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La mente alerta, nuestra
conexión directa con la realidad, puede ser alterada o incluso anulada a
instancias de la voluntad, el uso de drogas o, simplemente, echándonos a
dormir y soñando. |
¿Se esconde un genio en el interior de cada uno
de nosotros? ¿Tenemos capacidades y poderes ocultos que ni siquiera
sospechamos? A lo largo de los tiempos, los seres humanos hemos usado
cualquier medio o práctica a nuestro alcance para modificar el estado
normal de nuestra conciencia, buscando en secreto ser más que humanos,
abrir los ojos a otra realidad. Eso les habían prometido a Adán y Eva
antes de morder la manzana. Quizá aquel árbol de la ciencia era, en
realidad, el árbol de la consciencia.
Para el filósofo, la clave de todo no está en el exterior, sino
en el interior. Poco importa nuestro aparente éxito o fracaso en la vida
en comparación con el nivel que hayamos alcanzado en calidad humana. Es
posible ser muy feliz dentro de una chabola helada y muy desgraciado en un
cálido palacete. Lo que tenemos en realidad es lo que nadie puede
quitarnos: nuestro yo, nuestra consciencia. Pero ésta puede ser alterada e
incluso anulada a instancias de la fe y la voluntad, por medio del uso de
drogas o a partir de estados intermedios de consciencia como el sueño.
Las culturas antiguas miraban con respeto los sueños, como
demuestra la cantidad de alusiones a ellos que hay en la Biblia. Se
entendía como un estado en el que el espíritu del durmiente podía
contemplar el mundo y sus misterios con una lucidez paralela a su propia
pureza, entrando en contacto así con otros mundos u otros seres. De hecho,
gran parte del núcleo dogmático de las tres grandes religiones monoteístas
se apoya en revelaciones divinas efectuadas en medio de sueños proféticos. |
¿POR QUÉ NECESITAMOS
SOÑAR? |
Si hay algo realmente íntimo y privado, son los
sueños. Después del reciente interés que ha desarrollado la ciencia por su
estudio, hemos aprendido mucho sobre sus fases de valles y de mesetas, así
como sobre sus sutiles mecanismos fisiológicos. La aportación de la
psicología, con Freud como portaestandarte, ha desvelado la existencia de
arquetipos de sueños y la relación de algunos de ellos con las
profundidades de nuestra mente. Pero todavía ignoramos que nos provoca los
sueños y para qué sirven, si bien sabemos que soñamos cada noche, aunque
la mayor parte de las veces no lo recordemos. Por contra, hay otros sueños
más vívidos que si hubieran sido experiencias reales. No todos soñamos del
mismo modo. Hay personas
que
recuerdan sus sueños cada mañana con un detalle extraordinario, incluyendo
colores y aromas. De hecho, hay familias enteras cuyos miembros comparten
esa peculiaridad. Lo mismo que cualquier otro detalle físico, esa especial
predisposición tendría un carácter genético: se heredaría.
Por el momento, la ciencia no ha sido capaz de seguir al
detalle todos los procesos físico-químicos que tienen lugar en el interior
de un cerebro humano en acción, pero sí de detectar sus manifestaciones.
Podemos reconocer y registrar las ondas que produce, las hemos catalogado,
e incluso sabemos en términos generales a qué estado psicológico responde
cada una de ellas. Sabemos también que, en contra de lo que al principio
se pensaba dada su naturaleza bioeléctrica, las conexiones nerviosas en la
corteza cerebral no se mueven a la velocidad de propagación de la
corriente eléctrica, próxima a la de la luz, sino muchísimo más despacio:
apenas a unos metros por segundo. ¿Qué pasaría si encontrásemos una
sustancia capaz de multiplicar por cien o por mil la velocidad de conexión
de nuestras neuronas? ¿Alcanzaríamos un estado de hiperlucidez
vertiginosa? La ciencia actual ya tiene incluso un nombre para él: estado
de alerta.
Pero el sueño es todo lo contrario de eso. Ignoramos la causa
concreta de que determinada noche produzcamos unos fantasmas y no otros,
pero sabemos que va mucho más allá de ser un reflejo de lo que nos ha
pasado durante el día. Es como si buceáramos en el pozo desorganizado de
nuestra masa de recuerdos, asociándolos o disociándolos desinhibidamente
en virtud de razones caprichosas. Claro está que en el curso de ese
proceso podemos acertar con una asociación y reflejarla en un símbolo
determinado. El análisis de los sueños condujo a Freud a reconocer algunos
de esos símbolos como arquetípicos, y a ofrecer una interpretación en
virtud de su naturaleza. Reencarnaba así el barbudo profesor austríaco la
figura de un moderno José interpretando los sueños del faraón de Egipto. |
Otros prefieren soñar de un modo distinto.
Probablemente, antes de ser humanos ya consumíamos drogas, como hacen
muchos animales superiores. En las primeras civilizaciones, el
conocimiento del poder de las plantas era imprescindible para la
supervivencia. Pero no solamente por su poder terapéutico, sino también
por su capacidad para alterar la conciencia individual y colectiva. La
historia antigua nos habla de ciertas prácticas rituales, como la de los
escitas, que quemaban plantas de cáñamo dentro de sus chozas de piel.
Nuestros museos guardan varios ejemplares de braserillos rituales con asas
decoradas en forma de cabezas de amapola, que también aparecen pintadas
profusamente en la cerámica ibérica de Levante. Y hoy mismo, en los
pueblos llamados primitivos, los brujos, chamanes y hechiceros siguen
siendo los depositarios de aquellos viejos saberes. Así que es normal que
utilicen vehículos como el peyote para alcanzar un estado espiritual que
refuerce sus ritos. La mandrágora, un poderoso narcótico, y el estramonio
o datura, llamada hierba de las brujas, de la que se extrae el alcaloide
tóxico llamado daturina, desempeñaron entre otras esas funciones durante
la Edad Media europea.
En nuestra época, como sabemos, el panorama es bien diferente.
Por lo general, utilizamos las drogas de una forma mucho más cínica y
perversa. Las utilizamos, por ejemplo, para trabajar. En todo caso, lo
cierto es que nunca ha habido drogas tan potentes como las actuales, tanto
para operar sobre nuestro cuerpo como para hacerlo sobre nuestra mente. La
dietilamida del ácido lisérgico (LSD), sintetizada a partir del cornezuelo
del centeno, es una de las sustancias conocidas que producen mayor efecto
con menor dosis. Cuando empezó a usarse con fines médicos experimentales
en California, pareció que se había dado con una llave mágica para
estudiar los recovecos de la mente. Era lo que necesitaba un movimiento
como el hippie, que creía en la liberación de los espíritus
atenazados por nuestra errónea manera de vivir.
Si hay una casta especialmente proclive al uso de drogas para
alterar la conciencia, es sin duda la de los artistas. Y, en especial, la
de los escritores y poetas. Desde el láudano de Coleridge y Thomas de
Quincey, hasta la bestial heroína de Burroughs, pasando por la dura mezcla
de absenta y hachís de Rimbaud y Verlaine, los tragos de éter de Aleister
Crowley, la mescalina de Huxley y la dulce pipa de kif de don Ramón del
Valle Inclán, puede decirse que nuestra mejor literatura moderna y
contemporánea está escrita a base de café, alcohol, tabaco... y drogas de
todas clases. La imaginación artística agradece un pedestal desde el que
echarse a volar o desde el que sumergirse en sí misma, y el artista se
agarra a lo que puede cuando tiene que enfrentarse con la página, el
lienzo o la partitura en blanco.
¿Qué es lo que llamamos "frenesí creador" sino una particular
disposición, un estado especial de la consciencia? Hemos acuñado
muchos términos para referirnos a ese estado: inspiración, estro,
arrebato, pero en gran número de casos el manantial de la obra de arte
constituye la respuesta a un suceso concreto en la vida del artista. La
ruptura amorosa, por ejemplo, es un motor clásico. Cuando el sujeto
necesita traducir a expresión artística su respuesta al dolor de la
pérdida, no suele hacerlo a palo seco. Busca ayuda en cualquier
estimulante empezando por el alcohol, la droga más común y quizá, también,
la que produce la peor toxicomanía.
La alteración que provocan las drogas psicodélicas como el LSD
ocupa el peldaño superior en la escalera de nuestra consciencia aunque, a
menudo, las ideas más geniales y aparentemente sólidas que aparecen en el
curso de un trip se hacen humo al regresar a la normalidad.
Sorprende la profunda mediocridad de innumerables obras de todo género
concebidas en ese estado por artistas, escritores y filósofos capaces de
los mayores logros en estado normal. El concepto viaje que hemos
asociado a los efectos de esta droga es muy acertado. Viajamos a bordo de
un vehículo que no sabemos quien conduce, y a eso puede responderse de dos
maneras: con confianza o con miedo. Si nos asustamos, pronto llegará el
pánico y, tras él, el horror. Que se lo pregunten a quien ha tenido la
experiencia de un auténtico mal viaje. En cambio, para algunos otros que
han probado la sustancia con todas las garantías y precauciones, la
experiencia no sólo ha sido positiva, sino que muchos años después la
siguen considerando crucial en el curso de su existencia. No en vano
tituló Huxley Las puertas de la percepción. Cielo e infierno a su
ensayo ya clásico sobre la mescalina. |
LA MÍSTICA: ORIENTE Y
OCCIDENTE |
Hay algunos, sin embargo, que no precisan
recurrir a estímulos externos para hacer saltar a su consciencia sobre el
listón gris de la realidad, aunque se trata sin duda del camino más
difícil de todos: el místico. Para los místicos, basta con la fe, las
prácticas ascéticas, la meditación y la pureza de la vida contemplativa.
Curiosamente, mientras que Oriente y Occidente proponen respuestas bien
distintas para casi todas las cuestiones de la vida, están por completo de
acuerdo en lo que respecta a la última puerta de acceso a la mística.
Quien la describió con más concisión fue un olvidado santo sufí del siglo
X de nuestra era: "Inmola tu yo. Si no, nada." Esa misma idea del sufí
musulmán aparece una y otra vez en boca de los místicos tibetanos, los
faquires indios, los monjes que practican el budismo zen y los santos
cristianos. Para llegar a ser hay que dejar de ser. Si queremos
convertirnos en mariposas, tenemos que dejar de ser gusanos. Pero, ¿cómo
se deshace uno de aquello que le constituye íntimamente?
El
camino hasta llegar a la última puerta puede pasar por los paisajes más
variados, aunque el ascetismo es la vía principal. En Occidente, los
contemplativos usan disciplinas y cilicios en pos del éxtasis. Los monjes
zen se golpean con un palo en su búsqueda del satori. El tibetano
Milarepa se alimentó sólo de ortigas durante tanto tiempo que su piel
terminó por volverse verde. Los faquires indios practican durante mucho
tiempo las posturas más incómodas. Ciertos ascetas cristianos pasaban años
en lo alto de una columna en medio del desierto. Pero, en cambio, los
derviches danzantes buscan escapar del yo girando interminablemente sobre
sí mismos, y el budismo tántrico lo persigue a través de la práctica
sexual.
A quienes consiguen esa iluminación especial, por la
vía que sea, se les considera santos. Y una de las prerrogativas de los
santos es hacer milagros. La relación de prodigios que las religiones del
mundo han acumulado a lo largo de los siglos llenaría una biblioteca
gigantesca. Los hay magníficos, pero también absurdos. En todo caso,
podríamos entender que el milagro se produce porque, cuando alguien se
deshace de su yo, se lleva también por delante -aunque lo haga sin querer-
los lazos que lo ataban a la naturaleza. Entonces, por ejemplo, alguien lo
ve levitar. O caminar sobre las aguas. O se vuelve clarividente. O domina
las lenguas.
También hay unanimidad en que cuando se alcanza este estado,
llámese iluminación, rapto, satori o nirvana, el sujeto nunca
vuelve a ser el mismo. Según todas las vías de la mística, ése ya no es un
estado de consciencia, sino el completo abandono de la consciencia, el
cese de todos los estados. Y, para los que hablamos castellano, es un
orgullo que una de sus mejores descripciones haya sido escrita en tal
idioma. Lo hizo en el siglo XVI el abulense Juan de Yepes, a quien la
Iglesia conoció como san Juan de la Cruz. |
La imagen del faquir tendido sobre su cama de
clavos es uno de esos iconos que resultan familiares hasta para los niños,
pero responde a un hecho cierto. Desde los tiempos más
remotos, los ascetas indios han visto en el cuerpo el principal enemigo
del alma y han buscado en el dominio de éste el camino hacia aquélla. Sus
prácticas, que ya asombraron a los griegos clásicos (quienes los llamaban
gimnosofistas), han
seguido
desarrollándose hasta llegar a nuestros días, lo que ha permitido su
análisis en algunos laboratorios modernos. Así se ha demostrado que su
capacidad para resistir el dolor o, más aún, para no sentirlo en absoluto,
es poca cosa en relación con el asombroso grado de control del cuerpo que
son capaces de lograr. Un verdadero maestro puede hacer cosas mucho más
difíciles que soportar pinchazos, aunque parezcan mucho menos
espectaculares. Puede, por ejemplo, hacer que la mitad de la palma de su
mano se caliente diez grados más que la otra parte: o sea, controlar por
separado el flujo de sangre de las dos arterias que riegan la mano. O
puede detener su corazón durante un tiempo determinado. O reducir sus
constantes vitales al mínimo entrando en un estado parecido al de la
hibernación de algunos animales, que son capaces de prolongar casi
indefinidamente. Hay una frase clásica entre ellos ("mi corazón es mi
juguete"), que podría pertenecer a un blues americano. Sólo que, en su
caso, no se trata de una metáfora. |
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