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El deseo


EL PUNTO INICIAL DE TODO LOGRO

 
 

El primer paso hacia la riqueza

Cuando Edwin C. Barnes se apeó del tren de carga en Orange, New jersey, hace más de cincuenta años, quizá pareciese un vagabundo, ¡pero sus ideas eran las de un rey!

Mientras se dirigía desde los rieles del ferrocarril hacia la oficina de Thomas A. Edison, su cerebro trabajaba sin parar. Se veía a sí mismo de pie en presencia de Edison. Se oía pidiéndole a Edison la opor­tunidad de llevar a cabo la única obsesión imperiosa de su vida, el deseo ardiente de llegar a ser socio en los negocios del gran inventor.

¡El deseo de Barnes no era una esperanza! ¡No eran ganas! Era un deseo vehemente, palpitante, que lo trascendía todo. Era definido.

Algunos años después, Edwin C. Barnes volvió a pararse frente a Edison, en la misma oficina en qué se había encontrado por primera vez con el inventor. En esta ocasión, el deseo se había convertido en realidad. Era socio de Edison. El sueño dominante de su vida se había vuelto realidad.

Barnes tuvo éxito porque eligió un objetivo defi­nido, y puso toda su energía, toda su fuerza de vo­luntad, todos sus esfuerzos, todo, en pos de ese ob­jetivo.

   

EL HOMBRE QUE QUEMÓ SUS NAVES

Pasaron cinco años antes de que apareciera la oportunidad que había estado buscando. Para to­dos, excepto para él, sólo parecía una parte más del engranaje de los negocios de Edison, pero en su in­terior, él fue el socio de Edison cada minuto del día, desde el primero en que empezó a trabajar allí.

Es una ejemplificación notable del poder de un deseo definido. Barnes consiguió su objetivo porque deseaba ser socio de Edison más que ninguna otra cosa. Creó un plan con el que alcanzar su propósito. Pero quemó todas sus naves tras de sí. Se mantuvo firme en su deseo hasta que éste se convirtió en la obstinación obsesiva de su vida y, finalmente, en un hecho.

Cuando viajó a Orange, no se dijo a sí mismo: «Trataré de convencer a Edison de que me dé algún tipo de trabajo», sino: «Voy a ver a Edison para ex­plicarle que he venido a hacer negocios con él».

No se dijo: «Estaré alerta ante cualquier otra oportunidad, en caso de que no consiga lo que quie­ro en la organización de Edison», sino: «No hay más que una cosa en este mundo que estoy decidido a conseguir, y es asociarme con Edison en sus nego­cios. Quemaré todas las naves tras de mí, y aposta­ré mi futuro a mi capacidad para conseguir lo que quiero».

No se planteó en ningún momento retroceder. ¡Tenía que triunfar o morir!

¡Ésa es toda la historia del éxito de Barnes!

EL INCENTIVO QUE CONDUCE A LA RIQUEZA

Hace mucho tiempo, un gran guerrero afrontó una situación que requería de él una decisión que garantizara su éxito en el campo de batalla. Iba a en­viar sus tropas contra un enemigo poderoso, cuyos hombres superaban a los suyos en número. Embarcó a sus soldados, navegó hacia el país enemigo, desem­barcó soldados y equipos, y dio la orden de quemar las naves que los habían llevado hasta allí. Al dirigir­se a sus hombres antes de la primera batalla, dijo: «Ved cómo los barcos se convierten en humo. ¡Eso significa que no podremos dejar estas playas vivos a menos que ganemos! ¡Ahora no tenemos opción: venceremos o moriremos!».

Vencieron.

Cada persona que vence en cualquier empresa debe estar dispuesta a quemar sus naves y eliminar todas las posibilidades de dar marcha atrás. Sólo así puede tener la seguridad de mantener ese estado men­tal conocido como deseo ardiente de ganar, esencial para el éxito.

La mañana siguiente al gran incendio de Chica­go, un grupo de comerciantes se quedó de pie en State Street, observando los restos humeantes de lo que habían sido sus tiendas. Organizaron una reu­nión para decidir si tratarían de reconstruirlas o abandonarían Chicago para volver a empezar en al­gún lugar del país más prometedor. Llegaron a una decisión, todos menos uno: abandonar Chicago.

El comerciante que decidió quedarse y recons­truir su negocio señaló con el dedo los restos de su tienda, y dijo: «Caballeros, en este mismo sitio construiré la tienda más grande del mundo, no im­porta las veces que pueda quemarse».

Eso fue hace casi un siglo. La tienda fue construi­da. Todavía sigue en pie, una torre, un monumento al poder de ese estado mental conocido como deseo ardiente. Lo más sencillo que Marshall Field podría haber hecho era imitar a sus colegas. Cuando las perspectivas se mostraban difíciles, y el futuro pare­cía funesto, se retiraron adonde las cosas pareciesen más fáciles.

Fíjese bien en la diferencia entre Marshall Field y los demás comerciantes, porque es la misma diferencia que distingue a casi todos los que tienen éxito de aquellos que fracasan.

Todo ser humano que alcanza la edad de comprender la razón de ser del dinero, quiere dinero. Quererlo no basta para acumular riqueza. Pero desear la riqueza con un estado mental que se convierte en una ob­sesión, y luego planificar formas y medios definidos para adquirirla, y ejecutar esos planes con una perse­verancia que no acepte el fracaso, atraerá la riqueza.

 

SEIS MANERAS DE CONVERTIR EL DESEO EN ORO

El método por el que el deseo de riqueza se puede transmutar en su equivalente monetario consiste en seis pasos prácticos y definidos, que son los siguientes:

Primero: determine la cantidad exacta de di­nero que desea. No basta con decir: «Quiero mucho dinero». Sea definitivo en cuanto a la cantidad. (Hay una razón psicológica para esta precisión, que describiremos en un capítulo próximo.) Segundo: determine con exactitud lo que se propone dar a cambio del dinero que desea. (No se recibe algo por nada.)

Tercero: establezca un plazo determinado en el que se propone poseer el dinero que desea. Cuarto: cree un plan preciso para llevar a cabo su deseo, y empiece de inmediato, sin que importe si se halla preparado o no, a poner el plan en acción.

Quinto: escriba un enunciado claro y conciso de la cantidad de dinero que se propone conse­guir, apunte el tiempo límite para esta adquisición, aclare lo que se propone dar a cambio del dinero, y describa con exactitud el plan median­te el que se propone formularlo.

Sexto: lea su memorándum en voz alta, dos veces al día, una vez antes de acostarse, y otra, al levantarse. Mientras lee, vea, sienta y piénsese ya en' posesión del dinero.

Es importante que siga las instrucciones descri­tas en estos seis pasos. En especial observe y siga las instrucciones del sexto paso. Tal vez se queje de que le resulta imposible «verse en posesión del dinero» antes de tenerlo realmente. Aquí es donde el deseo ardiente acudirá en su ayuda. Si usted realmente desea el dinero con tanta vehemencia que su deseo se ha convertido en una obsesión, no tendrá dificul­tad en convencerse de que lo adquirirá. El caso es desear el dinero, y llegar a estar tan determinado a poseerlo que se convenza de que lo tendrá.

¿PUEDE IMAGINARSE QUE ES USTED MILLONARIO?

Para el no iniciado, que no se ha educado en los principios fundamentales de la mente humana, qui­zás estas instrucciones parezcan poco prácticas. Para quienes no consigan reconocer la validez de estos seis puntos, puede ser útil saber que la información que difunden fue revelada por Andrew Carnegie, el cual empezó como un obrero común en una siderúr­gica; pero se las arregló, pese a sus humildes comien­zos, para que estos principios le rindieran una fortu­na de más de cien millones de dólares.

Como ayuda adicional quizá le sirva saber que los seis puntos recomendados aquí fueron cuidado­samente estudiados por el extinto Thomas A. Edison, que puso su sello de aprobación en ellos por ser esenciales no sólo para la acumulación de dinero, sino para la consecución de cualquier objetivo.

Estos pasos no requieren «trabajo duro». Tam­poco sacrificio. No exigen que uno se vuelva ridícu­lo, ni crédulo. Para utilizarlos no hace falta educación superior. Pero la aplicación eficaz de estos seis pasos exige la suficiente imaginación que nos permi­ta ver y comprender que la acumulación de dinero no se puede dejar al azar, a la buena suerte o al des­tino. Uno debe darse cuenta de que todos los que han acumulado grandes fortunas primero han soña­do, deseado, anhelado, pensado y planificado antes de haber adquirido el dinero.

Llegados a este punto, usted sabrá también que nunca tendrá riquezas en grandes cantidades a me­nos que pueda llegar a ser la viva expresión del deseo ardiente por el dinero, y que realmente crea que lo poseerá.

EL PODER DE LOS GRANDES SUEÑOS

A quienes nos encontramos en esta carrera hacia la riqueza debe animarnos saber que este mundo cambiante exige nuevas ideas, nuevas maneras de hacer las cosas, nuevos líderes, nuevos inventos, nuevos métodos de enseñanza, nuevos métodos de venta, nuevos libros, literatura nueva, nuevos pro­gramas de televisión, nuevas ideas para el cine. Tras toda esta demanda de cosas nuevas y mejores hay una cualidad que uno debe poseer para ganar, y es la definición del propósito, el conocimiento exacto de lo que uno quiere, y un deseo ardiente de poseerlo.

Los que deseamos acumular riqueza debemos re­cordar que los verdaderos líderes del mundo han sido siempre hombres que han sabido dominar, para su uso práctico, las fuerzas invisibles e intangibles de la oportunidad que está por surgir, y han convertido esas fuerzas (o impulsos de pensamiento) en rasca­cielos, fábricas, aviones, automóviles, y toda forma de recurso que hace la vida más placentera.

Al planear la adquisición de su porción de rique­za, no se deje influir por quienes menosprecien sus sueños. Para lograr grandes ganancias en este mun­do cambiante, uno debe captar el espíritu de los grandes pioneros del pasado, cuyos sueños le han dado a la civilización todo lo que tiene de valioso, el espíritu que infunde energía en nuestro propio país, en las oportunidades de usted y en las mías, para ali­mentar y vender nuestro talento.

Si lo que usted quiere hacer está bien, y usted cree en ello, ¡adelante, hágalo! Lleve a cabo sus sue­ños, y no haga caso de lo que «los demás» puedan decir si usted se topa en algún momento con dificul­tades, ya que tal vez «los demás» no sepan que cada fracaso lleva consigo la semilla de un éxito equiva­lente.

Thomas Edison soñaba con una lámpara que funcionara con electricidad, empezó a poner su sue­ño en acción, y pese a sus más de diez mil fracasos, mantuvo su sueño hasta que lo convirtió en una rea­lidad física. ¡Los soñadores prácticos no abandonan! Mielan, que soñaba con una cadena de tiendas de cigarros, transformó su sueño en acción, y ahora las United Cigar Stores ocupan algunas de las mejo­res esquinas de las ciudades estadounidenses.

Los hermanos Wright soñaron con una máquina que surcara el aire. Ahora podemos ver en todo el mundo que sus sueños se han cumplido.

Marconi soñaba con un sistema para dominar las intangibles fuerzas del éter. Las pruebas de que no soñaba en vano podemos encontrarlas en cada aparato de radio y de televisión que hay en el mundo. Quizá le interese saber que los «amigos» de Marco­ni lo pusieron bajo custodia, y fue examinado en un hospital para psicópatas cuando anunció que había descubierto un principio mediante el cual podría en­viar mensajes a través del aire, sin la ayuda de cables ni ningún otro medio físico de comunicación. A los soñadores de hoy en día les va mejor.

El mundo está lleno de una abundancia de opor­tunidades que los soñadores del pasado jamás conocieron.

CÓMO HACER QUE LOS SUEÑOS DESPEGUEN DE LA PLATAFORMA DE LANZAMIENTO

Un deseo ardiente de ser y de hacer es el punto inicial desde el que el soñador debe lanzarse. Los sueños no están hechos de indiferencia, pereza, ni falta de ambición.

Recuerde que todos los que consiguen triunfar tienen un mal comienzo y pasan por muchas dificul­tades antes de «llegar». El cambio en la vida de la gente de éxito suele surgir en el momento de algu­na crisis, a través de la cual les es presentado su «otro yo».

John Buynan escribió Pilgrim's Progress, que se cuenta entre lo mejor de la literatura inglesa, des­pués de haber estado confinado en prisión y haber sido duramente castigado a causa de sus ideas sobre la religión.

D. Henry descubrió el genio que dormía en su interior después de haber conocido graves infortu­nios, y estuvo encarcelado en Columbus, Ohio. Forzado a través de la desgracia a conocer a su «otro yo», y a usar su imaginación, descubrió que era un gran autor en vez de un criminal despreciable.

Charles Dickens empezó pegando etiquetas en latas de betún. La tragedia de su primer amor pene­tró las profundidades de su alma para convertirlo en uno de los más grandiosos autores del mundo. Esa tragedia produjo primero David Coperfield, y luego una sucesión de obras que hacen un mundo mejor y más rico a todo el que lee sus libros.

Hellen Keller se quedó sorda, muda y ciega des­pués de nacer. Pese a su terrible desgracia, ha escri­to su nombre con letras indelebles en las páginas de la historia de los grandes. Toda su vida ha sido la demostración de que nadie está derrotado mientras no acepte la derrota como una realidad.

Robert Burns era un campesino analfabeto. Su­frió la maldición de la pobreza y creció para ser un borracho. El mundo fue mejor gracias a su vida, porque vistió de prendas hermosas sus pensamientos poéticos, y, por tanto, arrancó un espino para plan­tar un rosal en su lugar.

Beethoven era sordo, y Milton ciego, pero sus nombres perdurarán en el tiempo, porque soñaron y tradujeron sus sueños en ideas organizadas.

Hay una diferencia entre suspirar por algo y ha­llarse preparado para recibirlo. Nadie se encuentra listo para nada hasta que no crea que puede adqui­rirlo. El estado mental debe ser la convicción, y no la mera esperanza o anhelo. La mente abierta es esencial para creer. La cerrazón de ideas no inspira fe, ni coraje, ni convicción.

Recuerde, no se requiere más esfuerzo para apuntar alto en la vida, para reclamar abundancia y prosperidad, del que hace falta para aceptar la miseria y la pobreza. Un gran poeta ha expresado acertadamente esta verdad universal en unas pocas líneas:

Le discutí un penique a la Vida,

y la Vida no me dio más.

Por mucho que le imploré a la noche

cuando contaba mis escasos bienes.

Porque la Vida es un amo justo

que te da lo que le pides,

pero cuando has fijado el precio,

debes aguantar la faena.

Trabajé por un salario de jornalero

sólo para descubrir, perplejo,

que cualquier paga que hubiera pedido a la Vida,

ésta me la hubiese pagado de buen grado.

EL DESEO LLEVA VENTAJA SOBRE LA MADRE NATURALEZA

 

Como culminación adecuada de este capítulo quiero presentar a una de las personas más excep­cionales que he conocido. Lo vi por primera vez pocos minutos después de que hubiera nacido. Vino a este mundo sin ningún rastro físico de orejas, y el médico admitió, cuando le pedí su opinión so­bre el caso; que el niño sería sordo y mudo toda la vida.

Me opuse a la opinión del médico. Estaba en mi derecho. Yo era el padre del niño. Tomé una deci­sión y me formé una opinión, pero expresé esa opi­nión en silencio, en el fondo de mi corazón.

En mi interior supe que mi hijo oiría y hablaría. ¿Cómo? Estaba seguro de que tenía que haber una manera, y sabía que la encontraría. Pensé en las palabras del inmortal Emerson: «El curso de las cosas acontece para enseñarnos la fe. Sólo necesitamos es­tar atentos. Hay indicadores, claves, para cada uno de nosotros, y si escuchamos con humildad, oiremos la palabra justa».

¿La palabra justa? ¡Deseo! Mucho más que nin­guna otra cosa, yo deseaba que mi hijo no fuera sor­domudo. De ese deseo no renegué jamás, ni por un segundo.

¿Qué podía hacer? Encontraría alguna forma de trasplantar a ese niño mi propio deseo ardiente de dar con maneras y medios de hacer llegar el soni­do a su cerebro sin la ayuda de los oídos.

Tan pronto como el niño fuese lo bastante ma­yor para cooperar, le llenaría la cabeza de tal manera de ese deseo ardiente, que la naturaleza lo traduciría en realidad con sus propios métodos.

Todos estos pensamientos pasaron por mi men­te, pero no hablé de ello con nadie. Cada día reno­vaba la promesa que me había hecho a mí mismo de que mi hijo no sería sordomudo.

Cuando creció y empezó a percibir las cosas que lo rodeaban, notamos que mostraba débiles indicios de que oía. Cuando alcanzó la edad en que los niños suelen empezar a emitir palabras, no hizo intento al­guno de hablar, pero de sus actos podíamos deducir que percibía ciertos sonidos. ¡Eso era todo lo que yo quería saber! Estaba convencido de que, si podía oír, aunque fuese débilmente, sería capaz de desa­rrollar una mayor capacidad auditiva. Entonces suce­dió algo que me llenó de esperanza. Surgió de algo totalmente inesperado.

UN «ACCIDENTE» QUE CAMBIÓ UNA VIDA

Compramos un fonógrafo. Cuando el niño oyó la música por primera vez, entró en éxtasis, y muy pronto se apropió del aparato. En una ocasión estu­vo poniendo un disco una y otra vez, durante casi dos horas, de pie delante del fonógrafo, mordiendo un borde de la caja. La importancia de esa costum­bre que adquirió no se nos hizo patente sino hasta años después, ya que nunca habíamos oído hablar del principio de la «conducción ósea» del sonido. Poco después de que se apropiase del fonógrafo, descubrí que podía oírme con claridad cuando le hablaba con los labios junto a su hueso mastoideo, en la base del cráneo.

Una vez hube descubierto que podía oír perfec­tamente el sonido de mi voz, empecé de inmediato a transferirle mi deseo de que oyese y hablase. Pronto descubrí que el niño disfrutaba cuando yo le conta­ba cuentos antes de dormirse, de modo que me puse a trabajar para idear historias que estimularan su confianza en sí mismo, su imaginación, y un agudo deseo de oír y de ser normal.

Había un cuento en particular, en el que yo ha­cía hincapié dándole un renovado matiz dramático cada vez que se lo contaba. Lo había inventado para sembrar en su mente la idea de que su dificultad no era una pesada carga, sino una ventaja de gran valor. Pese al hecho de que todas las maneras de pensar que yo había examinado indicaban que cualquier adversidad contiene la semilla de una ventaja equiva­lente, debo confesar que no tenía ni la menor idea de cómo se podía convertir esa dificultad en una ventaja.

¡GANÓ UN MUNDO NUEVO CON SEIS CENTAVOS!

Al analizar la experiencia retrospectivamente, puedo ver que su fe en mí tuvo mucho que ver con los sorprendentes resultados. Él no cuestionaba nada que yo le dijera. Le vendí la idea de que tenía una ventaja original sobre su hermano mayor, y que esa ventaja se reflejaría de muchas maneras. Por ejem­plo, los maestros en la escuela se darían cuenta de que no tenía orejas, y por ese motivo le dedicarían una atención especial y lo tratarían con una amabili­dad y una benevolencia extraordinarias. Siempre lo hicieron. También le vendí la idea de que cuando fuese lo bastante mayor para vender periódicos (su hermano mayor era ya vendedor de periódicos), ten­dría una gran ventaja sobre su hermano, porque la gente le pagaría más por su mercancía, debido a que verían que era un niño brillante y emprendedor pese al hecho de carecer de orejas.

Cuando tenía unos siete años, mostró la primera prueba de que nuestro método de apoyo rendía sus frutos. Durante varios meses imploró el privilegio de vender periódicos, pero su madre no le daba el con­sentimiento.

Entonces se ocupó por su cuenta del asunto. Una tarde en que estaba en casa con los sirvientes, trepó por la ventana de la cocina, se deslizó hacia fuera. y sé estableció por su cuenta. Le pidió prestados seis centavos al zapatero remendón del barrio, los invir­tió en periódicos, los vendió, reinvirtió el capital, y repitió la operación hasta el anochecer. Después de hacer el balance de sus negocios, y de devolverle a su banquero los seis centavos que le había prestado, se encontró un beneficio de cuarenta y dos centavos. Cuando volvimos a casa aquella noche, lo encontra­mos durmiendo en su cama, apretando el dinero en un puño.

Su madre le abrió la mano, cogió las monedas y se puso a llorar. Me sorprendió. Llorar por la pri­mera victoria de su hijo me pareció fuera de lugar. Mi reacción fue la inversa. Reí de buena gana, por­que supe que mi empresa de inculcar en la mente de mi hijo una actitud de fe en sí mismo había te­nido éxito.

Su madre veía a un niño sordo que, en su prime­ra aventura comercial, se había escapado a la calle y había arriesgado su vida para ganar dinero. Yo veía un hombrecito de negocios valiente, ambicioso y lle­no de confianza en sí mismo, cuyo valor intrínseco se había incrementado en un cien por cien, al haber ido a negociar por su cuenta y haber ganado. La transacción me agradó, porque había dado pruebas de una riqueza de recursos que lo acompañaría toda su vida.

EL NIÑO SORDO QUE OYÓ

El pequeño sordo asistió a la escuela, al instituto y a la universidad, sin que fuese capaz de oír a sus maestros, excepto cuando le gritaban fuerte, a corta distancia. No lo llevaron a una escuela para sordos. No le permitimos que aprendiese el lenguaje de los sordomudos. Habíamos decidido que viviese una vida normal, y mantuvimos esa decisión, aunque nos costó muchas discusiones acaloradas con funciona­rios escolares.

Cuando estaba en el instituto, probó un aparato eléctrico para mejorar la audición, pero no le dio re­sultado.

Durante su última semana en la universidad, su­cedió algo que marcó el hito más importante de su vida. En lo que pareció una mera casualidad, entró en posesión de otro aparato eléctrico para oír mejor, que le enviaron para probar. Estuvo indeciso en pro­bar el aparato, debido a su desilusión con otro simi­lar. Finalmente lo cogió, se lo puso en la cabeza, le conectó las baterías, y ¡sorpresa!, como por arte de magia, su deseo de toda la vida de oír normalmente se convirtió en realidad. Por primera vez oía tan bien como cualquier persona con audición normal.

Alborozado con el mundo diferente que acababa de percibir a través de ese aparato auditivo, se preci­pitó al teléfono, llamó a su madre, y oyó su voz a la perfección. Al día siguiente oía con claridad las vo­ces de sus profesores en clase, ¡por primera vez en su vida! Por primera vez en su vida también, mi hijo podía conversar con la gente, sin necesidad de que le hablaran con voz de trueno. Realmente, había en­trado en posesión de un mundo distinto.

El deseo había comenzado a pagar dividendos, pero la victoria todavía no era completa. El mucha­cho tenía que encontrar todavía una manera definida y práctica de convertir su desventaja en una ven­taja equivalente.

IDEAS QUE OBRAN MILAGROS

Sin apenas darse cuenta de la importancia de lo que acababa de obtener, pero embriagado con la alegría del descubrimiento de ese mundo de sonidos, escribió una entusiasta carta al fabricante del audífono, relatándole su experiencia. Algo en ella hizo que la compañía lo invitase a Nueva York. Cuan­do llegó, lo llevaron a visitar la fábrica, y mientras hablaba con el ingeniero jefe, contándole de su mun­do recién descubierto, una corazonada, una idea o una inspiración, llámesela como se quiera, destelló en su cerebro. Era ese impulso del pensamiento que convertía su dificultad en una ventaja, destinada a pagar dividendos en dinero y en felicidad por milla­res durante todo el tiempo venidero.

El resumen y el núcleo de ese impulso de pensa­miento era así: se le ocurrió que él podría ser de gran ayuda para los millones de sordos que viven sin el beneficio de audífonos si pudiera encontrar una manera de relatarles la historia de su descubrimiento del mundo.

Durante un mes entero llevó a cabo una intensa investigación, durante la cual analizó todo el sistema de ventas del fabricante de audífonos e ideó formas y medios de comunicarse con los duros de oído de todo el mundo, decidido a compartir con ellos su nuevo mundo recién descubierto. Una vez lo tuvo hecho, puso por escrito un plan bienal, basado en sus investigaciones. Cuando lo presentó a la compa­ñía, al momento le dieron un puesto de trabajo para que llevara a cabo su ambición.

Poco había soñado, cuando empezó a trabajar, que estaba destinado a llevar esperanza y alivio a mi­llares de sordos que, sin su ayuda, se hubieran visto condenados para siempre a la sordera.

No me cabe duda de que Blair hubiera sido sor­domudo toda su vida si su madre y yo no nos las hu­biésemos ingeniado para formar su mente tal como lo hicimos.

Cuando sembré en su interior el deseo de oír y de hablar, y de vivir como una persona normal, al­guna extraña influencia hubo en ese impulso que hizo que la naturaleza tendiese una especie de puen­te para salvar el golfo del silencio que separaba su cerebro del mundo exterior.

En verdad, el deseo ardiente tiene maneras tor­tuosas de transmutarse en su equivalente físico. Blair deseaba una audición normal; ¡ahora la tiene! Nació con una minusvalía que fácilmente hubiera desviado a alguien, con un deseo menos definido, a la calle, con un puñado de lápices en una mano y una lata vacía en la otra.

La pequeña «mentira piadosa» que sembré en su mente cuando él era un niño, llevándolo a creer que su defecto se convertiría en una gran ventaja que po­dría capitalizar, se justificó sola. Ciertamente, no hay nada, correcto o equivocado, que la confianza, su­mada a un deseo ardiente, no pueda hacer real. Es­tas cualidades están al alcance de todos.

 

LA «QUÍMICA MENTAL» HACE MAGIA

Un breve párrafo en un despacho de noticias en relación con madame Schumann-Heink da la clave del estupendo éxito de esta mujer como cantante. Cito el párrafo porque la clave que contiene no es otra que el deseo.

Al comienzo de su carrera, madame Schumann­Heink visitó al director de la ópera de Viena para que le hiciera una prueba de voz. Pero él no la probó. Después de echar un vistazo a la desgarbada y pobremente vestida muchacha, exclamó, nada cor­dial:

-Con esa cara, y sin ninguna personalidad, ¿cómo espera tener éxito en la ópera? Señorita, olvide esa idea. Cómprese una máquina de coser, y póngase a trabajar. Usted nunca podrá ser cantante.

¡Nunca es demasiado tiempo! El director de la ópera de Viena sabía mucho sobre la técnica del canto. Sabía muy poco del poder del deseo, cuando éste asume las proporciones de una obsesión. Si hu­biera conocido mejor ese poder, no hubiese cometi­do el error de condenar el genio sin darle una opor­tunidad.

Hace varios años, uno de mis socios enfermó. Se puso cada vez peor a medida que el tiempo transcu­rría, y finalmente, lo llevaron al hospital para operarlo. El médico me advirtió que había muy pocas posi­bilidades de que yo volviera a verlo con vida. Pero ésa era la opinión del médico, y no la del paciente. Poco antes de que se lo llevaran al quirófano, me su­surró con voz débil: «No se preocupe, jefe, en pocos días habré salido de aquí». Una enfermera me miró apenada. Pero el paciente se recuperó satisfactoria­mente. Cuando todo hubo terminado, su médico me dijo: «No lo salvó otra cosa que su deseo de vivir. Nunca hubiera salido de este trance si no se hubiese negado a aceptar la posibilidad de la muerte».

 

Creo en el poder del deseo respaldado por la fe, porque he visto cómo ese poder elevaba a hombres desde comienzos humildes a posiciones de poder y riqueza; lo he visto cómo saqueaba la tumba de sus víctimas; cómo servía de medio para que los hom­bres llevaran a cabo su rehabilitación después de ha­ber fracasado en un centenar de formas distintas; lo he visto darle a mi propio hijo una vida normal, feliz y llena de éxito, a pesar de que la naturaleza lo en­viase a este mundo sin orejas.

¿Cómo se puede dominar y usar el poder del de­seo? Eso queda explicado en este capítulo y los sub­siguientes de este libro.

Mediante algún extraño y poderoso principio de «química mental» que nunca ha divulgado, la natu­raleza envuelve en el impulso del deseo ardiente «ese algo» que no reconoce la palabra «imposible», ni acepta el fracaso como realidad.

NO HAY LIMITACIONES PARA LA MENTE EXCEPTO LAS QUE ACEPTAMOS. LA POBREZA Y LA RIQUEZA SON VÁSTAGOS DEL PENSAMIENTO

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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