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El Puente Hacia El Infinito

Capitulo 17

Richard Bach

 

CAPITULO 17

—Leslie, perdóname por llamarte tan temprano. ¿Estás despierta?

Era el mismo día, apenas pasadas las ocho de la ma­ñana en mi reloj.

—Ahora sí —respondió ella—. ¿Cómo estás esta ma­ñana, wookie?

—¿Tienes tiempo hoy? Anoche no hablamos lo sufi­ciente. Se me ocurrió que, si tu agenda lo permite, podría­mos almorzar juntos. ¿Y cenar también, quizá?

Hubo un silencio. Comprendí de inmediato que la estaba estorbando e hice una mueca de dolor. Había hecho mal en llamarla.

—Pero dijiste que hoy volvías a Florida.

—Cambié de idea. Iré mañana.

—Oh, Richard, lo siento mucho, pero voy a almorzar con Ida, y esta tarde tengo una reunión. También estoy comprometida para cenar. Discúlpame. Me encantaría estar contigo, pero pensé que te irías.

Eso me enseñará a no dar las cosas por sentadas, pensé. ¿Quién me dijo que ella no tenía nada que hacer, salvo sentarse a charlar conmigo? Me sentí solo de inme­diato.

—No te preocupes —le dije—. De todas maneras, es mejor que despegue. Pero ¿te puedo decir lo mucho que disfruté de nuestra velada, anoche? Podría escucharte y hablar contigo hasta que la última galletita del mundo se redujera a migajas. ¿Sabías eso? ¡Si no lo sabías, ya estás enterada!

—Lo mismo digo. Pero por culpa de todas las galletitas que me da Cerdito, voy a tener que matarme de hambre una semana entera para que puedas volver a reconocerme, de gorda que estoy. ¿Por qué no traes apio y semillas?

—La próxima vez te llevaré semillas de apio.

—No te olvides.

—Sigue durmiendo. Discúlpame por haberte des­pertado. Y gracias por lo de anoche.

—Gracias a ti —dijo—. Adiós.

Colgué el teléfono, comencé a estratificar ropas en mi maleta. ¿Será demasiado tarde para partir de Los Ángeles y volar tan lejos antes de que oscurezca?

No me gustaba volar de noche con el T-33. Una falla en el motor, cualquier aterrizaje forzoso con un avión rápido y pesado, ya son bastante difíciles a la luz del día. Una negra noche los convertiría en algo absolutamente desagradable.

Si despego antes de mediodía, pensé, estaré en Austin, Texas, a las cinco, hora de allá; despegando otra vez a las seis, en Florida a las nueve y media, diez en punto de allá. ¿Queda algo de luz a las diez de la noche? Nada.

Oh, ¿y qué? Hasta entonces, el T había resultado ser un avión confiable; una pequeña y

misteriosa pérdida hidráulica era el único problema que no tenía solucionado. Pero se podía perder todo el fluido hidráulico sin que eso fuera un desastre. Los frenos de alta velocidad no fun­cionarían, los alerones serían difíciles de mover, los fre­nos de las ruedas estarían flojos. Pero se lo podía con­trolar.

En tanto terminaba de preparar la maleta y caminaba mentalmente hacia el viaje, hubo un levísimo presenti­miento. No me veía aterrizando en Florida. ¿Qué podía andar mal? ¿El tiempo? Había jurado no volver a volar bajo nubes de tormenta, de modo que,  probablemente, no me arriesgaría por ese lado. ¿Alguna falla en el sistema eléc­trico?

Eso podía ser un problema. Si perdía potencia eléc­trica en el T, perdería las bombas de presión adicional de combustible desde el ala principal y los tanques del borde de ataque; sólo quedarían los tanques en el extremo del ala y el combustible de fuselaje para seguir volando. En ese caso, casi todos los instrumentos dejan de funcionar. Fallan todos los equipos de radio y navegación. No hay frenos de velocidad ni hipersustentadores. Una falla eléctrica repre­senta un aterrizaje a alta velocidad, que requiere una pista larga. Y todas las luces están apagadas, por supuesto.

El generador, el sistema eléctrico no ha fallado nunca, no ha insinuado siquiera que piense fallar. Este avión no es el Mustang. ¿Por qué me preocupo?

     

Me senté en el borde de la cama, con los ojos cerrados. Me relajé y traté de visualizar el avión. Lo imaginé flotando delante de mí. Lo revisé tranquilamente del morro a la cola, buscando algo que pudiera estar mal. Aparecieron sólo al­gunos puntos sin importancia: una de las cubiertas tenía el dibujo gastado, también estaba gastada una grapa en la puerta de la cámara impelente, la ínfima pérdida hidráulica en medio del compartimiento de motores, que no habíamos localizado. Definitivamente, no había avisos telepáticos de que el sistema eléctrico, de que ningún sistema estuviera por estallar. Sin embargo, cuando trataba de imaginarme aterri­zando esa noche en Florida, no podía.

Claro. No iría a Florida. Aterrizaría en otra parte antes del oscurecer.

Aun así. No me imaginaba bajando del T-33 esa tarde, en ninguna parte. Debiera ser algo tan sencillo, ver eso en mi mente. Allí estoy, con el motor apagado; ¿lo ves, Richard? Estás apagando el motor en algún aeropuerto en donde aterrizaste.

No lo veía.

¿Y la aproximación final? ¿Al menos podrás ver el giro, la pista que se balancea majestuosamente, ascendien­do desde la tierra, el aterrizador bajo, tres imágenes de rueditas hacia abajo mostrando que está asegurado?

Nada.

Bueno, cuernos, pensé. Hoy no falla mi potencia eléctrica, sino mi potencia psíquica.

Alargué la mano hacia el teléfono y llamé al observatorio meteorológico. Buen tiempo en todo el trayecto hasta Nueva México, dijo la señorita; después encontraría un frente frío y nubes de tormenta con picos a doce mil metros. Podía pasarlas a doce mil quinientos metros, si el T lograba ascender tan alto. ¿Por qué no llegaba a verme aterrizando sano y salvo?

Una llamada más, al hangar.

—Hola, ¿Ted? Habla Richard. Estaré allí dentro de una hora, más o menos. ¿Quieres sacar el T y verificar que ten­ga los tanques llenos? El oxígeno está bien, el aceite también. No le vendría mal un cuarto litro de fluido hidráulico.

Desplegué mapas sobre la cama, tomé nota de las fre­cuencias de navegación, las direcciones, las altitudes que ne­cesitaría durante el vuelo. Computé los horarios en ruta, el combustible quemado. Ascenderíamos hasta los doce mil quinientos metros, si hacía falta, pero a duras penas.

Recogí mapas y equipaje, cancelé la cuenta del hotel y tomé un taxi para ir al aeropuerto. Será agradable visitar otra vez a mis damas, en Florida. Supongo que será agra­dable.

Ya cargado el equipaje en el avión, con doble cerra­dura las puertas del compartimiento

 Interior, trepé por las escalerillas hasta la cabina, saqué mi casco de su bolsa y lo colgué a mano. Difícil creerlo. En veinte minutos, este avión y yo estaremos ascendiendo a seis kilómetros de altura, acercándonos a la frontera de Arizona.

—¡ RICHARD! —chilló Ted, desde la puerta de la ofi­cina—. ¡TELEFONO! ¿QUIERES ATENDER?

— ¡NO! ¡DI QUE ME HE IDO! --Y entonces, sólo por curiosidad:— ¿QUIÉN ES?

Él preguntó al teléfono y volvió a gritar:

— ¡LESLIE PARRISH!

—¡QUE ESPERE UN MINUTO!

Dejé el casco y la máscara de oxígeno colgados y corrí a atender.

Cuando ella me recogió en el aeropuerto, estaban ponien­do en su lugar los cierres de seguridad del avión, las cubiertas del tubo de admisión y el de la tobera de exhaustación estaban en su sitio, cerrada la cabina transparente, y el gran apa­rato rodaba hacia el hangar para pasar allí otra noche.

Por eso no podía imaginarme aterrizando, pensé. ¡No podía visualizar ese futuro porque no iba a ocu­rrir!

Puesto el equipaje en la maletera, me deslicé en el asiento, junto a ella.

—Hola, pequeñísima wookie igual que todos los otros wookies sólo que muchísimo más pequeña —dije—. ¡Me alegro de verte! ¿Qué pasó con tu agenda, que se despejó de pronto?

Leslie conducía un coche de lujo de color arena, con tapizado de terciopelo. Después de ver la película donde aparecía el wookie, lo habíamos rebautizado Bantha, en recuerdo de una bestia de la arena, un mamut cubierto de pelusa, que aparecía en el mismo filme. El coche sé apar­tó suavemente del bordillo, llevándonos hacia un río de Banthas abigarrados que migraban a todas partes al mis­mo tiempo.

—Ya que tenemos tan poco tiempo para estar juntos, se me ocurrió que podía dejar algo para después. Eso sí: tengo que retirar algunas cosas de la Academia; luego quedo libre. ¿Adónde quieres llevarme a almorzar?

—A cualquier parte. A Magic Pan, si no está dema­siado lleno. ¿Dijiste que tenía un sector para no fumadores?

—A la hora del almuerzo habrá que esperar una hora. — ¿De cuánto tiempo disponemos?

—¿Cuánto tiempo quieres? —replicó ella—. ¿Para cenar, para ir al cine, para jugar al ajedrez, para conversar?

—¡Oh, qué dulce! ¿Cancelaste todos tus compromisos para hoy sólo por mí? No sabes lo mucho que te lo agra­dezco.

—No tienes nada que agradecer. Prefiero estar con un wookie visitante y no con otra persona. ¡Pero basta de crema de chocolate, basta de galletitas y basta de cosas malas! Tú

puedes comer cosas malas, si quieres, pero yo vuelvo a la dieta para purgar mis pecados.

En el trayecto le conté mi curiosa experiencia de esa mañana, sobre el avión extrasensorial y la inspección de vuelo, sobre las extrañas oportunidades anteriores en que habían sido notables por su exactitud.

Ella me escuchaba con cortesía, con atención, como siempre que yo le hablaba de experimentos con lo paranor­mal. Sin embargo, percibí detrás de esa cortesía que escu­chaba para buscar explicaciones a hechos e intereses que hasta entonces no se había atrevido a tener en cuenta. Es­cuchaba como si yo fuera algún cordial Leif Ericson, de vuelta con instantáneas de una tierra que ella conocía de oídas, aunque sin haberla explorado.

Estacionado el coche cerca de las oficinas de la Aca­demia de Artes Cinematográficas, me dijo:

—Vuelvo en menos de un minuto. ¿Quieres esperar o venir conmigo?

—Te espero. No te des prisa.

La observé desde lejos, en la multitud de mediodía que caminaba al sol. Estaba recatadamente vestida, pero ¡caramba, cómo se daban vuelta las cabezas! En un radio móvil de treinta metros a su alrededor, todos los machos aminoraban el paso para mirarla. El pelo, miel y trigo, volaba suelto y brillante, al apresurarse ella para aprove­char los últimos segundos de la señal de paso. Agradeció con la mano a un conductor que esperó para dejarla pa­sar; él le devolvió el saludo, bien recompensado.

Qué mujer cautivadora, pensé. Lástima que no sea­mos más parecidos.

Desapareció en el edificio; yo me tendí en el asiento y bostecé. Para aprovechar el tiempo, pensé, ¿por qué no concederme un descanso de toda una noche? Sólo haría falta un descanso auto hipnótico de cinco minutos.

Cerré los ojos, aspiré hondo una vez. Mi cuerpo está completamente relajado: ya. Otra aspiración. Mi mente está completamente relajada: ya. Otra. Estoy profundamente dormido: ya. Despertaré cuando Leslie regrese, tan fresco como tras ocho horas de sueño profundo y normal.

La auto hipnosis para el descanso es especialmente poderosa cuando uno ha dormido sólo un par de horas la noche anterior. Mi mente se hundió en la oscuridad; los ruidos de la calle se borraron. Atrapado en hondo alquitrán negro, el tiempo se detuvo. Y entonces, en medio de esa oscuridad renegrida.

¡ ¡LUZ!!

Como si una estrella cayera sobre mí, diez veces diez más brillante que el sol, y el estallido de su luz me dejara sordo.

Ni sombra ni color ni calor ni fulgor ni cuerpo ni cielo ni tierra ni espacio ni tiempo ni cosas ni gente ni palabras sólo

¡LUZ!

Floté en la gloria, aturdido. No es luz, comprendí, este inmenso incesante fulgor que estalla a través de lo que antes era yo. No es luz. La luz sólo representa, sólo simboliza otra cosa, más brillante que la luz. ¡Representa el Amor!, tan intenso que la idea de intensidad es una curiosa pluma de pensamiento junto al enorme amor que me tragó.

¡YO SOY!

¡TÚ ERES!

¡Y EL AMOR: ES LO UNICO: QUE IMPORTA!

El júbilo estalló a través de mí y me desgarré, átomo a átomo, en el amor que contenía, un palillo de fósforo caído en el sol. ¡Júbilo demasiado intenso para soportarlo por un solo instante más! Me ahogaba. ¡No, por favor!

En el momento en que lo pedí, el Amor retrocedió, se borró en la noche de Beverly Hills a mediodía, hemis­ferio norte tercer planeta estrella algo pequeña galaxia de menor

importancia universo menor diminuto giro de una concepción del espacio-tiempo imaginado. Yo era una microscópica forma de vida, infinitamente grande, que tropezaba entre bastidores en su teatro, echaba una mirada de un nanosegundo a su propia realidad y llegaba al borde de vaporizarse del susto.

Desperté en el Bantha, con el corazón palpitante y la cara bañada en lágrimas.

— ¡Ay! —dije, en voz alta—. ¡Ay, ay, ay!

¡Amor! ¡Tan intenso! Si era verde, sería un verde tan trascendentalmente verde que ni siquiera el Principio del Verde hubiera podido imaginarlo... como estar de pie en una enorme bola de, como estar de pie sobre el sol pero sin ser el sol, porque no había finales, no había hori­zontes en él, tan refulgente y SIN FULGOR, miré con los ojos abiertos lo más brillante... y sin embargo no tenía ojos NO PODIA SOPORTAR EL JUBILO de ese Amor.. .

Era como si dejara caer mi última vela en una caverna negra y, después de un rato, una amiga, para ayudarme a ver, encendiera una bomba de hidrógeno.

Junto a la luz, este mundo. . . junto a esa luz, la idea de vivir y morir es simplemente. . . irrelevante.

Me senté en al auto, parpadeando, tragando el aire. ¡Caray! Me llevó diez minutos de práctica aprender a respirar otra vez. ¿Qué. . . por qué. . .? ¡Ay!

Allí, un relámpago rubio-y-sonrisa por sobre la acera, cabezas vueltas entre la multitud para mirar, y un momen­to después, Leslie abrió la portezuela, amontonó sobres en el asiento y se deslizó tras el volante.

—Disculpa la demora, wook. Estaba repleto de gente. ¿No has muerto derretido aquí afuera?

—Leslie, tengo algo que contarte. Lo más... Acaba de pasar algo.

Se volvió, alarmada.

—Richard, ¿estás bien?

—¡Muy bien! —dije—. Muy bien muy bien muy bien. Traté de contarle, se lo dije en fragmentos y quedé callado.

—Estaba sentado allí, después de que te fuiste, cerré los ojos. . . Luz, pero no era luz. Más refulgente que la luz, pero sin fulgor, no hacía daño. AMOR, pero no esa palabra falsa y rota: ¡el Amor que ES! Como ningún otro amor que haya imaginado nunca. ¡Y EL AMOR! ¡ES TODO! ¡LO QUE IMPORTA! Palabras, pero no eran palabras, ni siquiera ideas. ¿Te ha pasado. . . lo sabes?

—Sí —dijo ella. Y después de pasar un largo instante recordando, prosiguió: —Allá arriba, en las estrellas, cuando dejé mi cuerpo. ¡Un ser-uno con la vida, con un uni­verso tan bello, un amor tan poderoso que la alegría me hizo llorar!

—Pero ¿por qué pasó? Yo sólo... yo iba a dormir una siestita hipnótica, como lo he hecho

cientos de veces! Esta vez, ¡PAU! ¿Puedes imaginar un júbilo tan grande que no le puedas soportar, que supliques por eliminarlo?

—        Sí —dijo ella—. Lo sé. . .

Pasamos un rato sentados, juntos, sin palabras. Por fin ella puso el Bantha en marcha y nos perdimos en el trán­sito, celebrando ya nuestro tiempo para estar juntos.

Pasamos un rato sentados, juntos, sin palabras. Por fin ella puso el Bantha en marcha y nos perdimos en el trán­sito, celebrando ya nuestro tiempo para estar juntos.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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