a creencia en la existencia del alma
es inherente a la humanidad. En todas las civilizaciones
encontramos la convicción de que existe esa fuerza que rige a la
vez la vida y el pensamiento, bajo la forma de un «doble oculto»
que habita el cuerpo y lo abandona tras la muerte. En las
representaciones primitivas se le asimila al soplo o aliento (en
analogía con la respiración), al fuego (energía) y a una sombra
presentida o vislumbrada durante el sueño o en estados alterados
de conciencia. Desde siempre, los seres humanos han especulado
sobre cuál podía ser su asiento en el organismo. Algunas antiguas
culturas lo situaron en el corazón, otras en el hígado y,
finalmente, se asoció al cerebro.
Alma y razón
Para Descartes el cuerpo funcionaba como una complicada máquina
siguiendo las leyes físicas. Por el contrario, el espíritu -que
este filósofo del siglo XVIII llamó razón- no ocupaba lugar
alguno. Sin embargo, situaba la sede del alma en la glándula
pineal, desde donde ésta enviaría sus mensajes al cuerpo. A partir
de la distinción de Kant entre el «Yo psíquico» (entendimiento) y
el «yo como Alma» (conciencia) se le asoció a la inteligencia y el
pensamiento. Para los filósofos materialistas del siglo XVIII y
XIX (Helvetius, Diderot, Moleschott) alma es sinónimo de razón, y
el producto más elevado de la actividad del cerebro humano.
Sin embargo, la «Filosofía de la Vida» del siglo XX (Scheler,
Jaspers, Klages) distingue nuevamente entre alma y espíritu,
atribuyendo los actos racionales que expresan objetividad y
trascendencia al segundo, mientras los actos emotivos provendrían
de la primera. La cuestión fundamental que todavía debaten
científicos y filósofos es si el hombre es sólo una máquina
biológica, cuyo cerebro genera el pensamiento, o si es el espíritu
el que -manifestándose como alma en el cuerpo físico- le permite
esos logros.
Para algunos filósofos y biólogos contemporáneos es la conciencia
del «yo» la clave de nuestra diferencia con los animales y la
frontera entre la mente y cuerpo: una manifestación de la
existencia del alma. «La autoconciencia nos facilita y posibilita
la capacidad de raciocinio, ordenar las emociones y regular los
sentimientos. Si ha de existir un nexo entre cuerpo y mente, bien
pudiera ser la conciencia o alma, explica el neurólogo Antonio
Damasio en su libro Emoción y conocimiento.
En la misma línea que Gurdjieff y otros maestros espirituales, el
catedrático de psiquiatría José Luis González de Rivera, director
del Instituto de Psicoterapia e Investigación Psicosomática, opina
que el alma es una potencia con la que nace todo individuo,
susceptible de ser desarrollada o no a lo largo de la vida:
«Pienso que el hombre es un animal perfeccionado con una potencia
que es la autoconciencia y que le permite darse cuenta de su
existencia y trascenderla, sobrepasando los condicionamientos
propios del mundo animal. Entonces, a partir del desarrollo de esa
autoconciencia se va desarrollando el alma. Por lo tanto, ésta no
es algo que el individuo trae consigo cuando nace, sino una
posibilidad que puede o no desarrollar».
Según esta hipótesis, el hombre sería un paso evolutivo entre el
animal más próximo -los primates superiores- y el ser espiritual,
con la diferencia de que al nacer trae los instrumentos necesarios
para poder desarrollar un alma y el animal no.
«Estamos ante una creación personal que surge a partir de la
conciencia de sí mismo -sostiene González de Rivera-. A medida que
uno desarrolla la autoconciencia, ésta se expande como una energía
por el cuerpo y la mente, formando un todo unificado: una esencia
que interpenetra al ser humano. Según su nivel de desarrollo, esa
autoconciencia prima más o menos sobre el cuerpo y la mente. En el
caso de los místicos, lamas y otras personas que consiguen
mantener esta lucidez como estado de conciencia más o menos
permanente, observamos que son capaces de autogestionar su ser, en
mayor o menor medida».
Según esta hipótesis, cabría preguntarse si los deficientes y
enfermos mentales estarían excluidos de esta posibilidad de
desarrollarla, a lo que el doctor González de Rivera responde:
«Los enfermos mentales posiblemente no necesiten de la mente para
desarrollar su alma; la mente juega sólo un papel instrumental; es
un recurso que se da al animal-hombre para desarrollar su alma a
través de la autoconciencia. Pero creo que existen otros
instrumentos para hacerlo. Se desconoce el mundo vivencias de un
deficiente o de un enfermo mental, pero vemos que esa vivencia
existe, en tanto desarrollan aspectos que son eminentemente
espirituales, como la Capacidad creadora, la inteligencia
emocional o la afectividad. Entiendo que los parámetros mentales
por los que la persona considerada normal se desenvuelve para
desarrollar su alma no han de ser los únicos ni los idóneos».
En esta línea, cabe preguntarse también si la distinción tajante
entre el ser humano y el animal no es sólo un prejuicio. En
numerosos experimentos con chimpancés, como los llevados a cabo
por J. H. Overstrom en Oregón (EE UU), se ha comprobado que estos
primates, al ser colocados frente a un espejo, consiguen
reconocerse a sí mismos, manifestándolo con muecas e
inspeccionando partes de su anatomía. De hecho, según
investigaciones recientes sobre el patrimonio genético,
compartirnos un 98% de ADN con los chimpancés. Sólo un centenar de
genes nos separan y de ellos apenas un 50%, es responsable de las
diferencias cognitivas.
Los neurobiólogos sólo han podido localizar en el cerebro las
áreas correspondientes a determinadas actividades como el habla,
la visión, etcétera, pero no el origen de las funciones
cerebrales. Karl Pribam, neurocirujano de la universidad de
Stanford, opina que no existe una zona del cerebro que abarque la
memoria o la inteligencia, sino que éstas se hallan en todas las
partes de dicho órgano. Como ocurre en un holograma (imagen
tridimensional creada mediante láser que reproduce fielmente un
objeto), la información está uniformemente repartida: cada punto
contiene la imagen del todo. Si se destruye parcialmente una placa
holográfica, cualquier trozo de la misma permitiría reproducir la
imagen total.
En esta teoría, la ciencia y la percepción de los místicos se
integra. Para Pribam existe un orden espiritual en el Universo.
Con su revolucionaria teoría de la mente holográfica, ha llegado
posiblemente al lugar del alma. Se inspiró en los trabajos de Karl
Lashley, quien descubrió que los recuerdos no se graban en un
punto aislado del cerebro, sino en una zona del mismo, de tal
manera que, al extirpar parte de esa zona, el recuerdo aún podía
recuperarse. Esto sugirió a Pribam la idea del funcionamiento
global del cerebro y le llevó a postular que éste tiene acceso a
un dominio frecuencial holístico que trasciende al espacio y al
tiempo. Pero la meta de la neurobiología conservadora consiste en
poder llegar a explicar que todos los procesos mentales,
conscientes o subconscientes, se deben sólo a mecanismos
fisiológicos y no a que exista una esencia espiritual.
En contraposición, otros expertos argumentan en defensa de la
realidad del alma, porque a su juicio el cerebro no es un
productor de energías sino un receptor de estímulos, que luego
traduce en datos para nuestra conciencia. Pero esas energías
vendrían de un campo no mensurable. Por lo tanto, dicho órgano no
sería la causa del pensamiento, sino un medio a través del cual
éste se expresa.
Desde un punto de vista parapsicológico, el jesuita Francois Brune
explicaba en su última visita a España: «La existencia del alma la
tocamos literalmente quienes investigamos en el mundo de lo
paranormal. Los estudios realizados sobre psicoimágenes y
psicofonías nos permiten decir que son manifestaciones de una
realidad: la supervivencia del espíritu. Los mensajes, por su
contenido, nos hablan de coherencia mental, lo que quiere decir
que el alma no es sólo lo que permite la vida, sino también el
intelectos.
Un ser pluridimensional
¿Es el hombre una máquina construida con materiales biológicos? ¿O
es poseedor de un aliento divino, la imagen de Dios, capaz de
programar su propio cerebro? Esta es la vieja cuestión que se
debate en los ámbitos científicos y filosóficos desde hace siglos.
Según la Teosofía, el hombre es un ser pluridimensional
constituido por siete cuerpos sutiles que corresponden a siete
planos de existencia: físico (mineral), etérico (vegetal), astral
(animal), mental (hombre), causal (sabio), búdico (iniciado) y
átmico (dios). El cuerpo físico es materia; el etérico, vida; el
astral, conciencia; el mental, memoria; el causal, pensamiento; el
búdico, contemplación; y el átmico, identificación con la
Divinidad. El alma animal se asienta en el cuerpo mental, la
humana en el causal y la espiritual en el búdico.
El modelo es coherente con los conceptos que manejan tanto el
doctor González de Rivera como otros científicos e investigadores.
Todo ser humano estaría dotado siempre de un alma animal, que
sería su herencia biológica y se expresaría en su patrimonio
genético. En el curso de su existencia, desarrollaría
inevitablemente un alma causal específica, que la Teosofía, en el
ámbito de las funciones psíquicas, vincula a la memoria.
Sin embargo, el alma espiritual no sería el resultado de una
determinación implícita en el cuerpo físico (materia básica o
mineral) y en el biológico (el organismo capaz de nutrirse y
reproducirse), corno ocurre con las dos primeras, sino una opción
que todos podemos realizar o no: una posibilidad de evolución
cósmica que se le brinda para superar su condición y transformarse
en un ser «sobrehumano» o divino.
En resumen, según la Teosofía el ser humano es en esencia el Atman
o espíritu, que se refleja a través del alma (causal) en el cuerpo
físico y cuyo objetivo es la evolución de la autoconciencia, que
le permite construir o desarrollar un tipo de vehículo sutil
superior (búdico), como paso previo al logro de su meta evolutiva
(Atman). Pero el alma, pese a ser en sí misma energía, no está
físicamente en un lugar diferente al del cuerpo carnal ni en una
porción de éste, sino que lo interpenetra en su totalidad.
Curiosamente, estamos ante el mismo modelo que postula la
denominada «medicina cuántica»: el ser humano sería una unidad en
la cual la entidad biológica (cuerpo físico) funciona gracias a la
presencia de un complejo cibernético (cuerpo energético) y entre
ambos se realiza el proceso vital. La actividad pensante se
desarrolla en el encéfalo. Las neuronas producen una especie de
«diapositivas» que funcionan como material virgen de grabación.
Los estímulos recibidos se graban en esas diapositivas y se
comparan después con los parámetros del patrón de conducta (que
está impreso en nuestros programas vitales); luego se archivan en
los registros cerebrales. Dicha actividad también la realizarían
los animales, entre los cuales los primates superiores (chimpancé,
gorila y orangután) incluso presentarían los rudimentos de la
autoconciencia (la capacidad de reconocer su imagen en un espejo).
En el ser humano, tanto el alma como la mente estarían localizadas
en el centro de ese conjunto de esferas energéticas situadas en el
encéfalo, sin confundirse con su soporte material.
La «medicina cuántica» de la que hablamos surgió a partir de las
supuestas comunicaciones, que desde 1968, mantiene la mexicana
María del Socorro Pérez («Maria») con seres extradimensionales.
Desde entonces, un equipo de físicos, médicos y biólogos vienen
estudian los contenidos de esos mensajes, que piensan están
relacionados con algunos postulados de la física cuántica.
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