—Mira
quién está dentro del coche, Len. ¿Quién es?
Pero
Len seguía sin mostrar el menor interés. Estaba realmente
consternado y sus lágrimas parecían no tener fin. Entonces su madre,
perdiendo la paciencia, recurrió a una clásica amenaza:
—¿Quieres que te pegue?
—¡ No!
—balbució entonces Len.
—¡Pues
deja ya de llorar! —concluyó la madre, exasperada, con firmeza.
—¡Lo
estoy intentando! —farfulló Len, en un tono patético y jadeante, a
través de sus lágrimas.
Y eso
fue lo que despertó la estrategia final de Jay que, imitando el tono
autoritario y amenazante de su madre, ordenó: — ¡Deja de llorar,
Len! ¡Acaba ya de una vez!
Este
pequeño drama doméstico evidencia muy claramente la sutileza
emocional que puede desplegar un mocoso de poco más de dos años para
influir sobre las emociones de otra persona. En su apremiante
intento de consolar a su hermano, Jay desplegó un amplio abanico de
tácticas que iban desde la súplica hasta la ayuda, pasando por la
distracción, la exigencia e incluso la amenaza, un auténtico
repertorio que había aprendido de lo que otros habían intentado con
él. Pero, en cualquiera de los casos, lo que ahora nos importa es
subrayar que, incluso a una edad tan temprana, los niños disponen de
un auténtico arsenal de tácticas dispuestas para ser utilizadas.
Como
sabe cualquier padre, el despliegue de empatía y compasión
demostrado por Jay no es, en modo alguno, universal. Es igual de
probable que un niño de esta edad considere la angustia de su
hermano como una oportunidad para vengarse de él y hostigarle más
aún. Las mismas habilidades mostradas por Jay podrían haber sido
utilizadas para fastidiar o atormentar a su hermano. No obstante,
ello no haría sino confirmar la presencia de una aptitud emocional
fundamental, la capacidad de conocer los sentimientos de los demás y
de hacer algo para transformarlos, una capacidad que constituye el
fundamento mismo del sutil arte de manejar las relaciones.
Pero
para llegar a dominar esta capacidad, los niños deben poder
dominarse previamente a si mismos, deben poder manejar sus angustias
y sus tensiones, sus impulsos y su excitación, aunque sea de un modo
vacilante, puesto que para poder conectar con los demás es necesario
un mínimo de sosiego interno. Es precisamente en este período
cuando, en lugar de recurrir a la fuerza bruta, aparecen los
primeros rasgos distintivos de la capacidad de controlar las propias
emociones, de esperar sin gimotear, de razonar o de persuadir
(aunque no siempre elijan estas opciones).
La
paciencia constituye una alternativa a las rabietas —al menos de vez
en cuando— y los primeros signos de la empatía comienzan a aparecer
alrededor de los dos años de edad (fue precisamente la empatía —la
raíz de la compasión— la que impulsó a Jay a intentar algo tan
difícil como tranquilizar a su desconsolado hermano).
Así
pues, el requisito para llegar a controlar las emociones de los
demás —para llegar a dominar el arte de las relaciones— consiste en
el desarrollo de dos habilidades emocionales fundamentales: el
autocontrol y la empatía.
Es
precisamente sobre la base del autocontrol y la empatía sobre la que
se desarrollan las «habilidades interpersonales». Estas son las
aptitudes sociales que garantizan la eficacia en el trato con los
demás y cuya falta conduce a la ineptitud social o al fracaso
interpersonal reiterado. Y también es precisamente la carencia de
estas habilidades la causante de que hasta las personas
intelectualmente más brillantes fracasen en sus relaciones y
resulten arrogantes, insensibles y hasta odiosas. Estas habilidades
sociales son las que nos permiten relacionarnos con los demás,
movilizarles, inspirarles, persuadirles, influirles y
tranquilizarles profundizar, en suma, en el mundo de las relaciones.
LA EXPRESIÓN DE
LAS EMOCIONES
La
capacidad de expresar los propios sentimientos constituye una
habilidad social fundamental. Paul Ekman utiliza el término
despliegue de roles para referirse al consenso social en el que
resulta adecuado expresar los sentimientos, un dominio en el que
existe una enorme variabilidad intercultural. Ekman y sus colegas
estudiaron las reacciones faciales de los estudiantes japoneses ante
una película que mostraba escenas de una circuncisión ritual de los
adolescentes aborígenes descubriendo que, cuando los estudiantes
contemplaban la película en presencia de alguna figura de autoridad,
sus rostros apenas si reaccionaban, pero cuando creían que estaban
solos (aunque, en realidad, estaban siendo filmados por tina cámara
oculta), sus rostros mostraban un amplio abanico de emociones que
iban desde la tensión hasta el miedo y la repugnancia.
Existen varios tipos fundamentales de despliegue de roles. Uno de
ellos consiste en minimizar las emociones (la norma japonesa para
expresar los sentimientos en presencia de una figura de autoridad
que consiste en esconder el disgusto tras una cara de póker). Otro
consiste en exagerar lo que uno siente magnificando la expresión
emocional (una estrategia utilizada con mucha frecuencia por los
niños pequeños que consiste en fruncir patéticamente el ceño y
estremecer los labios mientras se quejan a su madre de que sus
hermanos mayores les toman el pelo). Un tercero consiste en
sustituir un sentimiento por otro (algo que suele tener lugar, por
ejemplo, en aquellas culturas orientales en las que decir «no» se
considera de mala educación y. en su lugar, se expresan emociones
positivas aunque falsas). El conocimiento de estas estrategias y del
momento en que pueden manifestarse constituye un factor esencial de
la inteligencia emocional.
El
aprendizaje del despliegue de los roles tiene lugar a una edad muy
temprana. Se trata de un aprendizaje que sólo es parcialmente
explícito (el aprendizaje, por ejemplo, que tiene lugar cuando
enseñamos a un niño a ocultar su desengaño ante el espantoso regalo
de cumpleaños que acaba de entregarle su bienintencionado abuelo) y
que suele conseguir mediante un proceso de modelado, con el que los
niños aprenden lo que tienen que hacer viendo lo que hacen los
demás. En la educación sentimental las emociones son, al mismo
tiempo, el medio y el mensaje. Si el padre, por ejemplo, le dice a
su hijo que «sonría y le dé las gracias al abuelo» con un tono
enfadado, severo y frío que desaprueba el mensaje en lugar de
aprobarlo cordialmente, es muy probable que el niño aprenda una
lección muy diferente y que responda a su abuelo con un desaprobador
y seco «gracias». Y, del mismo modo, el efecto sobre el abuelo será
muy diferente en ambos casos: en el primero estará contento (aunque
engañado), mientras que en el segundo estará dolido por la confusión
implícita del mismo mensaje.
La
consecuencia inmediata del despliegue emocional es el impacto que
provoca en el receptor. En el caso que estamos considerando, el rol
que aprende el niño es algo así como «esconde tus verdaderos
sentimientos cuando puedan herir a alguien a quien quieras y
sustitúyelos por otros que, aunque sean falsos, resulten menos
dolorosos». Las reglas que rigen la expresión de las emociones no
sólo forman parte del léxico de la educación social sino que también
dictan la forma en que nuestros sentimientos afectan a los demás. El
conocimiento y el uso adecuado de estas reglas nos lleva a causar el
impacto óptimo mientras que su ignorancia, por el contrario, fomenta
el desastre emocional.
Los
actores son verdaderos maestros en el despliegue de las emociones y
su expresividad despierta la respuesta de su audiencia. Y no cabe
duda de que hay personas que son verdaderos actores natos. Pero
subrayemos que, en cualquiera de los casos, el aprendizaje del
despliegue de los roles varia en función de los modelos de que
dispongamos y que, en este sentido, existe una extraordinaria
variabilidad entre los diversos individuos.
LA EXPRESIVIDAD
Y EL CONTAGIO EMOCIONAL
Al
comienzo de la guerra del Vietnam, un pelotón norteamericano se
hallaba agazapado en un arrozal luchando con el Vietcong cuando, de
repente, una fila de seis monjes comenzó a caminar por el sendero
elevado que separaba un arrozal de otro.
Completamente serenos y ecuánimes, los monjes se dirigían
directamente hacia la línea de fuego.
«Caminaban
perfectamente en línea recta —recuerda David Bush, uno de los
soldados integrantes de aquel pelotón— sin desviarse a la derecha ni
a la izquierda. Fue muy extraño pero nadie les disparó un solo tiro
y, después de que hubieran atravesado el sendero, la lucha concluyó.
Nadie pareció querer seguir combatiendo, al menos no aquel día. Y lo
mismo debió de haber ocurrido en el bando contrario porque todos
dejamos de disparar, simplemente dejamos de disparar».
El
poder del valiente y silencioso desfile de los monjes que apaciguó a
los soldados en pleno campo de batalla ilustra uno de los principios
fundamentales de la vida social: el hecho de que las emociones son
contagiosas. A decir verdad, este ejemplo constituye un caso
extremo, puesto que la mayor parte del contagio emocional tiene
lugar de forma mucho más sutil y es parte del intercambio tácito que
se da en todo encuentro interpersonal.
En
cada relación subyace un intercambio subterráneo de estados de ánimo
que nos lleva a percibir algunos encuentros como tóxicos y otros, en
cambio, como nutritivos. Este intercambio emocional suele discurrir
a un nivel tan sutil e imperceptible que la forma en que un vendedor
le dé las gracias puede hacerle sentir ignorado, resentido o
auténticamente bienvenido y valorado. Nosotros percibimos los
sentimientos de los demás como si se tratase de una especie de virus
social.
En
cada encuentro que sostenemos emitimos señales emocionales y esas
señales afectan a las personas que nos rodean. Cuanto más diestros
somos socialmente, más control tenemos sobre las señales que
emitimos; a fin de cuentas, las reglas de urbanidad son una forma de
asegurarnos de que ninguna emoción desbocada dificultará nuestra
relación (una regla social que, cuando afecta a las relaciones
intimas, resulta sofocante). La inteligencia emocional incluye el
dominio de este intercambio; «popular» y «encantador» son términos
con los que solemos referirnos a las personas con quienes nos agrada
estar porque sus habilidades emocionales nos hacen sentir bien. Las
personas que son capaces de ayudar a los demás constituyen una
mercancía social especialmente valiosa, son las personas a quienes
nos dirigimos cuando tenemos una gran necesidad emocional puesto
que, lo queramos o no, cada uno de nosotros forma parte del equipo
de herramientas de transformación emocional con que cuentan los
demás.
Veamos
ahora otro claro ejemplo de la sutileza con que las emociones se
transmiten de una persona a otra. En un determinado experimento, dos
voluntarios, tras rellenar un formulario en el que se describía su
estado de ánimo, se sentaban simplemente en parejas (compuestas por
una persona muy comunicativa y otra completamente inexpresiva) a
esperar que el experimentador regresara a la habitación. Un par de
minutos más tarde, el experimentador volvía y les pedía que
rellenaran otro formulario. El resultado del experimento en cuestión
demostró que el estado de ánimo del individuo más expresivo se
transmitía invariablemente al más pasivo. ¿Cómo tiene lugar esta
mágica transformación? La respuesta más probable es que el
inconsciente reproduzca las emociones que ve desplegadas por otra
persona a través de un proceso no consciente de imitación de los
movimientos que reproduce su expresión facial, sus gestos, su tono
de voz y otros indicadores no verbales de la emoción. Mediante este
proceso, el sujeto recrea en sí mismo el estado de ánimo de la otra
persona en una especie de versión libre del método Stanislavsky (un
método en el que el actor recurre al recuerdo de las posturas, los
movimientos y otras expresiones de alguna emoción intensa que haya
experimentado en el pasado para evocar la actualización de esos
mismos sentimientos).
La
imitación cotidiana de los sentimientos suele ser algo muy sutil.
Ulf Dimberg, un investigador sueco de la Universidad de Uppsala,
descubrió que, cuando las personas ven un rostro sonriente o un
rostro enojado, la musculatura de su propio rostro tiende a
experimentar una transformación sutil en el mismo sentido, una
transformación que, si bien no resulta evidente, si que puede
manifestarse mediante el uso de sensores electrónicos.
El
sentido de la transferencia de estados de ánimo entre dos personas
va desde la más expresiva hasta la más pasiva. No obstante, existen
personas especialmente proclives al contagio emocional, ya que su
sensibilidad innata hace que su sistema nervioso autónomo (un
indicador de la actividad emocional) se active con más facilidad.
Esta habilidad parece hacerlos tan impresionables que un mero
anuncio puede hacerles llorar mientras que un comentario banal con
alguien alegre puede llegar a animarles (lo cual, por cierto, les
convierte en personas muy empáticas porque se ven fácilmente
conmovidas por los sentimientos de los demás).
John
Cacioppo, el psicólogo social de la Universidad de Ohio que ha
estudiado este tipo de intercambio emocional sutil, señala que
«comprendamos o no la mímica de la expresión facial, basta con ver a
alguien expresar una emoción para evocar ese mismo estado de ánimo.
Esto es algo que nos sucede de continuo, una especie de danza, una
sincronía, una transmisión de emociones.
«Y es
esta sincronización de estados de ánimo la que determina el que
usted se sienta bien o mal en una determinada relación».
El
grado de armonía emocional que experimenta una persona en un
determinado encuentro se refleja en la forma en que adapta sus
movimientos físicos a los de su interlocutor (un indicador de
proximidad que suele tener lugar fuera del alcance de la
conciencia). Una persona se mueve en el mismo momento en que la otra
deja de hablar, ambas cambian de postura simultáneamente o una se
acerca al mismo tiempo que la otra retrocede. Esta especie de
coreografía puede llegar a ser tan sutil que ambas personas se
muevan en sus sillas al mismo ritmo. Así, la reciprocidad que
articula los movimientos de la gente que se encuentra emocionalmente
vinculada presenta la misma sincronía que Daniel Stern descubrió en
aquellas madres que se encuentran sintonizadas con sus hijos.
La
sincronía parece facilitar la emisión y recepción de estados de
ánimo, aunque se trate de estados de ánimo negativos. Por ejemplo,
en una determinada investigación sobre la sincronía física se
estudió en situación de laboratorio la forma en que las mujeres
deprimidas discutían con su pareja descubriendo que, cuanto mayor
era el grado de sincronía no verbal en las parejas, peor se sentían
los compañeros de las mujeres deprimidas al finalizar la discusión,
como si hubieran quedado atrapados en el estado de ánimo negativo de
su pareja. En resumen, pues, parece que cuanto mayor es el grado de
sintonía física existente entre dos personas, mayor es la semejanza
entre sus estados de ánimo, sin importar tanto el que éste sea
optimista o pesimista.
La
sincronía entre maestros y discípulos constituye también un
indicador del grado de relación existente entre ellos, y los
estudios realizados en el aula señalan que cuanto mayor es el grado
de coordinación de movimientos entre maestro y discípulo, mayor es
también la amabilidad, satisfacción, entusiasmo, interés y
tranquilidad con que interactúan. Hablando en términos generales,
podríamos decir que el alto nivel de sincronía de una determinada
interacción es un indicador del grado de relación existente entre
las personas implicadas. Frank Bernieri, el psicólogo de la
Universidad del Estado de Oregón que llevó a cabo este estudio me
contaba que «la comodidad o incomodidad que experimentamos con
los demás es, en cierto modo, física. Para que dos personas se
sientan a gusto y coordinen sus movimientos, deben tener ritmos
compatibles. La sincronía refleja la profundidad de la relación
existente entre los implicados y, cuanto mayor es el grado de
compromiso, más interrelacionados se hallan sus estados de ánimo,
sean éstos positivos o negativos».
En
resumen, la coordinación de los estados de ánimo constituye la
esencia del rapport, la versión adulta de la sintonía que la madre
experimenta con su hijo. Cacioppo propone que uno de los factores
determinantes de la eficacia interpersonal consiste en la destreza
con que la gente mantiene la sincronía emocional.
Quienes son más diestros en sintonizar con los estados de ánimo de
los demás o en imponer a los demás sus propios estados de ánimo son
también emocionalmente más amables. El rasgo distintivo de un
auténtico líder consiste precisamente en su capacidad para conectar
con una audiencia de miles de personas. Y, por esta misma razón,
Cacioppo afirma también que las personas que tienen dificultades
para captar y transmitir las emociones suelen tener problemas de
relación, puesto que despiertan la incomodidad de los demás sin que
éstos puedan explicar claramente el motivo.
Ajustar el tono emocional de una determinada interacción constituye,
en cierto modo, un signo de control profundo e intimo que condiciona
el estado de ánimo de los demás. Es muy probable que este poder para
inducir emociones se asemeje a lo que en biología se denomina
zeitgeber, un «temporizador», un proceso que, al igual que ocurre
con el ciclo día-noche o con las fases mensuales de la luna, impone
un determinado ritmo biológico (en el caso del baile, por ejemplo,
la música constituye un zeitgeber corporal). En lo que se refiere a
las relaciones interpersonales, la persona más expresiva —la persona
más poderosa— suele ser aquélla cuas emociones arrastran a la otra.
En este sentido, también hay que decir que el elemento dominante de
la pareja es el que habla más, mientras que el elemento subordinado
es quien más observa el rostro del otro, una forma también de
manifestar el afecto. Y, por ese mismo motivo, el poder de un buen
orador —un político o un evangelista, pongamos por caso— se mide por
su capacidad para movilizar las emociones de su audiencia.6 Esto es
precisamente lo que queremos decir cuando afirmamos que «los
tiene en la palma de la mano». La movilización emocional
constituye la esencia misma de la capacidad de influir en los demás.
LOS RUDIMENTOS
DE LA INTELIGENCIA SOCIAL
Es
hora del recreo en la guardería y un grupo de niños está corriendo
por la hierba. Reggie tropieza, se lastima la rodilla y comienza a
llorar mientras todos los demás siguen con sus juegos, excepto
Roger, que se detiene junto a él. Cuando los sollozos de Reggie se
acallan, Roger se agacha y se frota la rodilla diciendo: «¡yo
también me he lastimado!»
Thomas
Hatch, colega de Howard Gardner en Spectrum, una escuela basada en
el concepto de la inteligencia múltiple, cita a Roger como un modelo
de inteligencia interpersonal. Al parecer, Roger tiene una rara
habilidad en reconocer los sentimientos de sus compañeros y en
establecer un contacto rápido y amable con ellos. Él fue el único
que se dio cuenta del estado y del sufrimiento de Reggie, y también
fue el único que trató de consolarle aunque sólo pudiera ofrecerle
su propio dolor, un gesto que denota una habilidad especial para la
conservación de las relaciones próximas —sea en el matrimonio, la
amistad o el mundo laboral—, una habilidad que, en el caso de un
preescolar, augura la presencia de un ramillete de talentos que irán
floreciendo a lo largo de toda la vida.
El
talento de Roger representa una de las cuatro habilidades
identificadas por Hatch y Gardner como los elementos que componen la
inteligencia emocional:
•Organización de grupos. La habilidad esencial de un líder consiste
en movilizar y coordinar los esfuerzos de un grupo de personas. Ésta
es la capacidad que podemos advertir en los directores y productores
de teatro, en los oficiales del ejército y en los dirigentes
eficaces de todo tipo de organizaciones y grupos. En el patio de
recreo se trata del niño que decide a qué jugarán, el niño que
termina convirtiéndose en el capitán del equipo.
•Negociar soluciones. El talento del mediador consiste en impedir la
aparición de conflictos o en solucionar aquéllos que se declaren.
Las personas que presentan esta habilidad suelen descollar en el
mundo de los negocios, en el arbitrio y la mediación de conflictos y
también pueden hacer carrera en el cuerpo diplomático, en el mundo
del derecho, como intermediarios o como consejeros de empresa. Son
los niños, en nuestro caso, que resuelven las disputas que se
presentan en el patio de recreo.
•Conexiones personales. Esta es la habilidad que acabamos de reseñar
en Roger, una habilidad que se asienta en la empatía, favorece el
contacto con los demás, facilita el reconocimiento y el respeto por
sus sentimientos y sus intereses y permite, en suma, el dominio del
sutil arte de las relaciones. Estas personas saben «trabajar en
equipo» y suelen ser consortes responsables y buenos amigos o
compañeros de trabajo; en el mundo de los negocios son buenos
vendedores o ejecutivos y también pueden ser excelentes maestros.
Los niños como Roger suelen llevarse bien con casi todo el mundo, no
tienen dificultades para jugar con otros niños y disfrutan
haciéndolo. Estos niños tienden a ser muy buenos leyendo las
emociones de las expresiones faciales y también son muy queridos por
sus compañeros.
•Análisis social. Esta habilidad consiste en ser capaces de detectar
e intuir los sentimientos, los motivos y los intereses de las
personas, un conocimiento que suele fomentar el establecimiento de
relaciones con los demás y su profundización. En el mejor de los
casos, esta capacidad les convierte en competentes terapeutas o
consejeros psicológicos y, en el caso de combinarse con el talento
literario, produce novelistas y dramaturgos muy dotados.
El
conjunto de todas estas habilidades constituye la materia prima de
la inteligencia interpersonal, el ingrediente fundamental del
encanto, del éxito social e incluso del carisma. Las personas
socialmente inteligentes pueden conectar fácilmente con los demás,
son diestros en leer sus reacciones y sus sentimientos y también
pueden conducir, organizar y resolver los conflictos que aparecen en
cualquier interacción humana. Ellos son los líderes naturales, las
personas que saben expresar los sentimientos colectivos latentes y
articularlos para guiar al grupo hacia sus objetivos. Son el tipo de
personas con quienes a los demás les gusta estar porque son
emocionalmente nutricios, dejan a los demás de buen humor y
despiertan el comentario de que «es un placer estar con alguien
así».
Estas
habilidades interpersonales propician el desarrollo de otras facetas
de la inteligencia emocional. Las personas que causan una excelente
impresión social, por ejemplo, son expertas en controlar la
expresión de sus emociones, son especialmente diestras en captar la
forma en que reaccionan los demás y son capaces de mantenerse
continuamente en contacto con su actividad social y de ajustarla
para conseguir el efecto deseado. En este sentido, son actores
especialmente habilidosos.
No
obstante, si estas habilidades interpersonales no tienen el adecuado
contrapeso de una clara sensación de los propios sentimientos y
necesidades y del modo de satisfacerlas, pueden terminar abocando a
un éxito social hueco, a una popularidad, en fin, conseguida pasando
por encima de uno mismo. Esta es, al menos, la hipótesis sostenida
por Mark Snyder, un psicólogo de la Universidad de Minnesota que ha
estudiado a las personas cuyas habilidades sociales las convierten
en verdaderos camaleones sociales, campeones en causar buena
impresión, el tipo de persona cuyo credo psicológico podría
resumirse en aquella cita de W.H. Auden, en la que decía que la
imagen que tenía de si mismo «es muy distinta de la imagen que
trato de crear en la mente de los demás para que puedan quererme».
Esta especie de mercantilismo emocional suele ocurrir cuando las
habilidades sociales sobrepasan a la capacidad de conocer y admitir
los propios sentimientos ya que, para ser querido —o, por lo menos,
para gustar—, el camaleón social parece transformarse en lo que
quieren aquéllos con quienes está. En opinión de Snyder, el rasgo
distintivo de quienes caen en esta pauta es que causan una impresión
excelente pero mantienen relaciones muy inestables y muy poco
gratificantes. La pauta realmente saludable consiste, por el
contrario, en utilizar las habilidades sociales equilibradamente sin
olvidarse de uno mismo.
Pero
los camaleones sociales no dudan lo más mínimo en decir una cosa y
hacer otra diferente, malviviendo así con la contradicción entre su
rostro público y su realidad privada, si ello les reporta un mínimo
de aprobación social. La psicoanalista Helena Deutsch llamaba a esas
personas «personalidades como si», personalidades que manifiestan
una extraordinaria plasticidad para adaptarse a las señales que
reciben de quienes les rodean. «En la mayor parte de los casos
—me dijo Snyder— la persona pública y la persona privada se
entremezclan adecuadamente, pero en otros casos, sin embargo,
parecen constituir una especie de calidoscopio de apariencias
sumamente tornadizas. Son como Zelig, el personaje de Woody Alíen
que trataba desesperadamente de camuflarse en función de las
personas con quienes se encontraba».
Estas
personas, en lugar de decir lo que verdaderamente sienten, tratan
antes de buscar pistas sobre lo que los demás quieren de ellos. Para
llevarse bien y ser queridos por los demás, están dispuestos a ser
exageradamente amables hasta con las personas que les desagradan, y
suelen utilizar sus habilidades sociales para actuar en función de
lo que exijan las diferentes situaciones sociales, de modo que
pueden representar personajes muy distintos en función de las
personas con quienes se encuentran, cambiando de la sociabilidad más
efusiva, pongamos por caso, a la circunspección más reservada. A
decir verdad, estos rasgos son muy apreciados en ciertas profesiones
que requieren un control eficaz de la impresión que se causa, como
ocurre en el mundo del teatro, el derecho, las ventas, la diplomacia
y la política.
Existe, no obstante, otro tipo de control de las emociones más
decisivo, que permite diferenciar entre los camaleones sociales
carentes de centro de gravedad que tratan de impresionar a todo el
mundo y aquellos otros que utilizan su destreza social más en
consonancia con sus verdaderos sentimientos. Estamos hablando de la
integridad, de la capacidad que nos permite actuar según nuestros
sentimientos y valores más profundos sin importar las consecuencias
sociales, una actitud emocional que puede conducir a provocar una
confrontación deliberada para trascender la falsedad y la negación,
una forma de clarificación que los camaleones sociales jamás podrán
llevar a cabo.
LA GÉNESIS DE LA
INCOMPETENCIA SOCIAL
No
cabía la menor duda de que Cecil era brillante; era un universitario
experto en varios idiomas extranjeros y un soberbio traductor pero,
en lo que respecta a las habilidades sociales más sencillas, se
mostraba completamente inútil. No sabía ni siquiera tener una
conversación intrascendente sobre el tiempo, y parecía absolutamente
incapaz de la más rutinaria interacción social. Su falta de talento
social resultaba más patente cuando se hallaba con una mujer. Es por
ello por lo que se preguntó si todo aquello no se debería a algún
tipo de «tendencias homosexuales latentes» —a pesar de no tener
ningún tipo de fantasías en ese sentido— y se decidió a emprender
una terapia.
Como
confió a su terapeuta, el problema real radicaba en su temor a que
nada de lo que pudiera decir interesara a nadie. Pero aquel
miedo se asentaba en una profunda carencia de habilidades sociales.
Su nerviosismo durante los encuentros le llevaba a reír en los
momentos más inoportunos aunque no lo conseguía, sin embargo, por
más que lo intentara, cuando alguien decía algo realmente divertido.
Y esta inadecuación se remontaba a la infancia porque durante toda
su vida sólo se había sentido socialmente cómodo cuando estaba con
su hermano mayor quien, de algún modo, le facilitaba las cosas, pero
apenas salía de casa, su incompetencia era abrumadora y se sentía
completamente inútil.
Lakin
Phillips, un psicólogo de la Universidad George Washington, concluyó
que las dificultades de Cecil se originaban en su fracaso infantil
para aprender las lecciones más elementales de la interacción
social:
¿Qué
podría habérsele enseñado a Cecil? Hablar directamente a los demás,
entablar contacto, no esperar siempre que ellos dieran el primer
paso, mantener una conversación más allá de los «síes», los «noes» o
los meros monosílabos, expresar gratitud, ceder el paso a los demás
antes de cruzar una puerta, esperar a servirse hasta que el otro se
hubiera servido, dar las gracias, pedir «por favor», compartir y el
resto de habilidades sociales que comenzamos a enseñar a los niños a
partir de los dos años de edad.
No
queda claro si la deficiencia de Cecil se debe al fracaso de los
demás en enseñarle estos rudimentos de civismo o a su propia
incapacidad para aprenderlos. Pero sea cual fuere su origen, la
historia de Cecil resulta instructiva porque subraya la naturaleza
esencial de las múltiples lecciones que el niño aprende en la
interacción sincrónica y en las reglas no escritas de la armonía
social.
Y la
consecuencia de un fracaso en el aprendizaje de estas reglas llega a
incomodar a quienes nos rodean. Es evidente que la función de estas
reglas consiste en favorecer el intercambio social y que la
inadecuación genera ansiedad. Así pues, las personas que carecen de
estas habilidades no sólo son ineptas para las sutilezas de la vida
social sino que también tienen dificultades para manejar las
emociones de la gente que les rodea e inevitablemente terminan
generando perturbaciones a su alrededor.
Todos
conocemos a personas como Cecil, personas con una enojosa falta de
desenvoltura social, personas que no parecen saber cuándo poner fin
a una conversación o a una llamada telefónica y que siguen hablando
sin darse cuenta de todos los indicadores de despedida, personas
cuya conversación gira exclusivamente en torno a si mismos, personas
que no muestran el menor interés en los demás y que ignoran todo
intento de cambiar de tema, entrometidos que siempre parecen tener a
punto alguna pregunta «indiscreta». Y todas estas desviaciones de la
trayectoria social afable denotan una clara ignorancia de los
rudimentos de la interacción social.
Los
psicólogos han acuñado el término disemia (del griego dys,
que significa «dificultad» y semes, que significa «señal»)
para referirse a la incapacidad para captar los mensajes no
verbales, un punto en el que un niño de cada diez suele tener
problemas. Este problema puede radicar en ignorar la existencia de
un espacio personal (y permanecer, en consecuencia, demasiado cerca
de las personas con quienes está hablando e invadir su territorio),
en interpretar o utilizar pobremente el lenguaje corporal, en
interpretar o utilizar inadecuadamente la expresividad facial (por
ejemplo, no mirar a quien se habla) o una prosodia (la cualidad
emocional del habla) ciertamente deficiente que les lleva a hablar
en un tono demasiado estridente o demasiado monótono. En este
sentido se ha investigado mucho sobre niños que muestran signos de
deficiencia social, niños cuya inadecuación les hace ser
menospreciados o rechazados por sus compañeros.
Si
dejamos de lado a los fanfarrones, los niños suelen evitar a
aquéllos otros que ignoran los rudimentos de la interacción cara a
cara, especialmente de las reglas implícitas que gobiernan el
encuentro interpersonal. Si un niño tiene dificultades en el
lenguaje, las personas asumen que no es muy brillante o que está
poco educado, pero si tiene dificultades en lo que respecta a las
reglas no verbales de la interacción, se les suele considerar
—especialmente sus compañeros— como «niños raros», niños a los que
hay que evitar. Estos son los niños que no saben jugar, que
incomodan a los demás, que están, en suma, «fuera de juego».
Son
niños que no han llegado a dominar el lenguaje silencioso de las
emociones y que inconscientemente emiten mensajes que causan
incomodidad.
Como
dijo Stephen Nowicky, un psicólogo de la Universidad Emory que se ha
dedicado al estudio de las habilidades no verbales de los niños,
«los niños que no pueden expresar sus emociones o leer adecuadamente
las de los demás se sienten continuamente frustrados. Son niños que
no comprenden lo que está ocurriendo porque no llegan a acceder al
subtexto constante que encuadra todo tipo de comunicación.
Recordemos que es imposible dejar de mostrar nuestra expresión
facial o nuestra postura, y que tampoco hay modo de ocultar nuestro
tono de voz. Si usted comete errores en los mensajes emocionales que
emite de continuo, sentirá que las personas reaccionan de manera
extraña y se sentirá desairado sin saber por qué. Si usted cree que
está expresando felicidad pero, en cambio, lo que muestra es enojo,
descubrirá que los demás están enojados y no comprenderá el motivo.
«Estos
niños terminan careciendo de toda sensación de control sobre la
forma en que les tratan los demás y sobre la forma en que sus
acciones afectan a quienes les rodean, una situación que les hace
sentirse incapaces, deprimidos y apáticos».
Pero
además de convertirse en individuos socialmente aislados, estos
niños también suelen tener problemas académicos. El aula es
simultáneamente una situación social y una situación académica, de
modo que es muy probable que el niño socialmente incompetente
comprenda y responda tan inadecuadamente a un maestro como a otro
niño. Y la ansiedad y confusión resultantes pueden, a su vez,
entorpecer la capacidad de aprendizaje. De hecho, los tests de
sensibilidad no verbal infantil han demostrado que el rendimiento
académico de los niños que no tienen en cuenta los indicadores
emocionales es inferior al que seria de esperar en función de su
Cl.’
«TE ODIAMOS»: EL
MOMENTO CRITICO
Uno de
los momentos en los que la ineptitud social resulta más dolorosa y
explícita es cuando el niño trata de acercarse a un grupo de niños
para jugar. Y se trata de un momento especialmente crítico porque
entonces es cuando se hace patente públicamente el hecho de ser
querido o de no serlo, de ser aceptado o no. Es por este motivo por
lo que los estudiosos del desarrollo infantil se han ocupado de
investigar estos momentos cruciales y han llegado a la conclusión de
que existe un marcado contraste entre las estrategias de
aproximación utilizadas por los niños populares y las que usan
quienes podríamos llamar proscritos sociales. Los descubrimientos
realizados en este sentido destacan la importancia extraordinaria de
las habilidades sociales para registrar, interpretar y responder a
los datos emocional e interpersonalmente relevantes. Es conmovedor
ver a un niño dar vueltas en torno a un grupo de niños que están
jugando y descubrir que no se lo permiten. Como demostró un estudio
realizado con niños de segundo y tercer grado, el 26% de las veces,
hasta los niños más populares y queridos son rechazados cuando
tratan de aproximarse a jugar con otros niños.
Los
niños pequeños son cruelmente sinceros en los juicios emocionales
implícitos en tales rechazos. Veamos, por ejemplo, el siguiente
diálogo que tuvo lugar en una guardería entre niños de cuatro años
de edad.’
Linda
queda jugar con Barbara, Nancy y Bill que estaban jugando con
animales de juguete y bloques de construcción. Durante un minuto
estuvo observando lo que ocurría y luego se aproximó a Barbara y
comenzó a jugar con los animales.
Barbara entonces se dirigió a ella diciéndole.
—¡No
puedes jugar!
—¡Sí
que puedo! —replicó Linda— ¡Yo también puedo jugar!
—¡No,
no puedes! —respondió Barbara, con brusquedad— ¡Hoy no te queremos!
Entonces Bill protestó en nombre de Linda, pero Nancy se unió al
ataque agregando:
—¡Hoy
te odiamos!
Es
precisamente el riesgo de sentirse odiado, implícita o
explícitamente, el que hace que los niños sean especialmente cautos
a la hora de aproximarse a un grupo. Y es muy probable que esta
ansiedad no sea muy distinta de la que siente el adolescente que se
encuentra aislado en medio de una charla que sostienen en una fiesta
quienes parecen ser amigos íntimos. Y también es por esto por lo que
este momento resulta, como dijo un investigador, «sumamente
diagnóstico [...] porque revela claramente las diferencias en las
habilidades sociales». Lo normal es que los recién llegados
comiencen observando lo que ocurre durante un tiempo y que luego
pongan en marcha sus estrategias de aproximación, mostrando su
asertividad de manera muy discreta. Lo más importante a la hora de
determinar si un niño será aceptado o no es su capacidad para
comprender el marco de referencia del grupo y para saber qué cosas
son aceptables y cuáles se hallan fuera de lugar.
Los
dos pecados capitales que suelen despertar el rechazo de los demás
son el intento de asumir el mando demasiado pronto y no sintonizar
con el marco de referencia. Pero esto es precisamente lo que tienden
a hacer los niños impopulares, tratar de cambiar de tema demasiado
bruscamente o demasiado pronto, o dar sus opiniones y estar en
desacuerdo inmediato con los demás, intentos manifiestos, todos
ellos, de llamar la atención y que, paradójicamente, les lleva a ser
ignorados o rechazados. En contraste, los niños populares, antes de
aproximarse a un grupo suelen dedicarse a observarlo para comprender
lo que está ocurriendo y luego hacen algo para ratificar su
aceptación, esperando a confirmar su estatus en el grupo antes de
tomar la iniciativa de sugerir lo que todos deberían hacer.
Volvamos ahora a Roger, el niño de cuatro años a quien Thomas Hatch
ponía como ejemplo de niño con un elevado grado de inteligencia
interpersonal. La táctica que Roger utilizaba para aproximarse a un
grupo era la de comenzar observando, luego imitaba lo que otro niño
estaba haciendo y finalmente hablaba y se ponía a jugar con él, una
estrategia ciertamente ganadora. La habilidad de Roger era evidente:
por ejemplo, cuando él y Warren estaban jugando a lanzar «bombas»
(en realidad, piedras) desde sus calcetines. Warren le preguntó a
Roger si quería estar en un helicóptero o en un avión y antes de
responder. Roger inquirió: « ¿A ti qué te gusta más?» Esta
interacción aparentemente inocua revela una gran sensibilidad ante
los intereses de los demás y una gran capacidad para utilizar este
conocimiento para mantener el contacto con ellos.
Hatch
comentó con respecto a Roger: «tuvo en cuenta los deseos de su
compañero para no perder la conexión con él. He visto a muchos niños
que simplemente cogen su helicóptero o su avión y que, literal y
figurativamente hablando, se alejan volando de los demás».
EL RESPLANDOR
EMOCIONAL: INFORME DE UN CASO
Si la
capacidad de sosegar la inquietud de los demás es una prueba de la
destreza social, el hecho de hacerlo en pleno ataque de rabia
constituye una auténtica demostración de maestría. Los datos sobre
autorregulación de la angustia y contagio emocional sugieren que una
estrategia eficaz puede ser la de distraer a la persona airada,
empatizar con sus sentimientos y con su perspectiva y luego dirigir
su atención a un foco alternativo, uno que le conecte con un campo
de sentimientos más positivos, algo que bien pudiera calificarse
como una especie de judo emocional.
El
mejor ejemplo que recuerdo de esta habilidad sutil en el arte de la
influencia emocional me lo contó mi difunto amigo Terry Dobson
quien, en la década de los cincuenta, fue uno de los primeros
norteamericanos que viajó a Japón a estudiar aikido.
Una
noche mi amigo volvía a casa en el metro de Tokio cuando entró en el
vagón un enorme, belicoso, ebrio y sucio trabajador. El hombre,
tambaleándose, comenzó a asustar a los pasajeros gritando todo tipo
de imprecaciones y empujó a una mujer que llevaba consigo un bebé,
lanzándola hacia donde se encontraba una anciana pareja, que
entonces se levantó de golpe y huyó precipitadamente al otro extremo
del vagón. El borracho dio unos cuantos golpes más y. en su rabia,
cogió la barra de metal que se hallaba en medio del vagón y. con un
rugido, trató de arrancarla.
En
aquel momento Terry. que se hallaba en plenas condiciones físicas
debido a su entrenamiento diario de ocho horas de aíkido, se sintió
llamado a intervenir antes de que alguien quedara seriamente dañado.
Entonces recordó las palabras de su maestro: «el aikido es el
arte de la reconciliación y quien lo considere como una lucha
romperá su conexión con el universo. En el mismo momento en que
tratas de dominar a los demás estás derrotado. Nosotros estudiamos
la forma de resolver los conflictos, no de iniciarlos».
Ciertamente, cuando Terry emprendió su aprendizaje se comprometió
con su maestro a no iniciar nunca una pelea y a utilizar este arte
marcial sólo como una forma de defensa. Ahora acababa de descubrir
una oportunidad para poner a prueba su práctica del aikido en la
vida real, en lo que era un caso claro de legítima defensa. Es por
ello que, mientras los demás pasajeros permanecían paralizados en
sus asientos, Terry se levantó lenta y deliberadamente.
Al
verle, el borracho bramó:
—¡Ah,
un extranjero! ¡Lo que tú necesitas es una lección sobre modales
japoneses!— y se dispuso a lanzarse sobre Terry.
Pero
cuando estaba a punto de hacerlo alguien gritó en voz muy alta y
divertida:
—¡Eh!
El
grito mostraba el tono jovial de alguien que había reconocido
súbitamente a un querido amigo. El borracho, sorprendido, se dio la
vuelta y vio a un diminuto japonés de unos setenta años ataviado con
un kimono que permanecía sentado. El anciano sonrió con alegría al
borracho y le saludó con un leve movimiento de la mano y un animoso:
—¡Venga aquí!
El
borracho se acerco dando zancadas a él preguntando, con un agresivo:
—¿Y
por qué diablos debería hablar contigo?
Mientras tanto, Terry estaba dispuesto a reducir al borracho apenas
hiciera el menor movimiento violento.
—¿Qué
has estado bebiendo? —preguntó el anciano con sus ojos chispeantes.
—He
bebido sake y ése no es asunto tuyo —vociferó el borracho.
—¡Oh,
muy bien, muy bien! —replicó el anciano— ¿Sabes? A mi también me
gusta el sake. Cada noche, mi esposa y yo (ella tiene setenta y seis
años) nos bebemos una botella pequeña de sake en el jardín, donde
nos sentamos en un viejo banco de madera...
Y
luego siguió hablando de un caqui que había en su jardín y de las
excelencias de beber sake en mitad de la noche.
A
medida que iba escuchando al anciano, el rostro del borracho comenzó
a dulcificarse y sus puños se relajaron:
—Sí...
a mí también me gusta el caqui... —dijo con la voz apagada.
—Sí
—replicó el anciano enérgicamente—. Y estoy seguro de que tienes una
esposa maravillosa.
—¡No!
—respondió el obrero—. Mi esposa murió...
Yentonces, sollozando, se lanzó a contar el triste relato de la
pérdida de su esposa, de su hogar y de su trabajo, y se mostró
avergonzado de sí mismo.