Cuánto
hay para aprender de ella, pensé. Lo que ha aprendido de la
celebridad, ¿la ha cambiado, la ha herido, la ha llevado a levantar
murallas, también? En ella había cierta confiada y positiva
aprehensión de la vida, que resultaba magnética y deliciosamente
atractiva. Había estado de pie sobre cumbres que yo sólo veía desde
muy lejos; había visto luces, conocía secretos que yo nunca había
descubierto.
—Pero no
me has contestado —observé—. Aparte de filmar, ¿cómo es la vida,
qué se siente al ser María Estrella?
Levantó
la mirada hacia mí, prevenida por un momento, confiada luego.
—Al
principio, una se entusiasma. Al principio una se siente distinta,
como si tuviera algo especial para ofrecer, y eso hasta puede
ser cierto. Luego recuerda que es la misma
persona
de siempre; La única diferencia radica en que, de pronto, tu foto
está por todas partes y se escriben columnas enteras sobre ti: quién
eres, qué has dicho, adónde irás ahora. Y la gente se detiene a
mirarte. Y eres una celebridad. Más exactamente, eres una
curiosidad. Entonces te dices: " ¡Yo no merezco tanta atención!"
Pensó con
cuidado sus palabras.
—
No eres tú lo que le interesa a la gente cuando te convierte en una
celebridad. Es otra cosa. Es lo que tú representas para ellos.
Cuando
una conversación se torna valiosa para nosotros se produce una
corriente de entusiasmo, la sensación de que hay potencias nuevas
creciendo deprisa. ¡Escucha con atención, Richard, que ella tiene
razón!
—Otras
personas creen saber lo que eres: hechizo, sexo, dinero, poder,
amor. Tal vez sea el sueño de un agente publicitario, que no tenga
relación alguna contigo; tal vez, algo que ni siquiera te gusta,
pero eso es lo que ellos creen que tú eres. La gente se precipita
hacia ti desde todos lados; cree poder conseguir esas cosas con sólo
tocarte. Como da miedo, levantas murallas alrededor de ti, gruesas
murallas de vidrio para poder pensar, para recobrar el aliento.
Sabes quién eres por dentro, pero la gente, desde afuera, ve algo
distinto. Puedes elegir entre convertirte en la imagen y dejar que
desaparezca quién tú eres, o continuar como eres y sentirte falso
cuando representas la imagen. También puedes renunciar. Yo me
preguntaba por qué, si ser estrella es tan maravilloso, hay tantos
borrachos, drogadictos, divorciados y suicidas en Villa Celebridad.
—Me miró sin reservas, desprotegida. —Decidí que no valía la pena.
He abandonado casi todo.
Yo
hubiera querido levantarla en vilo y abrazarla por ser tan franca
conmigo.
—Tú eres
el Escritor Famoso —dijo—. ¿También sientes lo mismo? ¿Tiene sentido
lo que te digo?
—Muchísimo sentido. Es mucho lo que necesito saber sobre este
asunto. ¿Te ha ocurrido ver publicadas en los periódicos cosas que
nunca dijiste?
Ella se
echó a reír.
—No sólo
cosas que una nunca dijo, sino cosas que nunca pensó, que nunca
creyó y que no le pasaría por la cabeza hacer. Un artículo sobre
una, con citas, palabra por palabra, inventado. Ficticio. Nunca
viste al periodista, no hubo siquiera una llamada telefónica. ¡Y
allí está, impreso! Una ruega que los lectores no crean en lo que
leen en algunos de esos diarios.
—Soy
nuevo en esto, pero tengo una teoría.
— ¿Cuál
es? —preguntó ella.
Le conté
mi idea de que las celebridades eran ejemplos a observar por el
resto de nosotros, mientras el mundo las sometía a prueba. No sonaba
tan claro como lo dicho por ella.
Torció la
cabeza hacia arriba y me sonrió. Noté que, al ponerse el sol, sus
ojos cambiaban de color: eran mar-y-luna.
—Es una
linda teoría. Ejemplos —dijo—. Pero todo el mundo es un ejemplo, ¿no
te parece? ¿Acaso no somos todos un retrato de lo que pensamos, de
todas las decisiones que hemos tomado hasta ahora?
—Cierto.
Pero no conozco a todo el mundo; los demás no me interesan, a menos
que los conozca personalmente, haya leído algo sobre ellos o los vea
en alguna pantalla. Hace tiempo vi algo por televisión: un
científico investigaba sobre qué hace sonar a un violín de
ese modo.
Y pensé: ¿Para qué necesita el mundo eso? Hay millones de personas
muriendo de hambre. ¿Para qué las investigaciones sobre los
violines? Y entonces pensé que no. El mundo necesita modelos, gente
que lleve una vida interesante, que aprenda cosas, que cambie la
música de nuestra época. ¿Qué hace la gente cuando no sufre pobreza,
crímenes, guerra? Necesitamos saber de personas que hayan hecho las
elecciones que también nosotros podemos hacer, para convertirnos en
seres humanos. De lo contrario, podemos tener toda la comida del
mundo ¿y con eso qué? ¡Modelos! ¡Nos encantan! ¿No te parece?
—Supongo
que sí —dijo ella—. Pero no me gusta esa palabra, modelo.
—
¿Por qué? —pregunté. Y de inmediato adiviné la respuesta. — ¿Eras
modelo, antes?
—
Si, en Nueva York —respondió ella, como si fuera un secreto
vergonzoso.
—¿Y qué
tiene de malo? ¡Una modelo es un ejemplo público de belleza
especial!
—Eso es
lo que tiene de malo. Es difícil vivir a la altura de esa imagen. A
María Estrella le da miedo.
— ¿Por
qué? ¿Qué cosa le da miedo?
—María
llegó a ser actriz porque en el estudio la encontraron muy bonita,
y desde entonces tiene miedo de que el mundo descubra que no es tan
bonita, que nunca lo fue. Ser modelo es muy feo. Cuando dices que
ella es un ejemplo público de belleza, para ella es peor.
—¡Pero
Leslie, si tú eres hermosa! —enrojecí—. Bueno, no hay ninguna duda
de que eres... de que eres... sumamente atractiva...
—Gracias,
pero lo que digas no importa. Lo que digas a ella no importa. María
cree que la belleza es una imagen creada para ella por otra persona.
Y es prisionera de la imagen. Hasta cuando va al mercado tiene que
estar bien maquillada y elegante. Si no, alguien la va a reconocer,
de seguro, y después dirá a sus amigos: " ¡Si la vieras
personalmente! ¡No es ni remotamente tan bonita como uno cree!" Y
María los habrá desilusionado. —Volvió a sonreír, algo triste.
—Todas las actrices de Hollywood, todas las mujeres hermosas que
conozco, viven fingiendo ser hermosas y temen que el mundo
descubra la verdad, tarde o temprano.
Yo
también.
Sacudí la
cabeza.
—Es una
locura. Están todas locas.
—El mundo
entero está loco, cuando de belleza se trata.
—Yo creo
que tú eres hermosa.
—Y yo
creo que tú eres loco.
—¿Es
cierto —le pregunté— que las mujeres hermosas llevan una vida
trágica?
Era lo
que yo había sacado en conclusión de mi Mujer Perfecta con sus
múltiples cuerpos. Tal vez no llegara a trágica, pero sí a difícil.
Nada envidiable. Dolorosa.
Ella lo
pensó por un momento.
—Si creen
que su belleza es ellas mismas —dijo—,se están buscando una vida
vacía. Cuando todo depende del aspecto exterior, una se pierde
mirándose al espejo y jamás se encuentra a sí misma.
—Tú
pareces haberte encontrado a ti misma.
—Si algo
encontré no fue por ser hermosa.
—Cuéntame.
Lo hizo y
yo escuché, el asombro convirtiéndose en estupefacción. La Leslie
que ella había encontrado no estaba en las películas, sino en el
movimiento pacifista, en la oficina de conferenciantes que ella
había formado y dirigido. La verdadera Leslie Parrish pronunciaba
discursos, libraba campañas políticas, luchaba contra un gobierno
norteamericano decidido a guerrear en Vietnam.
Mientras
yo piloteaba aviones de combate en la Fuerza Aérea, ella estaba
coordinando marchas pacifistas en la Costa Oeste.
Por haber
osado oponerse a la institución de la guerra, fue atacada por la ley
con gases lacrimógenos y asaltada por bandas derechistas. Más
adelante siguió, organizando actividades cada vez mayores, enormes
colectas.
Había
ayudado a elegir congresales y senadores, y hasta al nuevo alcalde
de Los Ángeles. Había sido delegada ante las convenciones
presidenciales.
Era
cofundadora de KVST-TV, una emisora de televisión de Los Ángeles en
la que se incluyeron poderes especiales para las minorías
sojuzgadas de la ciudad; al hacerse cargo de la televisora como
presidente, la empresa estaba en dificultades, fuertemente endeudada
y sin contar con un solo día más de paciencia por parte de los
acreedores. Las facturas se pagaron, a veces con el dinero que ella
ganaba trabajando en el cine, y la televisora sobrevivió. Comenzó a
prosperar. La gente observaba y escribía artículos en todo el país
sobre el noble experimento. Con el éxito vino la lucha por el
poder. La llamaron rica racista; fue despedida por los sojuzgados.
La KVST se retiró del aire el día en que ella se marchó; nunca más
volvió a transmitir. Aun en el presente, me dijo, no podía ver la
pantalla en blanco en Canal 68 sin sentir dolor.
María
Estrella pagó los gastos de Leslie Parrish. Devota desfacedora de
entuertos y cambiadora de mundos, Leslie había ido sola a reuniones
políticas, a horas avanzadas de la noche, en sectores de la ciudad
por los que yo no me animaba a pasar en avión a mediodía. Formó
parte de piquetes por los trabajadores agrícolas, manifestó por
ellos, por ellos juntó dinero. Miembro de la resistencia no
violenta, se había arrojado a algunas de las batallas más violentas
de la Norteamérica moderna.
Sin
embargo, se negaba a filmar escenas de desnudo. "No me sentaría
desnuda entre mis amigos, en mi propia sala, un domingo por la
tarde; ¿por qué debo hacerlo con un grupo de desconocidos en un
estudio de filmación? Para mí, hacer algo tan poco natural por
dinero habría sido prostitución."
Cuando
todos los papeles cinematográficos tuvieron su escena de desnudo,
dejó la carrera en el cine y pasó a la televisión.
Yo la
escuchaba como si el inocente pavo real que tocara en una pradera se
hubiese convertido en las fogaratas del infierno.
—Cierta
vez había una manifestación en Torrance, una marcha por la paz
—dijo—. Estaba todo planeado, teníamos la autorización. Unos pocos
días antes nos avisaron que los locos derechistas iban a disparar
contra uno de nuestros líderes si nos atrevíamos a manifestar allí.
Era demasiado tarde para cancelarlo...
—No es
demasiado tarde para cancelarlo —dije yo—. ¡No vayan!
—No
teníamos tiempo. Iba a venir demasiada gente, a la que no se le
podía avisar a
último
momento. Si aparecían unos pocos, solos contra esos locos, eso iba
a ser un asesinato. Así que llamamos a los periódicos y a las redes
de televisión; les dijimos: " ¡Vengan a ver cómo nos matan en
Torrance!" Y manifestamos, tomados del brazo con el hombre al que
habían amenazado con matar; lo rodeamos todos y manifestamos. Para
llegar a él habrían tenido que matar a todo el mundo.
—Y tú...
¿Dispararon contra ustedes?
—No.
Matarnos en cámara no era parte de su plan, supongo. —Suspiró al
recordar. — ¡Qué malos tiempos aquéllos!, ¿no?
No se me
ocurrió nada que decir. En ese momento, de pie en la fila, tenía
bajo mi brazo a una persona rara en mi vida: un ser humano al que
admiraba totalmente.
Yo, el
retraído, estaba pasmado por el contraste entre nosotros. Si otros
querían luchar y morir en la guerra o protestando contra la guerra,
yo había decidido que estaban en su derecho. El único mundo que me
importa es el mundo del individuo, el que cada uno crea para sí.
Antes hubiera tratado de cambiar la historia que dedicarme a la
política, tratar de convencer a otros para que escribieran cartas,
votaran, manifestaran o hicieran cualquier cosa que no tuvieran ya
ganas de hacer.
Ella es
tan diferente... ¿Por qué, entonces, este tremendo respeto?
—Estás
pensando algo muy importante —dijo ella, con una importante arruga
en el ceño.
—Sí.
Cierto. Muy cierto. —En ese momento la conocía tan bien, la quería
tanto, que le dije de qué se trataba. —Estaba pensando que es la
diferencia misma entre nosotros lo que te convierte en mi mejor
amiga.
—¿Eh?
—Tenemos
pocas cosas en común: el ajedrez, la crema de chocolate, la película
que ambos queremos hacer... Pero en cualquier otro aspecto somos tan
diferentes que no eres una amenaza para mí, como otras mujeres.
Ellas, a veces, tienen en la mente la esperanza de casarse. Para mí,
con un matrimonio fue suficiente. Nunca más.
La cola
avanzó un poquito. En menos de veinte minutos estaríamos dentro del
cine.
—A mí me
pasa lo mismo —dijo ella, riendo—. No quiero ser una amenaza para
ti, pero ésa es otra de las cosas que tenemos en común. Yo me
divorcié hace mucho tiempo. Antes de casarme apenas había salido
con alguien, así que, después del divorcio, me dediqué a salir con
hombres y hombres y más hombres. Es imposible conocer a alguien de
ese modo, ¿no te parece?
Se puede
conocer un poquito, pensé, pero mejor oigamos lo que piensa ella.
—He
salido con algunos de los hombres más inteligentes, encantadores y
ricos del mundo entero —dijo—, pero no me hicieron feliz. Casi todos
pasan a buscarte con un auto más grande que tu casa, vestidos con la
ropa adecuada, para llevarte al restaurante adecuado al que también
va toda la gente adecuada, y te sacan fotografías y todo parece muy
emocionante, divertido y ¡adecuado! Yo me decía: "Preferiría ir a
un buen restaurante y no al adecuado, usar la ropa que me gusta y no
lo que los diseñadores consideran in este año. Sobre todo,
prefiero una tranquila conversación o ir a caminar por el bosque."
Diferentes valores, supongo. Tenemos que manejarnos con una moneda
que tenga sentido para nosotros —dijo—; de lo contrario, todo el
éxito del mundo no nos hará bien, no nos dará felicidad. Si alguien
prometiera pagarte un millón de cualquier cosa por cruzar la calle,
y los cualquier cosa no tuvieran ningún valor para ti, ¿cruzarías la
calle?
Aunque te
prometieran cien millones de cualquier cosa, ¿qué? Yo pensaba así
con respecto a casi todo aquello a lo que se les da mucho valor en
Hollywood. Como si me estuviera manejando con cualquier cosa. Tenía
todo lo adecuado, pero de algún modo me sentía vacía, no lograba
interesarme. ¿Cuánto vale cualquier cosa?, me preguntaba. Vivía
temiendo que, si seguía concertando citas, tarde o temprano ganaría
el premio mayor de la lotería por millones de cualquier cosa.
— ¿A qué
te refieres?
—A que me
casaría con el señor Adecuado. Me pondría la ropa adecuada por el
resto de mi vida, recibiría en mi casa a toda la gente adecuada en
fiestas adecuadas: las fiestas de él. Él sería mi trofeo y yo, el
suyo. Pronto empezaríamos a quejarnos de que nuestro matrimonio
había perdido sentido, de que ya no había tanta intimidad entre
nosotros... cuando en realidad nunca habíamos gozado de sentido ni
de intimidad. Son dos las cosas a las que doy mucho valor: la
intimidad y la capacidad de regocijarse; al parecer, no figura en la
lista de los demás. Me sentía extranjera en una tierra extraña, y
decidí que era mejor no casarme con los naturales del lugar. Esa es
otra de las cosas que abandoné: las citas amorosas. Y ahora —dijo—,
¿quieres saber un secreto?
—Dime.
—¡Ahora
prefiero estar con mi amigo Richard antes que salir con quien sea!
— ¡Ohhhh!
—dije, y la abracé por eso, un tímido apretón con un solo brazo.
Leslie
era algo único en mi vida: una hermosa hermana por quien yo sentía
confianza y admiración, con quien pasaba noche tras noche ante un
tablero de ajedrez, pero ni un solo instante en la cama.
Entonces
le hablé de mi mujer perfecta, de lo bien que funcionaba la idea en
mi caso. Me di cuenta de que no estaba de acuerdo, pero me escuchó
con interés. Antes de que pudiera contestar, la cola entró en el
cine.
Ya dentro
del vestíbulo, lejos del frío, retiré el brazo y no volví a tocarla.
La
película que vimos esa noche fue una que veríamos once veces antes
de terminar el año. En ella había una gran criatura peluda, de ojos
azules, proveniente de otro planeta, copiloto en una nave espacial
estropeada. A esa criatura se la llamaba wookie. Lo amamos
coma si nosotros mismos fuéramos dos wookies, con nuestro propio
ídolo en pantalla.
En mi
siguiente vuelo a Los Ángeles, Leslie me esperaba en el aeropuerto.
En cuanto salí de la cabina me entregó una caja atada con cinta y
moño.
—Como sé
que detestas los regalos —dijo—, te traje uno.
—Yo nunca
te hago regalos —gruñí, simpáticamente—. Ese es mi regalo para ti:
no hacerte ninguno. ¿Por qué...?
—
Ábrelo —dijo.
—
Está bien. Por esta vez lo abro, pero...
—Ábrelo
—insistió, impaciente.
El regalo
era una máscara de wookie hecha con pelo de látex, tipo
pasamontañas, con agujeros a la altura de los ojos y dientes
parcialmente descubiertos: un perfecto retrato de nuestro héroe
cinematográfico.
—Leslie...
—dije. Me encantaba.
—Ahora
puedes excitar a todas tus amigas con esa cara peluda y suave.
Pontéela.
¿Aquí,
en el aeropuerto y en público, quieres que...?
—¡Oh,
póntela! Hazlo por mí.
A fuerza
de encanto había derretido mi hielo. Me puse la máscara para
complacerla, la obsequié con uno o dos rugidos de wookie, y ella rió
hasta las lágrimas. Yo también reí tras la máscara, pensando en
cuánto la quería.
—Vamos,
wookie —dijo ella, limpiándose las lágrimas, mientras me tomaba
impulsivamente de la mano—. Vamos a llegar tarde.
Fiel a su
palabra, se hizo cargo del volante hasta llegar a la MGM, donde
estaba terminando una película para televisión. Por el camino vi que
la gente me miraba asustada, así que me quité la máscara.
Para
quien nunca había estado en un escenario de grabación, era como
haber sido invitado al satélite Complejidad, que giraba en torno
del planeta Fecha-Tope. Cables. Tarimas, vigas, cámaras, plataformas
rodantes, vías, escalerillas, pasarelas y luces... un cielorraso
tan incrustado de enormes y pesadas luces que las vigas parecían
condenadas a quebrarse, allá arriba. Había hombres por doquier,
forcejeando con el equipo para ponerlo en posición, ajustándolo o
encaramados a él, esperando el siguiente timbre o el destello
luminoso.
Ella
salió de su camarín vestida con un traje de lamé dorado, o la mayor
parte de él, y se deslizó hacia mí por entre los cables y las tramas
del suelo, como si fueran diseños de una alfombra.
— ¿Ves
bien desde aquí?
—Por
supuesto.
Yo me
retorcía bajo la mirada de los utileros que la observaban; ella no
les prestaba atención. Yo me sentí nervioso, tímido, como un caballo
de la pradera en una jungla tropical; ella, como en su casa. Yo
tenía la sensación de que la temperatura andaba por los cuarenta
grados; ella estaba fresca, tranquila y despejada.
—¿Cómo
haces? ¿Cómo puedes actuar en medio de todo esto, con todo el mundo
mirando? Yo pensaba que actuar era algo privado, algo como...
—¡AHI
VAMOS! ¡ATENCION!
Los dos
hombres entraban apresuradamente al escenario con un árbol. Si ella
no me hubiera tocado en el hombro para hacerme dar un paso al
costado, la rama me habría hecho atravesar el costado de una calle
pintada
Me miró,
miró lo que para mí era un caos.
—Vamos a
tener que esperar muchísimo mientras preparan los efectos especiales
—dijo—. Ojalá no te aburras.
—¿Aburrirme? ¡Esto es fascinante! Y tú... tan fresca... ¿No te pones
ni un poquitito nerviosa por hacerlo bien?
Desde la
pasarela que cruzaba por sobre nosotros, un electricista miró hacia
abajo y comentó en voz alta, de punta a punta del techo.
—¡Qué
claras se ven hoy las montañas, George! ¡Bellísimas! Ah, qué tal,
señorita Parrish, ¿cómo le va, allá abajo?
Ella
levantó la vista y apretó el escote de lamé dorado contra el seno.
—Sigan
con lo suyo, ustedes —rió—. ¿No tienen otra cosa que hacer?
El
electricista me guiñó un ojo y sacudió la cabeza.
—Son las
compensaciones del que trabaja!
Ella
siguió, sin siquiera fruncir el ceño.
—El
productor está nervioso. Llevan un día y medio de demora. Tal vez
nos quedemos hasta tarde, esta noche, para compensar agregando
horas. Si te cansas y yo estoy en medio de algo, corre al hotel, que
yo te llamaré después, si no se hace demasiado tarde.
—Dudo que
me canse. Pero no dejes que te distraiga, si quieres estudiar tus
parlamentos...
Ella
sonrió.
—No hay
problema —dijo, mirando hacia el escenario—. Tengo que ir hacia
allá. Que te diviertas.
Junto a
la cámara, un hombre gritó:
—¡Primer
equipo! ¡A sus lugares, por favor!
¿Cómo era
posible que ella no estuviera siquiera algo tensa por la necesidad
de recordar su papel? Yo puedo dar gracias si recuerdo cosas
escritas por mí mismo sin leerlas muchas veces. ¿Y ella no se ponía
nerviosa, con tanto a memorizar?
Se inició
la grabación: una escena, otra, otra más. Ni una sola vez miró ella
su libreto. Yo me sentía como si fuera un espíritu amistoso,
observando el papel que ella representaba en el drama, sobre el
escenario. No olvidó una línea. Mientras la veía trabajar estaba
observando a una amiga que, al mismo tiempo, era una desconocida.
Sentía una aprensión
curiosa y
cálida: ¡Mi propia hermana, en medio de luces y cámaras!
¿Cambia
esto mis sentimientos hacia ella, pensé, verla allí?
Sí. Algo
mágico está ocurriendo. Ella posee habilidades y poderes que yo
nunca aprendí, que jamás aprenderé. No me habría gustado menos de no
ser actriz, pero me gusta más por serlo. Para mí siempre ha existido
cierta electricidad, cierto placer en encontrarme con personas
capaces de hacer lo que yo no puedo. Que Leslie fuera una de ellas
me daba placer, por cierto.
Al día
siguiente, en su oficina, le pedí un favor.
—¿Me
prestas el teléfono? Quiero llamar a la Sociedad de Escritores...
—Cinco,
cinco, cero, mil —dijo, distraídamente, mientras empujaba el
teléfono hacia mí, sin dejar de leer una propuesta financiera
llegada de Nueva York.
— ¿Qué es
eso?
Levantó
la vista.
—El
número telefónico de la Sociedad de Escritores.
—¿Lo
sabes de memoria?
—Aja.
— ¿Y cómo
es eso?
—Sé
muchísimos números. —Volvió a la propuesta.
— ¿Qué
quiere decir "Sé muchísimos números"?
—Que sé
muchísimos números —respondió ella, dulcemente.
—¿Y si
quisiera llamar... a los estudios Paramount? —pregunté, suspicaz.
—Cuatro,
seis, tres, cero, cien.
La miré
de reojo.
¿Un
buen restaurante?
—El Magic
Pan es bueno. Tiene una sección para no fumadores. Dos, siete,
cuatro, cinco, dos, dos, dos.
Tomé la
guía de teléfonos y busqué un abonado. —Sindicato de Actores en
Pantalla —dije.
—Ocho,
siete, seis, tres, cero, tres, cero. —Estaba bien
Comencé a
comprender.
—No me
digas que tienes... Leslie, el libreto de ayer. ¡No me digas que
tienes memoria fotográfica! ¿Te has memorizado... toda la guía de
teléfonos?
—No, no
tengo memoria fotográfica —dijo—. No veo, sólo recuerdo. Mis manos
recuerdan los números. Pregúntame un número y mírame las manos.
Abrí el
enorme libro, volví páginas.
— ¿Ciudad
de Los Ángeles, despacho del alcalde?
—Dos,
tres, tres, uno, cuatro, cinco, cinco.
Los dedos
de su mano derecha se movían como si estuviera marcando un número
en un teléfono a botonera, pero al revés, sacando los números en vez
de ponerlos.
—Dennis Weaver, el actor.
—Una de
las personas más dulces de Hollywood. ¿El número de su casa?
—Sí.
—Prometí
que jamás lo daría. ¿Y si te doy el de The Good Life, el
almacén de productos dietéticos de su esposa?
—Bueno.
—Nueve,
ocho, seis, ocho, siete, cinco, cero.
Busqué el
número; por supuesto, estaba bien otra vez.
—¡Leslie,
me estás asustando!
—No te
asustes, wookie. Es sólo algo curioso que me pasa. Cuando era
pequeña memorizaba música, y todas las matrículas de automóviles de
la ciudad. Cuando llegué a Hollywood empecé a memorizar libretos,
pasos de baile, números de teléfono, horarios, conversaciones,
cualquier cosa. El número de tu lindo jet amarillo es Uno Cinco
Cinco Equis. El teléfono de tu hotel es el dos, siete, ocho, tres,
tres, cuatro, cuatro. Tu cuarto, el dos, uno, ocho. Anoche, cuando
salíamos del estudio, me dijiste: "Hazme acordar que te cuente de mi
hermana, la que está en el espectáculo."
Yo
pregunté: "¿No puedo recordártelo ahora?" Y tú dijiste: "Si,
podrías, porque en realidad quiero hablarte de ella." Yo pregunté: "
¿La conoz...? —Se interrumpió, riéndose de mi estupefacción. —Me
estás mirando como si fuera un fenómeno de circo, Richard.
—Lo eres.
Pero me gustas, de cualquier modo.
—Tú
también me gustas —dijo.
Ese mismo
día, más tarde, mientras yo rescribía las últimas páginas de una
obra para televisión en la máquina de Leslie, ella salió al jardín
para atender sus flores. Aun en eso, qué diferentes éramos. Las
flores son cosas bonitas sí, pero dedicarles tanto tiempo, hacer que
dependan de uno, regarlas, alimentarlas, lavarlas y hacer por ellas
todo lo que necesitan las flores... La dependencia no va conmigo Yo
jamás sería jardinero. Ella jamás sería otra cosa.
Allí,
entre las plantas de su oficina, había estantes de libros que
reflejaban neblinas del arco iris que ella era.
Por
sobre el escritorio estaban las citas y las ideas que le
interesaban.
Nuestro
país, acertado o equivocado. Si acertado para mantenerlo así; si
equivocado, para corregirlo. —Car. Schurz.
No fumar,
aquí ni en ningún lado.
El
hedonismo no es divertido.
Tiemblo
por mi país cuando pienso que Dios es justo —Thomas Jefferson.
¿Y si
dieran una guerra y nadie fuera?
Es la
última frase era una cita de sí misma. La había hecho imprimir como
calcomanía para pegar en los paragolpes. Después, el movimiento
pacifista la había tomado para esparcirla, veloz como la televisión,
por todo el mundo
Yo las
estudiaba de tanto en tanto, entre párrafos de mi libreto. La
conocía mejor con cada golpe de pala, con cada chasquido de las
tijeras, con cada rasguño del rastrillo en su jardín y el apagado
siseo del agua en las mangueras, que calmaba suavemente la sed de su
familia floral.
Ella
conocía y amaba a cada capullo por separado.
Diferente
diferente diferente, pensé, concluyendo el último párrafo. Pero
¡caramba, cómo admiro a esa mujer ¿Cuándo tuve otra amiga como ella,
a pesar de las diferencias?
Me
levanté para desperezarme. Crucé la cocina hasta la puerta lateral,
que daba al jardín. Estaba de espaldas a mí regando los canteros,
con la cabellera recogida en una cola de caballo para trabajar. Me
acerqué silenciosamente y me detuve a un par de metros. Ella le
cantaba suavemente al gato.
Pelusalorium,
mi gato viejo,
te
quiero mucho, nunca te dejo.
Si te
vas tú, no vayas lejos...
Por lo
visto, al gato le gustaba la canción, pero era un momento demasiado
íntimo para que yo estuviera allí, invisible, de modo que hablé como
si acabara de llegar.
— ¿Cómo
están tus flores?