrollo de las habilidades académicas en
detrimento de la inteligencia emocional, de ese conjunto de rasgos
—que algunos llaman carácter— que tan decisivo resulta para
nuestro destino personal.
Al igual que ocurre con la
lectura o con las matemáticas, por ejemplo, la Vida emocional
constituye un ámbito —que incluye un determinado conjunto de
habilidades— que puede dominarse con mayor o menor pericia. Y el
grado de dominio que alcance una persona sobre estas habilidades
resulta decisivo para determinar el motivo por el cual ciertos
individuos prosperan en la vida mientras que otros, con un nivel
intelectual similar, acaban en un callejón sin salida. La
competencia emocional constituye, en suma, una meta-habilidad que
determina el grado de destreza que alcanzaremos en el dominio de
todas nuestras otras facultades (entre las cuales se incluye el
intelecto puro).
Existen, por supuesto,
multitud de caminos que conducen al éxito en la vida, y muchos
dominios en los que las aptitudes emocionales son
extraordinariamente importantes. En una sociedad como la nuestra,
que atribuye una importancia cada vez mayor al conocimiento, la
habilidad técnica es indudablemente esencial.
Hay un chiste infantil a
este respecto que dice que no deberíamos extrañamos si dentro de
unos años tenemos que trabajar para quien hoy en día consideramos
«tonto». En cualquiera de los casos, en la tercera parte veremos que
hasta los «tontos» pueden beneficiarse de la inteligencia emocional
para alcanzar una posición laboral privilegiada. Existe una clara
evidencia de que las personas emocionalmente desarrolladas, es
decir, las personas que gobiernan adecuadamente sus sentimientos, y
asimismo saben interpretar y relacionarse efectivamente con los
sentimientos de los demás, disfrutan de una situación ventajosa en
todos los dominios de la vida, desde el noviazgo y las relaciones
íntimas hasta la comprensión de las reglas tácitas que gobiernan el
éxito en el seno de una organización. Las personas que han
desarrollado adecuadamente las habilidades emocionales suelen
sentirse más satisfechas, son más eficaces y más capaces de dominar
los hábitos mentales que determinan la productividad. Quienes, por
el contrario, no pueden controlar su vida emocional, se debaten en
constantes luchas internas que socavan su capacidad de trabajo y les
impiden pensar con la suficiente claridad.
UN TIPO DE INTELIGENCIA DIFERENTE
Desde la perspectiva de un
observador ocasional, Judy —una niña de cuatro años— pudiera parecer
la fea del baile entre sus compañeros, la chica que no participa. la
que nunca ocupa el centro sino que se mueve en la periferia. Pero el
hecho es que, en realidad, Judy es una observadora muy perspicaz de
la política social del patio del parvulario, posiblemente quien
manifieste mayor sutilidad en la comprensión de los sentimientos de
sus compañeros.
Esta sutilidad no se hizo
patente hasta el día en que su maestra reuniera en torno a sí a
todos los niños de cuatro años para jugar un juego al que denominan
«el juego de la clase», un test, en realidad, de sensibilidad
social, en el que se utiliza una especie de casa de muñecas que
reproduce el aula y en cuyo interior se dispone una serie de
figurillas que llevan en sus cabezas las fotografías del rostro de
sus maestros y de sus compañeros.
Cuando la maestra le pidió
a Judy que situara a cada compañero en la zona del aula en la que
preferiría jugar, Judy lo hizo con una precisión absoluta y, cuando
se le pidió que situara a cada niña y a cada niño junto a los
compañeros con los que más les gustaba jugar. Judy demostró una
capacidad ciertamente extraordinaria.
La minuciosidad de Judy
reveló que poseía un mapa social exacto de la clase, una
sensibilidad ciertamente excepcional para una niña de su edad. Y son
precisamente estas habilidades las que posiblemente permitan que
Judy termine alcanzando una posición destacada en cualquiera de los
campos en los que tengan importancia las «habilidades
personales» (como las ventas, la gestión empresarial o la
diplomacia).
La brillantez social de
Judy —por no decir nada de su precocidad— se ha podido descubrir
gracias a que era alumna de la Escuela Infantil Eliot-Pearson —una
escuela sita en el campus de la Universidad de Tufts— en la que se
lleva a cabo el Proyecto Spectrum, un programa de estudios que se
dedica deliberadamente al cultivo de los diferentes tipos de
inteligencia. El Proyecto Spectrum reconoce que el repertorio de
habilidades del ser humano va mucho más allá de «las tres
erres» (Expresión que se refiere a la triple habilidad de
lectura —read—, escritura —write—- y cálculo, —(a)rithmetic—, que
constituyen el fundamento tradicional de la educación primaria.) que
delimitan la estrecha franja de habilidades verbales y aritméticas
en la que se centra la educación tradicional. El programa en
cuestión reconoce también que una habilidad tal como la sensibilidad
social de Judy constituye un tipo de talento que la educación
debiera promover en lugar de limitarse a ignorarlo e incluso a
reprimirlo. Para que la escuela proporcione una educación en las
habilidades de la vida es necesario alentar a los niños a
desarrollar todo su amplio abanico de potencialidades y animarles a
sentirse satisfechos con lo que hacen.
La figura inspiradora del
Proyecto Spectrum es Howard Gardner, psicólogo de la Facultad de
Pedagogía de Harvard que, en cierta ocasión, me dijo: «ha llegado
ya el momento de ampliar nuestra noción de talento. La contribución
más evidente que el sistema educativo puede hacer al desarrollo del
niño consiste en ayudarle a encontrar una parcela en la que sus
facultades personales puedan aprovecharse plenamente y en la que se
sientan satisfechos y preparados. Sin embargo, hemos perdido
completamente de vista este objetivo y, en su lugar, constreñimos
por igual a todas las personas a un estilo educativo que, en el
mejor de los casos, les proporcionará una excelente preparación para
convertirse en profesores universitarios. Y nos dedicamos a evaluar
la trayectoria vital de una persona en función del grado de ajuste a
un modelo de éxito estrecho y preconcebido. Deberíamos invertir
menos tiempo en clasificar a los niños y ayudarles más a identificar
y a cultivar sus habilidades y sus dones naturales. Existen miles de
formas de alcanzar el éxito y multitud de habilidades diferentes que
pueden ayudamos a conseguirlo»: Si hay una persona que comprende
las limitaciones inherentes al antiguo modo de concebir la
inteligencia, ése es Gardner, que no deja de insistir en que los
días de gloria del CI han llegado a su fin. El creador del test de
papel y lápiz para la determinación del CI fue un psicólogo de
Stanford, llamado Lewis Terman, durante la 1ª Guerra Mundial, cuando
dos millones de varones norteamericanos fueron clasificados mediante
la primera aplicación masiva de este test. Esto condujo a varias
décadas de lo que Gardner denomina «el pensamiento CI», un
tipo de pensamiento según el cual «la gente es inteligente o no
lo es, la inteligencia es un dato innato (y no hay mucho que podamos
hacer, a este respecto, por cambiar las cosas) y existen pruebas
psicológicas para discriminar entre ambos grupos. Por su parte, el
test SAT que se realiza para entrar en la universidad se basa en el
mismo principio de que una prueba de aptitud sirve para determinar
el futuro. Esa forma de pensar impregna a toda nuestra sociedad».
El influyente libro de
Gardner Frames of Mmd constituye un auténtico manifiesto que
refuta «el pensamiento Cl». En este libro, Gardner afirma que no
sólo no existe un único y monolítico tipo de inteligencia que
resulte esencial para el éxito en la vida sino que, en realidad,
existe un amplio abanico de no menos de siete variedades distintas
de inteligencia. Entre ellas, Gardner enumera los dos tipos de
inteligencia académica (es decir, la capacidad verbal y la aptitud
lógico-matemática); la capacidad espacial propia de los arquitectos
o de los artistas en general; el talento kinestésico manifiesto en
la fluidez y la gracia corporal de Martha Graham o de Magic Johnson;
las dotes musicales de Mozart o de YoYo Ma, y dos cualidades más a
las que coloca bajo el epígrafe de «inteligencias personales»:
la inteligencia interpersonal (propia de un gran terapeuta como Carl
Rogers o de un líder de fama mundial como Martin Luther King jr.) y
la inteligencia «intrapsiquica» que demuestran las brillantes
intuiciones de Sigmund Freud o, más modestamente, la satisfacción
interna que experimenta cualquiera de nosotros cuando nuestra vida
se halla en armonía con nuestros sentimientos.
El concepto operativo de
esta visión plural de la inteligencia es el de multiplicidad. Así,
el modelo de Gardner abre un camino que trasciende con mucho el
modelo aceptado del Cl como un factor único e inalterable. Gardner
reconoce que los tests que nos esclavizaron cuando íbamos a la
escuela —desde las pruebas de selección utilizadas para discriminar
entre los estudiantes que pueden acceder a la universidad y aquéllos
otros que son orientados hacia las escuelas de formación
profesional, hasta el SAT (que sirve para determinar a qué
universidad puede acceder un determinado alumno, si es que puede
acceder a alguna)— se basan en una noción restringida de la
inteligencia que no tiene en cuenta el amplio abanico de habilidades
y destrezas que son mucho más decisivas para la vida que el CI.
Gardner es perfectamente
consciente de que el número siete es un número completamente
arbitrario y de que no existe, por tanto, un número mágico concreto
que pueda dar cuenta de la amplia diversidad de inteligencias de que
goza el ser humano. A la vista de ello, Gardner y sus colegas
ampliaron esta lista inicial hasta llegar a incluir veinte clases
diferentes de inteligencia. La inteligencia interpersonal,
por ejemplo, fue subdividida en cuatro habilidades diferentes, el
liderazgo, la aptitud de establecer relaciones y mantener las
amistades, la capacidad de solucionar conflictos y la habilidad para
el análisis social (tan admirablemente representada por Judy. la
niña de cuatro años de la que hemos hablado antes).
Esta visión
multidimensional de la inteligencia nos brinda una imagen mucho más
rica de la capacidad y del potencial de éxito de un niño que la que
nos ofrece el CI. Cuando los alumnos de Spectrum fueron evaluados en
función de la escala de inteligencia de Stanford-Binet (uno de los
test más utilizados para la determinación del CI) y en función de
otro conjunto de pruebas específicamente diseñadas para valorar el
amplio espectro de inteligencias de Gardner, no apareció ninguna
relación significativa entre ambos resultados. Los cinco niños que
obtuvieron las puntuaciones más elevadas del CI (entre 125 y 1 33)
evidenciaron una amplia diversidad de perfiles en las diez áreas
cuantificadas por el test de Spectrum. En este sentido, por ejemplo,
uno de los cinco niños «más inteligentes» —según los parámetros del
CI— mostraba una habilidad especial en tres de las áreas (medidas
por la prueba de Spectrum), otros tres tenían aptitudes especiales
vinculadas con dos de ellas y el último de los niños más
«inteligentes» sólo destacaba en una de las habilidades consideradas
por la clasificación de Spectrum. Además, estas áreas se hallaban
dispersas: cuatro de las habilidades de estos niños tenían que ver
con la música, dos con las artes visuales, otra con la comprensión
social, una con la lógica y dos con el lenguaje. Ninguno de los
cinco muchachos «inteligentes» mencionados demostró la menor
habilidad especial en el movimiento, la aritmética o la mecánica. En
realidad, dos de ellos presentaban serias deficiencias en las áreas
de movimiento y aritmética.
La conclusión de Gardner es
que «la escala de inteligencia de Stant Ord Binet no sirve para
pronosticar el éxito en el rendimiento de un subconjunto coherente
de las actividades señaladas por Spectrum». Por otra parte, las
puntuaciones obtenidas por los tests de Spectrum proporcionan a
padres y profesores una guía muy esclarecedora sobre aquéllas áreas
en las que los niños se interesarán de manera natural y aquellas
otras con las que, por el contrario, nunca llegarán a entusiasmarse
lo suficiente como para transformar una simple destreza en una
auténtica maestría.
A lo largo del tiempo, el
concepto de inteligencias múltiples de Gardner ha seguido
evolucionando y. a los diez años de la publicación de su primera
teoría, Gardner nos brinda esta breve definición de las
inteligencias personales:
«La inteligencia
interpersonal consiste en la capacidad de comprender a los demás:
cuáles son las cosas que más les motivan, cómo trabajan y la mejor
forma de cooperar con ellos. Los vendedores, los políticos. los
maestros, los médicos y los dirigentes religiosos de éxito tienden a
ser individuos con un alto grado de inteligencia interpersonal. La
inteligencia intrapersonal por su parte, constituye una habilidad
correlativa —vuelta hacia el interior— que nos permite configurar
una imagen exacta y verdadera de nosotros mismos y que nos hace
capaces de utilizar esa imagen para actuar en la vida de un modo más
eficaz.»
En otra publicación.
Gardner señala que la esencia de la inteligencia
interpersonal supone «la capacidad de discernir y responder
apropiadamente a los estados de ánimo, temperamentos, motivaciones y
deseos de las demás personas». En el apartado relativo a la
inteligencia intrapersonal —la clave para el conocimiento de uno
mismo—, Gardner menciona «la capacidad de establecer contacto con
los propios sentimientos, discernir entre ellos y aprovechar este
conocimiento para orientar nuestra conducta».
SPOCK CONTRA DATA: CUANDO LA
COGNICION NO BASTA
Existe otra dimensión de la
inteligencia personal que Gardner señala reiteradamente y que, sin
embargo, no parece haber explorado lo suficiente; nos estamos
refiriendo al papel que desempeñan las emociones. Es posible
que ello se deba a que, tal como el mismo Gardner me reconoció
personalmente, su trabajo está profundamente influido por el modelo
del psiquismo propugnado por las ciencias cognitivas y, en
consecuencia, su visión de las inteligencias múltiples subraya el
aspecto cognitivo, es decir, la comprensión —tanto en los
demás como en uno mismo— de las motivaciones y las pautas de
conducta, con el objetivo de poner esa visión al servicio de nuestra
vida y de nuestras relaciones sociales. Pero, al igual que ocurre en
el dominio kinestésico, en donde la excelencia física se manifiesta
de un modo no verbal, el mundo de las emociones se extiende más allá
del alcance del lenguaje y de la cognición.
Así pues, aunque la
descripción que hace Gardner de las inteligencias personales asigna
una gran importancia al proceso de comprensión del juego de las
emociones y a la capacidad de dominarlas, tanto él como sus
colaboradores centran toda su atención en la faceta cognitiva del
sentimiento y no tratan de desentrañar el papel que desempeñan los
sentimientos. De este modo, el vasto continente de la vida emocional
que puede convertir nuestra vida interior y nuestras relaciones en
algo sumamente complejo, apremiante y desconcertante, queda sin
explorar y nos deja en la ignorancia, tanto para descubrir la
inteligencia ya patente en las emociones como para averiguar la
forma en que podemos hacerlas todavía más inteligentes.
El énfasis de Gardner en el
componente cognitivo de la inteligencia personal es un reflejo del
zeigeist psicológico en que se asienta su visión. Esta
insistencia de la psicología en subrayar los aspectos cognitivos
—incluso en el dominio de las emociones— se debe, en parte, a la
peculiar historia de esta disciplina científica.
Durante los años cuarenta y
cincuenta, la psicología académica se hallaba dominada por los
conductistas al estilo de B.F. Skinner, quienes opinaban que la
única faceta psicológica que podía observarse objetivamente desde el
exterior con precisión científica era la conducta. Este fue
el motivo por el cual los conductistas terminaron desterrando de un
plumazo del territorio de la ciencia todo rastro de vida interior,
incluyendo la Vida emocional.
A finales de la década de
los sesenta, la «revolución cognitiva» cambió el
centro de atención de la ciencia psicológica, que, a partir de
entonces, se cifró en averiguar la forma en que la mente registra y
almacena la información y cuál es la naturaleza de la inteligencia.
Pero, aun así, las emociones todavía quedaban fuera del campo de la
psicología. La visión convencional de los científicos cognitivos
supone que la inteligencia es una facultad hiperracional y fría que
se encarga del procesamiento de la información, una especie de señor
Spock (el personaje de la serie Star Trek), el arquetipo de los
asépticos bytes de información que no se ve afectado por los
sentimientos, la encamación viva de la idea de que las emociones no
tienen ningún lugar en la inteligencia y sólo sirven para confundir
nuestra vida mental.
Los científicos cognitivos
se adhirieron a este criterio seducidos por el modelo operante de la
mente basado en el funcionamiento de los ordenadores, olvidando que,
en realidad, el wetware (juego de palabras en el que el autor
establece una analogía entre el hardware, el software y el wetware
cerebral al que, en tal caso, se asimila a un ordenador en estado
líquido.) cerebral está inmerso en un líquido pulsante impregnado de
agentes neuroquímicos que nada tiene que ver con el frío y ordenado
silicio que utilizan como metáfora del funcionamiento del psiquismo.
De este modo, el modelo imperante entre los científicos cognitivos
sobre la forma en que la mente procesa la información soslaya el
hecho de que la razón se halla guiada —e incluso puede llegar a
verse abrumada— por los sentimientos. El modelo cognitivo
prevalente constituye, a este respecto, una visión empobrecida de la
mente, una perspectiva que no acierta a explicar el Sturm and
Drang (Alusión al movimiento literario romántico alemán de ese
mismo nombre que se caracterizó por su oposición a las normas
sociales y racionales establecidas y por su exaltación suprema de la
sensibilidad y de la intuición.) de los sentimientos que sazonan la
vida intelectual. No cabe duda de que, con el fin de poder sustentar
su modelo, los científicos cognitivos se han visto obligados a
obviar la relevancia de los temores, de las esperanzas, de las riñas
matrimoniales, de las envidias profesionales y. en definitiva, de
todo el trasfondo de sentimientos que constituye el condimento mismo
de la vida y que a cada momento determinan la forma exacta (y el
mayor o menor grado de adecuación) en que se procesa la información.
Pero esta concepción
científica unilateral de una vida mental emocionalmente plana —que
durante los últimos ochenta años ha condicionado la investigación
sobre la inteligencia— está cambiando gradualmente a medida que la
psicología comienza a reconocer el papel esencial que desempeñan por
los sentimientos en los procesos mentales. La psicología actual, más
parecida a Data (el personaje de la serie Star Trek: The Next
Generation) que al señor Spock, comienza a tomar en consideración el
potencial y las virtudes —así como los peligros— de las emociones en
nuestra vida mental. Después de todo, como Data llega a columbrar
(para su propia consternación, si es que puede sentir tal cosa), la
fría lógica no sirve de nada a la hora de encontrar una solución
humana adecuada. Los sentimientos constituyen el dominio en el que
más evidente se hace nuestra humanidad y, en ese sentido, Data
quiere llegar a sentir porque sabe que, mientras no sienta, no podrá
acceder a un aspecto fundamental de la humanidad. Anhela la amistad
y la lealtad porque, como el Hombre de Hojalata de El mago de Oz,
carece de corazón. Al faltarle el sentido lírico que proporcionan
los sentimientos, Data puede componer música o escribir poesía
haciendo alarde de un alto grado de virtuosismo técnico, pero jamás
podrá llegar a experimentar la pasión. La lección que nos brinda el
anhelo de Data es que la fría visión cognitiva adolece de los
valores supremos del corazón humano, la fe, la esperanza, la
devoción y el amor. Así pues, dado que las emociones no resultan
empobrecedoras sino todo lo contrario, cualquier modelo de la mente
que las soslaye será siempre un modelo parcial.
Cuando pregunté a Gardner
sobre su insistencia en la preponderancia del pensamiento sobre el
sentimiento, o en la metacognición más que en las emociones mismas,
reconoció que su visión de la inteligencia se atenía al modelo
cognitivo pero añadió: «cuando escribí por vez primera sobre las
inteligencias personales , podría, en realidad, a las emociones,
especialmente en lo que atañe a la noción de la inteligencia
intrapersonal, uno de cuyos aspectos principales es la capacidad
para sintonizar con las propias emociones. Por otro lado, las
señales viscerales que nos envian los sentimientos también resultan
decisivas para la inteligencia interpersonal, pero, a medida que ha
ido desarrollándose, la teoría de la inteligencia múltiple ha
evolucionado hasta centrarse más en la metacognición -es
decir, en la toma de conciencia de los propios procesos mentales,
que en el amplio espectro de las habilidades emocionales».
Aun así, Gardner se da
perfecta cuenta de lo decisivas que son, en lo que respecta a la
confusión y la violencia de la vida, las aptitudes emocionales y
sociales, y subraya que «muchas personas con un elevado CI de 160
(aunque con escasa inteligencia intrapersonal) trabajan para gente
que no supera el CI de 100 (pero que tiene muy desarrollada la
inteligencia intrapersonal) y que en la vida cotidiana no existe
nada más importante que la inteligencia intrapersonal ya que, a
falta de ella, no acertaremos en la elección de la pareja con quien
vamos a contraer matrimonio, en la elección del puesto de trabajo,
etcétera. Es necesario que la escuela se ocupe de educar a los niños
en el desarrollo de las inteligencias personales».
¿LAS EMOCIONES PUEDEN SER
INTELIGENTES?
Para poder forjamos una
idea más completa de cuáles podrían ser los elementos fundamentales
de dicha educación debemos acudir a otros teóricos que siguen el
camino abierto por Gardner, entre los cuales el más destacado tal
vez sea Peter Salovey, notable psicólogo de Harvard, que ha
establecido con todo lujo de detalles el modo de aportar más
inteligencia a nuestras emociones. Esta empresa no es nueva porque,
a lo largo de los años, hasta los más vehementes teóricos del CI, en
lugar de considerar que «emoción» e «inteligencia» son
términos abiertamente contradictorios, de vez en cuando han tratado
de introducir a las emociones en el ámbito de la inteligencia. E.L.
Thorndike, por ejemplo, un eminente psicólogo que desempeñó un papel
muy destacado en la popularización del CI en la década de los
veinte, propuso en un artículo publicado en el Harper Magazine que
la inteligencia «social» —un aspecto de la inteligencia
emocional que nos permite comprender las necesidades ajenas y «actuar
sabiamente en las relaciones humanas»— constituye un elemento
que hay que tener en cuenta a la hora de determinar el CI. Otros
psicólogos de la época asumieron una concepción más cínica de la
inteligencia social y la concibieron en términos de las habilidades
que nos permiten manipular a los demás, obligándoles, lo quieran o
no, a hacer lo que deseamos. Pero ninguna de estas formulaciones de
la inteligencia social tuvo demasiada aceptación entre los teóricos
del CI y, alrededor de 1960, un influyente manual sobre los test de
inteligencia llegó incluso a afirmar que la inteligencia social era
un concepto completamente «inútil».
Pero, en lo que atañe tanto
a la intuición como al sentido común, la inteligencia personal no
podía seguir siendo ignorada. Por ejemplo, cuando Robert Stembeg,
otro psicólogo de Yale, pidió a diferentes personas que definieran a
un «individuo inteligente», los principales rasgos reseñados
fueron las habilidades prácticas.
Una investigación posterior
más sistemática condujo a Stemberg a la misma conclusión de Thomdike:
la inteligencia social no sólo es muy diferente de las habilidades
académicas, sino que constituye un elemento esencial que permite a
la persona afrontar adecuadamente los imperativos prácticos de la
vida. Por ejemplo, uno de los elementos fundamentales de la
inteligencia práctica que suele valorarse más en el campo laboral,
por ejemplo, es el tipo de sensibilidad que permite a los directivos
eficaces darse cuenta de los mensajes tácitos de sus subordinados.
En los últimos años, un número cada vez más nutrido de psicólogos ha
llegado a conclusiones similares, coincidiendo con Gardner en que la
vieja teoría del CI se ocupa sólo de una estrecha franja de
habilidades lingüísticas y matemáticas, y que tener un elevado CI
tal vez pueda predecir adecuadamente quién va a tener éxito en el
aula o quién va a llegar a ser un buen profesor, pero no tiene nada
que decir con respecto al camino que seguirá la persona una vez
concluida su educación. Estos psicólogos —con Stemberg y Salovey a
la cabeza— han adoptado una visión más amplia de la inteligencia y
han tratado de reformularla en términos de aquello que hace que uno
enfoque más adecuadamente su vida, una línea de investigación que
nos retrotrae a la apreciación de que la inteligencia constituye un
asunto decididamente «personal» o emocional.
La definición de Salovey
subsume a las inteligencias personales de Gardner y
las organiza hasta llegar a abarcar cinco competencias principales:
1. El
conocimiento de las propias emociones. El conocimiento de uno
mismo, es decir, la capacidad de reconocer un sentimiento en el
mismo momento en que aparece, constituye la piedra angular de la
inteligencia emocional. Como veremos en el capítulo 4, la capacidad
de seguir momento a momento nuestros sentimientos resulta crucial
para la introvisión psicológica y para la comprensión de uno mismo.
Por otro lado, la incapacidad de percibir nuestros verdaderos
sentimientos nos deja completamente a su merced. Las personas que
tienen una mayor certeza de sus emociones suelen dirigir mejor sus
vidas, ya que tienen un conocimiento seguro de cuáles son sus
sentimientos reales, por ejemplo, a la hora de decidir con quién
casarse o qué profesión elegir.
2. La capacidad
de controlar las emociones. La conciencia de uno mismo es una
habilidad básica que nos permite controlar nuestros sentimientos y
adecuarlos al momento. En el capítulo 5 examinaremos la capacidad de
tranquilizarse a uno mismo, de desembarazarse de la ansiedad, de la
tristeza, de la irritabilidad exageradas y de las consecuencias que
acarrea su ausencia. Las personas que carecen de esta habilidad
tienen que batallar constantemente con las tensiones desagradables
mientras que, por el contrario, quienes destacan en el ejercicio de
esta capacidad se recuperan mucho más rápidamente de los reveses y
contratiempos de la vida.
3. La capacidad
de motivarse uno mismo. Como veremos en el capítulo 6, el
control de la vida emocional y su subordinación a un objetivo
resulta esencial para espolear y mantener la atencion, la motivación
y la creatividad. El autocontrol emocional —la capacidad de demorar
la gratificación y sofocar la impulsividad— constituye un
imponderable que subyace a todo logro. Y si somos capaces de
sumergimos en el estado de «flujo» estaremos más capacitados para
lograr resultados sobresalientes en cualquier área de la vida. Las
personas que tienen esta habilidad suelen ser más productivas y
eficaces en todas las empresas que acometen.
4 .El
reconocimiento de las emociones ajenas. La empatía, otra
capacidad que se asienta en la conciencia emocional de uno mismo,
constituye la «habilidad popular» fundamental. En el
capítulo 7 examinaremos las raíces de la empatía, el coste social de
la falta de armonía emocional y las razones por las cuales la
empatía puede prender la llama del altruismo. Las personas empáticas
suelen sintonizar con las señales sociales sutiles que indican qué
necesitan o qué quieren los demás y esta capacidad las hace más
aptas para el desempeño de vocaciones tales como las profesiones
sanitarias, la docencia, las ventas y la dirección de empresas.
5. El control de
las relaciones. El arte de las relaciones se basa, en buena
medida, en la habilidad para relacionarnos adecuadamente con las
emociones ajenas. En el capitulo 8 revisaremos la competencia o la
incompetencia social y las habilidades concretas involucradas en
esta facultad. Éstas son las habilidades que subyacen a la
popularidad, el liderazgo y la eficacia interpersonal. Las personas
que sobresalen en este tipo de habilidades suelen ser auténticas
«estrellas» que tienen éxito en todas las actividades vinculadas a
la relación interpersonal.
No todas las personas
manifiestan el mismo grado de pericia en cada uno de estos dominios.
Hay quienes son sumamente diestros en gobernar su propia ansiedad,
por ejemplo, pero en cambio, son relativamente ineptos cuando se
trata de apaciguar los trastornos emocionales ajenos. A fin de
cuentas, el sustrato de nuestra pericia al respecto es, sin duda,
neurológico, pero, como veremos a continuación, el cerebro es
asombrosamente plástico y se halla sometido a un continuo proceso de
aprendizaje. Las lagunas en la habilidad emocional pueden remediarse
y, en términos generales, cada uno de estos dominios representa un
conjunto de hábitos y de reacciones que, con el esfuerzo adecuado,
pueden llegar a mejorarse.
EL CI Y LA INTELIGENCIA
EMOCIONAL: LOS TIPOS PUROS
El CI y la inteligencia
emocional no son conceptos contrapuestos sino tan sólo diferentes.
Todos nosotros representamos una combinación peculiar entre el
intelecto y la emoción. Las personas que tienen un elevado CI, pero
que, en cambio manifiestan una escasa inteligencia emocional (oque,
por el contrario, muestran un bajo CI con una elevada inteligencia
emocional), suelen ser, a pesar de los estereotipos relativamente
raras. En cambio parece como sí existiera una débil correlación
entre el CI y ciertos aspectos de la inteligencia emocional, aunque
una correlación lo suficientemente débil como para dejar bien claro
que se trata de entidades completamente independientes.
A diferencia de lo que
ocurre con los test habituales del CI, no existe —ni jamás podrá
existir— un solo test de papel y lápiz capaz de determinar el «grado
de inteligencia emocional». Aunque se ha llevado a cabo una
amplia investigación de los elementos que componen la inteligencia
emocional, algunos de ellos —como la empatía, por ejemplo— sólo
pueden valorarse poniendo a prueba la habilidad real de la persona
para ejecutar una tarea específica como, por ejemplo, el
reconocimiento de las expresiones faciales ajenas grabadas en vídeo.
Aun así. Jack Block, psicólogo de la universidad californiana de
Berkeley, utilizando una medida muy similar a la inteligencia
emocional que él denomina «capacidad adaptativa del ego»
(y que incluye las principales competencias emocionales y sociales)
ha establecido una comparación de dos tipos teóricamente puros, el
tipo puro de individuo con un elevado CI y el tipo puro de individuo
con aptitudes emocionales altamente desarrolladas. Las diferencias
encontradas a este respecto son sumamente expresivas. El tipo puro
de individuo con un alto CI (esto es, soslayando la inteligencia
emocional) constituye casi una caricatura del intelectual entregado
al dominio de la mente pero completamente inepto en su mundo
personal. Los rasgos más sobresalientes difieren ligeramente entre
mujeres y hombres. No es de extrañar que los hombres con un elevado
CI se caractericen por una amplia gama de intereses y habilidades
intelectuales y suelan ser ambiciosos, productivos, predecibles,
tenaces y poco dados a reparar en sus propias necesidades. Tienden a
ser críticos, condescendientes, aprensivos, inhibidos, a sentirse
incómodos con la sexualidad y las experiencias sensoriales en
general y son poco expresivos, distantes y emocionalmente fríos y
tranquilos.
Por el contrario, los
hombres que poseen una elevada inteligencia emocional suelen ser
socialmente equilibrados, extravertidos, alegres, poco predispuestos
a la timidez y a rumiar sus preocupaciones. Demuestran estar dotados
de una notable capacidad para comprometerse con las causas y las
personas, suelen adoptar responsabilidades, mantienen una visión
ética de la vida y son afables y cariñosos en sus relaciones. Su
vida emocional es rica y apropiada; se sienten, en suma, a gusto
consigo mismos, con sus semejantes y con el universo social en el
que viven.
Por su parte, el tipo puro
de mujer con un elevado CI manifiesta una previsible confianza
intelectual, es capaz de expresar claramente sus pensamientos,
valora las cuestiones teóricas y presenta un amplio abanico de
intereses estéticos e intelectuales. También tiende a ser
introspectiva, predispuesta a la ansiedad, a la preocupación y la
culpabilidad, y se muestra poco dispuesta a expresar públicamente su
enfado (aunque pueda expresarlo de un modo indirecto).
En cambio, las mujeres
emocionalmente inteligentes tienden a ser enérgicas y a expresar sus
sentimientos sin ambages, tienen una visión positiva de sí mismas y
para ellas la vida siempre tiene un sentido. Al igual que ocurre con
los hombres, suelen ser abiertas y sociables, expresan sus
sentimientos adecuadamente (en lugar de entregarse, por así decirlo,
a arranques emocionales de los que posteriormente tengan que
lamentarse) y soportan bien la tensión. Su equilibrio social les
permite hacer rápidamente nuevas amistades; se sienten lo bastante a
gusto consigo mismas como para mostrarse alegres, espontáneas y
abiertas a las experiencias sensuales. Y, a diferencia de lo que
ocurre con el tipo puro de mujer con un elevado CI, raramente se
sienten ansiosas, culpables o se ahogan en sus preocupaciones.
Estos retratos, obviamente,
resultan caricaturescos porque toda persona es el resultado de la
combinación, en distintas proporciones, entre el CI y la
inteligencia emocional.