Según
contó años más tarde, mientras estaba amordazando a Hoffert, Janice
Wylie le aseguró que nunca lograría escapar porque ella recordaría
su rostro y no cejaría hasta que la policía diera con él. Robles,
que se había jurado que aquél sería su último robo, entró entonces
en pánico y perdió completamente el control de sí mismo. Luego, en
pleno ataque de locura, golpeó a las dos mujeres con una botella
hasta dejarlas inconscientes y, dominado por la rabia y el miedo,
las apuñaló una y otra vez con un cuchillo de cocina. Veinticinco
años más tarde, recordando el incidente, se lamentaba diciendo:
«estaba como loco. Mi cabeza simplemente estalló».
Durante todo este tiempo Robles no ha dejado de arrepentirse de
aquel arrebato de violencia. Hoy en día, treinta años más tarde,
sigue todavía en prisión por lo que ha terminado conociéndose como
«el asesinato de las universitarias».
Este
tipo de explosiones emocionales constituye una especie de secuestro
neuronal. Según sugiere la evidencia, en tales momentos un centro
del sistema limbico declara el estado de urgencia y recluta todos
los recursos del cerebro para llevar a cabo su impostergable tarea.
Este secuestro tiene lugar en un instante y desencadena una reacción
decisiva antes incluso de que el neocórtex —el cerebro pensante—
tenga siquiera la posibilidad de darse cuenta plenamente de lo que
está ocurriendo, y mucho menos todavía de decidir si se trata de una
respuesta adecuada. El rasgo distintivo de este tipo de secuestros
es que, pasado el momento crítico, el sujeto no sabe bien lo que
acaba de ocurrir.
Hay
que decir también que estos secuestros no son, en modo alguno,
incidentes aislados y que tampoco suelen conducir a crímenes tan
detestables como «el asesinato de las universitarias».
En
forma menos drástica, aunque no, por ello, menos intensa, se trata
de algo que nos sucede a todos con cierta frecuencia. Recuerde, sin
ir más lejos, la última ocasión en la que usted mismo «perdió el
control de la situación» y explotó ante alguien —tal vez su
esposa. su hijo o el conductor de otro vehículo— con una intensidad
que retrospectivamente considerada, le pareció completamente
desproporcionada. Es muy probable que aquél también fuera un
secuestro, un golpe de estado neural que, como veremos, se origina
en la amígdala, uno de los centros del cerebro límbico.
Pero
no todos los secuestros límbicos son tan peligrosos porque cuando
por ejemplo, alguien sufre un ataque de risa, también se halla
dominado por una reacción límbica, y lo mismo ocurre en los momentos
de intensa alegría. Cuando Dan Jansen, tras varios intentos
infructuosos de conseguir una medalla de oro olímpica en la
modalidad de patinaje sobre hielo (que, por cierto, había prometido
alcanzar, en su lecho de muerte, a su moribunda hermana) logró
finalmente alcanzar su objetivo en la carrera de mil metros de la
Olimpiada de Invierno de 1994 en Noruega, la excitación y la euforia
que experimentó su esposa fue tal, que tuvo que ser asistida de
urgencia por el equipo médico junto a la misma pista de patinaje.
LA SEDE DE
TODAS LAS PASIONES
La
amígdala del ser humano es una estructura relativamente grande
en comparación con la de nuestros parientes evolutivos, los
primates. Existen, en realidad, dos amígdalas que constituyen un
conglomerado de estructuras interconectadas en forma de almendra (de
ahí su nombre, un término que se deriva del vocablo griego que
significa «almendra»), y se hallan encima del tallo
encefálico, cerca de la base del anillo limbico, ligeramente
desplazadas hacia delante.
El
hipocampo y la amígdala fueron dos piezas clave del primitivo
«cerebro olfativo» que, a lo largo del proceso evolutivo, terminó
dando origen al córtex y posteriormente al neocórtex. La amígdala
está especializada en las cuestiones emocionales y en la actualidad
se considera como una estructura limbica muy ligada a los procesos
del aprendizaje y la memoria. La interrupción de las
conexiones existentes entre la amígdala y el resto del cerebro
provoca una asombrosa ineptitud para calibrar el significado
emocional de los acontecimientos, una condición que a veces se llama
«ceguera afectiva».
A
falta de toda carga emocional, los encuentros interpersonales
pierden todo su sentido. Un joven cuya amígdala se extirpó
quirúrgicamente para evitar que sufriera ataques graves perdió todo
interés en las personas y prefería sentarse a solas, ajeno a todo
contacto humano. Seguía siendo perfectamente capaz de mantener una
conversación, pero ya no podía reconocer a sus amigos íntimos, a sus
parientes ni siquiera a su misma madre, y permanecía completamente
impasible ante la angustia que les producía su indiferencia. La
ausencia funcional de la amígdala parecía impedirle todo
reconocimiento de los sentimientos y todo sentimiento sobre sus
propios sentimientos. La amígdala constituye, pues, una especie
de depósito de la memoria emocional y, en consecuencia, también
se la puede considerar como un depósito de significado. Es por ello
por lo que una vida sin amígdala es una vida despojada de todo
significado personal.
Pero
la amígdala no sólo está ligada a los afectos sino que también está
relacionada con las pasiones. Aquellos animales a los que se les ha
seccionado o extirpado quirúrgicamente la amígdala carecen de
sentimientos de miedo y de rabia, renuncian a la necesidad de
competir y de cooperar, pierden toda sensación del lugar que ocupan
dentro del orden social y su emoción se halla embotada y ausente. El
llanto, un rasgo emocional típicamente humano, es activado por la
amígdala y por una estructura próxima a ella, el gyrus cingulatus.
Cuando uno se siente apoyado, consolado y confortado, esas mismas
regiones cerebrales se ocupan de mitigar los sollozos pero, sin
amígdala, ni siquiera es posible el desahogo que proporcionan las
lágrimas.
Joseph
LeDoux, un neurocientífico del Center for Neural Science de la
Universidad de Nueva York, fue el primero en descubrir el Importante
papel desempeñado por la amígdala en el cerebro emocional. LeDoux
forma parte de una nueva hornada de neurocientíficos que, utilizando
métodos y tecnologías innovadoras, se han dedicado a cartografiar el
funcionamiento del cerebro con un nivel de precisión anteriormente
desconocido que pone al descubierto misterios de la mente
inaccesibles para las generaciones anteriores. Sus descubrimientos
sobre los circuitos nerviosos del cerebro emocional han llegado a
desarticular las antiguas nociones existentes sobre el sistema
límbico, asignando a la amígdala un papel central y otorgando a
otras estructuras límbicas funciones muy diversas.
La
investigación llevada a cabo por LeDoux explica la forma en que la
amígdala asume el control cuando el cerebro pensante, el neocórtex,
todavía no ha llegado a tomar ninguna decisión.
Como veremos, el funcionamiento de la amígdala y su interrelación
con el neocórtex constituyen el núcleo mismo de la inteligencia
emocional.
EL REPETIDOR
NEURONAL
Los
momentos más interesantes para comprender el poder de las emociones
en nuestra vida mental son aquéllos en los que nos vemos inmersos en
acciones pasionales de las que más tarde, una vez que las aguas han
vuelto a su cauce, nos arrepentimos.
¿Cómo
podemos volvemos irracionales con tanta facilidad? Tomemos, por
ejemplo, el caso de una joven que condujo durante un par de horas
para ir a Boston y almorzar y pasar el día con su novio. Durante la
comida él le regaló un cartel español muy difícil de encontrar y por
el que había estado suspirando desde hacia meses. Pero todo pareció
desvanecerse cuando ella le sugirió que fueran al cine y él
respondió que no podían pasar el día juntos porque tenía
entrenamiento de béisbol. Dolida y recelosa, nuestra amiga rompió
entonces a llorar, salió del café y arrojó el cartel a un cubo de la
basura. Meses más tarde, recordando el incidente, estaba más
arrepentida por la pérdida del cartel que por haberse marchado con
cajas destempladas.
No
hace mucho tiempo que la ciencia ha descubierto el papel esencial
desempeñado por la amígdala cuando los sentimientos impulsivos
desbordan la razón. Una de las funciones de la amígdala consiste en
escudriñar las percepciones en busca de alguna clase de amenaza. De
este modo, la amígdala se convierte en un importante vigía de
la vida mental, una especie de centinela psicológico que afronta
toda situación, toda percepción, considerando una sola cuestión,
la más primitiva de todas: «¿Es algo que odio? ¿Que me pueda herir?
¿A lo que temo?» En el caso de que la respuesta a esta pregunta sea
afirmativa, la amígdala reaccionará al momento poniendo en
funcionamiento todos sus recursos neurales y cablegrafiando un
mensaje urgente a todas las regiones del cerebro.
En la
arquitectura cerebral, la amígdala constituye una especie de
servicio de vigilancia dispuesto a alertar a los bomberos, la
policía y los vecinos ante cualquier señal de alarma. En el caso de
que, por ejemplo, suene la alarma de miedo, la amígdala envía
mensajes urgentes a cada uno de los centros fundamentales del
cerebro, disparando la secreción de las hormonas corporales que
predisponen a la lucha o a la huida, activando los centros del
movimiento y estimulando el sistema cardiovascular, los músculos y
las vísceras: La amígdala también es la encargada de activar
la secreción de dosis masivas de noradrenalina, la hormona que
aumenta la reactividad de ciertas regiones cerebrales clave. entre
las que destacan aquéllas que estimulan los sentidos y ponen el
cerebro en estado de alerta. Otras señales adicionales procedentes
de la amígdala también se encargan de que el tallo encefálico
inmovilice el rostro en una expresión de miedo, paralizando al mismo
tiempo aquellos músculos que no tengan que ver con la situación,
aumentando la frecuencia cardiaca y la tensión sanguínea y
enlenteciendo la respiración. Otras señales de la amígdala dirigen
la atención hacia la fuente del miedo y predisponen a los músculos
para reaccionar en consecuencia. Simultáneamente los sistemas de la
memoria cortical se imponen sobre cualquier otra faceta de
pensamiento en un intento de recuperar todo conocimiento que resulte
relevante para la emergencia presente.
Estos
son algunos de los cambios cuidadosamente coordinados y orquestados
por la amígdala en su función rectora del cerebro (véase el apéndice
C para tener una visión más detallada a este respecto). De este
modo, la extensa red de conexiones neuronales de la amígdala
permite, durante una crisis emocional, reclutar y dirigir una gran
parte del cerebro, incluida la mente racional.
EL CENTINELA
EMOCIONAL
Un
amigo me contó que, hace unos años, se hallaba de vacaciones en
Inglaterra almorzando en la terraza de un café ubicado junto a un
canal. Luego dio un paseo por la orilla del canal cuando de pronto,
vio a una niña que miraba aterrada el agua. Antes de poder formarse
una idea clara y darse cuenta de lo que pasaba, ya había saltado al
canal, sin quitarse la chaqueta ni los zapatos. Sólo una vez en el
agua comprendió que la chica miraba a un niño que estaba ahogándose
y a quien finalmente pudo terminar rescatando.
¿Qué
fue lo que le hizo saltar al agua antes incluso de darse cuenta del
motivo de su reacción? La respuesta, en mi opinión, hay que buscarla
en la amígdala.
En uno
de los descubrimientos más interesantes realizados en la última
década sobre la emoción, LeDoux descubrió el papel privilegiado que
desempeña la amígdala en la dinámica cerebral como una especie de
centinela emocional capaz de secuestrar al cerebro. Esta
investigación ha demostrado que la primera estación cerebral por la
que pasan las señales sensoriales procedentes de los ojos o de los
oídos es el tálamo y, a partir de ahí y a través de una sola
sinapsis, la amígdala. Otra vía procedente del tálamo lleva la señal
hasta el neocórtex, el cerebro pensante. Esa ramificación permite
que la amígdala comience a responder antes de que el
neocórtex haya ponderado la información a través de diferentes
niveles de circuitos cerebrales, se aperciba plenamente de lo que
ocurre y finalmente emita una respuesta más adaptada a la situación.
La
investigación realizada por LeDoux constituye una auténtica
revolución en nuestra comprensión de la vida emocional que revela
por vez primera la existencia de vías nerviosas para los
sentimientos que eluden el neocórtex. Este circuito explicaría el
gran poder de las emociones para desbordar a la razón porque los
sentimientos que siguen este camino directo a la amígdala son los
más intensos y primitivos.
Hasta
hace poco, la visión convencional de la neurociencia ha sido que el
ojo, el oído y otros órganos sensoriales transmiten señales al
tálamo y. desde ahí, a las regiones del neocórtex encargadas de
procesar las impresiones sensoriales y organizarlas tal y como las
percibimos. En el neocórtex, las señales se interpretan para
reconocer lo que es cada objeto y lo que significa su presencia.
Desde el neocórtex —sostiene la vieja teoría— las señales se envían
al sistema límbico y, desde ahí, las vías eferentes irradian las
respuestas apropiadas al resto del cuerpo. Ésta es la forma en la
que funciona la mayor parte del tiempo, pero LeDoux descubrió, junto
a la larga vía neuronal que va al córtex, la existencia de una
pequeña estructura neuronal que comunica directamente el tálamo con
la amígdala. Esta vía secundaria y más corta —una especie de atajo—
permite que la amígdala reciba algunas señales directamente de los
sentidos y emita una respuesta antes de que sean registradas por el
neocórtex.
Este
descubrimiento ha dejado obsoleta la antigua noción de que la
amígdala depende de las señales procedentes del neocórtex para
formular su respuesta emocional a causa de la existencia de esta vía
de emergencia capaz de desencadenar una respuesta emocional gracias
un circuito reverberante paralelo que conecta la amígdala con el
neocórtex. Por ello la amígdala puede llevarnos a actuar antes
incluso de que el más lento —aunque ciertamente más informado—
neocórtex despliegue sus también más refinados planes de acción.
El
hallazgo de LeDoux ha transformado la noción prevalente sobre los
caminos seguidos por las emociones a través de su investigación del
miedo en los animales. En un experimento concluyente, LeDoux
destruyó el córtex auditivo de las ratas y luego las expuso a un
sonido que iba acompañado de una descarga eléctrica. Las ratas no
tardaron en aprender a temer el sonido. aun cuando su neocórtex no
llegara a registrarlo. En este caso, el sonido seguía la ruta
directa del oído al tálamo y, desde allí, a la amígdala, saltándose
todos los circuitos principales. Las ratas, en suma, habían
aprendido una reacción emocional sin la menor implicación de las
estructuras corticales superiores. En tal caso, la amígdala
percibía, recordaba y orquestaba el miedo de una manera
completamente independiente de toda participación cortical. Según me
dijo LeDoux: «anatómicamente hablando, el sistema emocional puede
actuar independientemente del neocórtex. Existen ciertas reacciones
y recuerdos emocionales que tienen lugar sin la menor participación
cognitiva consciente».
La
amígdala puede albergar y activar repertorios de recuerdos y de
respuestas que llevamos a cabo sin que nos demos cuenta del motivo
por el que lo hacemos, porque el atajo que va del tálamo a la
amígdala deja completamente de lado al neocórtex. Este atajo permite
que la amígdala sea una especie de almacén de las impresiones y los
recuerdos emocionales de los que nunca hemos sido plena. Una señal
visual va de la retina al tálamo, en donde se traduce al lenguaje
del cerebro. La mayor parte de este mensaje va después al cortex
visual, en donde se analiza y evalúa en busca de su significado para
emitir la respuesta apropiada. Si esta respuesta es emocional, una
señal se dirige a la amígdala para activar los centros emocionales,
pero una pequeña porción de la señal original va directamente desde
el tálamo a la amígdala por una vía más corta, permitiendo
una respuesta más rápida (aunque ciertamente también más imprecisa).
De
este modo la amígdala puede desencadenar una respuesta antes de que
los centros corticales hayan comprendido completamente lo que está
ocurriendo.
RESPUESTA DE
LUCHA O HUIDA
Aumento de la frecuencia cardiaca y de la tensión arterial. La
musculatura larga se prepara para responder rápidamente.
mente
conscientes. ¡Y LeDoux afirma que es precisamente el papel
subterráneo desempeñado por la amígdala en la memoria el que
explica, por ejemplo, un sorprendente experimento en el que las
personas adquirieron una preferencia por figuras geométricas
extrañas cuyas imágenes habían visto previamente a tal velocidad que
ni siquiera les había permitido ser conscientes de ellas!. Otra
investigación ha demostrado que, durante los primeros milisegundos
de cualquier percepción, no sólo sabemos inconscientemente de qué se
trata sino que también decidimos si nos gusta o nos desagrada. De
este modo, nuestro «inconsciente cognitivo» no sólo presenta
a nuestra conciencia la identidad de lo que vemos sino que también
le ofrece nuestra propia opinión al respecto. Nuestras emociones
tienen una mente propia, una mente cuyas conclusiones pueden ser
completamente distintas a las sostenidas por nuestra mente racional.
EL
ESPECIALISTA EN LA MEMORIA EMOCIONAL
Las
opiniones inconscientes son recuerdos emocionales que se almacenan
en la amígdala. La investigación llevada a cabo por LeDoux y
otros neurocientíficos parece sugerir que el hipocampo —que durante
mucho tiempo se había considerado como la estructura clave del
sistema límbico— no tiene tanto que ver con la emisión de respuestas
emocionales como con el hecho de registrar y dar sentido a las
pautas perceptivas. La principal actividad del hipocampo consiste en
proporcionar una aguda memoria del contexto, algo que es vital para
el significado emocional. Es el hipocampo el que reconoce el
diferente significado de, pongamos por caso, un oso en el zoológico
y un oso en el jardín de su casa.
Y si
el hipocampo es el que registra los hechos puros, la amígdala,
por su parte, es la encargada de registrar el clima emocional
que acompaña a estos hechos. Si, por ejemplo, al tratar de adelantar
a un coche en una vía de dos carriles estimamos mal las distancias y
tenemos una colisión frontal, el hipocampo registra los detalles
concretos del accidente, qué anchura tenía la calzada, quién se
hallaba con nosotros y qué aspecto tenía el otro vehículo. Pero es
la amígdala la que, a partir de ese momento, desencadenará en
nosotros un impulso de ansiedad cada vez que nos dispongamos a
adelantar en circunstancias similares. Como me dijo LeDoux: «el
hipocampo es una estructura fundamental para reconocer un rostro
como el de su prima, pero es la amígdala la que le agrega el clima
emocional de que no parece tenerla en mucha estima».
El
cerebro utiliza un método simple pero muy ingenioso para registrar
con especial intensidad los recuerdos emocionales, ya que los mismos
sistemas de alerta neuroquimicos que preparan al cuerpo para
reaccionar ante cualquier amenaza —luchando o escapando— también se
encargan de grabar vívidamente este momento en la memoria. En caso
de estrés o de ansiedad, o incluso en el caso de una intensa
alegría, un nervio que conecta el cerebro con las glándulas
suprarrenales (situadas encima de los riñones), estimulando la
secreción de las hormonas adrenalina y noradrenalina, disponiendo
así al cuerpo para responder ante una urgencia. Estas hormonas
activan determinados receptores del nervio vago, encargado, entre
otras muchas cosas, de transmitir los mensajes procedentes del
cerebro que regulan la actividad cardiaca y, a su vez, devuelve
señales al cerebro, activado también por estas mismas hormonas. Y el
principal receptor de este tipo de señales son las neuronas de la
amígdala que, una vez activadas, se ocupan de que otras regiones
cerebrales fortalezcan el recuerdo de lo que está ocurriendo.
Esta
activación de la amígdala parece provocar una intensificación
emocional que también profundiza la grabación de esas situaciones.
Este es el motivo por el cual, por ejemplo, recordamos a dónde
fuimos en nuestra primera cita o qué estábamos haciendo cuando oímos
la noticia de la explosión de la lanzadera espacial Challenger.
Cuanto más intensa es la activación de la amígdala, más profunda es
la impronta y más indeleble la huella que dejan en nosotros las
experiencias que nos han asustado o nos han emocionado. Esto
significa, en efecto, que el cerebro dispone de dos sistemas de
registro, uno para los hechos ordinarios y otro para los recuerdos
con una intensa carga emocional, algo que tiene un gran interés
desde el punto de vista evolutivo porque garantiza que los animales
tengan recuerdos particularmente vívidos de lo que les amenaza y de
lo que les agrada.
Pero,
además de todo lo que acabamos de ver, los recuerdos emocionales
pueden llegar a convenirse en falsas guías de acción para el momento
presente.
UN SISTEMA
DE ALARMA NEURONAL ANTICUADO
Uno de
los inconvenientes de este sistema de alarma neuronal es que, con
más frecuencia de la deseable, el mensaje de urgencia mandado por la
amígdala suele ser obsoleto, especialmente en el cambiante mundo
social en el que nos movemos los seres humanos. Como almacén de la
memoria emocional, la amígdala escruta la experiencia presente y la
compara con lo que sucedió en el pasado. Su método de comparación es
asociativo, es decir que equipara cualquier situación presente a
otra pasada por el mero hecho de compartir unos pocos rasgos
característicos similares. En este sentido se trata de un sistema
rudimentario que no se detiene a verificar la adecuación o no de sus
conclusiones y actúa antes de confirmar la gravedad de la situación.
Por esto que nos hace reaccionar al presente con respuestas que
fueron grabadas hace ya mucho tiempo, con pensamientos, emociones y
reacciones aprendidas en respuesta a acontecimientos vagamente
similares, lo suficientemente similares como para llegar a activar
la amígdala.
No es
de extrañar que una antigua enfermera de la marina, traumatizada por
las espantosas heridas que una vez tuvo que atender en tiempo de
guerra, se viera súbitamente desbordada por una mezcla de miedo,
repugnancia y pánico cuando, años más tarde, abrió la puerta de un
armario en el que su hijo pequeño había escondido un hediondo pañal.
Bastó con que la amígdala reconociera unos pocos elementos similares
a un peligro pasado para que terminara decretando el estado de
alarma. El problema es que, junto a esos recuerdos cargados
emocionalmente, que tienen el poder de desencadenar una respuesta en
un momento crítico, coexisten también formas de respuesta obsoletas.
En
tales momentos la imprecisión del cerebro emocional, se ve
acentuada por el hecho de que muchos de los recuerdos emocionales
más intensos proceden de los primeros años de la vida y de las
relaciones que el niño mantuvo con las personas que le criaron
(especialmente de las situaciones traumáticas, como palizas o
abandonos). Durante ese temprano período de la vida, otras
estructuras cerebrales, especialmente el hipocampo (esencial para el
recuerdo emocional) y el neocórtex (sede del pensamiento racional)
todavía no se encuentran plenamente maduros. En el caso del
recuerdo, la amígdala y el hipocampo trabajan conjuntamente y cada
una de estas estructuras se ocupa de almacenar y recuperar
independientemente un determinado tipo de información. Así, mientras
que el hipocampo recupera datos puros, la amígdala determina si esa
información posee una carga emocional. Pero la amígdala del niño
suele madurar mucho más rápidamente.
LeDoux
ha estudiado el papel desempeñado por la amígdala en la
infancia y ha llegado a una conclusión que parece respaldar uno de
los principios fundamentales del pensamiento psicoanalítico, es
decir, que la interacción —los encuentros y desencuentros— entre el
niño y sus cuidadores durante los primeros años de vida constituye
un auténtico aprendizaje emocional. En opinión de LeDoux, este
aprendizaje emocional es tan poderoso y resulta tan difícil de
comprender para el adulto porque está grabado en la amígdala con la
impronta tosca y no verbal propia de la vida emocional. Estas
primeras lecciones emocionales se impartieron en un tiempo en el que
el niño todavía carecía de palabras y, en consecuencia, cuando se
reactiva el correspondiente recuerdo emocional en la vida adulta, no
existen pensamientos articulados sobre la respuesta que debemos
tomar. El motivo que explica el desconcierto ante nuestros propios
estallidos emocionales es que suelen datar de un período tan
temprano que las cosas nos desconcertaban y ni siquiera disponíamos
de palabras para comprender lo que sucedía. Nuestros sentimientos
tal vez sean caóticos, pero las palabras con las que nos referimos a
esos recuerdos no lo son.
CUANDO LAS
EMOCIONES SON RÁPIDAS Y TOSCAS
Serían
las tres de la mañana cuando un ruido estrepitoso procedente de un
rincón de mi dormitorio me despertó bruscamente, como si el techo se
estuviera desmoronando y todo el contenido de la buhardilla cayera
al suelo. Inmediatamente salté de la cama y salí de la habitación,
pero después de mirar cuidadosamente descubrí que lo único que se
había caído era la pila de cajas que mi esposa había amontonado en
la esquina el día anterior para ordenar el armario. Nada había caído
de la buhardilla; de hecho, ni siquiera había buhardilla. El techo
estaba intacto.., y yo también lo estaba.
Ese
salto de la cama medio dormido —que realmente podría haberme salvado
la vida en el caso de que el techo ciertamente se hubiera
desplomado— ilustra a la perfección el poder de la amígdala
para impulsamos a la acción en caso de peligro antes de que el
neocórtex tenga tiempo para registrar siquiera lo que ha ocurrido.
En circunstancias así, el atajo que va desde el ojo —o el oído—
hasta el tálamo y la amígdala resulta crucial porque nos proporciona
un tiempo precioso cuando la proximidad del peligro exige de
nosotros una respuesta inmediata. Pero el circuito que conecta el
tálamo con la amígdala sólo se encarga de transmitir una pequeña
fracción de los mensajes sensoriales y la mayor parte de la
información circula por la vía principal hasta el neocórtex. Por
esto, lo que la amígdala registra a través de esta vía rápida es, en
el mejor de los casos, una señal muy tosca, la estrictamente
necesaria para activar la señal de alarma. Como dice LeDoux: «Basta
con saber que algo puede resultar peligroso». Esa vía directa
supone un ahorro valiosísimo en términos de tiempo cerebral (que,
recordémoslo, se mide en milésimas de segundo). La amígdala de una
rata, por ejemplo, puede responder a una determinada percepción en
apenas doce milisegundos mientras que el camino que conduce desde el
tálamo hasta el neocórtex y la amígdala requiere el doble de tiempo.
(En los seres humanos todavía no se ha llevado a cabo esta medición
pero, en cualquiera de los casos, la proporción existente entre
ambas vías sería aproximadamente la misma.)
La
importancia evolutiva de esta ruta directa debe haber sido
extraordinaria, al ofrecer una respuesta rápida que permitió ganar
unos milisegundos críticos ante las situaciones peligrosas. Y es muy
probable que esos milisegundos salvaran literalmente la vida de
muchos de nuestros antepasados porque esa configuración ha terminado
quedando impresa en el cerebro de todo protomamifero, incluyendo el
de usted y el mío propio. De hecho, aunque ese circuito desempeñe un
papel limitado en la vida mental del ser humano —restringido casi
exclusivamente a las crisis emocionales— la mayor parte de la
vida mental de los pájaros, de los peces y de los reptiles gira en
tomo a él, dado que su misma supervivencia depende de escrutar
constantemente el entorno en busca de predadores y de presas. Según
LeDoux: «El rudimentario cerebro menor de los mamíferos es el
principal cerebro de los no mamíferos, un cerebro que permite una
respuesta emocional muy veloz. Pero, aunque veloz, se trata también,
al mismo tiempo, de una respuesta muy tosca, porque las células
implicadas sólo permiten un procesamiento rápido, pero también
impreciso».
Tal
vez esta imprecisión resulte adecuada, por ejemplo, en el caso de
una ardilla, porque en tal situación se halla al servicio de la
supervivencia y le permite escapar ante el menor asomo de peligro o
correr detrás de cualquier indicio de algo comestible, pero en la
vida emocional del ser humano esa vaguedad puede llegar a tener
consecuencias desastrosas para nuestras relaciones, porque implica,
figurativamente hablando, que podemos escapar o lanzarnos
irracionalmente sobre alguna persona o sobre alguna cosa.
(Consideremos en este sentido, por ejemplo, el caso de aquella
camarera que derramó una bandeja con seis platos en cuanto vislumbró
la figura de una mujer con una enorme cabellera pelirroja y rizada
exactamente igual a la de la mujer por la que la había abandonado su
ex-marido.)
Estas
rudimentarias confusiones emocionales, basadas en sentir antes que
en el pensar, son calificadas por LeDoux como «emociones
precognitivas», reacciones basadas en impulsos neuronales
fragmentarios, en bits de información sensorial que no han terminado
de organizarse para configurar un objeto reconocible. Se trata de
una forma elemental de información sensorial, una especie de
«adivina la canción» neuronal —ese juego que consiste en adivinar el
nombre de una melodía tras haber escuchado tan sólo unas pocas
notas—, de intuir una percepción global apenas percibidos unos pocos
rasgos. De este modo, cuando la amígdala experimenta una
determinada pauta sensorial como algo urgente, no busca en modo
alguno confirmar esa percepción, sino que simplemente extrae una
conclusión apresurada y dispara una respuesta.
No
deberíamos sorprendemos de que el lado oscuro de nuestras emociones
más intensas nos resulte incomprensible, especialmente en el caso de
que estemos atrapados en ellas. La amígdala puede reaccionar con un
arrebato de rabia o de miedo antes de que el córtex sepa lo que está
ocurriendo, porque la emoción se pone en marcha antes que el
pensamiento y de un modo completamente independiente de él.
EL GESTOR DE
LAS EMOCIONES
El día
en que Jessica, la hija de seis años de una amiga, pasó su primera
noche en casa de una compañera, mi amiga se hallaba tan nerviosa
como ella. Durante todo el día había tratado de que Jessica no se
diera cuenta de su ansiedad pero, cuando estaba a punto de
acostarse, sonó el timbre del teléfono y mi amiga soltó de inmediato
el cepillo de dientes y corrió hacia el teléfono, con el corazón en
un puño, mientras por su mente desfilaba todo tipo de imágenes de
Jessica en peligro.
«¡Jessica!» —dijo mi amiga, descolgando bruscamente el teléfono. Y
entonces escuchó la voz de una mujer disculpándose por haberse
equivocado de número. Ante aquello, la madre de Jessica, recuperando
de golpe la compostura, replicó mesuradamente: « ¿Con qué número
desea hablar?» El hecho es que, mientras la amígdala prepara
una reacción ansiosa e impulsiva, otra parte del cerebro emocional
se encarga de elaborar una respuesta más adecuada. El regulador
cerebral que desconecta los impulsos de la amígdala parece
encontrarse en el otro extremo de una de las principales vías
nerviosas que van al neocórtex, en el lóbulo prefrontal, que se
halla inmediatamente detrás de la frente. El córtex prefrontal
parece ponerse en funcionamiento cuando alguien tiene miedo o está
enojado pero sofoca o controla el sentimiento para afrontar de un
modo más eficaz la situación presente o cuando una evaluación
posterior exige una respuesta completamente diferente, como ocurrió
en el caso de mi amiga. De este modo, el área prefrontal constituye
una especie de modulador de las respuestas proporcionadas por la
amígdala y otras regiones del sistema límbico, permitiendo la
emisión de una respuesta más analítica y proporcionada.
Habitualmente, las áreas prefrontales gobiernan nuestras reacciones
emocionales. Recordemos que el camino nervioso más largo de los que
sigue la información sensorial procedente del tálamo, no va a la
amígdala sino al neocórtex y a sus muchos centros para asumir y dar
sentido a lo que se percibe. Y esa información y nuestra respuesta
correspondiente las coordinan los lobulos prefrontales, la sede de
la planificación y de la organización de acciones tendentes a un
objetivo determinado, incluyendo las acciones emocionales. En el
neocórtex, una serie de circuitos registra y analiza esta
información, la comprende y organiza gracias a los lóbulos
prefrontales, y si, a lo largo de ese proceso, se requiere una
respuesta emocional, es el lóbulo prefrontal quien la dicta,
trabajando en equipo con la amígdala y otros circuitos del cerebro
emocional.
Este
suele ser el proceso normal de elaboración de una respuesta, un
proceso que —con la sola excepción de las urgencias emocionales—
tiene en cuenta el discernimiento. Así pues, cuando una emoción se
dispara, los lóbulos prefrontales ponderan los riesgos
y los beneficios de las diversas acciones posibles y apuestan por la
que consideran más adecuada. Cuándo atacar y cuándo huir, en el caso
de los animales, y cuándo atacar, cuándo huir, y también cuándo
tranquilizar, cuándo disuadir, cuándo buscar la simpatía de los
demás, cuándo permanecer a la defensiva, cuándo despertar el
sentimiento de culpa, cuándo quejarse, cuándo alardear, cuándo
despreciar, etcétera —mediante todo nuestro amplio repertorio de
artificios emocionales— en el caso de los seres humanos.
El
tiempo cerebral invertido en la respuesta neocortical es mayor que
el que requiere el mecanismo del secuestro emocional porque las vías
nerviosas implicadas son más largas... pero no debemos olvidar que
también se trata de una respuesta más juiciosa y más considerada
porque, en este caso, el pensamiento precede al sentimiento. El
neocórtex es el responsable de que nos entristezcamos cuando
experimentamos una pérdida, de que nos alegremos después de haber
conseguido algo que considerábamos importante o de que nos sintamos
dolidos o encolerizados por lo que alguien nos ha dicho o nos ha
hecho.
Del
mismo modo que sucede con la amígdala, sin el concurso de los
lóbulos prefrontales gran parte de nuestra vida
emocional desaparecería porque sin comprensión de que algo
merece una respuesta emocional, no hay respuesta emocional alguna.
Desde la aparición (en la década de los cuarenta) de la tristemente
famosa «cura» quirúrgica de la enfermedad mental —la lobotomía
prefrontal, una operación que consistía en seccionar las conexiones
existentes entre el córtex prefrontal y el cerebro inferior o en
extirpar parcialmente (con frecuencia de un modo bastante torpe)
una
parte de los lóbulos prefrontales— los neurólogos han sospechado que
éstos desempeñan un importante papel en la vida emocional. En
aquella época, anterior a la aparición de una medicación eficaz para
el tratamiento de la enfermedad mental, la lobotomía era aclamada
como el tratamiento para resolver los problemas mentales más graves:
¡corta los vínculos entre los lóbulos prefrontales y el resto
del cerebro y «liberarás» al paciente de su trastorno!... sin
embargo, la eliminación de conexiones nerviosas clave terminaba
también, por desgracia, «liberando» al paciente de su vida
emocional, porque se había destruido su circuito maestro.
El
secuestro emocional parece implicar dos dinámicas distintas: la
activación de la amígdala y el fracaso en activar los procesos
neocorticales que suelen mantener equilibradas nuestras respuestas
emocionales. En esos momentos, la mente racional se ve desbordada
por la mente emocional y lo mismo ocurre con la función del
córtex prefrontal como un gestor eficaz de las emociones
sopesando las reacciones antes de actuar y amortiguando las señales
de activación enviadas por la amígdala y otros centros
límbicos, como un padre que impide que su hijo se comporte
arrebatando todo lo que quiere y le enseña a pedirlo (o a esperar).’
El interruptor que «apaga» la emoción perturbadora parece hallarse
en el lóbulo prefrontal izquierdo. Los neurofisiólogos que han
estudiado los estados de ánimo de pacientes con lesiones en el
lóbulo prefrontal han llegado a la conclusión de que una de las
funciones del lóbulo prefrontal izquierdo consiste en actuar como
una especie de termostato neural que regula las emociones
desagradables. Así pues, el lóbulo prefrontal derecho es la sede de
sentimientos negativos como el miedo y la agresividad. mientras que
el lóbulo prefrontal izquierdo los tiene a raya. muy probablemente
inhibiendo el lóbulo derecho. En un determinado estudio, por
ejemplo, los pacientes con lesiones en el córtex prefrontal
izquierdo eran proclives a experimentar miedos y preocupaciones
catastrofistas mientras que aquéllos otros con lesiones en el
córtex prefrontal derecho eran «desproporcionadamente
joviales», bromeaban continuamente durante las pruebas
neurológicas y estaban tan despreocupados que no ponían el menor
cuidado en lo que estaban haciendo.
Éste
fue precisamente el caso de un marido feliz, un hombre al que se le
había extirpado parcialmente el lóbulo prefrontal derecho para
eliminar una malformación cerebral, una operación después de la cual
había experimentado un auténtico cambio de personalidad que le
convirtió en una persona más amable y —según dijo la mar de contenta
su esposa a los médicos— más afectiva. El lóbulo prefrontal
izquierdo, en suma, parece formar parte de un circuito que se
encarga de desconectar—O, al menos, de atenuar parcialmente— los
impulsos emocionales más negativos. Así pues, si la amígdala
constituye una especie de señal de alarma, el lóbulo prefrontal
izquierdo, por su parte, parece ser el interruptor que «desconecta»
las emociones más perturbadoras, como si la amígdala propusiera y el
lóbulo prefrontal dispusiera. De este modo, las conexiones nerviosas
existentes entre el córtex prefrontal y el sistema límbico no sólo
resultan esenciales para llevar a cabo un ajuste fino de las
emociones sino que también lo son para ayudamos a navegar a través
de las decisiones vitales más importantes.
ARMONIZANDO
LA EMOCIÓN Y EL PENSAMIENTO
Las
conexiones existentes entre la amígdala (y las estructuras
límbicas relacionadas con ella) y el neocórtex constituyen el
centro de gravedad de las luchas y de los tratados de cooperación
existentes entre el corazón y la cabeza, entre los
pensamientos y los sentimientos. Esta vía nerviosa, en suma,
explicaría el motivo por el cual la emoción es algo tan fundamental
para pensar eficazmente, tanto para tomar decisiones inteligentes
como para permitimos simplemente pensar con claridad.
Consideremos el poder de las emociones para obstaculizar el
pensamiento mismo. Los neurocientíficos utilizan el término «memoria
de trabajo» para referirse a la capacidad de la atención para
mantener en la mente los datos esenciales para el desempeño de una
determinada tarea o problema (ya sea para descubrir los rasgos
ideales que uno busca en una casa mientras hojea folletos de
inmobiliarias como para considerar los elementos que intervienen en
una de las pruebas de un test de razonamiento). La corteza
prefrontal es la región del cerebro que se encarga de la
memoria de trabajo. Pero, como acabamos de ver, existe una
importante vía nerviosa que conecta los lóbulos prefrontales con el
sistema límbico, lo cual significa que las señales de las emociones
intensas —ansiedad, cólera y similares— pueden ocasionar parásitos
neurales que saboteen la capacidad del lóbulo prefrontal para
mantener la memoria de trabajo. Éste es el motivo por el cual,
cuando estamos emocionalmente perturbados, solemos decir que «no
puedo pensar bien» y también permite explicar por qué la tensión
emocional prolongada puede obstaculizar las facultades intelectuales
del niño y dificultar así su capacidad de aprendizaje.
Estos
déficit no los registra siempre los tests que miden el CI, aunque
pueden ser determinados por análisis neuropsicológicos más precisos
y colegidos de la continua agitación e impulsividad del niño. En un
estudio llevado a cabo con alumnos de escuelas primarias que, a
pesar de tener un CI por encima de la media, mostraban un pobre
rendimiento académico, las pruebas neuropsicológicas determinaron
claramente la presencia de un desequilibrio en el funcionamiento de
la corteza frontal. Se trataba de niños impulsivos y ansiosos, a
menudo desorganizados y problemáticos, que parecían tener un escaso
control prefrontal sobre sus impulsos límbicos. Este tipo de niños
presenta un elevado riesgo de problemas de fracaso escolar,
alcoholismo y delincuencia, pero no tanto porque su potencial
intelectual sea bajo sino porque su control sobre su vida emocional
se halla severamente restringido. El cerebro emocional,
completamente separado de aquellas regiones del cerebro
cuantificadas por las pruebas corrientes del Cl, controla igualmente
la rabia y la compasión. Se trata de circuitos emocionales que son
esculpidos por la experiencia a lo largo de toda la infancia y que
no deberíamos dejar completamente en manos del azar.
También hay que tener en cuenta el papel que desempeñan las
emociones hasta en las decisiones más «racionales». En su intento de
comprensión de la vida mental, el doctor Antonio Damasio, un
neurólogo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Iowa, ha
llevado a cabo un meticuloso estudio de los daños que presentan
aquellos pacientes que tienen lesionadas las conexiones existentes
entre la amígdala y el lóbulo prefrontal. En tales pacientes, el
proceso de toma de decisiones se encuentra muy deteriorado aunque no
presenten el menor menoscabo de su CI o de cualquier otro tipo de
habilidades cognitivas. Pero, a pesar de que sus capacidades
intelectuales permanezcan intactas, sus decisiones laborales y
personales son desastrosas e incluso pueden obsesionarse con algo
tan nimio como concertar una cita.
Según
el doctor Damasio, el proceso de toma de decisiones de estas
personas se halla deteriorado porque han perdido el acceso a su
aprendizaje emocional. En este sentido. el circuito de la
amígdala prefrontal constituye una encrucijada entre el pensamiento
y la emoción, una puerta de acceso a los gustos y disgustos que el
sujeto ha adquirido en el curso de la vida. Separadas de la memoria
emocional de la amígdala, las valoraciones realizadas por el
neocórtex dejan de desencadenar las reacciones emocionales que se le
asociaron en el pasado y todo asume una gris neutralidad. En tal
caso, cualquier estímulo, ya se trate de un animal favorito o de una
persona detestable, deja de despertar atracción o rechazo; esos
pacientes han «olvidado» todo aprendizaje emocional porque
han perdido el acceso al lugar en el que éste se asienta, la
amígdala.
Estas
averiguaciones condujeron al doctor Damasio a la conclusión
contraintuitiva de que los sentimientos son indispensables para la
toma racional de decisiones, porque nos orientan en la dirección
adecuada para sacar el mejor provecho a las posibilidades que nos
ofrece la fría lógica. Mientras que el mundo suele presentarnos un
desbordante despliegue de posibilidades (¿En qué debería invertir
los ahorros de mi jubilación? ¿Con quién debería casarme?), el
aprendizaje emocional que la vida nos ha proporcionado nos ayuda
a eliminar ciertas opciones y a destacar otras. Es así cómo —arguye
el doctor Damasio— el cerebro emocional se halla tan implicado en el
razonamiento como lo está el cerebro pensante.
Las
emociones, pues, son importantes para el ejercicio de la razón. En
la danza entre el sentir y el pensar, la emoción guía nuestras
decisiones instante tras instante, trabajando mano a mano con la
mente racional y capacitando —o incapacitando— al pensamiento mismo.
Y del mismo modo, el cerebro pensante desempeña un papel fundamental
en nuestras emociones, exceptuando aquellos momentos en los que las
emociones se desbordan y el cerebro emocional asume por completo el
control de la situación.
En
cierto modo, tenemos dos cerebros y dos clases diferentes de
inteligencia: la inteligencia racional y la inteligencia
emocional y nuestro funcionamiento en la vida está determinado
por ambos. Por ello no es el CI lo único que debemos tener en
cuenta, sino que también deberemos considerar la inteligencia
emocional. De hecho, el intelecto no puede funcionar adecuadamente
sin el concurso de la inteligencia emocional, y la adecuada
complementación entre el sistema límbico y el neocórtex, entre la
amígdala y los lóbulos prefrontales, exige la participación armónica
entre ambos. Sólo entonces podremos hablar con propiedad de
inteligencia emocional y de capacidad intelectual.