El
hecho de mantener en jaque a las emociones angustiosas constituye la
clave de nuestro bienestar emocional. Como acabamos de señalar, los
extremos —esto es, las emociones que son desmesuradamente intensas o
que se prolongan más de lo necesario— socavan nuestra estabilidad.
Pero ello no significa, en modo alguno, que debamos limitarnos a
experimentar un sólo tipo de emoción. El intento de permanecer feliz
a toda costa nos recuerda a la ingenuidad de aquellas insignias de
rostros sonrientes que estuvieron tan de moda durante la década de
los setenta. Habría mucho que decir acerca de la aportación
constructiva del sufrimiento a la vida espiritual y creativa, porque
el sufrimiento puede ayudamos a templar el alma.
La
vida está sembrada de altibajos, pero nosotros debemos aprender a
mantener el equilibrio. En última instancia, en las
cuestiones del corazón es la adecuada proporción entre las emociones
negativas y las positivas la que determina nuestra sensación de
bienestar. Esto es, al menos, lo que nos indican ciertos estudios
sobre el estado de ánimo en los que se distribuyeron «avisadores»
—aparatos que sonaban aleatoriamente— a cientos de mujeres y de
hombres, con la función de recordarles que debían registrar las
emociones que estaban experimentando en aquel mismo instante. No se
trata, pues, de que, para ser felices, debamos evitar los
sentimientos angustiosos, sino tan sólo que no nos pasen
inadvertidos y terminen desplazando a los estados de ánimo más
positivos. Aun quienes atraviesan episodios de enojo o depresión
aguda disponen, a pesar de todo, de la posibilidad de disfrutar de
cierta sensación de bienestar si cuentan con el adecuado contrapunto
que suponen las experiencias alegres y felices. Estos estudios
también confirman la escasa relación existente entre el bienestar
emocional de la persona y sus calificaciones académicas o su CI, lo
cual demuestra la independencia de las emociones con respecto
a la inteligencia académica.
De la
misma forma que existe un murmullo continuo de pensamientos en el
fondo de la mente, también podemos constatar la existencia de un
constante ruido emocional. Despiértese a alguien, por ejemplo, a las
seis de la mañana o a las siete de la tarde y descubrirá que siempre
se halla en un determinado estado de ánimo. Por supuesto que, en dos
mañanas diferentes, uno puede hallarse en dos estados de ánimo muy
distintos pero, cuando tratamos de determinar el estado de ánimo
general de una persona a lo largo de las semanas o los meses, los
datos obtenidos tienden a reflejar su sensación global de bienestar.
Y también resulta evidente que los sentimientos muy intensos son
relativamente raros y que la mayor parte de las personas vivimos en
una especie de término medio gris, en una suave montaña rusa
emocional apenas salpicada de ligeros sobresaltos.
Llegar
a dominar las emociones constituye una tarea tan ardua que requiere
una dedicación completa y es por ello por lo que la mayor parte de
nosotros sólo podemos tratar de controlar —en nuestro tiempo libre—
el estado de ánimo que nos embarga. Todo lo que hacemos, desde leer
una novela o ver la televisión, hasta las actividades y los amigos
que elegimos, no son más que intentos de llegar a sentirnos mejor.
El arte de calmarse a uno mismo constituye una habilidad vital
fundamental, y algunos intérpretes del pensamiento psicoanalítico,
como, por ejemplo, John Bowlby y D.W. Winnicott consideran que se
trata del más fundamental de los recursos psicológicos. En teoría,
los niños emocionalmente sanos aprenden a calmarse tratándose a sí
mismos del modo en que han sido tratados por los demás, y es así
como se vuelven menos vulnerables a las erupciones del cerebro
emocional.
Como
ya hemos visto, el diseño del cerebro pone de manifiesto que tenemos
escaso o ningún control con respecto al momento en que nos veremos
arrastrados por una emoción y que tampoco disponemos de mucho margen
de maniobra sobre el tipo de emoción que nos aquejará. Lo que tal
vez si se halla en nuestra mano es el tiempo que permanecerá una
determinada emoción. El problema no estriba tanto en la diversidad
emocional que reflejan, por ejemplo, la tristeza, la preocupación o
el enfado (ya que normalmente estos estados de ánimo desaparecen con
el tiempo y paciencia), como en el hecho de que su desmesura y su
inadecuación conlleva los más sombríos matices: la ansiedad crónica,
la furia desbocada y la depresión. Tanto es así que, en sus
manifestaciones más graves y persistentes, su erradicación puede
llegar a requerir medicación, psicoterapia o ambas cosas a la vez.
Uno de
los indicadores de la autorregulación emocional es el hecho de saber
reconocer en qué momento la excitación crónica del cerebro emocional
es tan intensa como para requerir ayuda farmacológica. Por ejemplo,
dos tercios de las personas que sufren de trastornos
maníaco—depresivos no han recibido nunca tratamiento médico al
respecto. Pero el hecho es que el litio u otros fármacos más
vanguardistas pueden llegar a frustrar el ciclo característico del
trastorno maníaco—depresivo (en el que se alternan la euforia
caótica y la grandiosidad con la irritación y la rabia). Uno de los
problemas característicos de los trastornos maníaco-depresivos es
que, cuando la persona está inmersa en plena crisis maníaca, se
halla plenamente convencida de que no necesita ningún tipo de ayuda
a pesar de las desastrosas decisiones que pueda estar tomando. Así
pues, la medicación psiquiátrica brinda a las personas que están
atravesando este tipo de episodios un instrumento para manejar más
adecuadamente sus vidas.
Pero
cuando se trata de superar un tipo más habitual de estados negativos
sólo contamos con nuestros propios recursos.
Como
ha señalado Diane Tice, psicóloga de la Case Western Reserve
University que interrogó a más de cuatrocientas personas sobre las
diferentes estrategias que utilizaban para superar los estados de
ánimo angustiantes y sobre el grado de éxito que éstas les
procuraban, estos recursos no siempre se mostraron lo
suficientemente eficaces Hay que decir, para comenzar, que no todos
los encuestados partían de la premisa de que fuera necesario cambiar
los estados de ánimo negativos. La investigación de Tice puso de
manifiesto la existencia de cerca de un 5% de «puristas del
estado de ánimo», es decir, personas que afirmaban que ellos
nunca trataban de cambiar un determinado estado de ánimo porque, en
su opinión, todas las emociones son «naturales» y deben
experimentarse tal y como se presentan, por más desalentadoras que
resulten. Asimismo, también había otros que buscaban promover
estados de ánimo negativos por razones pragmáticas: médicos que
necesitan mostrarse apesadumbrados para dar una mala noticia a sus
pacientes; activistas sociales que alimentan su indignación ante la
injusticia para poder ser más eficaces a la hora de combatirla; y
hubo incluso un joven que admitió que alimentaba su rabia para poder
defender más adecuadamente a su hermano menor de las agresiones de
que era objeto en el patio de recreo. Otros, por último, se
mostraron abiertamente maquiavélicos en la manipulación de sus
estados de ánimo, como atestiguaron varios cobradores que
ejercitaban su irritabilidad para poder mantener su inflexibilidad
ante los morosos. En cualquiera de los casos, la verdad es que,
aparte de estos raros ejemplos de cultivo deliberado de las
emociones negativas, la mayoría admitió que se hallaba a merced de
sus estados de ánimo. Los caminos que emprende la gente para
sacudirse de encima los estados de ánimo perturbadores son
decididamente muy heterogéneos.
LA ANATOMIA
DEL ENFADO
Supongamos que otro conductor se nos acerca peligrosamente mientras
estamos circulando por la autopista. Aunque nuestro primer
pensamiento reflejo sea, por ejemplo, «¡maldito hijo de puta!», lo
que realmente resulta decisivo para el desarrollo de la rabia es que
ese pensamiento vaya seguido de otros pensamientos de irritación y
venganza, como, por ejemplo: «¡ese cabrón Podría haber chocado
conmigo! ¡No puedo permitírselo!». En tal caso, nuestros nudillos
palidecen mientras las manos aprietan firmemente el volante (una
especie de sustitución del hecho de estrangular al otro conductor),
el cuerpo se predispone para la lucha —no para la huida— y
comenzamos a temblar mientras resbalan por nuestra frente gotas de
sudor, el corazón late con fuerza y tensamos todos los músculos del
rostro. Es como si quisiéramos asesinarle. Entonces es cuando oímos
el claxon del coche que nos sigue y nos damos cuenta de que, después
de haber evitado por los pelos la colisión, hemos aminorado la
marcha inadvertidamente y estamos a punto de explotar y proyectar
toda nuestra rabia sobre ese otro conductor. Esta es la sustancia
misma de la hipertensión, de la conducción imprudente y hasta de
muchos accidentes de automóvil.
Comparemos ahora esta secuencia del desarrollo de la rabia con otra
línea de pensamiento más amable hacia el conductor que se ha
interpuesto en nuestro camino: «es muy posible que no me haya visto
o que tenga una buena razón para conducir de ese modo, probablemente
una urgencia médica». Esta posibilidad atempera nuestro enfado con
la compasión o, al menos, con cierta apertura mental que permite
detener la escalada de la rabia. El problema estriba, como nos
recuerda el desafío de Aristóteles, en tener el grado de enfado
apropiado, ya que, con demasiada frecuencia, la rabia escapa a
nuestro control. Benjamin Franklin expresó muy acertadamente este
punto cuando dijo: «siempre hay razones para estar enfadados,
pero éstas rara vez son buenas».
Existen, claro está, diferentes tipos de enfado. Es muy probable que
la amígdala sea el principal asiento del súbito chispazo de
ira que experimentamos hacia el conductor cuya falta de atención ha
puesto en peligro nuestra seguridad. Pero, en el otro extremo del
circuito emocional, el neocórtex tiende a fomentar un tipo de
enfados más calculados, como la venganza fría o las reacciones que
suscitan la infidelidad y la injusticia. Estos enfados premeditados
suelen ser aquéllos a los que Franklin se refería cuando decía que «esconden
una buena razón» o, por lo menos, que así nos lo parece.
Como
afirma Tice, el enfado parece ser el estado de ánimo más persistente
y difícil de controlar. De hecho, el enfado es la más seductora de
las emociones negativas porque el monólogo interno que lo alienta
proporciona argumentos convincentes para justificar el hecho de
poder descargarlo sobre alguien. A diferencia de lo que ocurre en el
caso de la melancolía, el enfado resulta energetizante e incluso
euforizante. Es muy posible que su poder persuasivo y seductor
explique el motivo por el cual ciertos puntos de vista sobre el
enfado se hallan tan difundidos. La gente, por ejemplo, suele pensar
que la ira es ingobernable y que, en todo caso, no debiera ser
controlada o que una descarga «catártica» puede ser sumamente
liberadora. El punto de vista opuesto —que quizá constituya una
reacción ante el desolador panorama que nos brindan las actitudes
recién mencionadas—, sostiene, por el contrario, que el enfado puede
ser totalmente evitado. Pero una lectura atenta de los
descubrimientos realizados por la investigación de Tice nos sugiere
que este tipo de actitudes habituales hacia el enfado no sólo están
equivocadas sino que son francas supersticiones. Sin embargo, la
cadena de pensamientos hostiles que alimenta al enfado nos
proporciona una posible clave para poner en práctica uno de los
métodos más eficaces de calmarlo. En primer lugar, debemos tratar de
socavar las convicciones que alimentan el enfado. Cuantas más
vueltas demos a los motivos que nos llevan al enojo, más «buenas
razones» y más justificaciones encontraremos para seguir enfadados.
Los pensamientos obsesivos son la leña que alimenta el fuego de la
ira, un fuego que sólo podrá extinguirse contemplando las cosas
desde un punto de vista diferente. Como ha puesto de manifiesto la
investigación realizada por Tice, uno de los remedios más poderosos
para acabar con el enfado consiste en volver a encuadrar la
situación en un marco más positivo.
La
«irrupción» de la rabia
Este
descubrimiento confirma las conclusiones a las que ha llegado Dolf
Zillmann, psicólogo de la Universidad de Alabama, quien, a lo largo
de una exhaustiva serie de cuidadosos experimentos, ha determinado
con detalle la anatomía de la rabia. Si tenemos en cuenta que la
raíz de la cólera se asienta en la vertiente beligerante de la
respuesta de lucha-o-huida, no es de extrañar que Zillman concluya
que el detonante universal del enfado sea la sensación de
hallarse amenazado. Y no nos referimos solamente a la
amenaza física sino también, como suele ocurrir, a cualquier amenaza
simbólica para nuestra autoestima o nuestro amor propio (como, por
ejemplo, sentirse tratado ruda o injustamente, sentirse insultado,
menospreciado, frustrado en la consecución de un determinado
objetivo, etcétera), percepciones, todas ellas, que actúan a modo de
detonante de una respuesta límbica que tiene un efecto doble sobre
el cerebro. Por una parte, libera la secreción de catecolaminas que
cumplen con la función de generar un acceso puntual y rápido de la
energía necesaria para «emprender una acción decidida —como dice
Zillman— tal como la lucha o la huida». Esta descarga de energía
límbica perdura varios minutos durante los cuales nuestro cuerpo, en
función de la magnitud que nuestro cerebro emocional asigne a la
amenaza, se dispone para el combate o para la huida.
Mientras tanto, otra oleada energética activada por la amígdala
perdura más tiempo que la descarga catecolamínica y se desplaza a lo
largo de la rama adrenocortical del sistema nervioso, aportando así
el tono general adecuado a la respuesta. Esta excitación
adrenocortical generalizada puede perdurar horas e incluso días,
manteniendo al cerebro emocional predispuesto a la excitación y
convirtiéndose en un trampolín fisiológico que provoca que las
reacciones subsecuentes se produzcan con especial celeridad. Esta
hipersensibilidad difusa provocada por la excitación adrenocortical
explica por qué la mayoría de las personas parecen más predispuestas
a enfadarse una vez que ya han sido provocadas o se hallan
ligeramente excitadas. Por otra parte, todos los tipos de estrés
provocan una excitación adrenocortical que contribuye a bajar el
umbral de la irritabilidad. De este modo, después de un duro día del
trabajo, una persona se sentirá especialmente predispuesta a
enfadarse en casa por las razones más insignificantes —el ruido o el
desorden de los niños, por ejemplo—, razones que en otras
circunstancias no tendrían el poder suficiente para desencadenar un
secuestro emocional.
Zillman ha llegado a estas conclusiones después de una concienzuda
experimentación. En uno de sus estudios, por ejemplo, contaba con un
cómplice cuya misión era la de provocar a las personas que se habían
ofrecido voluntarias para el experimento haciendo comentarios
sarcásticos sobre ellos. Seguidamente, los voluntarios veían una
película divertida u otra de carácter más perturbador. A
continuación se les ofrecía la ocasión de desquitarse de quien les
acababa de criticar pidiéndoles que valorasen lo que, en su opinión,
debía pagársele. Los resultados demostraron claramente que la
intensidad de su venganza era directamente proporcional al grado de
excitación que habían experimentado durante la contemplación de la
película. Así pues, quienes acababan de ver la película más
desagradable se mostraban más enfadados y ofrecían las peores
valoraciones.
El enfado se
construye sobre el enfado
La
investigación realizada por Zillman parece explicar la dinámica
inherente a un drama familiar doméstico del que fui testigo cierto
día que me hallaba de compras en el supermercado. Al otro extremo
del pasillo podía oírse el tono mesurado y amable de una joven madre
que se dirigía a su hijo con un escueto.
—Devuelve... eso... a su sitio.
—Pero
yo lo quiero —gimoteaba el pequeño, aferrándose con más fuerza a la
caja de cereales con la imagen de las Tortugas Ninja.
—Ponlo
en su sitio —dijo la madre con un tono de voz que comenzaba a
traslucir una cierta irritación.
En
aquel momento, una niña más pequeña, que iba sentada en el asiento
del carro, tiró al suelo el tarro de gelatina que estaba
mordisqueando y, al derramarse por el suelo, la madre comenzó a
vociferar.
—¡Toma! —dijo furiosa mientras le daba un bofetón.
A
continuación arrebató la caja de manos del niño, la arrojó al
anaquel más cercano y, levantando a su hijo velozmente del suelo por
la cintura, lo llevó a rastras pasillo adelante mientras empujaba el
carro amenazadoramente. Ahora la niña lloraba y el niño pataleaba
protestando:
—¡Bájame! ¡Bájame!
Zilíman ha descubierto que cuando el cuerpo se encuentra en un
estado de irritabilidad —como ocurría, por ejemplo, en el caso de
esta madre— y algo suscita un secuestro emocional, la emoción
subsecuente, sea de enfado o ansiedad, revestirá una intensidad
especial. Y ésta es la dinámica que invariablemente se pone en
funcionamiento cuando alguien se irrita. Zillman considera la
escalada del enfado como «una secuencia de provocaciones, cada
una de las cuales suscita una reacción de excitación que tiende a
disiparse muy lentamente». En esta secuencia, cada uno de los
pensamientos o percepciones irritantes se convierte en un minimo
detonante de la descarga catecolamínica de la amígdala, y
cada una de estas descargas se ve fortalecida, a su vez, por el
impulso hormonal precedente. De este modo, una segunda descarga
tiene lugar antes de que la primera se haya disipado, una tercera se
suma a las dos precedentes y así sucesivamente. Es como si cada
nueva descarga cabalgara a lomos de las anteriores, aumentando así
vertiginosamente la escalada del nivel de excitación fisiológica.
Cualquier pensamiento que tenga lugar durante este proceso provocará
una irritación mucho más intensa que la que tendría lugar al
comienzo de la secuencia. De este modo, el enfado se construye sobre
el enfado al tiempo que la temperatura de nuestro cerebro emocional
va aumentando. Para ese entonces, la ira, ante la que nuestra
razón se muestra impotente, desembocará fácilmente en un estallido
de violencia.
En
este momento, la persona se siente incapaz de perdonar y se cierra a
todo razonamiento. Todos sus pensamientos gravitan en torno a la
venganza y la represalia, sin detenerse a considerar las posibles
consecuencias de sus actos. Este alto nivel de excitación, afirma
Zillman, «alimenta una ilusión de poder e invulnerabilidad que
promueve y fomenta la agresividad», ya que, «a falta de toda
guía cognitiva adecuada», la persona enfadada se retrotrae a la
más primitiva de las respuestas. Es así cómo las descargas límbicas
prosiguen su curso ascendente y las lecciones más rudimentarias de
la brutalidad terminan convirtiéndose en guías para la acción.
Un bálsamo
para el enfado
A la
vista de este análisis sobre la anatomía del enfado, Zillman
considera que existen dos posibilidades de intervención en el
proceso. El primer modo de restar fuerza al enfado consiste en
prestar la máxima atención y darnos cuenta de los pensamientos que
desencadenan la primera descarga de enojo (esta evaluación original
confirma y alienta la primera explosión mientras que las siguientes
sólo sirven para avivar las llamas ya encendidas). El momento del
ciclo del enfado en el que intervengamos resulta sumamente
importante porque, cuanto antes lo hagamos, mejores resultados
obtendremos. De hecho, el enfado puede verse completamente
cortocircuitado si, antes de darle expresión, damos con alguna
información que pueda mitigarlo.
El
poder de la comprensión para desactivar la irritación resulta bien
patente en otro de los experimentos realizados por Zillman, en el
que un ayudante especialmente grosero (cómplice, en realidad, del
experimentador) se dedicaba a insultar y provocar a los sujetos que
en aquel momento realizaban un ejercicio físico.
Cuando
se les brindó la posibilidad de desquitarse de su desagradable
compañero —dándoles la oportunidad de estimar sus aptitudes para un
posible trabajo—, acometieron la tarea con una mezcla de enojo y
complacencia. En cambio, en otra versión del mismo experimento, una
mujer entraba en la sala, después de que los voluntarios hubiesen
sido provocados e inmediatamente antes de que se les diera la
oportunidad de desquitarse, y hacía salir al cómplice del lugar con
la excusa de que acababa de recibir una llamada telefónica urgente.
Cuando éste salía, se despedía despectivamente de la mujer quien,
sin embargo, parecía tomarse el comentario con muy buen humor,
explicando a los demás que su compañero se hallaba sometido a
terribles presiones porque estaba muy nervioso ante la inminencia de
un examen oral. En este caso, la explicación ofrecida pareció
despertar la compasión de los sujetos del experimento quienes,
cuando tuvieron la oportunidad de desquitarse, rehusaron hacerlo.
Este tipo de información atemperante parece, pues, permitir la
reconsideración del incidente que desencadena el enfado.
Sin
embargo, como decíamos anteriormente, también existe otra
posibilidad para desarticular el enfado que, según Zilíman, sólo
resulta posible en casos de irritación moderada y, por el contrario,
no funciona en niveles más intensos, debido a lo que el mismo
Zillman denomina «incapacidad cognitiva», que impide a
las personas razonar adecuadamente. Cuando la gente se halla
sometida a un nivel de irritabilidad muy intenso, tiende a
infravalorar los posibles mensajes de información mitigante con
frases tales como « ¡esto es intolerable!» o -como afirma Zillmann
—con suma delicadeza— con «las más burdas procacidades que nos
brinda nuestro idioma».
El
enfriamiento
En
cierta ocasión, cuando sólo tenía trece anos, me enzarcé en una
agria discusión en casa y salí de ella jurando que jamás regresaría.
Era un hermoso día de verano y estuve paseando por el campo hasta
que la paz y la belleza circundantes me invadieron y gradualmente
fui tranquilizándome. Al cabo de unas horas regresé a casa sereno y
completamente arrepentido. A partir de aquel momento, cada vez que
me enfado busco una oportunidad para hacer lo mismo, lo que
considero el mejor de los remedios.
Este
relato forma parte de uno de los primeros estudios científicos sobre
el enfado llevado a cabo en 1899, un estudio que aún sigue siendo
todo un modelo de la segunda forma de aplacar el enfado que
citábamos anteriormente, tratar de aplacar la excitación fisiológica
ligada a la descarga adrenalínica en un entorno en el que no haya
peligro de que se produzcan más situaciones irritantes. Eso supone,
por ejemplo, que, en el caso de una discusión, la persona agraviada
debería alejarse durante un tiempo de la persona causante del enojo
y frenar la escalada de pensamientos hostiles tratando de
distraerse. Como ha descubierto Zillmann, las distracciones
son un recurso sumamente eficaz para modificar nuestro estado de
ánimo por la sencilla razón de que es difícil seguir enfadado cuando
uno se lo está pasando bien. El truco, pues, consiste en darnos
permiso para que el enfado vaya enfriándose mientras tratamos de
disfrutar de un rato agradable.
El
análisis realizado por Zillmann sobre los mecanismos que contribuyen
a incrementar o disminuir la irritación nos brinda una explicación a
buena parte de los descubrimientos realizados por Diane Tice acerca
de las estrategias que la gente suele emplear para aliviar el
enfado. Una de tales estrategias —claramente eficaz— consiste en
retirarse y quedarse a solas mientras tiene lugar el proceso de
enfriamiento. Para la gran mayoría de los varones esto se traduce en
dar un paseo en automóvil, una actividad que concede una tregua
mientras uno conduce (y, que según me confesó Tice, la hace conducir
ahora con mayor precaución).
Quizás
una alternativa más saludable sea la de dar una larga caminata. El
ejercicio activo contribuye a dominar el enfado y lo mismo puede
decirse de los métodos de relajación, como, por ejemplo, la
respiración profunda y la distensión muscular porque estos
ejercicios permiten aliviar la elevada excitación fisiológica
provocada por el enfado y propiciar un estado de menor excitación y
también obviamente porque así uno se distrae del estímulo que
suscitó el enfado. El ejercicio activo puede servir además para
disminuir el enfado por una razón similar ya que, después del alto
nivel de activación fisiológica suscitado por el ejercicio, el
cuerpo vuelve naturalmente a un nivel de menor excitación.
Pero
el período de enfriamiento no será de ninguna utilidad si lo
empleamos en seguir alimentando la cadena de pensamientos
irritantes, ya que cada uno de éstos constituye, por sí mismo, un
pequeño detonante que hace posibles nuevos brotes de cólera. El
poder sedante de la distracción reside precisamente en poner fin a
la cadena de pensamientos irritantes. En su revisión de las
estrategias utilizadas por la mayoría de las personas para controlar
el enfado, Tice descubrió que las distracciones más utilizadas para
tratar de calmarse —ver la televisión, ir al cine, leer y
actividades similares— ponen coto eficazmente a la cadena de
pensamientos hostiles que alimentan el enfado. No obstante, también
tenemos que matizar, no obstante, como ha explicado Tice, que
actividades tales como comer e ir de compras no tienen el mismo
efecto, ya que resulta sumamente sencillo proseguir con nuestros
pensamientos de indignación mientras recorremos los pasillos de un
centro comercial o damos buena cuenta de un pastel de chocolate.
A
estas estrategias debemos añadir las propuestas por Redford Williams,
psiquiatra de la Universidad de Duke, quien trata de ayudar a
controlar su cólera a las personas muy irritables que presentan un
elevado riesgo de enfermedad cardíaca. Una de sus recomendaciones
consiste en que la persona aprenda a utilizar la conciencia de si
mismo para darse cuenta de los pensamientos irritantes o cínicos en
el mismo momento en que aparecen y, seguidamente, registrarlos
por escrito. Cuando los pensamientos irritantes se han
detectado de este modo, pueden afrontarse y considerarse desde una
perspectiva más adecuada; aunque, como Zillmann descubriera, esta
aproximación es más provechosa cuando la irritabilidad no ha
alcanzado todavía la cota de la cólera.
La falacia
de la catarsis
Apenas
subí a un taxi de la ciudad de Nueva York, un joven que quería
cruzar la calle se detuvo ante el vehículo a esperar que el tráfico
disminuyera. El taxista, impaciente por arrancar, tocó entonces el
claxon y comenzó a mover el vehículo lentamente a fin de que el
joven se apartara de su camino. La réplica de éste fue un ademán
obsceno y grosero.
—Eh.
tú. hijo de puta! —le espetó, entonce, el taxista. pisando el
acelerador y el freno al mismo tiempo amenazando con embestirle.
Ante
aquella intimidación, el joven se hizo a un lado bruscamente y
descargó un puñetazo sobre la carrocería del taxi mientras éste
trataba de abrirse paso a través del tráfico. El taxista soltó
entonces una burda letanía de exclamaciones dirigidas al joven.
—No
puedes cargar con la mierda del primer imbécil que se te cruce en el
camino. Tienes que devolvérsela a gritos. Por lo menos, eso te hace
sentir mejor —me dijo luego el conductor, a guisa de conclusión,
todavía visiblemente afectado.
La
catarsis —el hecho de dar rienda suelta a nuestro enfado— se
ensalza a veces como un modo adecuado de manejar la irritación.
La
opinión popular sostiene que «eso te hace sentir mejor» pero, tal
como nos sugieren los descubrimientos realizados por Zillmann,
existe un poderoso argumento en contra de la catarsis, un argumento
que comenzó a elaborarse a partir de la década de los cincuenta
cuando los psicólogos comprobaron experimentalmente los efectos de
la catarsis y descubrieron que el hecho de airear el enfado de poco
o nada sirve para mitigarlo (aunque, dada su seductora naturaleza,
pueda proporcionarnos cierta satisfacción). No obstante, existen
ciertas condiciones concretas en las que el hecho de expresar
abiertamente el enfado puede resultar apropiado como, por ejemplo,
cuando se trata de comunicar algo directamente a la persona causante
de nuestro enojo; cuando sirve para restaurar la autoridad, el
derecho o la justicia; o cuando con ello se inflige «un daño
proporcional» a la otra persona que la obliga, más allá de todo
sentimiento de venganza por nuestra parte, a cambiar la situación
que nos agobia. Hay que decir también que, debido a la naturaleza
altamente inflamable de la ira, esto es más fácil de decir que de
llevar a la práctica.
Tice
descubrió, asimismo, que el hecho de expresar abiertamente el enfado
constituye una de las peores maneras de tratar de aplacarlo, porque
los arranques de ira incrementan necesariamente la excitación
emocional del cerebro y hacen que la persona se sienta todavía más
irritada. En este sentido, las respuestas ofrecidas por la gente
confirmaron a Tice que el efecto de expresar abiertamente la cólera
ante la persona que la provocaba había sido el de prolongar su mal
humor en lugar de acabar con él. Parece mucho más eficaz, en suma,
que la persona comience tratando de calmarse y que posteriormente,
de un modo más asertivo y constructivo, entable un diálogo para
tratar de resolver el problema. Como escuché en cierta ocasión, al
maestro tibetano Chogyam Trungpa cuando se le preguntó por el mejor
modo de relacionarse con el enfado:
«Ni
lo reprimas ni te dejes arrastrar por él».
APLACAR LA
ANSIEDAD: ¿QUÉ ES LO QUE ME PREOCUPA?
¡Oh
no! Parece que se ha estropeado el silenciador del tubo de escape...
Tendré que llevarlo a reparar... Pero ahora no tengo dinero... Tal
vez pueda coger el dinero de la matrícula de Jamie...Pero ¿qué
pasará si luego no puedo pagar su matrícula?... Bueno, el último
informe del instituto ha sido francamente desalentador... Es muy
probable que sus notas sigan siendo malas y finalmente no pueda
matricularse en la universidad. El silenciador sigue haciendo
ruido...
Así es
como la mente obsesionada da vueltas y más vueltas, una y otra vez,
a un culebrón aparentemente interminable de preocupaciones
concatenadas. El ejemplo anterior nos los proporcionan Lizabeth
Roemer y Thomas Borkovec, psicólogos de la Pennsylvania University
State, cuya investigación sobre la preocupación —el núcleo
fundamental de la ansiedad— ha llamado la atención sobre el tema de
los artistas y de los científicos neuróticos. « Según
parece, una vez iniciado, no hay modo alguno de detener el ciclo de
la preocupación. En el extremo opuesto, la reflexión constructiva
acerca de un problema —una actividad sólo en apariencia similar a la
preocupación— puede permitirnos dar con la solución adecuada».
En
realidad, toda preocupación se asienta en el estado de alerta ante
un peligro potencial que, sin duda alguna, ha sido esencial para la
supervivencia en algún momento de nuestro proceso evolutivo. Cuando
el miedo activa nuestro cerebro emocional, una parte de la ansiedad
centra nuestra atención en la amenaza, obligando a la mente a buscar
obsesivamente una salida y a ignorar todo lo demás. La preocupación
constituye, pues, en cierto modo, una especie de ensayo en el que
consideramos las distintas alternativas de respuesta posibles. En
este sentido, la función de la preocupación consiste, por
consiguiente, en una anticipación de los peligros que pueda
presentamos la vida y en la búsqueda de soluciones positivas ante
ellos.
El
problema surge cuando la preocupación se hace crónica y reiterativa,
cuando se repite continuamente sin procuramos nunca una solución
positiva. Un análisis más detenido de la preocupación crónica
evidencia que ésta presenta todos los rasgos característicos propios
de un secuestro emocional moderado: parece no proceder de ninguna
parte, es incontrolable, genera un ruido constante de ansiedad, se
muestra impermeable a todo razonamiento y encierra a la persona
preocupada en una actitud unilateral y rígida sobre el asunto que la
preocupa. Cuando el ciclo de la preocupación se intensifica y
persiste, ensombrece el hilo argumental hasta desembocar en
arrebatos nerviosos, fobias, obsesiones, compulsiones y auténticos
ataques de pánico. En cada uno de estos desórdenes la preocupación
se centra en un contenido diferente: en el caso de la fobia, la
ansiedad se fija en la situación temida; en las obsesiones, se ocupa
en impedir algún posible desastre; por último, en los ataques de
pánico suele gravitar en torno a la muerte o a la misma posibilidad
de sufrir un ataque de pánico.
El
denominador común de todas estas condiciones es una falta de
control sobre el ciclo de la preocupación. Por ejemplo, una
mujer aquejada de un trastorno obsesivo-compulsivo se veía obligada
a ejecutar una serie de ceremonias rituales que le ocupaban la mayor
parte del tiempo que pasaba despierta, como ducharse durante
cuarenta y cinco minutos varias veces o lavarse las manos cinco
minutos seguidos veinte o más veces al día. No se sentaba a menos
que antes hubiera limpiado el asiento con alcohol para
esterilizarlo. Tampoco podía tocar a niño o a animal alguno porque,
según decía, estaban «demasiado sucios». En realidad, todos estos
comportamientos compulsivos estaban motivados por un miedo mórbido a
los gérmenes, puesto que albergaba el temor constante de que, si no
se lavaba y esterilizaba, terminaría enfermando y moriría.”
Otra
mujer que estaba siendo tratada de un «trastorno de ansiedad
generalizada» —la etiqueta psicológica utilizada para referirse a
una persona excesivamente aprensiva— respondió del siguiente modo a
la petición de que durante un minuto expresara en voz alta sus
preocupaciones:
«—Podría no hacerlo bien. Sonaría tan artificial que no nos
permitiría hacernos una idea correcta de la realidad de mi problema
y lo que necesitamos es comprender esa realidad... Porque si no
vemos la realidad jamás me pondré bien y, si no me pongo bien, jamás
podré llegar a ser feliz.»
En
este despliegue de preocupación sobre preocupación, el mismo hecho
de pedirle al sujeto que expresara en voz alta sus preocupaciones
durante un minuto provocó una escalada que terminó desembocando,
poco después, en una conclusión auténticamente catastrófica: «jamás
llegaré a ser feliz». El ciclo de la preocupación suele
comenzar con un relato interno que salta de un tema a otro y que no
suele incluir la representación imaginaria del infortunio en
cuestión. En efecto, las preocupaciones son de carácter más auditivo
que visual -es decir, se expresan en palabras y no en imágenes—, un
hecho muy importante a la hora de intentar controlarlas.
Borkovec y sus colegas comenzaron a estudiar la preocupación en si
misma cuando estaban tratando de encontrar un tratamiento para el
insomnio. La ansiedad, como han observado otros investigadores,
tiene una manifestación cognitiva —los pensamientos preocupantes— y
otra somática, evidenciada por los síntomas fisiológicos típicos de
la ansiedad (como el sudor, la aceleración del ritmo cardíaco o la
tensión muscular). Sin embargo, lío como descubrió Borkovec, el
problema principal de la gente que padece insomnio no es la
excitación somática sino los pensamientos intrusivos. Se trata de
aprensivos crónicos que no pueden dejar de estar preocupados, por
más cansados que se encuentren. Lo único que parece ayudarles a
conciliar el sueño es el hecho de alejar su mente de las
preocupaciones, focalizándola, en su lugar, en las sensaciones
producidas por el ejercicio de algún tipo de relajación. Resumiendo:
se puede cortar el círculo vicioso de la preocupación cambiando el
foco de la atención.
Sin
embargo, la mayoría de las personas aprensivas no parecen responder
a este método, y según Borkovec, esto se debe a que el ciclo de la
preocupación proporciona una recompensa parcial que refuerza el
hábito. El aspecto positivo, por así decirlo, de la preocupación, es
que constituye una forma de afrontar las amenazas potenciales y los
peligros que puedan cruzarse en nuestro camino. Como ya hemos dicho,
la verdadera función de la preocupación es la de constituir una
especie de ensayo frente a esas amenazas que nos ayuda a encontrar
posibles soluciones.
Pero
el hecho es que este aspecto de la preocupación no siempre resulta
adecuado. Las soluciones originales y las formas creativas de
encarar un problema no suelen estar ligadas a la preocupación,
especialmente en el caso de la preocupación crónica. En lugar de
buscar una posible solución a los problemas potenciales, los
aprensivos se limitan simplemente a dar vueltas y más vueltas en
torno al peligro, profundizando así el surco del pensamiento que les
atemoriza. Los aprensivos crónicos pueden albergar miedos frente a
un amplio abanico de situaciones —la mayoría de ellas con escasas
probabilidades de ocurrir— y advierten peligros en el viaje de la
vida que los demás no llegamos siquiera a barruntar.
Sin
embargo, según confirmaron a Borkovec algunas de estas personas,
aunque la preocupación pueda ayudarles, lo cierto es que tiende a
autoperpetuarse y a girar incesantemente en tomo a un mismo y
angustioso pensamiento. Pero ¿por qué la preocupación puede terminar
convirtiéndose en una especie de adicción mental? Posiblemente
porque, como señala Borkovec, el hábito de la preocupación tiene una
función similar al de la superstición.
La
gente suele preocuparse por cosas que tienen muy pocas
probabilidades de ocurrir —como la muerte de un ser querido en un
accidente de aviación, la bancarrota y similares—, y todo este
proceso, al menos en lo que se refiere al cerebro límbico, tiene
algo de mágico. Así, del mismo modo que un amuleto nos protege de
algún daño anticipado, la preocupación proporciona la confianza
psicológica necesaria para hacer frente a los peligros que nos
obsesionan.
Una forma de
trabajo con la preocupación
Ella
se había trasladado desde el Medio Oeste hasta Los Angeles porque un
editor le había ofrecido trabajo pero, una vez ahí, se enteró de que
la editorial había sido comprada por otra empresa y se quedó sin él.
Entonces empezó a trabajar como escritora independiente, una
profesión muy inestable que lo mismo la sobrecargaba de trabajo que
la colocaba en una precaria situación económica. No era infrecuente
que tuviera que racionar las llamadas telefónicas y por vez primera
carecía de seguro de enfermedad. Aquella inestabilidad la hacía
sentirse tan angustiada que no tardó en descubrirse teniendo
pensamientos sombríos sobre su salud, convencida de que su dolor de
cabeza era el síntoma de un tumor cerebral e imaginando que iba a
sufrir un accidente cada vez que tomaba el coche. Muchas veces se
descubría completamente perdida en una interminable secuencia de
preocupaciones que la envolvían como una especie de neblina. Como
ella misma decía, sus obsesiones habían acabado convirtiéndose en
una especie de adicción.
Borkovec también menciona otra ventaja adicional de la preocupación,
ya que, mientras la persona se halla inmersa en sus pensamientos
obsesivos, no parece reparar en las sensaciones subjetivas de
ansiedad (el aumento del ritmo cardíaco, la sudoración, los
temblores, etcétera) suscitadas por esos mismos pensamientos. Así
pues, la persistencia de la preocupación parece silenciar esa
ansiedad, al menos en lo que respecta al ritmo cardíaco. Al parecer,
la secuencia de la preocupación es la siguiente: la persona comienza
adviniendo algo que suscita la idea de alguna amenaza o un peligro
potencial, una catástrofe imaginaria que, a su vez, desencadena un
ataque moderado de ansiedad: luego el aprensivo se sumerge en una
serie de pensamientos de angustia, cada uno de los cuales desata
nuevas preocupaciones. Mientras la atención permanezca circunscrita
a este ámbito obsesivo y se mantenga focalizada en este tipo de
pensamientos, conseguirá apartar de su mente la imagen original
catastrófica que disparó la ansiedad. Como descubrió Borkovec, las
imágenes son más poderosas que los pensamientos a la hora de activar
la ansiedad fisiológica. Es por esto por lo que la inmersión en los
pensamientos y la exclusión de las imágenes catastróficas es capaz
de aliviar parcialmente la angustia. Y. en ese sentido, la
preocupación se ve reforzada porque constituye una suerte de
antídoto parcial de la angustia.
Pero
la preocupación crónica también resulta frustrante porque se
constituye una secuencia de ideas obsesivas y estereotipadas que no
aportan ninguna solución creativa que contribuya realmente a
resolver el problema. Esta rigidez no sólo se manifiesta en el
contenido mismo del pensamiento obsesivo —que simplemente se limita
a repetir la misma idea una y otra vez— sino también a nivel
neurológico, en donde parece presentarse una cierta inflexibilidad
cortical y una incapacidad del cerebro emocional para adaptarse a
las circunstancias cambiantes. En resumen, pues, aunque la
preocupación crónica funcione en ciertos sentidos, no lo hace en
otros aspectos mucho más importantes. Tal vez pueda disipar
parcialmente la ansiedad, pero jamás contribuirá a aportar la
solución a un determinado problema.
En
cualquier caso, no hay nada más difícil para un aprensivo crónico
que seguir el consejo que más frecuentemente se le brinda: «deja de
preocuparte» (o peor todavía: «no te preocupes; se feliz»). No
olvidemos el papel que desempeña la amígdala en el desarrollo de las
preocupaciones crónicas, un papel que justifica su irrupción
inesperada y su persistencia una vez que han hecho su aparición en
escena. Sin embargo, la investigación realizada por Borkovec le ha
permitido elaborar un método sencillo que puede ayudar a los
aprensivos crónicos a controlar su hábito.
El
primer paso consiste en tomar conciencia de uno mismo
y registrar el primer acceso de preocupación tan pronto como sea
posible. En circunstancias ideales, este registro debería tener
lugar inmediatamente, en el mismo instante en que una fugaz imagen
catastrófica pone en marcha el ciclo de la preocupación y la
ansiedad. En este sentido, el adiestramiento propuesto por Borkovec
consiste en comenzar enseñándoles a darse cuenta de los signos de la
ansiedad y, en especial, adiestrándoles a identificar las
situaciones, las imágenes y los pensamientos ocasionales que
desencadenan el ciclo de la preocupación y las sensaciones
corporales de ansiedad que las acompañan. Con el debido
entrenamiento, la persona puede llegar a captar el surgimiento de la
preocupación en un momento cada vez más cercano al inicio de la
espiral de la ansiedad. También es posible recurrir al aprendizaje
de alguna técnica de relajación que la persona pueda aplicar apenas
advierta el inicio del ciclo y ejercitarse en ella hasta ser capaz
de utilizarla adecuadamente en el momento preciso.
Sin
embargo, la relajación no basta por sí sola. Las personas aprensivas
también deben afrontar más activamente los pensamientos
perturbadores porque, de lo contrario, la espiral de la preocupación
volverá a iniciarse una y otra vez. El siguiente paso consiste en
adoptar una postura crítica ante las creencias que
sustentan la preocupación. ¿Cabe ciertamente la posibilidad de que
ocurra el acontecimiento temido? ¿Es algo absolutamente necesario y
no existe más alternativa que aceptarlo? ¿Hay algo positivo que
pueda hacerse al respecto? ¿Realmente me sirve de algo dar vueltas y
más vueltas a los mismos pensamientos?
Esta
combinación de atención y sano escepticismo puede servir para frenar
la activación neurológica que subyace a la ansiedad moderada. La
inducción activa de este tipo de pensamientos puede terminar
inhibiendo el impulso límbico que alimenta la preocupación.
Paralelamente, la inducción activa de un estado de relajación
contrarresta las señales de ansiedad que el cerebro emocional envía
a todo el cuerpo.
De
hecho, como señala Borkovec, estas estrategias determinan un curso
de actividad mental que es incompatible con la preocupación. La
reiterada persistencia de un determinado pensamiento obsesivo
aumenta su poder persuasivo pero, en el caso de que logremos desviar
la atención hacia un abanico de alternativas igualmente plausibles,
evitaremos tomar ingenuamente como verdaderos los pensamientos que
nos obsesionan. Este método se ha mostrado eficaz para aliviar este
contumaz hábito hasta con aquellas personas cuyas preocupaciones son
tan serias como para merecer un diagnóstico psiquiátrico.
Por
otra parte, sería también recomendable —e incluso diríamos que sería
una señal de autoconciencia— que las personas cuyas preocupaciones
son tan graves como para desembocar en fobias, trastornos
obsesivo—compulsivos o ataques de pánico, recurrieran a la
medicación para tratar de interrumpir este círculo vicioso. No
obstante, una reeducación emocional a través de la terapia sigue
siendo imprescindible para disminuir la probabilidad de que los
trastornos de ansiedad vuelvan a presentarse una vez que se haya
dejado la medicación.
EL CONTROL
DE LA TRISTEZA
La
tristeza es el estado de ánimo del que la gente más quiere
despojarse y Diane Tice descubrió que las estrategias para
conseguirlo son muy variadas. Sin embargo, no debería evitarse toda
tristeza porque, al igual que ocurre con cualquier otro estado de
ánimo, tiene sus facetas positivas. La tristeza que provoca una
pérdida irreparable, por ejemplo, suele ir acompañada de ciertas
consecuencias: disminuye el interés por los placeres y diversiones,
fija la atención en aquello que se ha perdido e impone una pausa
momentánea que renueva nuestra energía para permitirnos acometer
nuevas empresas. La tristeza, en suma, proporciona una especie de
refugio reflexivo frente a los afanes y ocupaciones de la vida
cotidiana, que nos sume en un periodo de retiro y de duelo necesario
para asimilar nuestra pérdida, un período en el que podemos ponderar
su significado, llevar a cabo los ajustes psicológicos pertinentes
y, por último, establecer nuevos planes que permitan que nuestra
vida siga adelante.
Pero,
si bien la tristeza es útil, la depresión, en cambio, no lo
es. William Styron nos brinda una elocuente descripción de «las
múltiples manifestaciones de la postración», entre las que se
cuentan el «odio hacia uno mismo», «la falta de autoestima», «la
pesadumbre enfermiza» que va acompañada de una «sombría
constricción, cierta sensación de sobrecogimiento y alienación y,
por encima de todo, de una ansiedad abrumadora». También podemos
enumerar las secuelas intelectuales que acompañan a ese estado: «confusión,
imposibilidad de concentrarse y pérdida de memoria» y, en un
nivel más intenso, la mente se ve «caóticamente distorsionada»
y «los procesos mentales se ven arrastrados por una marea tóxica
y abyecta que impide cualquier posible respuesta satisfactoria al
mundo en que uno vive». Además, este estado también tiene sus
correlatos físicos: el insomnio, la apatía, «una
sensación de embotamiento, nerviosismo y, más concretamente, una
extraña fragilidad» que van acompañados de «un inquietante
desasosiego». A todo ello debemos añadir también la disminución
de la capacidad de gozar de las situaciones: «todas las facetas
de la sensibilidad se vuelven difusas y hasta la comida parece
completamente insípida». Señalemos, por último, que toda
esperanza se disipa dejando el residuo de una «gris llovizna de
congoja» que genera una desesperación tan palpable como el dolor
físico, un dolor tan insoportable que la única solución posible
parece ser el suicidio.
En el
caso de una depresión mayor como la descrita, la vida se paraliza y
parece que no exista la menor alternativa para salir de la
situación. Los mismos síntomas de la depresión indican que el flujo
de la vida ha quedado estancado. En el caso de Styron, la medicación
y la terapia no sirvieron de gran cosa sino que fue el paso del
tiempo y el internamiento en un hospital lo que finalmente despejó
su abatimiento. Pero, en lo que se refiere a la mayoría de las
personas, especialmente a aquéllas aquejadas de depresiones más
benignas, la psicoterapia y la medicación pueden ser de gran ayuda.
El Prozac es el tratamiento de moda, pero existe más de una docena
de fármacos que pueden ser útiles para tratar la depresión.
Sin
embargo, mi principal centro de interés es la tristeza común, o la
simple melancolía que, en sus manifestaciones más extremas,
puede llegar a convertirse, técnicamente hablando, en una «depresión
subclínica». Las personas con suficientes recursos internos pueden
manejar por sí solas este tipo de melancolía pero, por desgracia,
algunas de las estrategias más frecuentemente empleadas resultan
francamente perjudiciales y no hacen más que empeorar la situación.
Una de estas estrategias consiste en aislarse, lo cual, si bien
puede resultar atractivo cuando nos sentimos abatidos, también
contribuye a aumentar nuestra sensación de soledad y desamparo. Esto
puede explicar, en parte, por qué Tice constató que la táctica más
extendida para combatir la depresión son las actividades sociales,
es decir, salir a comer, ir a ver un acontecimiento deportivo o al
cine; en resumen, compartir algún tipo de actividad con los amigos o
con la familia. Este tipo de actividades puede ser muy eficaz
siempre que quede claro que el objetivo que se pretende lograr es
que la mente se olvide de su tristeza porque, en caso contrario,
sólo conseguirá perpetuar su estado de ánimo.
En
realidad, uno de los principales determinantes de la duración y la
intensidad de un estado depresivo es el grado de obsesión de la
persona. Preocuparse por aquello que nos deprime sólo contribuye a
que la depresión se agudice y se prolongue más todavía. En la
depresión, la preocupación puede adoptar diferentes formas, aunque,
sin embargo, todas ellas se focalizan en algún aspecto de la
depresión misma como, por ejemplo, el agotamiento, la escasa
motivación, la faltade energía o el poco rendimiento.
Pero,
por regla general, ninguno de estos pensamientos va acompañado de
una acción decidida a subsanar el problema. Según la psicóloga de
Stanford Susan Nolen—Hoeksma, que se ha ocupado de estudiar a fondo
el pensamiento obsesivo en las personas deprimidas, otras
estrategias habituales son las de «aislarse, dar vueltas a lo mal
que nos sentimos, temer que nuestra pareja se aburra de nosotros y
pueda llegar a abandonarnos o no dejar de preguntarnos si vamos a
padecer otra noche de insomnio». La persona deprimida puede
tratar de justificar este tipo de comportamiento aduciendo que «sólo
intenta conocerse mejor a sí misma». Pero el hecho es que, en la
mayoría de los casos, el deprimido sólo se dedica a alimentar el
sentimiento de tristeza sin ocuparse de hacer nada que pueda sacarle
realmente de su estado de ánimo. La terapia puede resultar muy útil
a la hora de reflexionar sobre las causas profundas de la depresión,
siempre que no se trate de una mera inmersión pasiva —que sólo
contribuye a empeorar la situación y nos permita acceder a visiones
o a acciones tendentes a cambiar las condiciones que la motivaron—.
Asimismo, el pensamiento obsesivo puede agudizar la depresión en
cuanto que establece condiciones más depresivas, si cabe. Nolen—Hoeksma
nos habla, por ejemplo, del caso de una vendedora aquejada de
depresión que estaba tan preocupada que no realizaba las llamadas
telefónicas tan necesarias para su trabajo. Entonces las ventas
disminuyeron, lo cual reforzó su sensación de fracaso y consolidó su
depresión. La distracción, por el contrario, le habría
permitido acopiar la energía necesaria para hacer aquellas llamadas
y también le habría servido para escapar de las atenazadoras garras
de la tristeza. Con ello, las ventas se habrían incrementado y
habría fortalecido la confianza en si misma, contribuyendo así, en
consecuencia, a reducir su depresión.
Según
Nolen—Hoeksma, las mujeres son más proclives que los hombres a
obsesionarse cuando están deprimidas, lo cual podría explicar el
hecho de que la cifra de mujeres diagnosticadas de depresión
duplique a la de hombres. Obviamente, éste no es el único factor que
tener en cuenta, porque las mujeres también son más proclives a
expresar abiertamente su angustia y tienen más motivos para
deprimirse. Los hombres, por su parte, como muestran las
estadísticas, doblan a las mujeres en su predisposición a ahogar sus
penas en alcohol.
Ciertas investigaciones han puesto de manifiesto que la terapia
cognitiva orientada a modificar estas pautas de pensamiento resulta
tan eficaz como la medicación a la hora de tratar la depresión leve,
y es superior a ella en cuanto a prevenir su retorno. Dos
estrategias, en concreto, se han mostrado especialmente eficaces en
esta lucha: una de ellas consiste en aprender a afrontar los
pensamientos que se esconden en el mismo núcleo de la obsesión,
cuestionar su validez y considerar alternativas más positivas. La
otra consiste en establecer deliberadamente un programa de
actividades agradables que procure alguna clase de distracción.
Una de
las razones por las cuales la distracción puede ser un remedio
eficaz es que los pensamientos depresivos tienen un carácter
automático y se introducen de manera inesperada en la mente. Aun en
el caso de que la persona deprimida trate de eliminar los
pensamientos obsesivos, no resulta fácil conseguirlo.
Una
vez que el tren de los pensamientos depresivos se ha puesto en
marcha resulta muy difícil detener el continuo proceso de
asociaciones mentales que desencadena. Un estudio realizado con
personas deprimidas a quienes se pidió que ordenaran frases con
palabras desordenadas al azar, tuvieron mucho más éxito con los
mensajes negativos («el futuro me parece sombrío») que con los más
optimistas («el futuro me parece espléndido»). La depresión es un
estado de ánimo que tiende a perpetuarse y a eclipsar incluso las
distracciones elegidas por el sujeto. Cuando Richard Wenzlaff,
psicólogo de la Universidad de Texas, llevó a cabo una investigación
en la que proporcionó a varias personas deprimidas una lista de
actividades para apartar de sus mentes un hecho triste como, por
ejemplo, la muerte de un amigo, casi todos ellos eligieron las
alternativas menos risueñas. En su opinión, las personas deprimidas
deben hacer el sobreesfuerzo de prestar atención a algo que pueda
animarles y poner un cuidado especial en no elegir inconscientemente
todo aquello que les hunda nuevamente (como, por ejemplo, una
película o una novela muy triste).
Los
elevadores del estado de ánimo
Imagine que está conduciendo en medio de la niebla por una carretera
desconocida, empinada y tortuosa, y que, de pronto, un coche sale
bruscamente de una vía lateral pocos metros delante de usted sin
darle tiempo siquiera a detenerse. Lo único que puede hacer es pisar
a fondo el pedal del freno, con lo cual su vehículo derrapa de un
lado a otro de la calzada. Un instante antes de oír el ruido del
impacto metálico y de los cristales rotos, se da cuenta de que el
otro coche está lleno de niños y de que es un transporte escolar que
va camino de la escuela. Luego, tras el breve silencio que sucede a
la colisión, oye un coro de llantos y se las arregla como puede para
correr hasta el otro coche. Entonces descubre consternado que uno de
los niños está tendido en el suelo completamente inerte y se siente
invadido por el sentimiento de culpa de haber sido el causante de
una tragedia...
Escenas tan estremecedoras como la que acabamos de describir se
utilizaron en uno de los experimentos realizados por Wenzlaff para
impresionar a los sujetos que participaban en él. La tarea que
debían llevar a cabo era la de apartar la escena de sus mentes y
registrar, durante un periodo de nueve minutos, el número de
pensamientos ligados a la escena. Este experimento puso de relieve
que, a medida que iba pasando el tiempo, la mayoría de los
participantes tendían a pensar cada vez menos en las escenas
perturbadoras, pero los deprimidos, por el contrario, mostraban un
marcado incremento en el número de pensamientos intrusivos, llegando
incluso a pensar tangencialmente en la escena mientras se hallaban
inmersos en actividades distractivas.
Y, lo
que es todavía más significativo, los voluntarios deprimidos solían
distraerse recurriendo a otro tipo de pensamientos aflictivos para
tratar de apartar de su mente la escena en cuestión.
Como
me dijo Wenzlaff: «las asociaciones de pensamientos no sólo se
basan en su contenido sino también según el propio estado de ánimo.
Las personas contamos con un repertorio de pensamientos negativos
que acuden a nuestra mente con mayor facilidad cuando estamos
alicaídos. Quienes son más proclives a la depresión tienden a
establecer fuertes lazos asociativos entre estos pensamientos, de
modo que, una vez que se ha evocado un determinado estado de ánimo
negativo, resulta mucho más difícil suprimirlo. Por más irónico que
pueda parecer, las personas deprimidas tienden a distraerse
recurriendo a otros pensamientos depresivos, con lo cual lo único
que consiguen es profundizar todavía más su depresión».
Según
afirma una teoría, el llanto puede constituir un método
natural para reducir los niveles de neurotransmisores cerebrales que
alimentan la angustia. Pero, aunque el hecho de llorar puede romper
a veces el maleficio de la tristeza, también puede obsesionar a la
persona con la causa de su aflicción. La idea de que «el llanto es
bueno» resulta un tanto equívoca porque, cuando refuerza el ciclo de
pensamientos obsesivos, sólo sirve para prolongar el sufrimiento. La
distracción, en cambio, es capaz de romper la cadena de pensamientos
sombríos que sostiene a la depresión. Una de las teorías imperantes
que explica el éxito de la terapia electroconvulsiva en el
tratamiento de la mayor parte de las depresiones graves se basa en
el hecho de que provoca una pérdida de memoria a corto plazo y, en
consecuencia, los pacientes mejoran simplemente porque no pueden
recordar el motivo de su tristeza. Como descubrió Diane Tice, muchas
personas se sacuden las flores mustias de la tristeza con
entretenimientos tales como la lectura, la televisión, el cine, los
videojuegos, los rompecabezas, el sueño y las ensoñaciones diurnas
como, por ejemplo, divagar acerca de unas fantásticas vacaciones.
Wenzlaff añade que las distracciones más eficaces son aquéllas que
pueden cambiar nuestro estado de ánimo como, por ejemplo, un
apasionante acontecimiento deportivo, una película divertida o un
libro interesante. (Advirtamos también, en este punto, que algunas
distracciones pueden contribuir a perpetuar la depresión, como lo
demuestran los estudios llevados a cabo con telespectadores
empedernidos. que han puesto de relieve que, después de una sesión
de televisión, suelen hallarse todavía más deprimidos que antes de
ella.)
Según
Tice, el aerobic es una de las tácticas más eficaces para
sacudirse de encima tanto la depresión leve como otros estados de
ánimo negativos. Pero el caso es que los beneficios derivados de
este elevador del estado de ánimo resultan más palpables en las
personas perezosas, es decir, en aquéllas que no suelen practicar
este tipo de ejercicios. Quienes se atienen a una rutina diaria de
ejercicio físico obtienen, por el contrario, más beneficios de este
tipo antes de llegar a consolidar el hábito. De hecho, quienes
practican habitualmente un deporte obtienen el efecto inverso sobre
el estado de ánimo y se sienten peor en aquellos días en los que se
saltan su rutina. La eficacia del ejercicio parece radicar en su
poder para cambiar la condición fisiológica provocada por el estado
de ánimo: la depresión constituye un estado de baja activación
mientras que el aerobic, en cambio, eleva el tono corporal. Por el
mismo motivo, las técnicas de relajación -que reducen el nivel
general de activación física— funcionan adecuadamente para tratar la
ansiedad (que es un estado de alta activación fisiológica) pero
resultan inadecuadas para el tratamiento de la depresión. En todo
caso, cada uno de estos enfoques parece romper el ciclo de la
depresión y de la ansiedad, porque pone al cerebro en un nivel de
actividad incompatible con el estado emocional que lo embarga.
Tratar
de infundirse ánimo a si mismo mediante regalos y placeres
sensoriales constituye otro antídoto muy difundido para combatir la
tristeza. Entre los métodos más utilizados por las personas para
aliviar su depresión podemos enumerar el tomar un baño caliente,
disfrutar de las comidas favoritas, escuchar música o hacer el amor.
Hacerse un regalo o invitarse a uno mismo para tratar de
desprenderse de un estado de ánimo negativo es una estrategia muy
común entre las mujeres, como también lo es, en general, ir de
compras. Tice descubrió asimismo que el hecho de comer es una
estrategia bastante generalizada entre las estudiantes
universitarias —una media tres veces superior a los hombres— para
calmar la depresión. Los hombres, por su parte, parecen mostrar una
inclinación cinco veces superior a las mujeres hacia el consumo de
drogas y alcohol. Pero el hecho de recurrir al alcohol o a la comida
como antídotos para la depresión constituye una estrategia que tiene
sus obvias contraindicaciones. La sobrealimentación suele provocar
remordimientos mientras que el alcohol, por su parte, es un depresor
del sistema nervioso central cuyas secuelas se suman a las de la
misma depresión.
Según
Tice, una aproximación más constructiva para elevar el estado de
ánimo consiste en proyectar una actividad que pueda proporcionarnos
un pequeño triunfo o un éxito fácil como, por ejemplo, acometer
alguna tarea doméstica que hayamos pospuesto (como cercar el jardín,
por ejemplo) o concluir alguna actividad pendiente que hayamos
estado evitando. Por el mismo motivo, los cambios de imagen, aunque
sólo sea en la forma de vestirnos o de arreglarnos, también pueden
resultar beneficiosos.
Uno de
los antídotos más eficaces contra la depresión —muy poco utilizado,
por cierto, fuera del contexto de la terapia— es la llamada
reestructuración cognitiva o, dicho de otro modo, tratar de ver
las cosas desde una óptica diferente. Es natural lamentarse por el
fin de una relación o sumergirse en pensamientos autocompasivos
como, por ejemplo, «esto significa que siempre estaré solo»,
pensamientos que no hacen más que fortalecer la sensación de
desesperación. Sin embargo, el hecho de recapacitar y reconsiderar
los aspectos negativos de la relación o de ver que esa relación de
pareja no era la adecuada —en otras palabras, reconsiderar la
pérdida desde una perspectiva diferente, bajo una luz más positiva—
puede servir de adecuado antídoto a la tristeza.
Por
esta misma razón, los pacientes aquejados de cáncer, sea cual sea la
gravedad de su estado, se encuentran de mejor humor cuando pueden
pensar en otro paciente cuyo estado es todavía peor («a fin de
cuentas yo no estoy tan mal.; por lo menos puedo andar»), mientras
que, por el contrario, quienes se comparan con personas sanas solo
consiguen deprimirse más. Este tipo de comparaciones resulta
sorprendentemente estimulante porque lo que parecía desesperanzador
pierde súbitamente sus connotaciones negativas.
Otro
eficaz elevador del estado de ánimo consiste en ayudar a quienes lo
necesitan. Puesto que la depresión se alimenta de obsesiones y
preocupaciones que giran en torno a uno mismo, el hecho de ayudar a
quien se halla afligido puede contribuir a que nos desembaracemos de
este tipo de preocupaciones. De este modo, entregarse a una
actividad de voluntariado —hacerse entrenador de la liga infantil,
convertirse en una especie de hermano mayor o ayudar a los
indigentes— constituye, según Tice, uno de las estrategias más
adecuadas, pero también menos frecuentes, para elevar el estado de
ánimo.
Debemos señalar, por último, que existen también personas que pueden
encontrar cierto alivio a su tristeza orientándose hacia un poder
trascendente. Según me dijo Tice: «la oración constituye una
actividad especialmente indicada para elevar el estado de ánimo de
las personas con una orientación religiosa».
LOS
REPRESORES DE LA EMOCIÓN—LA NEGACIÓN OPTIMISTA
La
frase comenzaba diciendo «aunque pisó a su compañero de habitación
en el estómago»... y finalizaba... «sólo quería encender la luz».
Esa
transformación de un acto agresivo en una inocente —aunque poco
plausible— confusión refleja vivamente la represión emocional y fue
escrita por un estudiante universitario que se había ofrecido como
sujeto voluntario en una investigación realizada sobre los
represores, es decir, aquellas personas que parecen borrar
sistemáticamente todo rastro de angustia emocional de su campo de
conciencia. Una de las pruebas consistía en completar una frase que
comenzaba diciendo: «pisó a su compañero de habitación en el
estómago...». Otros tests demostraron que este pequeño acto de
evitación mental forma parte de un patrón general que oblitera la
práctica totalidad de los trastornos emocionales.
A
diferencia de las conclusiones extraídas por las primeras
investigaciones realizadas en este sentido, que apuntaban que los
individuos represores constituían un caso manifiesto de incapacidad
para experimentar las emociones —lo que les convertía en parientes
cercanos de los alexitimicos—, la tendencia actual los considera
personas suficientemente aptas como para regular sus emociones. Se
diría, pues, que estas personas están tan acostumbradas a protegerse
de los sentimientos problemáticos que ni siquiera son conscientes de
sus aspectos negativos. A la vista de lo anterior tal vez fuera más
adecuado no llamarles represores —como resulta habitual entre los
investigadores— sino impasibles.
La
mayor parte de esta investigación, llevada a cabo por Daniel
Weinberger, psicólogo de la Case Western Reserve University,
demuestra que, aunque estas personas puedan parecer completamente
tranquilas e inalterables, a veces se encuentran sometidas a una
serie de alteraciones fisiológicas de las que no son conscientes.
Durante la prueba de formar frases que hemos mencionado
anteriormente, los voluntarios también fueron monitorizados con el
fin de controlar su nivel de activación fisiológica.
De
este modo, el barniz de calma que aparentan los represores se ve
desmentido por el elevado grado de agitación corporal que evidencian
los síntomas manifiestos de ansiedad (aceleración del ritmo
cardíaco, sudoración y aumento de la tensión arterial) cuando deben
enfrentarse a la tarea de completar la frase sobre un compañero de
habitación violento u otras similares. Sin embargo, cuando se les
pregunta al respecto afirman rotundamente que se sienten
perfectamente tranquilos.
Esta
continua falta de sintonía con respecto a
emociones tales como el enfado y la ansiedad es bastante habitual y.
según Weinberger, afecta a una de cada seis personas. Las causas
teóricas que explican los motivos por los cuales un niño desarrolla
este patrón de relación con sus emociones son muy distintas. Una de
ellas, por ejemplo, afirma que se trata de una estrategia de
supervivencia ante una situación problemática tal como un padre
alcohólico en una familia que ni siquiera admite la existencia del
problema. Otra posibilidad consiste en tener unos padres que son
ellos mismos represores emocionales y que de este modo transmiten el
continuo ejemplo de una despreocupación o de una rigidez muscular
que se refleja en la elevación del labio superior ante cualquier
sentimiento angustioso. O tal vez se trate simplemente de un rasgo
heredado. En cualquier caso, todavía no estamos en condiciones de
determinar cómo y a qué altura de la vida se origina esta pauta de
conducta: sin embargo, en el momento en que las personas represoras
alcanzan la madurez, ya se muestran fríos e indiferentes cuando se
sienten coaccionados.
Lo que
todavía nos queda por determinar, de hecho, es cuán calmos y fríos
se mantienen en realidad. ¿Es posible que realmente no sean
conscientes de los síntomas físicos que provocan las emociones
perturbadoras y que simplemente estén fingiendo una tranquilidad
aparente? La respuesta a esta pregunta nos la brinda la hábil
investigación llevada a cabo por Richard Davidson, psicólogo de la
Universidad de Wisconsin y anterior colaborador de Weinberger.
Davidson pidió a varias personas que presentaban esta pauta de
impasibilidad, que efectuaran una serie de asociaciones libres sobre
una lista de palabras, muchas de ellas neutrales, aunque algunas
poseedoras de connotaciones sexuales o violentas capaces de suscitar
ansiedad en la mayoría de las personas. La investigación puso de
manifiesto que las asociaciones realizadas con las palabras más
perturbadoras —aquéllas cuyos síntomas fisiológicos revelaban una
evidente respuesta de angustia— también demostraban un claro intento
de eliminar las connotaciones más negativas. Por esto si, por
ejemplo, la primera palabra era «odio», la respuesta ofrecida por
ese tipo de sujetos solía ser «amor».
El
estudio de Davidson se benefició considerablemente del hecho de que
(en las personas diestras) la mitad derecha del cerebro constituye
el centro clave del procesamiento de las emociones negativas,
mientras que el centro del habla se halla en el hemisferio
izquierdo. Cuando el hemisferio derecho reconoce una palabra
perturbadora, transmite esta información al centro del habla a
través del cuerpo calloso, que conecta ambos hemisferios cerebrales,
y es entonces cuando aparece una palabra como respuesta. Sirviéndose
de un elaborado dispositivo óptico, Davidson mostraba cada palabra
de modo que ésta ocupara sólo la mitad del campo visual y, por la
peculiar disposición neurológica de la visión, si la palabra se
presentaba de modo que incidiera en el lado izquierdo del campo
visual, primero era reconocida por el hemisferio cerebral derecho,
con su acusada sensibilidad para las perturbaciones. Si, por el
contrario, incidía en el lado derecho del campo visual, la señal era
captada por el hemisferio cerebral izquierdo sin experimentar
ninguna alteración.
Asimismo, cuando las palabras problemáticas se presentaban de tal
modo que eran captadas fundamentalmente por el hemisferio cerebral
derecho, se producía una demora en la respuesta de las personas
impasibles. En cambio, no había ningún intervalo apreciable en la
velocidad de asociación frente a las palabras neutras, y el retraso
sólo aparecía cuando las palabras se presentaban ante el hemisferio
derecho, pero no ante el izquierdo. Dicho de otro modo, la
impasibilidad parece originarse en un mecanismo neural que lentifica
o interfiere con el flujo de información perturbadora. Ello
significaría que tales personas no están fingiendo una falta de
conciencia ante la angustia que puedan sentir, sino que es su mismo
cerebro el que les mantiene alejados de esta clase de información.
Para ser más exactos, el barniz de sentimientos positivos que
encubre las percepciones amenazantes bien podría originarse en la
actividad del lóbulo prefrontal izquierdo. Para mayor sorpresa,
cuando Davidson cuantificó los niveles de actividad de los lóbulos
prefrontales, quedó patente un marcado predominio de la actividad
del lóbulo izquierdo (el centro del bienestar) y un descenso en la
actividad del lóbulo derecho (el centro del malestar).
Según
me comentaba Davidson, estas personas «se ven a sí mismas desde
una perspectiva positiva, con un estado de ánimo teñido de
optimismo, niegan que el estrés les cause ningún trastorno y
muestran una pauta de activación frontal del lóbulo izquierdo cuando
están descansando, lo que suele estar ligado a la aparición de
sentimientos positivos. Este tipo de actividad cerebral podría ser
la clave que explicara su pretendido optimismo a pesar de la
existencia de una excitación fisiológica subyacente muy semejante a
la angustia». Davidson sostiene que, en términos de actividad
cerebral, el intento de experimentar continuamente los
acontecimientos perturbadores bajo una luz positiva exige un gasto
enorme de energía. Así pues, el aumento de la activación fisiológica
podría estar originado en el sostenido intento por parte del
circuito neurológico, tanto de mantener los sentimientos positivos a
cualquier precio como de suprimir o inhibir cualquier clase de
sentimientos negativos.