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El Puente Hacia El Infinito

Capitulo 24

Richard Bach

 

CAPITULO 24

Cuando ocurrió yo estaba en Madrid, tartamudeando deportivamente en una gira publicitaria para la edición es­pañola del libro, concediendo entrevistas en ese idioma, que hacían sonreír a los conductores de televisión y a los periodistas gráficos. ¿Por qué no? ¿Acaso a mí no me encantaba que un visitante español, alemán, francés, japo­nés o ruso, al llegar a Norteamérica, rechazara a los intér­pretes para llevar a cabo sus entrevistas en inglés? ¿Que la sintaxis es un poco extraña, que las palabras escogidas no son las que elegirían los naturales del país? Pero ¡qué agradable ver a esas gentes, que se balancean con valor en la cuerda tensa, tratando de hablarnos!

—Los acontecimientos y las ideas de las cuales escribe, señor Bach, ¿cree usted en ellas, funcionan para usted?

La cámara emitía un levísimo zumbido, esperando, mientras yo traducía la pregunta en mi mente.

     

—No hay un escritor en el mundo —decía yo, lentamente, a mi máxima velocidad— que pueda escribir un libro de ideas en las cuales no cree. Podemos escribir ver­daderamente sólo lo que creemos verdaderamente. No soy tan bueno en el... ¿cómo se dice proving en español?... vivir de las ideas como yo deseo, pero estoy más y más bueno todos los días.

Los idiomas son grandes almohadas esponjosas metidas entre las naciones; lo que otras dicen queda sofocado, casi perdido en ellas, y cuando hablamos la gramática ajena

se nos llena la boca de plumas. Vale la pena. ¡Qué placer expresar una idea, aunque sea en lenguaje de niños, lentamente, y hacerla navegar a través del vacío en otro idioma, hacia un ser humano que habla otro idioma!

El teléfono del hotel sonó por la noche, tarde. Antes de que pudiera acordarme del castellano, dije "hello".

Una vocecita débil de larga, muy larga distancia. —Hola, wookie, soy yo.

— ¡Qué estupenda sorpresa! Eres muy amorosa por llamar.

—Temo que aquí tenemos unos problemas terribles. Tuve que llamarte.

— ¿Qué problemas?

No lograba imaginar un problema tan importante como para que Leslie llamara a Madrid a medianoche.

—Tus contadores están tratando de comunicarse conti­go —dijo—. ¿Sabes lo de la Dirección de Réditos? ¿Alguien te lo explicó? ¿No te dijo nada el asesor financiero? La línea crujía y siseaba.

—No, nada. ¿Qué dirección de Réditos? ¿Qué está pasando?

—Quieren que les pagues un millón de dólares antes del lunes. De lo contrario embargarán todo cuanto tienes. La amenaza era tan enorme que no podía ser verdad.

— ¿Embargar todo? ¿Antes del lunes? ¿Por qué el lunes?

—Enviaron un aviso certificado hace tres meses. Tu asesor financiero no te lo dijo. Dice que no quieres malas no­ticias.

Lo dijo con tanta tristeza que no podía estar bromeando. ¿Para qué tenía yo un asesor financiero? Un asesor fi­nanciero... ¿Para qué pagaba a esos profesionales?

Sin duda no hacía falta contratar a expertos para algo tan simple como conseguir que la Dirección de Réditos embargara mi propiedad. Eso podría haberlo hecho por mi propia cuenta.

                ¿Puedo ayudarte, Richard? —preguntó ella.

                 —No sé.

¡Qué extraño!, pensé, ya bajo mis cobertores, en Madrid. ¡Ella se lo está tomando muy en serio! ¡Como si el asunto le importara!

Pensé en los asesores que había contratado. Si eso era cierto, todos ellos habían fallado. Apuesto a que esa mujer tiene más criterio comercial en la cinta del pelo que todos ellos juntos.

Qué te parece... Mi confianza no había servido para conseguir a gente digna de confianza. Ni los grandes suel­dos, los títulos, la responsabilidad, las cuentas de gastos. Y cuando los expertos contratados fallan, me di cuenta súbitamente, ¡no son ellos los que padecen la vaporización, sino yo!

¡Ay, Richard, qué tonto! ¡Estoy un burro, estoy un burro estúpido!

Interesante, pensé. Menos de dos semanas pasadas en España, y ya estoy pensando en su idioma.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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