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El Puente Hacia El Infinito

Capitulo 14

Richard Bach

 

CAPITULO 14

—El jet Uno Cinco Cinco Equis —dije, apretando el botón del micrófono—, fuera de altura de vuelo tres cinco cero para dos siete cero, pide autorización para descender.

Miré hacia abajo por sobre mi máscara de oxígeno, once kilómetros hasta el desierto vespertino de California del Sur, revisando el cielo claro de abajo con un giro largo y lento.

Técnicamente, volaba hacia el oeste para dar una con­ferencia de un día entero en la universidad de Los Ángeles. Pero me alegraba haber llegado con algunos días de anti­cipación.

—De acuerdo Cinco Cinco Equis —dijo el Centro de Los Ángeles—. Despejado hasta dos cinco cero, más abajo dentro de poco.

Bajar a seiscientos kilómetros por hora no era bas­tante. Quería dejar esa cosa en el suelo y ver a Leslie, a mayor velocidad de la que ningún avión podía darme.

—Cinco Cinco Equis, tiene despejado hasta uno seis mil.

Me di por enterado, incliné el morro del avión aun más y le di mayor velocidad. La aguja del altímetro giró brus­camente hacia abajo.

—Jet Cinco Cinco Equis pasa a nivel de vuelo uno ocho cero —dije— y cancelo I.F.

—De acuerdo, Cinco Equis, está cancelado a cero cinco.

 Buenos días.

Todavía tenía en la cara las marcas de la máscara de, oxígeno cuando golpeé la puerta de su casa, en los márgenes de Beverly Hills. Una orquesta sinfónica atronaba el inte­rior, por el sistema de sonido; temblaba la pesada puerta. Toqué el timbre y la música se acalló. Y allí estaba ella, ojos de mar y sol, chisporroteando saludos. Ningún contacto, ni siquiera un apretón de mano, y a ninguno de los dos le pareció extraño.

—        Tengo una sorpresa para ti —dijo, sonriendo para sus adentros con sólo pensarlo.

—        Leslie, detesto las sorpresas. Lamento no habértelo dicho antes, pero detesto las sorpresas total y completamen­te, y desprecio los regalos. Cuando quiero algo, me lo com­pro. Si no lo tengo, no lo quiero. Por lo tanto, por defini­ción —dije, presentándole las cosas pulcra y definitivamen­te—, cuando me regalas algo me estás dando una cosa que no quiero. No tienes problemas en devolverlo, ¿verdad?

Ella entró en la cocina; su cabellera salpicaba luces sobre los hombros, a lo largo de la espalda. Al encuentro, para interceptarla, le salió su viejo gato, convencido de que era hora de cenar.

—Todavía no —le dijo ella, suavemente—. Todavía no hay cena para el pelusalorium. Me asombra que no se te haya ocurrido comprar uno —agregó mirándome por sobre su hombro, con una sonrisa, para demostrarme que no la había ofendido—. Deberías tenerlo, pero si no lo quieres, puedes tirarlo. Toma.

El regalo no estaba envuelto. Era una escudilla grande y simple, barata, muy barata, que   tenía un cerdo pintado en el interior.

—¡Leslie! ¡Si hubiera visto esto no habría dejado de comprarlo! ¡Es deslumbrante!

¿Cómo se llama esta bellí­sima... cosa?

—¡Ya sabía que te iba a gustar! Es un bol-cerdito. Y viene con una... ¡cuchara-cerdito!

Había una cuchara en mi mano, una cuchara de acero, barata también, con el retrato de un cerdo anónimo grabado en el mango. —Y ahora, sí te fijas en la heladera...
Abrí la gruesa puerta. Allí había un tambor con nueve kilos de helado y un recipiente de un litro, rotulado CREMA DE CHOCOLATE PARA CALENTAR, cada uno con cinta roja y moño. Una neblina fría se elevaba sua­vemente de la escarcha depositada en el tambor, para caer silenciosamente al suelo, en cámara lenta.

—        ¡Leslie!

—¿Sí, Cerdito?

—Tú... yo... ¿Te parece que...?

Se echó a reír, tanto de sí misma, por el loco capri­cho de su ocurrencia, como por el ruido que hacía mi mente al girar sus ruedas sobre hielo.

No era lo presente lo que me dejaba sin palabras, sino lo imprevisible de que ella, que sólo comía cereales integrales y una ensalada escasa, llenara su congelador de dulces extravagantes sólo para verme tropezar y quedar aturdido.

Saqué trabajosamente aquella tina de helado y la puse sobre la mesa de la cocina; retiré la tapa. Llena hasta los bordes. Helado de crema con granizado de chocolate.

—Espero que tengas otra cuchara para ti —dije, seve­ramente, mientras hundía la cuchara-cerdo en la nieve cre­mosa—. Has cometido una acción inconcebible, pero a lo hecho, pecho. No nos queda otro remedio que deshacernos del cuerpo del delito. Vamos. Come.

Ella sacó una diminuta cuchara de un cajón.

—        ¿No quieres la crema de chocolate caliente? ¿Ya no te gusta?

—Me enloquece. Pero a partir de hoy, ni tú ni yo que­rremos ver la crema de chocolate siquiera por escrito, por el resto de nuestra vida.

Nadie actúa fuera de lo que característicamente es, me dije, mientras ponía cucharadas de aquella masa en una cacerola, para calentar. ¿Acaso ella era característicamente imprevisible? ¡Qué tonto había sido al pensar que la co­nocía!

Me di vuelta. Ella me estaba mirando, con la cuchara en la mano. Sonreía.

—¿Es cierto que puedes caminar sobre el agua? —pre­guntó—. ¿Cómo hiciste en el libro con Donald Shimoda?

—Por supuesto. Y tú también. Todavía no lo he hecho por mi cuenta, en este espacio-tiempo. En esta mi presente concepción de espacio-tiempo. Se hace complicado, ¿te das cuenta? Pero estoy trabajando en eso. —Revol­ví la crema de chocolate, pegada a la cuchara en un terrón de cuarto kilo. — ¿Alguna vez estuviste fuera de tu cuerpo?

Ella no parpadeó ante la pregunta ni me pidió que me explicara.

—Dos veces. Una, en México. Y otra en el Valle de la Muerte, en la cima de una colina, por la noche, bajo las estrellas. Me incliné hacia atrás para mirarlas y caí hacia arriba, entre las estrellas...

De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas. Hablé en voz baja:

—¿Recuerdas lo fácil que era, cuando estabas en las estrellas? ¿Qué natural, qué simple y correcto era, real como llegar a tu casa, liberarte de tu cuerpo?

—Sí.

—Caminar sobre el agua es lo mismo. Es un poder que poseemos... es el subproducto de

un poder que poseemos. Fácil, natural. Tenemos que estudiar mucho y acordarnos de no usar ese poder; de lo contrario, las limitaciones de la vida en la tierra se vuelven muy discordantes y nada confiables, y no nos concentramos en nuestras lecciones. Lo malo es que aprendemos tan bien a decirnos que no vamos a usar nuestros verdaderos poderes que, al cabo de un tiempo, pensamos que no podemos. Por allá, con Shimoda, no había preguntas. Cuando él ya no estuvo conmigo, dejé de practicar. Creo que con sólo probar un poquito de eso se llega lejos.

—        Como con la crema de chocolate.

La miré con atención. ¿Se estaba burlando de mí? El chocolate comenzaba a burbujear en la cacerola.

—No. La crema de chocolate llega mucho más lejos que el recordar las realidades espirituales básicas. ¡La crema de chocolate es AQUI! La crema de chocolate no amenaza nuestra cómoda visión del mundo. ¡La crema de chocolate es AHORA! ¿Estás lista para comer un poco de crema de chocolate?

—Un poquitito, nada más.

Cuando terminamos el postre se nos había hecho tarde. Tuvimos que hacer doscientos metros de fila para sacarlas entradas para el cine. El viento venía del mar, enfriando la noche. Como no quería que ella tuviera frío, la rodeé con un brazo.

—Gracias —dijo—. No pensé que estaríamos tanto tiem­po afuera. ¿Tienes frío?

—No, nada —dije—. Nada de frío.

Conversamos sobre la película que íbamos a ver; la mayor parte de la conversación corrió por cuenta de ella, mientras yo escuchaba; qué buscar, cómo darse cuenta dón­de se malgasta dinero en una película y dónde se lo ahorra. Ella detestaba malgastar dinero. Mientras hacíamos cola empezamos a hablar también de otras cosas.

—        ¿Cómo es ser actriz, Leslie? Siempre he querido saberlo.

—Ah, María Estrella —dijo ella, riéndose de sí misma—. ¿Te interesa, de verdad?

—        Sí. Para mí es un misterio. ¿Qué clase de vida se lleva?

—        Depende. A veces es estupenda, con un buen libreto y gente buena, que realmente quiera hacer algo valioso. Eso es poco común. El resto es sólo trabajo. La mayor parte no representa mucha contribución a la raza humana, me temo. —Me miró una pregunta. —¿No sabes cómo es eso? ¿Nunca estuviste en un set?

—        Sólo en exteriores. En el estudio nunca.

—        ¿Quieres venir a ver, la próxima vez que grabe?

—        ¡Sí! ¡Gracias!

     

Cuánto hay para aprender de ella, pensé. Lo que ha aprendido de la celebridad, ¿la ha cambiado, la ha herido, la ha llevado a levantar murallas, también? En ella había cierta confiada y positiva aprehensión de la vida, que resul­taba magnética y deliciosamente atractiva. Había estado de pie sobre cumbres que yo sólo veía desde muy lejos; había visto luces, conocía secretos que yo nunca había descu­bierto.

—Pero no me has contestado —observé—. Aparte de fil­mar, ¿cómo es la vida, qué se siente al ser María Estrella?

Levantó la mirada hacia mí, prevenida por un mo­mento, confiada luego.

—Al principio, una se entusiasma. Al principio una se siente distinta, como si tuviera algo  especial para ofrecer, y eso hasta puede ser cierto. Luego recuerda que es la misma

persona de siempre; La única diferencia radica en que, de pronto, tu foto está por todas partes y se escriben columnas enteras sobre ti: quién eres, qué has dicho, adónde irás ahora. Y la gente se detiene a mirarte. Y eres una celebridad. Más exactamente, eres una curiosidad. Entonces te dices: " ¡Yo no merezco tanta atención!"

Pensó con cuidado sus palabras.

—        No eres tú lo que le interesa a la gente cuando te convierte en una celebridad. Es otra cosa. Es lo que tú repre­sentas para ellos.

Cuando una conversación se torna valiosa para noso­tros se produce una corriente de entusiasmo, la sensación de que hay potencias nuevas creciendo deprisa. ¡Escucha con atención, Richard, que ella tiene razón!

—Otras personas creen saber lo que eres: hechizo, sexo, dinero, poder, amor. Tal vez sea el sueño de un agente publi­citario, que no tenga relación alguna contigo; tal vez, algo que ni siquiera te gusta, pero eso es lo que ellos creen que tú eres. La gente se precipita hacia ti desde todos lados; cree poder conseguir esas cosas con sólo tocarte. Como da miedo, levantas murallas alrededor de ti, gruesas murallas de vidrio para poder pensar, para recobrar el aliento. Sabes quién eres por dentro, pero la gente, desde afuera, ve algo distinto. Puedes elegir entre convertirte en la imagen y dejar que desaparezca quién tú eres, o continuar como eres y sen­tirte falso cuando representas la imagen. También puedes renunciar. Yo me preguntaba por qué, si ser estrella es tan maravilloso, hay tantos borrachos, drogadictos, divorciados y suicidas en Villa Celebridad. —Me miró sin reservas, desprotegida. —Decidí que no valía la pena. He abandonado casi todo.

Yo hubiera querido levantarla en vilo y abrazarla por ser tan franca conmigo.

—Tú eres el Escritor Famoso —dijo—. ¿También sientes lo mismo? ¿Tiene sentido lo que te digo?

—Muchísimo sentido. Es mucho lo que necesito saber sobre este asunto. ¿Te ha ocurrido ver publicadas en los periódicos cosas que nunca dijiste?

Ella se echó a reír.

—No sólo cosas que una nunca dijo, sino cosas que nunca pensó, que nunca creyó y que no le pasaría por la cabeza hacer. Un artículo sobre una, con citas, palabra por palabra, inventado. Ficticio. Nunca viste al periodista, no hubo siquiera una llamada telefónica. ¡Y allí está, impre­so! Una ruega que los lectores no crean en lo que leen en algunos de esos diarios.

—Soy nuevo en esto, pero tengo una teoría.

— ¿Cuál es? —preguntó ella.

Le conté mi idea de que las celebridades eran ejemplos a observar por el resto de nosotros, mientras el mundo las sometía a prueba. No sonaba tan claro como lo dicho por ella.

Torció la cabeza hacia arriba y me sonrió. Noté que, al ponerse el sol, sus ojos cambiaban de color: eran mar-y-luna.

—Es una linda teoría. Ejemplos —dijo—. Pero todo el mundo es un ejemplo, ¿no te parece? ¿Acaso no somos todos un retrato de lo que pensamos, de todas las decisiones que hemos tomado hasta ahora?

—Cierto. Pero no conozco a todo el mundo; los demás no me interesan, a menos que los conozca personalmente, haya leído algo sobre ellos o los vea en alguna pantalla. Hace  tiempo vi algo por televisión: un científico investigaba sobre qué hace sonar a un violín de

ese modo. Y pensé: ¿Para qué necesita el mundo eso? Hay millones de personas muriendo de hambre. ¿Para qué las investigaciones sobre los violines? Y entonces pensé que no. El mundo necesita modelos, gente que lleve una vida interesante, que aprenda cosas, que cambie la música de nuestra época. ¿Qué hace la gente cuando no sufre pobreza, crímenes, guerra? Necesitamos saber de personas que hayan hecho las elecciones que también nosotros podemos hacer, para convertirnos en seres huma­nos. De lo contrario, podemos tener toda la comida del mundo ¿y con eso qué? ¡Modelos! ¡Nos encantan! ¿No te parece?

—Supongo que sí —dijo ella—. Pero no me gusta esa palabra, modelo.

—        ¿Por qué? —pregunté. Y de inmediato adiviné la respuesta. — ¿Eras modelo, antes?

—        Si, en Nueva York —respondió ella, como si fuera un secreto vergonzoso.

—¿Y qué tiene de malo? ¡Una modelo es un ejemplo público de belleza especial!

—Eso es lo que tiene de malo. Es difícil vivir a la altura de esa imagen. A María Estrella le da miedo.

— ¿Por qué? ¿Qué cosa le da miedo?

—María llegó a ser actriz porque en el estudio la encon­traron muy bonita, y desde entonces tiene miedo de que el mundo descubra que no es tan bonita, que nunca lo fue. Ser modelo es muy feo. Cuando dices que ella es un ejemplo público de belleza, para ella es peor.

—¡Pero Leslie, si tú eres hermosa! —enrojecí—. Bueno, no hay ninguna duda de que eres... de que eres... sumamente atractiva...

—Gracias, pero lo que digas no importa. Lo que digas a ella no importa. María cree que la belleza es una imagen creada para ella por otra persona. Y es prisionera de la imagen. Hasta cuando va al mercado tiene que estar bien maquillada y elegante. Si no, alguien la va a reconocer, de seguro, y después dirá a sus amigos: " ¡Si la vieras perso­nalmente! ¡No es ni remotamente tan bonita como uno cree!" Y María los habrá desilusionado. —Volvió a sonreír, algo triste. —Todas las actrices de Hollywood, todas las mu­jeres hermosas que conozco, viven fingiendo ser hermosas y temen que el mundo descubra la verdad, tarde o temprano.

 Yo también.

Sacudí la cabeza.

—Es una locura. Están todas locas.

—El mundo entero está loco, cuando de belleza se trata.

—Yo creo que tú eres hermosa.

—Y yo creo que tú eres loco.

—¿Es cierto —le pregunté— que las mujeres hermosas llevan una vida trágica?

Era lo que yo había sacado en conclusión de mi Mujer Perfecta con sus múltiples cuerpos. Tal vez no llegara a trá­gica, pero sí a difícil. Nada envidiable. Dolorosa.

Ella lo pensó por un momento.

—Si creen que su belleza es ellas mismas —dijo—,se están buscando una vida vacía. Cuando todo depende del aspecto exterior, una se pierde mirándose al espejo y jamás se encuentra a sí misma.

—Tú pareces haberte encontrado a ti misma.

—Si algo encontré no fue por ser hermosa.

—Cuéntame.

Lo hizo y yo escuché, el asombro convirtiéndose en estupefacción. La Leslie que ella había encontrado no estaba en las películas, sino en el movimiento pacifista, en la oficina de conferenciantes que ella había formado y diri­gido. La verdadera Leslie Parrish pronunciaba discursos, libraba campañas políticas, luchaba contra un gobierno norteamericano decidido a guerrear en Vietnam.

Mientras yo piloteaba aviones de combate en la Fuerza Aérea, ella estaba coordinando marchas pacifistas en la Costa Oeste.

Por haber osado oponerse a la institución de la guerra, fue atacada por la ley con gases lacrimógenos y asaltada por bandas derechistas. Más adelante siguió, organizando activi­dades cada vez mayores, enormes colectas.

Había ayudado a elegir congresales y senadores, y hasta al nuevo alcalde de Los Ángeles. Había sido delegada ante las convenciones presidenciales.

Era cofundadora de KVST-TV, una emisora de televi­sión de Los Ángeles en la que se incluyeron poderes espe­ciales para las minorías sojuzgadas de la ciudad; al hacerse cargo de la televisora como presidente, la empresa estaba en dificultades, fuertemente endeudada y sin contar con un solo día más de paciencia por parte de los acreedores. Las facturas se pagaron, a veces con el dinero que ella ganaba trabajando en el cine, y la televisora sobrevivió. Comenzó a prosperar. La gente observaba y escribía artículos en todo el país sobre el noble experimento. Con el éxito vino la lu­cha por el poder. La llamaron rica racista; fue despedida por los sojuzgados. La KVST se retiró del aire el día en que ella se marchó; nunca más volvió a transmitir. Aun en el presente, me dijo, no podía ver la pantalla en blanco en Canal 68 sin sentir dolor.

María Estrella pagó los gastos de Leslie Parrish. Devota desfacedora de entuertos y cambiadora de mundos, Leslie había ido sola a reuniones políticas, a horas avanzadas de la noche, en sectores de la ciudad por los que yo no me ani­maba a pasar en avión a mediodía. Formó parte de piquetes por los trabajadores agrícolas, manifestó por ellos, por ellos juntó dinero. Miembro de la resistencia no violenta, se había arrojado a algunas de las batallas más violentas de la Norte­américa moderna.

Sin embargo, se negaba a filmar escenas de desnudo. "No me sentaría desnuda entre mis amigos, en mi propia sala, un domingo por la tarde; ¿por qué debo hacerlo con un grupo de desconocidos en un estudio de filmación? Para mí, hacer algo tan poco natural por dinero habría sido prostitución."

Cuando todos los papeles cinematográficos tuvieron su escena de desnudo, dejó la carrera en el cine y pasó a la televisión.

Yo la escuchaba como si el inocente pavo real que tocara en una pradera se hubiese convertido en las fogaratas del infierno.

—Cierta vez había una manifestación en Torrance, una marcha por la paz —dijo—. Estaba todo planeado, teníamos la autorización. Unos pocos días antes nos avisaron que los locos derechistas iban a disparar contra uno de nuestros lí­deres si nos atrevíamos a manifestar allí. Era demasiado tarde para cancelarlo...

—No es demasiado tarde para cancelarlo —dije yo—. ¡No vayan!

—No teníamos tiempo. Iba a venir demasiada gente, a la que no se le podía avisar a

último momento. Si apa­recían unos pocos, solos contra esos locos, eso iba a ser un asesinato. Así que llamamos a los periódicos y a las redes de televisión; les dijimos: " ¡Vengan a ver cómo nos matan en Torrance!" Y manifestamos, tomados del brazo con el hombre al que habían amenazado con matar; lo rodeamos todos y manifestamos. Para llegar a él habrían tenido que matar a todo el mundo.

—Y tú... ¿Dispararon contra ustedes?

—No. Matarnos en cámara no era parte de su plan, supongo. —Suspiró al recordar. — ¡Qué malos tiempos aqué­llos!, ¿no?

No se me ocurrió nada que decir. En ese momento, de pie en la fila, tenía bajo mi brazo a una persona rara en mi vida: un ser humano al que admiraba totalmente.

Yo, el retraído, estaba pasmado por el contraste entre nosotros. Si otros querían luchar y morir en la guerra o protestando contra la guerra, yo había decidido que estaban en su derecho. El único mundo que me importa es el mundo del individuo, el que cada uno crea para sí. Antes hubiera tratado de cambiar la historia que dedicarme a la política, tratar de convencer a otros para que escribieran cartas, vo­taran, manifestaran o hicieran cualquier cosa que no tuvie­ran ya ganas de hacer.

Ella es tan diferente... ¿Por qué, entonces, este tre­mendo respeto?

—Estás pensando algo muy importante —dijo ella, con una importante arruga en el ceño.

—Sí. Cierto. Muy cierto. —En ese momento la conocía tan bien, la quería tanto, que le dije de qué se trataba. —Estaba pensando que es la diferencia misma entre nosotros lo que te convierte en mi mejor amiga.

—¿Eh?

—Tenemos pocas cosas en común: el ajedrez, la crema de chocolate, la película que ambos queremos hacer... Pero en cualquier otro aspecto somos tan diferentes que no eres una amenaza para mí, como otras mujeres. Ellas, a veces, tienen en la mente la esperanza de casarse. Para mí, con un matrimonio fue suficiente. Nunca más.

La cola avanzó un poquito. En menos de veinte mi­nutos estaríamos dentro del cine.

—A mí me pasa lo mismo —dijo ella, riendo—. No quiero ser una amenaza para ti, pero ésa es otra de las cosas que tenemos en común. Yo me divorcié hace mucho tiem­po. Antes de casarme apenas había salido con alguien, así que, después del divorcio, me dediqué a salir con hom­bres y hombres y más hombres. Es imposible conocer a alguien de ese modo, ¿no te parece?

Se puede conocer un poquito, pensé, pero mejor oi­gamos lo que piensa ella.

—He salido con algunos de los hombres más inteligen­tes, encantadores y ricos del mundo entero —dijo—, pero no me hicieron feliz. Casi todos pasan a buscarte con un auto más grande que tu casa, vestidos con la ropa adecuada, para llevarte al restaurante adecuado al que también va toda la gente adecuada, y te sacan fotografías y todo parece muy emocionante, divertido y ¡adecuado! Yo me decía: "Prefe­riría ir a un buen restaurante y no al adecuado, usar la ropa que me gusta y no lo que los diseñadores consideran in este año. Sobre todo, prefiero una tranquila conversación o ir a caminar por el bosque." Diferentes valores, supongo. Tenemos que manejarnos con una moneda que tenga sentido para nosotros —dijo—; de lo contrario, todo el éxito del mundo no nos hará bien, no nos dará felicidad. Si al­guien prometiera pagarte un millón de cualquier cosa por cruzar la calle, y los cualquier cosa no tuvieran ningún valor para ti, ¿cruzarías la calle?

Aunque te prometieran cien millones de cualquier cosa, ¿qué? Yo pensaba así con respecto a casi todo aquello a lo que se les da mucho valor en Hollywood. Como si me estuviera manejando con cual­quier cosa. Tenía todo lo adecuado, pero de algún modo me sentía vacía, no lograba interesarme. ¿Cuánto vale cualquier cosa?, me preguntaba. Vivía temiendo que, si seguía concertando citas, tarde o temprano ganaría el pre­mio mayor de la lotería por millones de cualquier cosa.

— ¿A qué te refieres?

—A que me casaría con el señor Adecuado. Me pondría la ropa adecuada por el resto de mi vida, recibiría en mi casa a toda la gente adecuada en fiestas adecuadas: las fiestas de él. Él sería mi trofeo y yo, el suyo. Pronto empezaríamos a quejarnos de que nuestro matrimonio había perdido senti­do, de que ya no había tanta intimidad entre nosotros... cuando en realidad nunca habíamos gozado de sentido ni de intimidad. Son dos las cosas a las que doy mucho valor: la intimidad y la capacidad de regocijarse; al parecer, no figura en la lista de los demás. Me sentía extranjera en una tierra extraña, y decidí que era mejor no casarme con los naturales del lugar. Esa es otra de las cosas que abandoné: las citas amorosas. Y ahora —dijo—, ¿quieres saber un secreto?

—Dime.

—¡Ahora prefiero estar con mi amigo Richard antes que salir con quien sea!

— ¡Ohhhh! —dije, y la abracé por eso, un tímido apre­tón con un solo brazo.

Leslie era algo único en mi vida: una hermosa hermana por quien yo sentía confianza y admiración, con quien pasa­ba noche tras noche ante un tablero de ajedrez, pero ni un solo instante en la cama.

Entonces le hablé de mi mujer perfecta, de lo bien que funcionaba la idea en mi caso. Me di cuenta de que no estaba de acuerdo, pero me escuchó con interés. Antes de que pudiera contestar, la cola entró en el cine.

Ya dentro del vestíbulo, lejos del frío, retiré el brazo y no volví a tocarla.

La película que vimos esa noche fue una que veríamos once veces antes de terminar el año. En ella había una gran criatura peluda, de ojos azules, proveniente de otro planeta, copiloto en una nave espacial estropeada. A esa criatura se la llamaba wookie. Lo amamos coma si nosotros mismos fuéramos dos wookies, con nuestro propio ídolo en pantalla.

En mi siguiente vuelo a Los Ángeles, Leslie me espera­ba en el aeropuerto. En cuanto salí de la cabina me entregó una caja atada con cinta y moño.

—Como sé que detestas los regalos —dijo—, te traje uno.

—Yo nunca te hago regalos —gruñí, simpáticamente—. Ese es mi regalo para ti: no hacerte ninguno. ¿Por qué...?

—        Ábrelo —dijo.

—        Está bien. Por esta vez lo abro, pero...

—Ábrelo —insistió, impaciente.

El regalo era una máscara de wookie hecha con pelo de látex, tipo pasamontañas, con agujeros a la altura de los ojos y dientes parcialmente descubiertos: un perfecto retrato de nuestro héroe cinematográfico.

—Leslie... —dije. Me encantaba.

—Ahora puedes excitar a todas tus amigas con esa cara peluda y suave. Pontéela.

 ¿Aquí, en el aeropuerto y en público, quieres que...?

—¡Oh, póntela! Hazlo por mí.

A fuerza de encanto había derretido mi hielo. Me puse la máscara para complacerla, la obsequié con uno o dos rugidos de wookie, y ella rió hasta las lágrimas. Yo también reí tras la máscara, pensando en cuánto la quería.

—Vamos, wookie —dijo ella, limpiándose las lágrimas, mientras me tomaba impulsivamente de la mano—. Vamos a llegar tarde.

Fiel a su palabra, se hizo cargo del volante hasta llegar a la MGM, donde estaba terminando una película para televisión. Por el camino vi que la gente me miraba asustada, así que me quité la máscara.

Para quien nunca había estado en un escenario de gra­bación, era como haber sido invitado al satélite Compleji­dad, que giraba en torno del planeta Fecha-Tope. Cables. Tarimas, vigas, cámaras, plataformas rodantes, vías, esca­lerillas, pasarelas y luces... un cielorraso tan incrustado de enormes y pesadas luces que las vigas parecían condenadas a quebrarse, allá arriba. Había hombres por doquier, force­jeando con el equipo para ponerlo en posición, ajustándolo o encaramados a él, esperando el siguiente timbre o el destello luminoso.

Ella salió de su camarín vestida con un traje de lamé dorado, o la mayor parte de él, y se deslizó hacia mí por entre los cables y las tramas del suelo, como si fueran diseños de una alfombra.

— ¿Ves bien desde aquí?

—Por supuesto.

Yo me retorcía bajo la mirada de los utileros que la observaban; ella no les prestaba atención. Yo me sentí nervioso, tímido, como un caballo de la pradera en una jungla tropical; ella, como en su casa. Yo tenía la sensación de que la temperatura andaba por los cuarenta grados; ella estaba fresca, tranquila y despejada.

—¿Cómo haces? ¿Cómo puedes actuar en medio de todo esto, con todo el mundo mirando? Yo pensaba que actuar era algo privado, algo como...

—¡AHI VAMOS! ¡ATENCION!

Los dos hombres entraban apresuradamente al escenario con un árbol. Si ella no me hubiera tocado en el hombro para hacerme dar un paso al costado, la rama me habría hecho atravesar el costado de una calle pintada

Me miró, miró lo que para mí era un caos.

—Vamos a tener que esperar muchísimo mientras preparan los efectos especiales —dijo—. Ojalá no te aburras.

—¿Aburrirme? ¡Esto es fascinante! Y tú... tan fresca... ¿No te pones ni un poquitito nerviosa por hacerlo bien?

Desde la pasarela que cruzaba por sobre nosotros, un electricista miró hacia abajo y comentó en voz alta, de punta a punta del techo.

—¡Qué claras se ven hoy las montañas, George! ¡Bellí­simas! Ah, qué tal, señorita Parrish, ¿cómo le va, allá abajo?

Ella levantó la vista y apretó el escote de lamé dorado contra el seno.

—Sigan con lo suyo, ustedes —rió—. ¿No tienen otra cosa que hacer?

El electricista me guiñó un ojo y sacudió la cabeza.

 —Son las compensaciones del que trabaja!

Ella siguió, sin siquiera fruncir el ceño.

—El productor está nervioso. Llevan un día y medio de demora. Tal vez nos quedemos hasta tarde, esta noche, para compensar agregando horas. Si te cansas y yo estoy en medio de algo, corre al hotel, que yo te llamaré después, si no se hace demasiado tarde.

—Dudo que me canse. Pero no dejes que te dis­traiga, si quieres estudiar tus parlamentos...

Ella sonrió.

—No hay problema —dijo, mirando hacia el escenario—. Tengo que ir hacia allá. Que te diviertas.

Junto a la cámara, un hombre gritó:

—¡Primer equipo! ¡A sus lugares, por favor!

¿Cómo era posible que ella no estuviera siquiera algo tensa por la necesidad de recordar su papel? Yo puedo dar gracias si recuerdo cosas escritas por mí mismo sin leerlas muchas veces. ¿Y ella no se ponía nerviosa, con tanto a memorizar?

Se inició la grabación: una escena, otra, otra más. Ni una sola vez miró ella su libreto. Yo me sentía como si fuera un espíritu amistoso, observando el papel que ella representaba en el drama, sobre el escenario. No olvidó una línea. Mientras la veía trabajar estaba observando a una amiga que, al mismo tiempo, era una desconocida. Sentía una aprensión

curiosa y cálida: ¡Mi propia hermana, en medio de luces y cámaras!

¿Cambia esto mis sentimientos hacia ella, pensé, verla allí?

Sí. Algo mágico está ocurriendo. Ella posee habilidades y poderes que yo nunca aprendí, que jamás aprenderé. No me habría gustado menos de no ser actriz, pero me gusta más por serlo. Para mí siempre ha existido cierta electrici­dad, cierto placer en encontrarme con personas capaces de hacer lo que yo no puedo. Que Leslie fuera una de ellas me daba placer, por cierto.

   Al día siguiente, en su oficina, le pedí un favor.

—¿Me prestas el teléfono? Quiero llamar a la Sociedad de Escritores...

—Cinco, cinco, cero, mil —dijo, distraídamente, mientras empujaba el teléfono hacia mí, sin dejar de leer una propuesta financiera llegada de Nueva York.

— ¿Qué es eso?

Levantó la vista.

—El número telefónico de la Sociedad de Escritores.

—¿Lo sabes de memoria?

—Aja.

— ¿Y cómo es eso?

—Sé muchísimos números. —Volvió a la propuesta.

 — ¿Qué quiere decir "Sé muchísimos números"?

—Que sé muchísimos números —respondió ella, dulcemente.

—¿Y si quisiera llamar... a los estudios Paramount? —pregunté, suspicaz.

—Cuatro, seis, tres, cero, cien.

La miré de reojo.

¿Un buen restaurante?

—El Magic Pan es bueno. Tiene una sección para no fumadores. Dos, siete, cuatro, cinco, dos, dos, dos.

Tomé la guía de teléfonos y busqué un abonado. —Sindicato de Actores en Pantalla —dije.

—Ocho, siete, seis, tres, cero, tres, cero. —Estaba bien

Comencé a comprender.

—No me digas que tienes... Leslie, el libreto de ayer. ¡No me digas que tienes memoria fotográfica! ¿Te has me­morizado... toda la guía de teléfonos?

—No, no tengo memoria fotográfica —dijo—. No veo, sólo recuerdo. Mis manos recuerdan los números. Pregún­tame un número y mírame las manos.

Abrí el enorme libro, volví páginas.

— ¿Ciudad de Los Ángeles, despacho del alcalde?

—Dos, tres, tres, uno, cuatro, cinco, cinco.

Los dedos de su mano derecha se movían como si estu­viera marcando un número en un teléfono a botonera, pero al revés, sacando los números en vez de ponerlos.

—Dennis Weaver, el actor.

—Una de las personas más dulces de Hollywood. ¿El número de su casa?

—Sí.

—Prometí que jamás lo daría. ¿Y si te doy el de The Good Life, el almacén de productos dietéticos de su esposa?

—Bueno.

—Nueve, ocho, seis, ocho, siete, cinco, cero.

Busqué el número; por supuesto, estaba bien otra vez.

—¡Leslie, me estás asustando!

—No te asustes, wookie. Es sólo algo curioso que me pasa. Cuando era pequeña memorizaba música, y todas las matrículas de automóviles de la ciudad. Cuando llegué a Hollywood empecé a memorizar libretos, pasos de baile, números de teléfono, horarios, conversaciones, cualquier cosa. El número de tu lindo jet amarillo es Uno Cinco Cinco Equis. El teléfono de tu hotel es el dos, siete, ocho, tres, tres, cuatro, cuatro. Tu cuarto, el dos, uno, ocho. Anoche, cuando salíamos del estudio, me dijiste: "Hazme acordar que te cuente de mi hermana, la que está en el espectáculo."

Yo pregunté: "¿No puedo recordártelo ahora?" Y tú dijiste: "Si, podrías, porque en realidad quiero hablarte de ella." Yo pregunté: " ¿La conoz...? —Se interrumpió, riéndose de mi estupefacción. —Me estás mirando como si fuera un fenó­meno de circo, Richard.

—Lo eres. Pero me gustas, de cualquier modo.

—Tú también me gustas —dijo.

Ese mismo día, más tarde, mientras yo rescribía las últimas páginas de una obra para televisión en la máquina de Leslie, ella salió al jardín para atender sus flores. Aun en eso, qué diferentes éramos. Las flores son cosas bonitas sí, pero dedicarles tanto tiempo, hacer que dependan de uno, regarlas, alimentarlas, lavarlas y hacer por ellas todo lo que necesitan las flores... La dependencia no va conmigo Yo jamás sería jardinero. Ella jamás sería otra cosa.

Allí, entre las plantas de su oficina, había estantes de libros que reflejaban neblinas del arco iris que ella era.

 Por sobre el escritorio estaban las citas y las ideas que le interesaban.

Nuestro país, acertado o equivocado. Si acertado para mantenerlo así; si equivocado, para corregirlo. —Car. Schurz.

No fumar, aquí ni en ningún lado.

El hedonismo no es divertido.

Tiemblo por mi país cuando pienso que Dios es justo —Thomas Jefferson.

¿Y si dieran una guerra y nadie fuera?

Es la última frase era una cita de sí misma. La había hecho imprimir como calcomanía para pegar en los paragolpes. Después, el movimiento pacifista la había tomado para esparcirla, veloz como la televisión, por todo el mundo

Yo las estudiaba de tanto en tanto, entre párrafos de mi libreto. La conocía mejor con cada golpe de pala, con cada chasquido de las tijeras, con cada rasguño del rastrillo en su jardín y el apagado siseo del agua en las mangueras, que calmaba suavemente la sed de su familia floral.

 Ella conocía y amaba a cada capullo por separado.

Diferente diferente diferente, pensé, concluyendo el último párrafo. Pero ¡caramba, cómo admiro a esa mujer ¿Cuándo tuve otra amiga como ella, a pesar de las diferencias?

Me levanté para desperezarme. Crucé la cocina hasta la puerta lateral, que daba al jardín. Estaba de espaldas a mí regando los canteros, con la cabellera recogida en una cola de caballo para trabajar. Me acerqué silenciosamente y me detuve a un par de metros. Ella le cantaba suavemente al gato.

 Pelusalorium, mi gato viejo,

te quiero mucho, nunca te dejo.

Si te vas tú, no vayas lejos...

 Por lo visto, al gato le gustaba la canción, pero era un momento demasiado íntimo para que yo estuviera allí, invisible, de modo que hablé como si acabara de llegar.

— ¿Cómo están tus flores?

Giró en redondo, con la manguera en la mano, los ojos como platillos azules, asustada de no estar sola en su jardín particular. La flor de su manguera estaba apuntada a la altura del pecho, pero graduada de modo que mojara un cono de un metro de diámetro, desde mi boca hasta mi cinturón. Ninguno de los dos dijo una palabra. Ninguno se movió, mientras la manguera vertía agua sobre mí, como si yo fuera un alto incendio escapado.

Estaba petrificada de susto: primero, por mis inespera­das palabras; luego, por lo que el agua estaba haciendo con mi chaqueta y mi camisa. Yo tampoco me movía, porque me parecía incorrecto gritar y echar a correr; además, esperaba que no pasara mucho tiempo sin que ella decidie­ra desviar el chorro, en vez de apuntarlo hacia mi traje de calle.

Por la forma en que la escena permanece grabada en mí hasta el día de hoy, era como si ella hubiera manejado una chorreadora de arena: el sol, el jardín a nuestro alre­dedor, sus ojos enorme estupefacción ante ese oso polar aparecido entre sus canteros, una manguera su única de­fensa. Probablemente pensaba: "Si una moja a un oso polar por el tiempo suficiente, acabará por girar en redondo y huir."

Yo no me sentía en absoluto oso polar, exceptuando el agua helada que me caía encima,

empapándome. Vi su horror, finalmente, por lo que estaba haciendo a lo que no era un oso polar, sino un socio, un amigo y huésped de su casa. Aunque todavía estaba petrificada por el espanto, recobró el dominio de la mano que sostenía la manguera y giró lentamente el agua hacia otro lado.

— ¡Leslie! —dije, en un silencio chorreante—. Era sólo yo...

Un segundo después lloraba de risa, sus ojos sorpresa irremediable, feliz, borroneada, implorando perdón. Riendo, sollozando, cayó contra mi chaqueta, que salpicaba agua desde los bolsillos.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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