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INTELIGENCIA EMOCIONAL

PARTE II : LA NATURALEZA DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL

Capitulo 5

ESCLAVOS DE LA PASION

Daniel Goleman

 

5. ESCLAVOS DE LA PASIÓN

Tú has sido...
un hombre capaz de aceptar con igual semblante los premios y los reveses de Fortuna...
Dame a un hombre que no sea esclavo de sus pasiones y lo colocaré en el centro de mi corazón, ¡ay! en el corazón de mi corazón.
Como hago contigo...

 Hamlet a su amigo Horacio

 
   

El dominio de uno mismo, esa capacidad de afrontar los contratiempos emocionales que nos deparan los avatares del destino y que nos emancipa de la «esclavitud de las pasiones» ha sido una virtud altamente encomiada desde los tiempos de Platón. Como señala Page DuBois, el notable erudito de la Grecia clásica, el antiguo término griego utilizado para referirse a esta virtud era sofrosyne, «el cuidado y la inteligencia en el gobierno de la propia vida». Los romanos y la iglesia cristiana primitiva, por su parte, la denominaban temperantia —templanza— la contención del exceso emocional. Pero el objetivo de la templanza no es la represión de las emociones sino el equilibrio, porque cada sentimiento es válido y tiene su propio valor y significado.

Una vida carente de pasión sería una tierra yerma indiferente que se hallaría escindida y aislada de la fecundidad de la vida misma. Como apuntaba Aristóteles, el objetivo consiste en albergar la emoción apropiada, un tipo de sentimiento que se halle en consonancia con las circunstancias. El intento de acallar las emociones conduce al embotamiento y la apatía, mientras que su expresión desenfrenada, por el contrario, puede terminar abocando, en situaciones extremas, al campo de lo patológico (como ocurre, por ejemplo, en los casos de depresión postrante, ansiedad aguda, cólera desmesurada o autación maniaca).  

El hecho de mantener en jaque a las emociones angustiosas constituye la clave de nuestro bienestar emocional. Como acabamos de señalar, los extremos —esto es, las emociones que son desmesuradamente intensas o que se prolongan más de lo necesario— socavan nuestra estabilidad. Pero ello no significa, en modo alguno, que debamos limitarnos a experimentar un sólo tipo de emoción. El intento de permanecer feliz a toda costa nos recuerda a la ingenuidad de aquellas insignias de rostros sonrientes que estuvieron tan de moda durante la década de los setenta. Habría mucho que decir acerca de la aportación constructiva del sufrimiento a la vida espiritual y creativa, porque el sufrimiento puede ayudamos a templar el alma.

La vida está sembrada de altibajos, pero nosotros debemos aprender a mantener el equilibrio. En última instancia, en las cuestiones del corazón es la adecuada proporción entre las emociones negativas y las positivas la que determina nuestra sensación de bienestar. Esto es, al menos, lo que nos indican ciertos estudios sobre el estado de ánimo en los que se distribuyeron «avisadores» —aparatos que sonaban aleatoriamente— a cientos de mujeres y de hombres, con la función de recordarles que debían registrar las emociones que estaban experimentando en aquel mismo instante. No se trata, pues, de que, para ser felices, debamos evitar los sentimientos angustiosos, sino tan sólo que no nos pasen inadvertidos y terminen desplazando a los estados de ánimo más positivos. Aun quienes atraviesan episodios de enojo o depresión aguda disponen, a pesar de todo, de la posibilidad de disfrutar de cierta sensación de bienestar si cuentan con el adecuado contrapunto que suponen las experiencias alegres y felices. Estos estudios también confirman la escasa relación existente entre el bienestar emocional de la persona y sus calificaciones académicas o su CI, lo cual demuestra la independencia de las emociones con respecto a la inteligencia académica.

De la misma forma que existe un murmullo continuo de pensamientos en el fondo de la mente, también podemos constatar la existencia de un constante ruido emocional. Despiértese a alguien, por ejemplo, a las seis de la mañana o a las siete de la tarde y descubrirá que siempre se halla en un determinado estado de ánimo. Por supuesto que, en dos mañanas diferentes, uno puede hallarse en dos estados de ánimo muy distintos pero, cuando tratamos de determinar el estado de ánimo general de una persona a lo largo de las semanas o los meses, los datos obtenidos tienden a reflejar su sensación global de bienestar. Y también resulta evidente que los sentimientos muy intensos son relativamente raros y que la mayor parte de las personas vivimos en una especie de término medio gris, en una suave montaña rusa emocional apenas salpicada de ligeros sobresaltos.

Llegar a dominar las emociones constituye una tarea tan ardua que requiere una dedicación completa y es por ello por lo que la mayor parte de nosotros sólo podemos tratar de controlar —en nuestro tiempo libre— el estado de ánimo que nos embarga. Todo lo que hacemos, desde leer una novela o ver la televisión, hasta las actividades y los amigos que elegimos, no son más que intentos de llegar a sentirnos mejor. El arte de calmarse a uno mismo constituye una habilidad vital fundamental, y algunos intérpretes del pensamiento psicoanalítico, como, por ejemplo, John Bowlby y D.W. Winnicott consideran que se trata del más fundamental de los recursos psicológicos. En teoría, los niños emocionalmente sanos aprenden a calmarse tratándose a sí mismos del modo en que han sido tratados por los demás, y es así como se vuelven menos vulnerables a las erupciones del cerebro emocional.

Como ya hemos visto, el diseño del cerebro pone de manifiesto que tenemos escaso o ningún control con respecto al momento en que nos veremos arrastrados por una emoción y que tampoco disponemos de mucho margen de maniobra sobre el tipo de emoción que nos aquejará. Lo que tal vez si se halla en nuestra mano es el tiempo que permanecerá una determinada emoción. El problema no estriba tanto en la diversidad emocional que reflejan, por ejemplo, la tristeza, la preocupación o el enfado (ya que normalmente estos estados de ánimo desaparecen con el tiempo y paciencia), como en el hecho de que su desmesura y su inadecuación conlleva los más sombríos matices: la ansiedad crónica, la furia desbocada y la depresión. Tanto es así que, en sus manifestaciones más graves y persistentes, su erradicación puede llegar a requerir medicación, psicoterapia o ambas cosas a la vez.

Uno de los indicadores de la autorregulación emocional es el hecho de saber reconocer en qué momento la excitación crónica del cerebro emocional es tan intensa como para requerir ayuda farmacológica. Por ejemplo, dos tercios de las personas que sufren de trastornos maníaco—depresivos no han recibido nunca tratamiento médico al respecto. Pero el hecho es que el litio u otros fármacos más vanguardistas pueden llegar a frustrar el ciclo característico del trastorno maníaco—depresivo (en el que se alternan la euforia caótica y la grandiosidad con la irritación y la rabia). Uno de los problemas característicos de los trastornos maníaco-depresivos es que, cuando la persona está inmersa en plena crisis maníaca, se halla plenamente convencida de que no necesita ningún tipo de ayuda a pesar de las desastrosas decisiones que pueda estar tomando. Así pues, la medicación psiquiátrica brinda a las personas que están atravesando este tipo de episodios un instrumento para manejar más adecuadamente sus vidas.

Pero cuando se trata de superar un tipo más habitual de estados negativos sólo contamos con nuestros propios recursos.

Como ha señalado Diane Tice, psicóloga de la Case Western Reserve University que interrogó a más de cuatrocientas personas sobre las diferentes estrategias que utilizaban para superar los estados de ánimo angustiantes y sobre el grado de éxito que éstas les procuraban, estos recursos no siempre se mostraron lo suficientemente eficaces  Hay que decir, para comenzar, que no todos los encuestados partían de la premisa de que fuera necesario cambiar los estados de ánimo negativos. La investigación de Tice puso de manifiesto la existencia de cerca de un 5% de «puristas del estado de ánimo», es decir, personas que afirmaban que ellos nunca trataban de cambiar un determinado estado de ánimo porque, en su opinión, todas las emociones son «naturales» y deben experimentarse tal y como se presentan, por más desalentadoras que resulten. Asimismo, también había otros que buscaban promover estados de ánimo negativos por razones pragmáticas: médicos que necesitan mostrarse apesadumbrados para dar una mala noticia a sus pacientes; activistas sociales que alimentan su indignación ante la injusticia para poder ser más eficaces a la hora de combatirla; y hubo incluso un joven que admitió que alimentaba su rabia para poder defender más adecuadamente a su hermano menor de las agresiones de que era objeto en el patio de recreo. Otros, por último, se mostraron abiertamente maquiavélicos en la manipulación de sus estados de ánimo, como atestiguaron varios cobradores que ejercitaban su irritabilidad para poder mantener su inflexibilidad ante los morosos. En cualquiera de los casos, la verdad es que, aparte de estos raros ejemplos de cultivo deliberado de las emociones negativas, la mayoría admitió que se hallaba a merced de sus estados de ánimo. Los caminos que emprende la gente para sacudirse de encima los estados de ánimo perturbadores son decididamente muy heterogéneos.

LA ANATOMIA DEL ENFADO

Supongamos que otro conductor se nos acerca peligrosamente mientras estamos circulando por la autopista. Aunque nuestro primer pensamiento reflejo sea, por ejemplo, «¡maldito hijo de puta!», lo que realmente resulta decisivo para el desarrollo de la rabia es que ese pensamiento vaya seguido de otros pensamientos de irritación y venganza, como, por ejemplo: «¡ese cabrón Podría haber chocado conmigo! ¡No puedo permitírselo!». En tal caso, nuestros nudillos palidecen mientras las manos aprietan firmemente el volante (una especie de sustitución del hecho de estrangular al otro conductor), el cuerpo se predispone para la lucha —no para la huida— y comenzamos a temblar mientras resbalan por nuestra frente gotas de sudor, el corazón late con fuerza y tensamos todos los músculos del rostro. Es como si quisiéramos asesinarle. Entonces es cuando oímos el claxon del coche que nos sigue y nos damos cuenta de que, después de haber evitado por los pelos la colisión, hemos aminorado la marcha inadvertidamente y estamos a punto de explotar y proyectar toda nuestra rabia sobre ese otro conductor. Esta es la sustancia misma de la hipertensión, de la conducción imprudente y hasta de muchos accidentes de automóvil.

Comparemos ahora esta secuencia del desarrollo de la rabia con otra línea de pensamiento más amable hacia el conductor que se ha interpuesto en nuestro camino: «es muy posible que no me haya visto o que tenga una buena razón para conducir de ese modo, probablemente una urgencia médica». Esta posibilidad atempera nuestro enfado con la compasión o, al menos, con cierta apertura mental que permite detener la escalada de la rabia. El problema estriba, como nos recuerda el desafío de Aristóteles, en tener el grado de enfado apropiado, ya que, con demasiada frecuencia, la rabia escapa a nuestro control. Benjamin Franklin expresó muy acertadamente este punto cuando dijo: «siempre hay razones para estar enfadados, pero éstas rara vez son buenas».

Existen, claro está, diferentes tipos de enfado. Es muy probable que la amígdala sea el principal asiento del súbito chispazo de ira que experimentamos hacia el conductor cuya falta de atención ha puesto en peligro nuestra seguridad. Pero, en el otro extremo del circuito emocional, el neocórtex tiende a fomentar un tipo de enfados más calculados, como la venganza fría o las reacciones que suscitan la infidelidad y la injusticia. Estos enfados premeditados suelen ser aquéllos a los que Franklin se refería cuando decía que «esconden una buena razón» o, por lo menos, que así nos lo parece.

Como afirma Tice, el enfado parece ser el estado de ánimo más persistente y difícil de controlar. De hecho, el enfado es la más seductora de las emociones negativas porque el monólogo interno que lo alienta proporciona argumentos convincentes para justificar el hecho de poder descargarlo sobre alguien. A diferencia de lo que ocurre en el caso de la melancolía, el enfado resulta energetizante e incluso euforizante. Es muy posible que su poder persuasivo y seductor explique el motivo por el cual ciertos puntos de vista sobre el enfado se hallan tan difundidos. La gente, por ejemplo, suele pensar que la ira es ingobernable y que, en todo caso, no debiera ser controlada o que una descarga «catártica» puede ser sumamente liberadora. El punto de vista opuesto —que quizá constituya una reacción ante el desolador panorama que nos brindan las actitudes recién mencionadas—, sostiene, por el contrario, que el enfado puede ser totalmente evitado. Pero una lectura atenta de los descubrimientos realizados por la investigación de Tice nos sugiere que este tipo de actitudes habituales hacia el enfado no sólo están equivocadas sino que son francas supersticiones. Sin embargo, la cadena de pensamientos hostiles que alimenta al enfado nos proporciona una posible clave para poner en práctica uno de los métodos más eficaces de calmarlo. En primer lugar, debemos tratar de socavar las convicciones que alimentan el enfado. Cuantas más vueltas demos a los motivos que nos llevan al enojo, más «buenas razones» y más justificaciones encontraremos para seguir enfadados. Los pensamientos obsesivos son la leña que alimenta el fuego de la ira, un fuego que sólo podrá extinguirse contemplando las cosas desde un punto de vista diferente. Como ha puesto de manifiesto la investigación realizada por Tice, uno de los remedios más poderosos para acabar con el enfado consiste en volver a encuadrar la situación en un marco más positivo.

La «irrupción» de la rabia

Este descubrimiento confirma las conclusiones a las que ha llegado Dolf Zillmann, psicólogo de la Universidad de Alabama, quien, a lo largo de una exhaustiva serie de cuidadosos experimentos, ha determinado con detalle la anatomía de la rabia. Si tenemos en cuenta que la raíz de la cólera se asienta en la vertiente beligerante de la respuesta de lucha-o-huida, no es de extrañar que Zillman concluya que el detonante universal del enfado sea la sensación de hallarse amenazado. Y no nos referimos solamente a la amenaza física sino también, como suele ocurrir, a cualquier amenaza simbólica para nuestra autoestima o nuestro amor propio (como, por ejemplo, sentirse tratado ruda o injustamente, sentirse insultado, menospreciado, frustrado en la consecución de un determinado objetivo, etcétera), percepciones, todas ellas, que actúan a modo de detonante de una respuesta límbica que tiene un efecto doble sobre el cerebro. Por una parte, libera la secreción de catecolaminas que cumplen con la función de generar un acceso puntual y rápido de la energía necesaria para «emprender una acción decidida —como dice Zillman— tal como la lucha o la huida». Esta descarga de energía límbica perdura varios minutos durante los cuales nuestro cuerpo, en función de la magnitud que nuestro cerebro emocional asigne a la amenaza, se dispone para el combate o para la huida.

Mientras tanto, otra oleada energética activada por la amígdala perdura más tiempo que la descarga catecolamínica y se desplaza a lo largo de la rama adrenocortical del sistema nervioso, aportando así el tono general adecuado a la respuesta. Esta excitación adrenocortical generalizada puede perdurar horas e incluso días, manteniendo al cerebro emocional predispuesto a la excitación y convirtiéndose en un trampolín fisiológico que provoca que las reacciones subsecuentes se produzcan con especial celeridad. Esta hipersensibilidad difusa provocada por la excitación adrenocortical explica por qué la mayoría de las personas parecen más predispuestas a enfadarse una vez que ya han sido provocadas o se hallan ligeramente excitadas. Por otra parte, todos los tipos de estrés provocan una excitación adrenocortical que contribuye a bajar el umbral de la irritabilidad. De este modo, después de un duro día del trabajo, una persona se sentirá especialmente predispuesta a enfadarse en casa por las razones más insignificantes —el ruido o el desorden de los niños, por ejemplo—, razones que en otras circunstancias no tendrían el poder suficiente para desencadenar un secuestro emocional.

Zillman ha llegado a estas conclusiones después de una concienzuda experimentación. En uno de sus estudios, por ejemplo, contaba con un cómplice cuya misión era la de provocar a las personas que se habían ofrecido voluntarias para el experimento haciendo comentarios sarcásticos sobre ellos. Seguidamente, los voluntarios veían una película divertida u otra de carácter más perturbador. A continuación se les ofrecía la ocasión de desquitarse de quien les acababa de criticar pidiéndoles que valorasen lo que, en su opinión, debía pagársele. Los resultados demostraron claramente que la intensidad de su venganza era directamente proporcional al grado de excitación que habían experimentado durante la contemplación de la película. Así pues, quienes acababan de ver la película más desagradable se mostraban más enfadados y ofrecían las peores valoraciones.

El enfado se construye sobre el enfado

La investigación realizada por Zillman parece explicar la dinámica inherente a un drama familiar doméstico del que fui testigo cierto día que me hallaba de compras en el supermercado. Al otro extremo del pasillo podía oírse el tono mesurado y amable de una joven madre que se dirigía a su hijo con un escueto.

—Devuelve... eso... a su sitio.

—Pero yo lo quiero —gimoteaba el pequeño, aferrándose con más fuerza a la caja de cereales con la imagen de las Tortugas Ninja.

—Ponlo en su sitio —dijo la madre con un tono de voz que comenzaba a traslucir una cierta irritación.

En aquel momento, una niña más pequeña, que iba sentada en el asiento del carro, tiró al suelo el tarro de gelatina que estaba mordisqueando y, al derramarse por el suelo, la madre comenzó a vociferar.

—¡Toma! —dijo furiosa mientras le daba un bofetón.

A continuación arrebató la caja de manos del niño, la arrojó al anaquel más cercano y, levantando a su hijo velozmente del suelo por la cintura, lo llevó a rastras pasillo adelante mientras empujaba el carro amenazadoramente. Ahora la niña lloraba y el niño pataleaba protestando:

—¡Bájame! ¡Bájame!

Zilíman ha descubierto que cuando el cuerpo se encuentra en un estado de irritabilidad —como ocurría, por ejemplo, en el caso de esta madre— y algo suscita un secuestro emocional, la emoción subsecuente, sea de enfado o ansiedad, revestirá una intensidad especial. Y ésta es la dinámica que invariablemente se pone en funcionamiento cuando alguien se irrita. Zillman considera la escalada del enfado como «una secuencia de provocaciones, cada una de las cuales suscita una reacción de excitación que tiende a disiparse muy lentamente». En esta secuencia, cada uno de los pensamientos o percepciones irritantes se convierte en un minimo detonante de la descarga catecolamínica de la amígdala, y cada una de estas descargas se ve fortalecida, a su vez, por el impulso hormonal precedente. De este modo, una segunda descarga tiene lugar antes de que la primera se haya disipado, una tercera se suma a las dos precedentes y así sucesivamente. Es como si cada nueva descarga cabalgara a lomos de las anteriores, aumentando así vertiginosamente la escalada del nivel de excitación fisiológica. Cualquier pensamiento que tenga lugar durante este proceso provocará una irritación mucho más intensa que la que tendría lugar al comienzo de la secuencia. De este modo, el enfado se construye sobre el enfado al tiempo que la temperatura de nuestro cerebro emocional va aumentando. Para ese entonces, la ira, ante la que nuestra razón se muestra impotente, desembocará fácilmente en un estallido de violencia.

En este momento, la persona se siente incapaz de perdonar y se cierra a todo razonamiento. Todos sus pensamientos gravitan en torno a la venganza y la represalia, sin detenerse a considerar las posibles consecuencias de sus actos. Este alto nivel de excitación, afirma Zillman, «alimenta una ilusión de poder e invulnerabilidad que promueve y fomenta la agresividad», ya que, «a falta de toda guía cognitiva adecuada», la persona enfadada se retrotrae a la más primitiva de las respuestas. Es así cómo las descargas límbicas prosiguen su curso ascendente y las lecciones más rudimentarias de la brutalidad terminan convirtiéndose en guías para la acción.

Un bálsamo para el enfado

A la vista de este análisis sobre la anatomía del enfado, Zillman considera que existen dos posibilidades de intervención en el proceso. El primer modo de restar fuerza al enfado consiste en prestar la máxima atención y darnos cuenta de los pensamientos que desencadenan la primera descarga de enojo (esta evaluación original confirma y alienta la primera explosión mientras que las siguientes sólo sirven para avivar las llamas ya encendidas). El momento del ciclo del enfado en el que intervengamos resulta sumamente importante porque, cuanto antes lo hagamos, mejores resultados obtendremos. De hecho, el enfado puede verse completamente cortocircuitado si, antes de darle expresión, damos con alguna información que pueda mitigarlo.

El poder de la comprensión para desactivar la irritación resulta bien patente en otro de los experimentos realizados por Zillman, en el que un ayudante especialmente grosero (cómplice, en realidad, del experimentador) se dedicaba a insultar y provocar a los sujetos que en aquel momento realizaban un ejercicio físico.

Cuando se les brindó la posibilidad de desquitarse de su desagradable compañero —dándoles la oportunidad de estimar sus aptitudes para un posible trabajo—, acometieron la tarea con una mezcla de enojo y complacencia. En cambio, en otra versión del mismo experimento, una mujer entraba en la sala, después de que los voluntarios hubiesen sido provocados e inmediatamente antes de que se les diera la oportunidad de desquitarse, y hacía salir al cómplice del lugar con la excusa de que acababa de recibir una llamada telefónica urgente. Cuando éste salía, se despedía despectivamente de la mujer quien, sin embargo, parecía tomarse el comentario con muy buen humor, explicando a los demás que su compañero se hallaba sometido a terribles presiones porque estaba muy nervioso ante la inminencia de un examen oral. En este caso, la explicación ofrecida pareció despertar la compasión de los sujetos del experimento quienes, cuando tuvieron la oportunidad de desquitarse, rehusaron hacerlo. Este tipo de información atemperante parece, pues, permitir la reconsideración del incidente que desencadena el enfado.

Sin embargo, como decíamos anteriormente, también existe otra posibilidad para desarticular el enfado que, según Zilíman, sólo resulta posible en casos de irritación moderada y, por el contrario, no funciona en niveles más intensos, debido a lo que el mismo Zillman denomina «incapacidad cognitiva», que impide a las personas razonar adecuadamente. Cuando la gente se halla sometida a un nivel de irritabilidad muy intenso, tiende a infravalorar los posibles mensajes de información mitigante con frases tales como « ¡esto es intolerable!» o -como afirma Zillmann —con suma delicadeza— con «las más burdas procacidades que nos brinda nuestro idioma».

El enfriamiento

En cierta ocasión, cuando sólo tenía trece anos, me enzarcé en una agria discusión en casa y salí de ella jurando que jamás regresaría. Era un hermoso día de verano y estuve paseando por el campo hasta que la paz y la belleza circundantes me invadieron y gradualmente fui tranquilizándome. Al cabo de unas horas regresé a casa sereno y completamente arrepentido. A partir de aquel momento, cada vez que me enfado busco una oportunidad para hacer lo mismo, lo que considero el mejor de los remedios.

Este relato forma parte de uno de los primeros estudios científicos sobre el enfado llevado a cabo en 1899, un estudio que aún sigue siendo todo un modelo de la segunda forma de aplacar el enfado que citábamos anteriormente, tratar de aplacar la excitación fisiológica ligada a la descarga adrenalínica en un entorno en el que no haya peligro de que se produzcan más situaciones irritantes. Eso supone, por ejemplo, que, en el caso de una discusión, la persona agraviada debería alejarse durante un tiempo de la persona causante del enojo y frenar la escalada de pensamientos hostiles tratando de distraerse. Como ha descubierto Zillmann, las distracciones son un recurso sumamente eficaz para modificar nuestro estado de ánimo por la sencilla razón de que es difícil seguir enfadado cuando uno se lo está pasando bien. El truco, pues, consiste en darnos permiso para que el enfado vaya enfriándose mientras tratamos de disfrutar de un rato agradable.

El análisis realizado por Zillmann sobre los mecanismos que contribuyen a incrementar o disminuir la irritación nos brinda una explicación a buena parte de los descubrimientos realizados por Diane Tice acerca de las estrategias que la gente suele emplear para aliviar el enfado. Una de tales estrategias —claramente eficaz— consiste en retirarse y quedarse a solas mientras tiene lugar el proceso de enfriamiento. Para la gran mayoría de los varones esto se traduce en dar un paseo en automóvil, una actividad que concede una tregua mientras uno conduce (y, que según me confesó Tice, la hace conducir ahora con mayor precaución).

Quizás una alternativa más saludable sea la de dar una larga caminata. El ejercicio activo contribuye a dominar el enfado y lo mismo puede decirse de los métodos de relajación, como, por ejemplo, la respiración profunda y la distensión muscular porque estos ejercicios permiten aliviar la elevada excitación fisiológica provocada por el enfado y propiciar un estado de menor excitación y también obviamente porque así uno se distrae del estímulo que suscitó el enfado. El ejercicio activo puede servir además para disminuir el enfado por una razón similar ya que, después del alto nivel de activación fisiológica suscitado por el ejercicio, el cuerpo vuelve naturalmente a un nivel de menor excitación.

Pero el período de enfriamiento no será de ninguna utilidad si lo empleamos en seguir alimentando la cadena de pensamientos irritantes, ya que cada uno de éstos constituye, por sí mismo, un pequeño detonante que hace posibles nuevos brotes de cólera. El poder sedante de la distracción reside precisamente en poner fin a la cadena de pensamientos irritantes. En su revisión de las estrategias utilizadas por la mayoría de las personas para controlar el enfado, Tice descubrió que las distracciones más utilizadas para tratar de calmarse —ver la televisión, ir al cine, leer y actividades similares— ponen coto eficazmente a la cadena de pensamientos hostiles que alimentan el enfado. No obstante, también tenemos que matizar, no obstante, como ha explicado Tice, que actividades tales como comer e ir de compras no tienen el mismo efecto, ya que resulta sumamente sencillo proseguir con nuestros pensamientos de indignación mientras recorremos los pasillos de un centro comercial o damos buena cuenta de un pastel de chocolate.

A estas estrategias debemos añadir las propuestas por Redford Williams, psiquiatra de la Universidad de Duke, quien trata de ayudar a controlar su cólera a las personas muy irritables que presentan un elevado riesgo de enfermedad cardíaca. Una de sus recomendaciones consiste en que la persona aprenda a utilizar la conciencia de si mismo para darse cuenta de los pensamientos irritantes o cínicos en el mismo momento en que aparecen y, seguidamente, registrarlos por escrito. Cuando los pensamientos irritantes se han detectado de este modo, pueden afrontarse y considerarse desde una perspectiva más adecuada; aunque, como Zillmann descubriera, esta aproximación es más provechosa cuando la irritabilidad no ha alcanzado todavía la cota de la cólera.

La falacia de la catarsis

Apenas subí a un taxi de la ciudad de Nueva York, un joven que quería cruzar la calle se detuvo ante el vehículo a esperar que el tráfico disminuyera. El taxista, impaciente por arrancar, tocó entonces el claxon y comenzó a mover el vehículo lentamente a fin de que el joven se apartara de su camino. La réplica de éste fue un ademán obsceno y grosero.

—Eh. tú. hijo de puta! —le espetó, entonce, el taxista. pisando el acelerador y el freno al mismo tiempo amenazando con embestirle.

Ante aquella intimidación, el joven se hizo a un lado bruscamente y descargó un puñetazo sobre la carrocería del taxi mientras éste trataba de abrirse paso a través del tráfico. El taxista soltó entonces una burda letanía de exclamaciones dirigidas al joven.

—No puedes cargar con la mierda del primer imbécil que se te cruce en el camino. Tienes que devolvérsela a gritos. Por lo menos, eso te hace sentir mejor —me dijo luego el conductor, a guisa de conclusión, todavía visiblemente afectado.

La catarsis —el hecho de dar rienda suelta a nuestro enfado— se ensalza a veces como un modo adecuado de manejar la irritación.

La opinión popular sostiene que «eso te hace sentir mejor» pero, tal como nos sugieren los descubrimientos realizados por Zillmann, existe un poderoso argumento en contra de la catarsis, un argumento que comenzó a elaborarse a partir de la década de los cincuenta cuando los psicólogos comprobaron experimentalmente los efectos de la catarsis y descubrieron que el hecho de airear el enfado de poco o nada sirve para mitigarlo (aunque, dada su seductora naturaleza, pueda proporcionarnos cierta satisfacción). No obstante, existen ciertas condiciones concretas en las que el hecho de expresar abiertamente el enfado puede resultar apropiado como, por ejemplo, cuando se trata de comunicar algo directamente a la persona causante de nuestro enojo; cuando sirve para restaurar la autoridad, el derecho o la justicia; o cuando con ello se inflige «un daño proporcional» a la otra persona que la obliga, más allá de todo sentimiento de venganza por nuestra parte, a cambiar la situación que nos agobia. Hay que decir también que, debido a la naturaleza altamente inflamable de la ira, esto es más fácil de decir que de llevar a la práctica.

Tice descubrió, asimismo, que el hecho de expresar abiertamente el enfado constituye una de las peores maneras de tratar de aplacarlo, porque los arranques de ira incrementan necesariamente la excitación emocional del cerebro y hacen que la persona se sienta todavía más irritada. En este sentido, las respuestas ofrecidas por la gente confirmaron a Tice que el efecto de expresar abiertamente la cólera ante la persona que la provocaba había sido el de prolongar su mal humor en lugar de acabar con él. Parece mucho más eficaz, en suma, que la persona comience tratando de calmarse y que posteriormente, de un modo más asertivo y constructivo, entable un diálogo para tratar de resolver el problema. Como escuché en cierta ocasión, al maestro tibetano Chogyam Trungpa cuando se le preguntó por el mejor modo de relacionarse con el enfado:

«Ni lo reprimas ni te dejes arrastrar por él».

APLACAR LA ANSIEDAD: ¿QUÉ ES LO QUE ME PREOCUPA?

¡Oh no! Parece que se ha estropeado el silenciador del tubo de escape... Tendré que llevarlo a reparar... Pero ahora no tengo dinero... Tal vez pueda coger el dinero de la matrícula de Jamie...Pero ¿qué pasará si luego no puedo pagar su matrícula?... Bueno, el último informe del instituto ha sido francamente desalentador... Es muy probable que sus notas sigan siendo malas y finalmente no pueda matricularse en la universidad. El silenciador sigue haciendo ruido...

Así es como la mente obsesionada da vueltas y más vueltas, una y otra vez, a un culebrón aparentemente interminable de preocupaciones concatenadas. El ejemplo anterior nos los proporcionan Lizabeth Roemer y Thomas Borkovec, psicólogos de la Pennsylvania University State, cuya investigación sobre la preocupación —el núcleo fundamental de la ansiedad— ha llamado la atención sobre el tema de los artistas y de los científicos neuróticos. « Según parece, una vez iniciado, no hay modo alguno de detener el ciclo de la preocupación. En el extremo opuesto, la reflexión constructiva acerca de un problema —una actividad sólo en apariencia similar a la preocupación— puede permitirnos dar con la solución adecuada».

En realidad, toda preocupación se asienta en el estado de alerta ante un peligro potencial que, sin duda alguna, ha sido esencial para la supervivencia en algún momento de nuestro proceso evolutivo. Cuando el miedo activa nuestro cerebro emocional, una parte de la ansiedad centra nuestra atención en la amenaza, obligando a la mente a buscar obsesivamente una salida y a ignorar todo lo demás. La preocupación constituye, pues, en cierto modo, una especie de ensayo en el que consideramos las distintas alternativas de respuesta posibles. En este sentido, la función de la preocupación consiste, por consiguiente, en una anticipación de los peligros que pueda presentamos la vida y en la búsqueda de soluciones positivas ante ellos.

El problema surge cuando la preocupación se hace crónica y reiterativa, cuando se repite continuamente sin procuramos nunca una solución positiva. Un análisis más detenido de la preocupación crónica evidencia que ésta presenta todos los rasgos característicos propios de un secuestro emocional moderado: parece no proceder de ninguna parte, es incontrolable, genera un ruido constante de ansiedad, se muestra impermeable a todo razonamiento y encierra a la persona preocupada en una actitud unilateral y rígida sobre el asunto que la preocupa. Cuando el ciclo de la preocupación se intensifica y persiste, ensombrece el hilo argumental hasta desembocar en arrebatos nerviosos, fobias, obsesiones, compulsiones y auténticos ataques de pánico. En cada uno de estos desórdenes la preocupación se centra en un contenido diferente: en el caso de la fobia, la ansiedad se fija en la situación temida; en las obsesiones, se ocupa en impedir algún posible desastre; por último, en los ataques de pánico suele gravitar en torno a la muerte o a la misma posibilidad de sufrir un ataque de pánico.

El denominador común de todas estas condiciones es una falta de control sobre el ciclo de la preocupación. Por ejemplo, una mujer aquejada de un trastorno obsesivo-compulsivo se veía obligada a ejecutar una serie de ceremonias rituales que le ocupaban la mayor parte del tiempo que pasaba despierta, como ducharse durante cuarenta y cinco minutos varias veces o lavarse las manos cinco minutos seguidos veinte o más veces al día. No se sentaba a menos que antes hubiera limpiado el asiento con alcohol para esterilizarlo. Tampoco podía tocar a niño o a animal alguno porque, según decía, estaban «demasiado sucios». En realidad, todos estos comportamientos compulsivos estaban motivados por un miedo mórbido a los gérmenes, puesto que albergaba el temor constante de que, si no se lavaba y esterilizaba, terminaría enfermando y moriría.”

Otra mujer que estaba siendo tratada de un «trastorno de ansiedad generalizada» —la etiqueta psicológica utilizada para referirse a una persona excesivamente aprensiva— respondió del siguiente modo a la petición de que durante un minuto expresara en voz alta sus preocupaciones:

«—Podría no hacerlo bien. Sonaría tan artificial que no nos permitiría hacernos una idea correcta de la realidad de mi problema y lo que necesitamos es comprender esa realidad... Porque si no vemos la realidad jamás me pondré bien y, si no me pongo bien, jamás podré llegar a ser feliz.»

En este despliegue de preocupación sobre preocupación, el mismo hecho de pedirle al sujeto que expresara en voz alta sus preocupaciones durante un minuto provocó una escalada que terminó desembocando, poco después, en una conclusión auténticamente catastrófica: «jamás llegaré a ser feliz». El ciclo de la preocupación suele comenzar con un relato interno que salta de un tema a otro y que no suele incluir la representación imaginaria del infortunio en cuestión. En efecto, las preocupaciones son de carácter más auditivo que visual -es decir, se expresan en palabras y no en imágenes—, un hecho muy importante a la hora de intentar controlarlas.

Borkovec y sus colegas comenzaron a estudiar la preocupación en si misma cuando estaban tratando de encontrar un tratamiento para el insomnio. La ansiedad, como han observado otros investigadores, tiene una manifestación cognitiva —los pensamientos preocupantes— y otra somática, evidenciada por los síntomas fisiológicos típicos de la ansiedad (como el sudor, la aceleración del ritmo cardíaco o la tensión muscular). Sin embargo, lío como descubrió Borkovec, el problema principal de la gente que padece insomnio no es la excitación somática sino los pensamientos intrusivos. Se trata de aprensivos crónicos que no pueden dejar de estar preocupados, por más cansados que se encuentren. Lo único que parece ayudarles a conciliar el sueño es el hecho de alejar su mente de las preocupaciones, focalizándola, en su lugar, en las sensaciones producidas por el ejercicio de algún tipo de relajación. Resumiendo: se puede cortar el círculo vicioso de la preocupación cambiando el foco de la atención.

Sin embargo, la mayoría de las personas aprensivas no parecen responder a este método, y según Borkovec, esto se debe a que el ciclo de la preocupación proporciona una recompensa parcial que refuerza el hábito. El aspecto positivo, por así decirlo, de la preocupación, es que constituye una forma de afrontar las amenazas potenciales y los peligros que puedan cruzarse en nuestro camino. Como ya hemos dicho, la verdadera función de la preocupación es la de constituir una especie de ensayo frente a esas amenazas que nos ayuda a encontrar posibles soluciones.

Pero el hecho es que este aspecto de la preocupación no siempre resulta adecuado. Las soluciones originales y las formas creativas de encarar un problema no suelen estar ligadas a la preocupación, especialmente en el caso de la preocupación crónica. En lugar de buscar una posible solución a los problemas potenciales, los aprensivos se limitan simplemente a dar vueltas y más vueltas en torno al peligro, profundizando así el surco del pensamiento que les atemoriza. Los aprensivos crónicos pueden albergar miedos frente a un amplio abanico de situaciones —la mayoría de ellas con escasas probabilidades de ocurrir— y advierten peligros en el viaje de la vida que los demás no llegamos siquiera a barruntar.

Sin embargo, según confirmaron a Borkovec algunas de estas personas, aunque la preocupación pueda ayudarles, lo cierto es que tiende a autoperpetuarse y a girar incesantemente en tomo a un mismo y angustioso pensamiento. Pero ¿por qué la preocupación puede terminar convirtiéndose en una especie de adicción mental? Posiblemente porque, como señala Borkovec, el hábito de la preocupación tiene una función similar al de la superstición.

La gente suele preocuparse por cosas que tienen muy pocas probabilidades de ocurrir —como la muerte de un ser querido en un accidente de aviación, la bancarrota y similares—, y todo este proceso, al menos en lo que se refiere al cerebro límbico, tiene algo de mágico. Así, del mismo modo que un amuleto nos protege de algún daño anticipado, la preocupación proporciona la confianza psicológica necesaria para hacer frente a los peligros que nos obsesionan.

Una forma de trabajo con la preocupación

Ella se había trasladado desde el Medio Oeste hasta Los Angeles porque un editor le había ofrecido trabajo pero, una vez ahí, se enteró de que la editorial había sido comprada por otra empresa y se quedó sin él. Entonces empezó a trabajar como escritora independiente, una profesión muy inestable que lo mismo la sobrecargaba de trabajo que la colocaba en una precaria situación económica. No era infrecuente que tuviera que racionar las llamadas telefónicas y por vez primera carecía de seguro de enfermedad. Aquella inestabilidad la hacía sentirse tan angustiada que no tardó en descubrirse teniendo pensamientos sombríos sobre su salud, convencida de que su dolor de cabeza era el síntoma de un tumor cerebral e imaginando que iba a sufrir un accidente cada vez que tomaba el coche. Muchas veces se descubría completamente perdida en una interminable secuencia de preocupaciones que la envolvían como una especie de neblina. Como ella misma decía, sus obsesiones habían acabado convirtiéndose en una especie de adicción.

Borkovec también menciona otra ventaja adicional de la preocupación, ya que, mientras la persona se halla inmersa en sus pensamientos obsesivos, no parece reparar en las sensaciones subjetivas de ansiedad (el aumento del ritmo cardíaco, la sudoración, los temblores, etcétera) suscitadas por esos mismos pensamientos. Así pues, la persistencia de la preocupación parece silenciar esa ansiedad, al menos en lo que respecta al ritmo cardíaco. Al parecer, la secuencia de la preocupación es la siguiente: la persona comienza adviniendo algo que suscita la idea de alguna amenaza o un peligro potencial, una catástrofe imaginaria que, a su vez, desencadena un ataque moderado de ansiedad: luego el aprensivo se sumerge en una serie de pensamientos de angustia, cada uno de los cuales desata nuevas preocupaciones. Mientras la atención permanezca circunscrita a este ámbito obsesivo y se mantenga focalizada en este tipo de pensamientos, conseguirá apartar de su mente la imagen original catastrófica que disparó la ansiedad. Como descubrió Borkovec, las imágenes son más poderosas que los pensamientos a la hora de activar la ansiedad fisiológica. Es por esto por lo que la inmersión en los pensamientos y la exclusión de las imágenes catastróficas es capaz de aliviar parcialmente la angustia. Y. en ese sentido, la preocupación se ve reforzada porque constituye una suerte de antídoto parcial de la angustia.

Pero la preocupación crónica también resulta frustrante porque se constituye una secuencia de ideas obsesivas y estereotipadas que no aportan ninguna solución creativa que contribuya realmente a resolver el problema. Esta rigidez no sólo se manifiesta en el contenido mismo del pensamiento obsesivo —que simplemente se limita a repetir la misma idea una y otra vez— sino también a nivel neurológico, en donde parece presentarse una cierta inflexibilidad cortical y una incapacidad del cerebro emocional para adaptarse a las circunstancias cambiantes. En resumen, pues, aunque la preocupación crónica funcione en ciertos sentidos, no lo hace en otros aspectos mucho más importantes. Tal vez pueda disipar parcialmente la ansiedad, pero jamás contribuirá a aportar la solución a un determinado problema.

En cualquier caso, no hay nada más difícil para un aprensivo crónico que seguir el consejo que más frecuentemente se le brinda: «deja de preocuparte» (o peor todavía: «no te preocupes; se feliz»). No olvidemos el papel que desempeña la amígdala en el desarrollo de las preocupaciones crónicas, un papel que justifica su irrupción inesperada y su persistencia una vez que han hecho su aparición en escena. Sin embargo, la investigación realizada por Borkovec le ha permitido elaborar un método sencillo que puede ayudar a los aprensivos crónicos a controlar su hábito.

El primer paso consiste en tomar conciencia de uno mismo y registrar el primer acceso de preocupación tan pronto como sea posible. En circunstancias ideales, este registro debería tener lugar inmediatamente, en el mismo instante en que una fugaz imagen catastrófica pone en marcha el ciclo de la preocupación y la ansiedad. En este sentido, el adiestramiento propuesto por Borkovec consiste en comenzar enseñándoles a darse cuenta de los signos de la ansiedad y, en especial, adiestrándoles a identificar las situaciones, las imágenes y los pensamientos ocasionales que desencadenan el ciclo de la preocupación y las sensaciones corporales de ansiedad que las acompañan. Con el debido entrenamiento, la persona puede llegar a captar el surgimiento de la preocupación en un momento cada vez más cercano al inicio de la espiral de la ansiedad. También es posible recurrir al aprendizaje de alguna técnica de relajación que la persona pueda aplicar apenas advierta el inicio del ciclo y ejercitarse en ella hasta ser capaz de utilizarla adecuadamente en el momento preciso.

Sin embargo, la relajación no basta por sí sola. Las personas aprensivas también deben afrontar más activamente los pensamientos perturbadores porque, de lo contrario, la espiral de la preocupación volverá a iniciarse una y otra vez. El siguiente paso consiste en adoptar una postura crítica ante las creencias que sustentan la preocupación. ¿Cabe ciertamente la posibilidad de que ocurra el acontecimiento temido? ¿Es algo absolutamente necesario y no existe más alternativa que aceptarlo? ¿Hay algo positivo que pueda hacerse al respecto? ¿Realmente me sirve de algo dar vueltas y más vueltas a los mismos pensamientos?

Esta combinación de atención y sano escepticismo puede servir para frenar la activación neurológica que subyace a la ansiedad moderada. La inducción activa de este tipo de pensamientos puede terminar inhibiendo el impulso límbico que alimenta la preocupación. Paralelamente, la inducción activa de un estado de relajación contrarresta las señales de ansiedad que el cerebro emocional envía a todo el cuerpo.

De hecho, como señala Borkovec, estas estrategias determinan un curso de actividad mental que es incompatible con la preocupación. La reiterada persistencia de un determinado pensamiento obsesivo aumenta su poder persuasivo pero, en el caso de que logremos desviar la atención hacia un abanico de alternativas igualmente plausibles, evitaremos tomar ingenuamente como verdaderos los pensamientos que nos obsesionan. Este método se ha mostrado eficaz para aliviar este contumaz hábito hasta con aquellas personas cuyas preocupaciones son tan serias como para merecer un diagnóstico psiquiátrico.

Por otra parte, sería también recomendable —e incluso diríamos que sería una señal de autoconciencia— que las personas cuyas preocupaciones son tan graves como para desembocar en fobias, trastornos obsesivo—compulsivos o ataques de pánico, recurrieran a la medicación para tratar de interrumpir este círculo vicioso. No obstante, una reeducación emocional a través de la terapia sigue siendo imprescindible para disminuir la probabilidad de que los trastornos de ansiedad vuelvan a presentarse una vez que se haya dejado la medicación.

EL CONTROL DE LA TRISTEZA

La tristeza es el estado de ánimo del que la gente más quiere despojarse y Diane Tice descubrió que las estrategias para conseguirlo son muy variadas. Sin embargo, no debería evitarse toda tristeza porque, al igual que ocurre con cualquier otro estado de ánimo, tiene sus facetas positivas. La tristeza que provoca una pérdida irreparable, por ejemplo, suele ir acompañada de ciertas consecuencias: disminuye el interés por los placeres y diversiones, fija la atención en aquello que se ha perdido e impone una pausa momentánea que renueva nuestra energía para permitirnos acometer nuevas empresas. La tristeza, en suma, proporciona una especie de refugio reflexivo frente a los afanes y ocupaciones de la vida cotidiana, que nos sume en un periodo de retiro y de duelo necesario para asimilar nuestra pérdida, un período en el que podemos ponderar su significado, llevar a cabo los ajustes psicológicos pertinentes y, por último, establecer nuevos planes que permitan que nuestra vida siga adelante.

Pero, si bien la tristeza es útil, la depresión, en cambio, no lo es. William Styron nos brinda una elocuente descripción de «las múltiples manifestaciones de la postración», entre las que se cuentan el «odio hacia uno mismo», «la falta de autoestima», «la pesadumbre enfermiza» que va acompañada de una «sombría constricción, cierta sensación de sobrecogimiento y alienación y, por encima de todo, de una ansiedad abrumadora». También podemos enumerar las secuelas intelectuales que acompañan a ese estado: «confusión, imposibilidad de concentrarse y pérdida de memoria» y, en un nivel más intenso, la mente se ve «caóticamente distorsionada» y «los procesos mentales se ven arrastrados por una marea tóxica y abyecta que impide cualquier posible respuesta satisfactoria al mundo en que uno vive». Además, este estado también tiene sus correlatos físicos: el insomnio, la apatía, «una sensación de embotamiento, nerviosismo y, más concretamente, una extraña fragilidad» que van acompañados de «un inquietante desasosiego». A todo ello debemos añadir también la disminución de la capacidad de gozar de las situaciones: «todas las facetas de la sensibilidad se vuelven difusas y hasta la comida parece completamente insípida». Señalemos, por último, que toda esperanza se disipa dejando el residuo de una «gris llovizna de congoja» que genera una desesperación tan palpable como el dolor físico, un dolor tan insoportable que la única solución posible parece ser el suicidio.

En el caso de una depresión mayor como la descrita, la vida se paraliza y parece que no exista la menor alternativa para salir de la situación. Los mismos síntomas de la depresión indican que el flujo de la vida ha quedado estancado. En el caso de Styron, la medicación y la terapia no sirvieron de gran cosa sino que fue el paso del tiempo y el internamiento en un hospital lo que finalmente despejó su abatimiento. Pero, en lo que se refiere a la mayoría de las personas, especialmente a aquéllas aquejadas de depresiones más benignas, la psicoterapia y la medicación pueden ser de gran ayuda. El Prozac es el tratamiento de moda, pero existe más de una docena de fármacos que pueden ser útiles para tratar la depresión.

Sin embargo, mi principal centro de interés es la tristeza común, o la simple melancolía que, en sus manifestaciones más extremas, puede llegar a convertirse, técnicamente hablando, en una «depresión subclínica». Las personas con suficientes recursos internos pueden manejar por sí solas este tipo de melancolía pero, por desgracia, algunas de las estrategias más frecuentemente empleadas resultan francamente perjudiciales y no hacen más que empeorar la situación. Una de estas estrategias consiste en aislarse, lo cual, si bien puede resultar atractivo cuando nos sentimos abatidos, también contribuye a aumentar nuestra sensación de soledad y desamparo. Esto puede explicar, en parte, por qué Tice constató que la táctica más extendida para combatir la depresión son las actividades sociales, es decir, salir a comer, ir a ver un acontecimiento deportivo o al cine; en resumen, compartir algún tipo de actividad con los amigos o con la familia. Este tipo de actividades puede ser muy eficaz siempre que quede claro que el objetivo que se pretende lograr es que la mente se olvide de su tristeza porque, en caso contrario, sólo conseguirá perpetuar su estado de ánimo.

En realidad, uno de los principales determinantes de la duración y la intensidad de un estado depresivo es el grado de obsesión de la persona. Preocuparse por aquello que nos deprime sólo contribuye a que la depresión se agudice y se prolongue más todavía. En la depresión, la preocupación puede adoptar diferentes formas, aunque, sin embargo, todas ellas se focalizan en algún aspecto de la depresión misma como, por ejemplo, el agotamiento, la escasa motivación, la faltade energía o el poco rendimiento.

Pero, por regla general, ninguno de estos pensamientos va acompañado de una acción decidida a subsanar el problema. Según la psicóloga de Stanford Susan Nolen—Hoeksma, que se ha ocupado de estudiar a fondo el pensamiento obsesivo en las personas deprimidas, otras estrategias habituales son las de «aislarse, dar vueltas a lo mal que nos sentimos, temer que nuestra pareja se aburra de nosotros y pueda llegar a abandonarnos o no dejar de preguntarnos si vamos a padecer otra noche de insomnio». La persona deprimida puede tratar de justificar este tipo de comportamiento aduciendo que «sólo intenta conocerse mejor a sí misma». Pero el hecho es que, en la mayoría de los casos, el deprimido sólo se dedica a alimentar el sentimiento de tristeza sin ocuparse de hacer nada que pueda sacarle realmente de su estado de ánimo. La terapia puede resultar muy útil a la hora de reflexionar sobre las causas profundas de la depresión, siempre que no se trate de una mera inmersión pasiva —que sólo contribuye a empeorar la situación y nos permita acceder a visiones o a acciones tendentes a cambiar las condiciones que la motivaron—.

Asimismo, el pensamiento obsesivo puede agudizar la depresión en cuanto que establece condiciones más depresivas, si cabe. Nolen—Hoeksma nos habla, por ejemplo, del caso de una vendedora aquejada de depresión que estaba tan preocupada que no realizaba las llamadas telefónicas tan necesarias para su trabajo. Entonces las ventas disminuyeron, lo cual reforzó su sensación de fracaso y consolidó su depresión. La distracción, por el contrario, le habría permitido acopiar la energía necesaria para hacer aquellas llamadas y también le habría servido para escapar de las atenazadoras garras de la tristeza. Con ello, las ventas se habrían incrementado y habría fortalecido la confianza en si misma, contribuyendo así, en consecuencia, a reducir su depresión.

Según Nolen—Hoeksma, las mujeres son más proclives que los hombres a obsesionarse cuando están deprimidas, lo cual podría explicar el hecho de que la cifra de mujeres diagnosticadas de depresión duplique a la de hombres. Obviamente, éste no es el único factor que tener en cuenta, porque las mujeres también son más proclives a expresar abiertamente su angustia y tienen más motivos para deprimirse. Los hombres, por su parte, como muestran las estadísticas, doblan a las mujeres en su predisposición a ahogar sus penas en alcohol.

Ciertas investigaciones han puesto de manifiesto que la terapia cognitiva orientada a modificar estas pautas de pensamiento resulta tan eficaz como la medicación a la hora de tratar la depresión leve, y es superior a ella en cuanto a prevenir su retorno. Dos estrategias, en concreto, se han mostrado especialmente eficaces en esta lucha: una de ellas consiste en aprender a afrontar los pensamientos que se esconden en el mismo núcleo de la obsesión, cuestionar su validez y considerar alternativas más positivas. La otra consiste en establecer deliberadamente un programa de actividades agradables que procure alguna clase de distracción.

Una de las razones por las cuales la distracción puede ser un remedio eficaz es que los pensamientos depresivos tienen un carácter automático y se introducen de manera inesperada en la mente. Aun en el caso de que la persona deprimida trate de eliminar los pensamientos obsesivos, no resulta fácil conseguirlo.

Una vez que el tren de los pensamientos depresivos se ha puesto en marcha resulta muy difícil detener el continuo proceso de asociaciones mentales que desencadena. Un estudio realizado con personas deprimidas a quienes se pidió que ordenaran frases con palabras desordenadas al azar, tuvieron mucho más éxito con los mensajes negativos («el futuro me parece sombrío») que con los más optimistas («el futuro me parece espléndido»). La depresión es un estado de ánimo que tiende a perpetuarse y a eclipsar incluso las distracciones elegidas por el sujeto. Cuando Richard Wenzlaff, psicólogo de la Universidad de Texas, llevó a cabo una investigación en la que proporcionó a varias personas deprimidas una lista de actividades para apartar de sus mentes un hecho triste como, por ejemplo, la muerte de un amigo, casi todos ellos eligieron las alternativas menos risueñas. En su opinión, las personas deprimidas deben hacer el sobreesfuerzo de prestar atención a algo que pueda animarles y poner un cuidado especial en no elegir inconscientemente todo aquello que les hunda nuevamente (como, por ejemplo, una película o una novela muy triste).

Los elevadores del estado de ánimo

Imagine que está conduciendo en medio de la niebla por una carretera desconocida, empinada y tortuosa, y que, de pronto, un coche sale bruscamente de una vía lateral pocos metros delante de usted sin darle tiempo siquiera a detenerse. Lo único que puede hacer es pisar a fondo el pedal del freno, con lo cual su vehículo derrapa de un lado a otro de la calzada. Un instante antes de oír el ruido del impacto metálico y de los cristales rotos, se da cuenta de que el otro coche está lleno de niños y de que es un transporte escolar que va camino de la escuela. Luego, tras el breve silencio que sucede a la colisión, oye un coro de llantos y se las arregla como puede para correr hasta el otro coche. Entonces descubre consternado que uno de los niños está tendido en el suelo completamente inerte y se siente invadido por el sentimiento de culpa de haber sido el causante de una tragedia...

 Escenas tan estremecedoras como la que acabamos de describir se utilizaron en uno de los experimentos realizados por Wenzlaff para impresionar a los sujetos que participaban en él. La tarea que debían llevar a cabo era la de apartar la escena de sus mentes y registrar, durante un periodo de nueve minutos, el número de pensamientos ligados a la escena. Este experimento puso de relieve que, a medida que iba pasando el tiempo, la mayoría de los participantes tendían a pensar cada vez menos en las escenas perturbadoras, pero los deprimidos, por el contrario, mostraban un marcado incremento en el número de pensamientos intrusivos, llegando incluso a pensar tangencialmente en la escena mientras se hallaban inmersos en actividades distractivas.

Y, lo que es todavía más significativo, los voluntarios deprimidos solían distraerse recurriendo a otro tipo de pensamientos aflictivos para tratar de apartar de su mente la escena en cuestión.

Como me dijo Wenzlaff: «las asociaciones de pensamientos no sólo se basan en su contenido sino también según el propio estado de ánimo. Las personas contamos con un repertorio de pensamientos negativos que acuden a nuestra mente con mayor facilidad cuando estamos alicaídos. Quienes son más proclives a la depresión tienden a establecer fuertes lazos asociativos entre estos pensamientos, de modo que, una vez que se ha evocado un determinado estado de ánimo negativo, resulta mucho más difícil suprimirlo. Por más irónico que pueda parecer, las personas deprimidas tienden a distraerse recurriendo a otros pensamientos depresivos, con lo cual lo único que consiguen es profundizar todavía más su depresión».

Según afirma una teoría, el llanto puede constituir un método natural para reducir los niveles de neurotransmisores cerebrales que alimentan la angustia. Pero, aunque el hecho de llorar puede romper a veces el maleficio de la tristeza, también puede obsesionar a la persona con la causa de su aflicción. La idea de que «el llanto es bueno» resulta un tanto equívoca porque, cuando refuerza el ciclo de pensamientos obsesivos, sólo sirve para prolongar el sufrimiento. La distracción, en cambio, es capaz de romper la cadena de pensamientos sombríos que sostiene a la depresión. Una de las teorías imperantes que explica el éxito de la terapia electroconvulsiva en el tratamiento de la mayor parte de las depresiones graves se basa en el hecho de que provoca una pérdida de memoria a corto plazo y, en consecuencia, los pacientes mejoran simplemente porque no pueden recordar el motivo de su tristeza. Como descubrió Diane Tice, muchas personas se sacuden las flores mustias de la tristeza con entretenimientos tales como la lectura, la televisión, el cine, los videojuegos, los rompecabezas, el sueño y las ensoñaciones diurnas como, por ejemplo, divagar acerca de unas fantásticas vacaciones. Wenzlaff añade que las distracciones más eficaces son aquéllas que pueden cambiar nuestro estado de ánimo como, por ejemplo, un apasionante acontecimiento deportivo, una película divertida o un libro interesante. (Advirtamos también, en este punto, que algunas distracciones pueden contribuir a perpetuar la depresión, como lo demuestran los estudios llevados a cabo con telespectadores empedernidos. que han puesto de relieve que, después de una sesión de televisión, suelen hallarse todavía más deprimidos que antes de ella.)

Según Tice, el aerobic es una de las tácticas más eficaces para sacudirse de encima tanto la depresión leve como otros estados de ánimo negativos. Pero el caso es que los beneficios derivados de este elevador del estado de ánimo resultan más palpables en las personas perezosas, es decir, en aquéllas que no suelen practicar este tipo de ejercicios. Quienes se atienen a una rutina diaria de ejercicio físico obtienen, por el contrario, más beneficios de este tipo antes de llegar a consolidar el hábito. De hecho, quienes practican habitualmente un deporte obtienen el efecto inverso sobre el estado de ánimo y se sienten peor en aquellos días en los que se saltan su rutina. La eficacia del ejercicio parece radicar en su poder para cambiar la condición fisiológica provocada por el estado de ánimo: la depresión constituye un estado de baja activación mientras que el aerobic, en cambio, eleva el tono corporal. Por el mismo motivo, las técnicas de relajación -que reducen el nivel general de activación física— funcionan adecuadamente para tratar la ansiedad (que es un estado de alta activación fisiológica) pero resultan inadecuadas para el tratamiento de la depresión. En todo caso, cada uno de estos enfoques parece romper el ciclo de la depresión y de la ansiedad, porque pone al cerebro en un nivel de actividad incompatible con el estado emocional que lo embarga.

Tratar de infundirse ánimo a si mismo mediante regalos y placeres sensoriales constituye otro antídoto muy difundido para combatir la tristeza. Entre los métodos más utilizados por las personas para aliviar su depresión podemos enumerar el tomar un baño caliente, disfrutar de las comidas favoritas, escuchar música o hacer el amor. Hacerse un regalo o invitarse a uno mismo para tratar de desprenderse de un estado de ánimo negativo es una estrategia muy común entre las mujeres, como también lo es, en general, ir de compras. Tice descubrió asimismo que el hecho de comer es una estrategia bastante generalizada entre las estudiantes universitarias —una media tres veces superior a los hombres— para calmar la depresión. Los hombres, por su parte, parecen mostrar una inclinación cinco veces superior a las mujeres hacia el consumo de drogas y alcohol. Pero el hecho de recurrir al alcohol o a la comida como antídotos para la depresión constituye una estrategia que tiene sus obvias contraindicaciones. La sobrealimentación suele provocar remordimientos mientras que el alcohol, por su parte, es un depresor del sistema nervioso central cuyas secuelas se suman a las de la misma depresión.

Según Tice, una aproximación más constructiva para elevar el estado de ánimo consiste en proyectar una actividad que pueda proporcionarnos un pequeño triunfo o un éxito fácil como, por ejemplo, acometer alguna tarea doméstica que hayamos pospuesto (como cercar el jardín, por ejemplo) o concluir alguna actividad pendiente que hayamos estado evitando. Por el mismo motivo, los cambios de imagen, aunque sólo sea en la forma de vestirnos o de arreglarnos, también pueden resultar beneficiosos.

Uno de los antídotos más eficaces contra la depresión —muy poco utilizado, por cierto, fuera del contexto de la terapia— es la llamada reestructuración cognitiva o, dicho de otro modo, tratar de ver las cosas desde una óptica diferente. Es natural lamentarse por el fin de una relación o sumergirse en pensamientos autocompasivos como, por ejemplo, «esto significa que siempre estaré solo», pensamientos que no hacen más que fortalecer la sensación de desesperación. Sin embargo, el hecho de recapacitar y reconsiderar los aspectos negativos de la relación o de ver que esa relación de pareja no era la adecuada —en otras palabras, reconsiderar la pérdida desde una perspectiva diferente, bajo una luz más positiva— puede servir de adecuado antídoto a la tristeza.

Por esta misma razón, los pacientes aquejados de cáncer, sea cual sea la gravedad de su estado, se encuentran de mejor humor cuando pueden pensar en otro paciente cuyo estado es todavía peor («a fin de cuentas yo no estoy tan mal.; por lo menos puedo andar»), mientras que, por el contrario, quienes se comparan con personas sanas solo consiguen deprimirse más. Este tipo de comparaciones resulta sorprendentemente estimulante porque lo que parecía desesperanzador pierde súbitamente sus connotaciones negativas.

Otro eficaz elevador del estado de ánimo consiste en ayudar a quienes lo necesitan. Puesto que la depresión se alimenta de obsesiones y preocupaciones que giran en torno a uno mismo, el hecho de ayudar a quien se halla afligido puede contribuir a que nos desembaracemos de este tipo de preocupaciones. De este modo, entregarse a una actividad de voluntariado —hacerse entrenador de la liga infantil, convertirse en una especie de hermano mayor o ayudar a los indigentes— constituye, según Tice, uno de las estrategias más adecuadas, pero también menos frecuentes, para elevar el estado de ánimo.

Debemos señalar, por último, que existen también personas que pueden encontrar cierto alivio a su tristeza orientándose hacia un poder trascendente. Según me dijo Tice: «la oración constituye una actividad especialmente indicada para elevar el estado de ánimo de las personas con una orientación religiosa».

LOS REPRESORES DE LA EMOCIÓN—LA NEGACIÓN OPTIMISTA

La frase comenzaba diciendo «aunque pisó a su compañero de habitación en el estómago»... y finalizaba... «sólo quería encender la luz».

Esa transformación de un acto agresivo en una inocente —aunque poco plausible— confusión refleja vivamente la represión emocional y fue escrita por un estudiante universitario que se había ofrecido como sujeto voluntario en una investigación realizada sobre los represores, es decir, aquellas personas que parecen borrar sistemáticamente todo rastro de angustia emocional de su campo de conciencia. Una de las pruebas consistía en completar una frase que comenzaba diciendo: «pisó a su compañero de habitación en el estómago...». Otros tests demostraron que este pequeño acto de evitación mental forma parte de un patrón general que oblitera la práctica totalidad de los trastornos emocionales.

A diferencia de las conclusiones extraídas por las primeras investigaciones realizadas en este sentido, que apuntaban que los individuos represores constituían un caso manifiesto de incapacidad para experimentar las emociones —lo que les convertía en parientes cercanos de los alexitimicos—, la tendencia actual los considera personas suficientemente aptas como para regular sus emociones. Se diría, pues, que estas personas están tan acostumbradas a protegerse de los sentimientos problemáticos que ni siquiera son conscientes de sus aspectos negativos. A la vista de lo anterior tal vez fuera más adecuado no llamarles represores —como resulta habitual entre los investigadores— sino impasibles.

La mayor parte de esta investigación, llevada a cabo por Daniel Weinberger, psicólogo de la Case Western Reserve University, demuestra que, aunque estas personas puedan parecer completamente tranquilas e inalterables, a veces se encuentran sometidas a una serie de alteraciones fisiológicas de las que no son conscientes. Durante la prueba de formar frases que hemos mencionado anteriormente, los voluntarios también fueron monitorizados con el fin de controlar su nivel de activación fisiológica.

De este modo, el barniz de calma que aparentan los represores se ve desmentido por el elevado grado de agitación corporal que evidencian los síntomas manifiestos de ansiedad (aceleración del ritmo cardíaco, sudoración y aumento de la tensión arterial) cuando deben enfrentarse a la tarea de completar la frase sobre un compañero de habitación violento u otras similares. Sin embargo, cuando se les pregunta al respecto afirman rotundamente que se sienten perfectamente tranquilos.

Esta continua falta de sintonía con respecto a emociones tales como el enfado y la ansiedad es bastante habitual y. según Weinberger, afecta a una de cada seis personas. Las causas teóricas que explican los motivos por los cuales un niño desarrolla este patrón de relación con sus emociones son muy distintas. Una de ellas, por ejemplo, afirma que se trata de una estrategia de supervivencia ante una situación problemática tal como un padre alcohólico en una familia que ni siquiera admite la existencia del problema. Otra posibilidad consiste en tener unos padres que son ellos mismos represores emocionales y que de este modo transmiten el continuo ejemplo de una despreocupación o de una rigidez muscular que se refleja en la elevación del labio superior ante cualquier sentimiento angustioso. O tal vez se trate simplemente de un rasgo heredado. En cualquier caso, todavía no estamos en condiciones de determinar cómo y a qué altura de la vida se origina esta pauta de conducta: sin embargo, en el momento en que las personas represoras alcanzan la madurez, ya se muestran fríos e indiferentes cuando se sienten coaccionados.

Lo que todavía nos queda por determinar, de hecho, es cuán calmos y fríos se mantienen en realidad. ¿Es posible que realmente no sean conscientes de los síntomas físicos que provocan las emociones perturbadoras y que simplemente estén fingiendo una tranquilidad aparente? La respuesta a esta pregunta nos la brinda la hábil investigación llevada a cabo por Richard Davidson, psicólogo de la Universidad de Wisconsin y anterior colaborador de Weinberger. Davidson pidió a varias personas que presentaban esta pauta de impasibilidad, que efectuaran una serie de asociaciones libres sobre una lista de palabras, muchas de ellas neutrales, aunque algunas poseedoras de connotaciones sexuales o violentas capaces de suscitar ansiedad en la mayoría de las personas. La investigación puso de manifiesto que las asociaciones realizadas con las palabras más perturbadoras —aquéllas cuyos síntomas fisiológicos revelaban una evidente respuesta de angustia— también demostraban un claro intento de eliminar las connotaciones más negativas. Por esto si, por ejemplo, la primera palabra era «odio», la respuesta ofrecida por ese tipo de sujetos solía ser «amor».

El estudio de Davidson se benefició considerablemente del hecho de que (en las personas diestras) la mitad derecha del cerebro constituye el centro clave del procesamiento de las emociones negativas, mientras que el centro del habla se halla en el hemisferio izquierdo. Cuando el hemisferio derecho reconoce una palabra perturbadora, transmite esta información al centro del habla a través del cuerpo calloso, que conecta ambos hemisferios cerebrales, y es entonces cuando aparece una palabra como respuesta. Sirviéndose de un elaborado dispositivo óptico, Davidson mostraba cada palabra de modo que ésta ocupara sólo la mitad del campo visual y, por la peculiar disposición neurológica de la visión, si la palabra se presentaba de modo que incidiera en el lado izquierdo del campo visual, primero era reconocida por el hemisferio cerebral derecho, con su acusada sensibilidad para las perturbaciones. Si, por el contrario, incidía en el lado derecho del campo visual, la señal era captada por el hemisferio cerebral izquierdo sin experimentar ninguna alteración.

Asimismo, cuando las palabras problemáticas se presentaban de tal modo que eran captadas fundamentalmente por el hemisferio cerebral derecho, se producía una demora en la respuesta de las personas impasibles. En cambio, no había ningún intervalo apreciable en la velocidad de asociación frente a las palabras neutras, y el retraso sólo aparecía cuando las palabras se presentaban ante el hemisferio derecho, pero no ante el izquierdo. Dicho de otro modo, la impasibilidad parece originarse en un mecanismo neural que lentifica o interfiere con el flujo de información perturbadora. Ello significaría que tales personas no están fingiendo una falta de conciencia ante la angustia que puedan sentir, sino que es su mismo cerebro el que les mantiene alejados de esta clase de información. Para ser más exactos, el barniz de sentimientos positivos que encubre las percepciones amenazantes bien podría originarse en la actividad del lóbulo prefrontal izquierdo. Para mayor sorpresa, cuando Davidson cuantificó los niveles de actividad de los lóbulos prefrontales, quedó patente un marcado predominio de la actividad del lóbulo izquierdo (el centro del bienestar) y un descenso en la actividad del lóbulo derecho (el centro del malestar).

Según me comentaba Davidson, estas personas «se ven a sí mismas desde una perspectiva positiva, con un estado de ánimo teñido de optimismo, niegan que el estrés les cause ningún trastorno y muestran una pauta de activación frontal del lóbulo izquierdo cuando están descansando, lo que suele estar ligado a la aparición de sentimientos positivos. Este tipo de actividad cerebral podría ser la clave que explicara su pretendido optimismo a pesar de la existencia de una excitación fisiológica subyacente muy semejante a la angustia». Davidson sostiene que, en términos de actividad cerebral, el intento de experimentar continuamente los acontecimientos perturbadores bajo una luz positiva exige un gasto enorme de energía. Así pues, el aumento de la activación fisiológica podría estar originado en el sostenido intento por parte del circuito neurológico, tanto de mantener los sentimientos positivos a cualquier precio como de suprimir o inhibir cualquier clase de sentimientos negativos.

La impasibilidad, en suma, constituye un intento de negación optimista, una especie de disociación positiva y, muy posiblemente, la clave que explicaría el mecanismo neurológico que interviene en estados disociativos más graves, como los que suelen existir en los desórdenes de estrés postraumático. Pero, según Davidson, cuando se trata simplemente de conseguir una cierta estabilidad, «parece una estrategia positiva para la autorregulación emocional», el coste adicional para la conciencia de uno mismo resulta todavía desconocido.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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