La
evidente satisfacción que le producía hablarnos de las múltiples
alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que un
pasajero llegaba al final de su trayecto y descendía del vehículo,
parecía haberse sacudido de encima el halo de irritación con el que
subiera y, cuando el conductor le despedía con un «¡Hasta la vista!
¡Que tenga un buen día!», todos respondían con una abierta sonrisa.
El
recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo durante casi
veinte años. Aquel día acababa de doctorarme en psicología, pero la
psicología de entonces prestaba poca o ninguna atención a la forma
en que tienen lugar estas transformaciones.
La
ciencia psicológica sabía muy poco —si es que sabía algo— sobre los
mecanismos de la emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la menor duda
de que el conductor de aquel autobús era el epicentro de una
contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a traves de sus
pasajeros, se extendía por toda la ciudad. Aquel conductor era un
conciliador nato, una especie de mago que tenía el poder de conjurar
el nerviosismo y el mal humor que atenazaban a sus pasajeros,
ablandando y abriendo un poco sus corazones.
Veamos
ahora el marcado contraste que nos ofrecen algunas noticias
recogidas en los periódicos de la última semana:
En una
escuela local, un niño de nueve años, aquejado de un acceso de
violencia porque unos compañeros de tercer curso le habían llamado
«mocoso», vertió pintura sobre pupitres, ordenadores e impresoras y
destruyó un automóvil que se hallaba estacionado en el aparcamiento.
Ocho
jóvenes resultan heridos a causa de un incidente ocurrido cuando una
multitud de adolescentes se apiñaban en la puerta de entrada de un
club de rap de Manhattan. El incidente, que se inició con una serie
de empujones, llevó a uno de los implicados a disparar sobre la
multitud con un revólver de calibre 38. El periodista subraya el
aumento alarmante de estas reacciones desproporcionadas ante
situaciones nimias que se interpretan como faltas de respeto.
Según
un informe, el cincuenta y siete por ciento de los asesinatos de
menores de doce años fueron cometidos por sus padres o padrastros.
En casi la mitad de los casos, los padres trataron de justificar su
conducta aduciendo que «lo único que deseaban era castigar al
pequeño». Cuya falta, la mayoría de las veces, había consistido en
una «infracción» tan grave como ponerse delante del televisor,
gritar o ensuciar los pañales.
Un
joven alemán es juzgado por provocar un incendio que terminó con la
vida de cinco mujeres y niñas de origen turco mientras éstas
dormían. El joven, integrante de un grupo neonazi, trató de
disculpar su conducta aludiendo a su inestabilidad laboral, a sus
problemas con el alcohol y a su creencia de que los culpables de su
mala fortuna eran los extranjeros. Y, con un hilo de voz apenas
audible, concluyó su declaración diciendo «Me arrepentiré toda la
vida. Estoy profundamente avergonzado de lo que hicimos».
A
diario, los periódicos nos acosan con noticias que hablan del
aumento de la inseguridad y de la degradación de la vida ciudadana.
Fruto de una irrupción descontrolada de los impulsos.
Pero
este tipo de noticias simplemente nos devuelve la imagen ampliada de
la creciente pérdida de control sobre las emociones que tiene lugar
en nuestras vidas y en las vidas de quienes nos rodean. Nadie
permanece a salvo de esta marea errática de arrebatos y
arrepentimientos que, de una manera u otra, acaba salpicando toda
nuestra vida.
En la
última década hemos asistido a un bombardeo constante de este tipo
de noticias que constituye el fiel reflejo de nuestro grado de
torpeza emocional, de nuestra desesperación y de la insensatez de
nuestra familia, de nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra
sociedad. Estos años constituyen la apretada crónica de la rabia y
la desesperación galopantes que bullen en la callada soledad de unos
niños cuya madre trabajadora los deja con la televisión como única
niñera, en el sufrimiento de los niños abandonados, descuidados o
que han sido víctimas de abusos sexuales y en la mezquina intimidad
de la violencia conyugal. Este malestar emocional también es el
causante del alarmante incremento de la depresión en todo el mundo y
de las secuelas que lo deja tras de sí la inquietante oleada de la
violencia: escolares armados, accidentes automovilísticos que
terminan a tiros, parados resentidos que masacran a sus antiguos
compañeros de trabajo, etcétera. Abuso emocional, heridas de bala y
estrés postraumático son expresiones que han llegado a formar parte
del léxico familiar de la última década, al igual que el moderno
cambio de eslogan desde el jovial «¡Que tenga un buen día!» a la
suspicacia del «¡Hazme tener un buen día!».
Este
libro constituye una guía para dar sentido a lo aparentemente
absurdo. En mi trabajo como psicólogo y —en la última década— como
periodista del New York Times, he tenido la oportunidad de asistir a
la evolución de nuestra comprensión científica del dominio de lo
irracional. Desde esta privilegiada posición he podido constatar la
existencia de dos tendencias contrapuestas, una que refleja la
creciente calamidad de nuestra vida emocional y la otra que nos
parece brindarnos algunas soluciones sumamente esperanzadoras.
¿POR QUÉ
ESTA INVESTIGACION AHORA?
A
pesar de la abundancia de malas noticias, durante la última década
hemos asistido a una eclosión sin precedentes de investigaciones
científicas sobre la emoción, uno de cuyos ejemplos más elocuentes
ha sido el poder llegar a vislumbrar el funcionamiento del cerebro
gracias a la innovadora tecnología del escáner cerebral. Estos
nuevos medios tecnológicos han desvelado por vez primera en la
historia humana uno de los misterios más profundos: el
funcionamiento exacto de esa intrincada masa de células mientras
estamos pensando, sintiendo, imaginando o soñando.
Este
aporte de datos neurobiológicos nos permite comprender con mayor
claridad que nunca la manera en que los centros emocionales del
cerebro nos incitan a la rabia o al llanto, el modo en que sus
regiones más arcaicas nos arrastran a la guerra o al amor y la forma
en que podemos canalizarlas hacia el bien o hacia el mal.
Esta
comprensión —desconocida hasta hace muy poco— de la actividad
emocional y de sus deficiencias pone a nuestro alcance nuevas
soluciones para remediar la crisis emocional colectiva.
Para
escribir este libro he tenido que aguardar a que la cosecha de la
ciencia fuera lo suficientemente fructífera. Este conocimiento ha
tardado tanto en llegar porque, durante muchos años, la
investigación ha soslayado el papel desempeñado por los sentimientos
en la vida mental, dejando que las emociones fueran convirtiéndose
en el gran continente inexplorado de la psicología científica. Y
todo este vacío ha propiciado la aparición de un torrente de libros
de autoayuda llenos de consejos bien intencionados, aunque basados,
en el mejor de los casos, en opiniones clínicas con muy poco
fundamento científico, si es que poseen alguno. Pero hoy en día la
ciencia se halla, por fin, en condiciones de hablar con autoridad de
las cuestiones más apremiantes y contradictorias relativas a los
aspectos más irracionales del psiquismo y de cartografiar, con
cierta precisión, el corazón del ser humano.
Esta
tarea constituye un auténtico desafío para quienes suscriben una
visión estrecha de la inteligencia y aseguran que el CI (CI:
coeficiente o cociente intelectual) es un dato genético que no puede
ser modificado por la experiencia vital y que el destino de nuestras
vidas se halla, en buena medida, determinado por esta aptitud. Pero
este argumento pasa por alto una cuestión decisiva: ¿qué cambios
podemos llevar a cabo para que a nuestros hijos les vaya bien en la
vida? ¿Qué factores entran en juego, por ejemplo, cuando personas
con un elevado CI no saben qué hacer mientras que otras, con un
modesto, o incluso con un bajo CI, lo hacen sorprendentemente bien?
Mi tesis es que esta diferencia radica con mucha frecuencia en el
conjunto de habilidades que hemos dado en llamar inteligencia
emocional, habilidades entre las que destacan el autocontrol, el
entusiasmo, la perseverancia y la capacidad para motivarse a uno
mismo. Y todas estas capacidades, como podremos comprobar, pueden
enseñarse a los niños, brindándoles así la oportunidad de sacar el
mejor rendimiento posible al potencial intelectual que les haya
correspondido en la lotería genética.
Más
allá de esta posibilidad puede entreverse un ineludible imperativo
moral. Vivimos en una época en la que el entramado de nuestra
sociedad parece descomponerse aceleradamente, una época en la que el
egoísmo, la violencia y la mezquindad espiritual parecen socavar la
bondad de nuestra vida colectiva. De ahí la importancia de la
inteligencia emocional, porque constituye el vínculo entre los
sentimientos, el carácter y los impulsos morales. Además, existe la
creciente evidencia de que las actitudes éticas fundamentales que
adoptamos en la vida se asientan en las capacidades emocionales
subyacentes. Hay que tener en cuenta que el impulso es el vehículo
de la emoción y que la semilla de todo impulso es un sentimiento
expansivo que busca expresarse en la acción. Podríamos decir que
quienes se hallan a merced de sus impulsos —quienes carecen de
autocontrol— adolecen de una deficiencia moral porque la capacidad
de controlar los impulsos constituye el fundamento mismo de la
voluntad y del carácter.
Por el
mismo motivo, la raíz del altruismo radica en la empatía, en la
habilidad para comprender las emociones de los demás y es por ello
por lo que la falta de sensibilidad hacia las necesidades o la
desesperación ajenas es una muestra patente de falta de
consideración. Y si existen dos actitudes morales que nuestro tiempo
necesita con urgencia son el autocontrol y el altruismo.
NUESTRO
VIAJE
El
presente libro constituye una guía para conocer todas esas visiones
científicas sobre la emoción, un viaje cuyo objetivo es
proporcionarnos una mejor comprensión de una de las facetas más
desconcertantes de nuestra vida y del mundo que nos rodea.
La
meta de nuestro viaje consiste en llegar a comprender el significado
—y el modo— de dotar de inteligencia a la emoción, una comprensión
que, en sí misma, puede servirnos de gran ayuda, porque el hecho de
tomar conciencia del dominio de los sentimientos puede tener un
efecto similar al que provoca un observador en el mundo de la física
cuántica, es decir, transformar el objeto de observación.
Nuestro viaje se inicia en la primera parte con una revisión de los
descubrimientos más recientes sobre la arquitectura emocional del
cerebro que nos explica una de las coyunturas más desconcertantes de
nuestra vida, aquélla en que nuestra razón se ve desbordada por el
sentimiento. Llegar a comprender la interacción de las diferentes
estructuras cerebrales que gobiernan nuestras iras y nuestros
temores —o nuestras pasiones y nuestras alegrías— puede enseñarnos
mucho sobre la forma en que aprendemos los hábitos emocionales que
socavan nuestras mejores intenciones, así como también puede
mostrarnos el mejor camino para llegar a dominar los impulsos
emocionales más destructivos y frustrantes. Y, lo que es aún más
importante, todos estos datos neurológicos dejan una puerta abierta
a la posibilidad de modelar los hábitos emocionales de nuestros
hijos.
En la
segunda parte, la siguiente parada importante de nuestro recorrido,
examinaremos el papel que desempeñan los datos neurológicos en esa
aptitud vital básica que denominamos inteligencia emocional, esa
disposición que nos permite, por ejemplo, tomar las riendas de
nuestros impulsos emocionales, comprender los sentimientos más
profundos de nuestros semejantes, manejar amablemente nuestras
relaciones o desarrollar lo que Aristóteles denominara la
infrecuente capacidad de «enfadarse con la persona adecuada, en
el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y
del modo correcto». (Aquellos lectores que no se sientan
atraídos por los detalles neurológicos tal vez quieran comenzar el
libro directamente por este capítulo).
Este
modelo ampliado de lo que significa «ser inteligente» otorga
a las emociones un papel central en el conjunto de aptitudes
necesarias para vivir. En la tercera parte examinamos algunas de las
diferencias fundamentales originadas por este tipo de aptitudes:
cómo pueden ayudarnos, por ejemplo, a cuidar nuestras relaciones más
preciadas o cómo, por el contrario, su ausencia puede llegar a
destruirlas; cómo las fuerzas económicas que modelan nuestra vida
laboral están poniendo un énfasis sin precedentes en estimular la
inteligencia emocional para alcanzar el éxito laboral; cómo las
emociones tóxicas pueden llegar a ser tan peligrosas para nuestra
salud física como fumar varios paquetes de tabaco al día y cómo, por
último, el equilibrio emocional contribuye, por el contrario, a
proteger nuestra salud y nuestro bienestar.
La
herencia genética nos ha dotado de un bagaje emocional que determina
nuestro temperamento, pero los circuitos cerebrales implicados en la
actividad emocional son tan extraordinariamente maleables que no
podemos afirmar que el carácter determine nuestro destino. Como
muestra la cuarta parte de nuestro libro, las lecciones emocionales
que aprendimos en casa y en la escuela durante la niñez modelan
estos circuitos emocionales tornándonos más aptos —o más ineptos— en
el manejo de los principios que rigen la inteligencia emocional. En
este sentido, la infancia y la adolescencia constituyen una
auténtica oportunidad para asimilar los hábitos emocionales
fundamentales que gobernarán el resto de nuestras vidas.
La
quinta parte explora cuál es la suerte que aguarda a aquellas
personas que, en su camino hacia la madurez, no logran controlar su
mundo emocional y de qué modo las deficiencias de la inteligencia
emocional aumentan el abanico de posibles riesgos, riesgos que van
desde la depresión hasta una vida llena de violencia, pasando por
los trastornos alimentarios y el abuso de las drogas.
Esta
parte también documenta extensamente los esfuerzos realizados en
este sentido por ciertas escuelas pioneras que se dedican a enseñar
a los niños las habilidades emocionales y sociales necesarias para
mantener encarriladas sus vidas.
El
conjunto de datos más inquietantes de todo el libro tal vez sea el
que nos habla de la investigación llevada a cabo entre padres y
profesores y que demuestra el aumento de la tendencia en la presente
generación infantil al aislamiento, la depresión, la ira, la falta
de disciplina, el nerviosismo, la ansiedad, la impulsividad y la
agresividad, un aumento, en suma, de los problemas emocionales.
Si
existe una solución, ésta debe pasar necesariamente, en mi opinión,
por la forma en que preparamos a nuestros jóvenes para la vida. En
la actualidad dejamos al azar la educación emocional de nuestros
hijos con consecuencias más que desastrosas. Como ya he dicho, una
posible solución consistiría en forjar una nueva visión acerca del
papel que deben desempeñar las escuelas en la educación integral del
estudiante, reconciliando en las aulas a la mente y al corazón.
Nuestro viaje concluye con una visita a algunas escuelas innovadoras
que tratan de enseñar a los niños los principios fundamentales de la
inteligencia emocional. Quisiera imaginar que, algún día, la
educación incluirá en su programa de estudios la enseñanza de
habilidades tan esencialmente humanas como el autoconocimiento, el
autocontrol, la empatía y el arte de escuchar, resolver conflictos y
colaborar con los demás.
En su
Ética a Nicómaco. Aristóteles realiza una indagación filosófica
sobre la virtud, el carácter y la felicidad, desafiándonos a
gobernar inteligentemente nuestra vida emocional. Nuestras pasiones
pueden abocar al fracaso con suma facilidad y. de hecho, así ocurre
en multitud de ocasiones; pero cuando se hallan bien adiestradas,
nos proporcionan sabiduría y sirven de guía a nuestros pensamientos,
valores y supervivencia.