La Tierra nació a partir del movimiento en espiral de una nube de
gas y polvo cósmico. Desde entonces, las espirales forman parte de nuestro
entorno cotidiano. Podemos contemplarlas en todas las escalas posibles,
tanto en el espacio como en el tiempo. La propia naturaleza eligió dicha
forma para su crecimiento y desarrollo.
La forma helicoidal está presente en lo más recóndito de los seres
vivos, como en la doble hélice del ADN (ácido desoxirribonucleico) que
codifica nuestra herencia. El cuerpo humano también contiene la triple
hélice del cordón umbilical –formado por dos arterias y una vena–. Tenemos
remolinos en el pelo, rizos o tirabuzones. Las huellas dactilares, las
glándulas sudoríparas y los folículos pilosos, así como la estructura
torsionada de algunos huesos y el caracol de nuestro oído interno –una de
las espirales más perfectas– también evocan la misma forma, que asimismo
observamos en las olas que culminan enroscándose, en las conchas de los
caracoles, el movimiento de los ciclones o tornados y las curvas espirales
divergentes o centrífugas de las galaxias. Todos estos casos constituyen
ejemplos de cómo la naturaleza repite una y otra vez este motivo que nos
acompaña desde que nació el sistema solar. Al fin y al cabo, éste es una
espiral que integra otra mucho mayor: el inmenso remolino de la Vía
Láctea, que gira vertiginosamente en el espacio repitiendo el mismo
motivo.
Tal vez por ello, dicha forma se convirtió desde tiempos remotos
en uno de los símbolos más universales de la Humanidad y la encontramos en
todas las civilizaciones como un leitmotiv omnipresente.
En las culturas precolombinas, el dios de la lluvia, Tlaloc, era
representado saliendo de la boca de un caracol gigante, y Quetzalcóatl
estaba estrechamente relacionado con caracoles marinos. Para los mayas, el
solsticio de invierno era el momento cero en su cosmología y la espiral
simbolizaba ese origen. La Venus de Milo fue representada girando sobre sí
misma en movimiento ascendente, con su parte superior desnuda y la
inferior cubierta, como si estuviese abandonando el ropaje de la materia
en su ascenso en espiral. El caduceo hermético, con el doble enroscamiento
de las serpientes, reproduce la misma forma que el doble movimiento de los
Nâdi, unos canales situados a ambos lados de la columna vertebral que
ciertas prácticas yóguicas ponen en movimiento a fin de lograr el
despertar de la Kundalini, para que ésta ascienda hasta el chakra (vórtice
energético) situado en la cabeza. Todas estas configuraciones serpentinas
reiteran idéntico leitmotiv.
El antiquísimo símbolo del Yin y Yang, es también una forma de
espiral que carece de principio y fin. Todo se expande y multiplica, dando
origen a la dualidad, para regresar de nuevo a la divinidad, una vez
finalizado el proceso. En el Hinduísmo, la doble espiral representa la
evolución, partiendo de su centro, y la involución, regresando al mismo.
Es el Kalpa y el Pralaya, nacimiento y muerte. Para numerosos pueblos
africanos, esta forma simboliza la dinámica de la vida y la expansión de
los seres dentro de lo manifestado. Entre los Dogón, representa la semilla
de Amma; es decir, el verbo o palabra de Dios. Este concepto se expresa
mediante una espiral de cobre rojo que da tres vueltas en torno a una
vasija de barro. Entre los germanos, el mismo signo rodeaba el ojo de un
caballo unido a un carro solar, que representaban la fuente de toda luz.
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