Durante aquella hora no
hice el menor intento de pergeñar algo que se asemejara a una
respuesta, ni siquiera ensoñaba, simplemente me hallaba atenazado
por el miedo, esperando que mi tormento llegara a su fin.1
El
protagonista de este relato de terror soy yo mismo y ésta ha sido la
prueba más palpable que he tenido hasta el momento del impacto
devastador que causa la tensión emocional sobre la lucidez mental.
Hoy en día sigo considerando aquel suplicio como el testimonio más
rotundo del poder del cerebro emocional para sofocar, e incluso
llegar a paralizar, al cerebro pensante.
Los
maestros saben perfectamente que los problemas emocionales de sus
discípulos entorpecen el funcionamiento de la mente. En este
sentido, los estudiantes que se hallan atrapados por el enojo, la
ansiedad o la depresión tienen dificultades para aprender porque no
perciben adecuadamente la información y. en consecuencia, no pueden
procesarla correctamente. Como ya hemos visto en el capítulo 5, las
emociones negativas intensas absorben toda la atención del
individuo, obstaculizando cualquier intento de atender a otra cosa.
De hecho, uno de los signos de que los sentimientos han derivado
hacia el campo de lo patológico es que son tan obsesivos que
sabotean todo intento de prestar atención a la tarea que se esté
llevando a cabo. Cualquier persona que haya atravesado por un
doloroso divorcio (y cualquier niño cuyos padres se hallen en este
proceso) sabe lo difícil que resulta mantener la atención en las
rutinas relativamente triviales del trabajo y la escuela, y
cualquier persona que haya padecido una depresión clínica sabe
también que, en tal caso, los pensamientos autocompasivos, la
desesperación, la impotencia y el desaliento son tan intensos que
impiden cualquier otra actividad.
Cuando
las emociones dificultan la concentración, se dificulta el
funcionamiento de la capacidad cognitiva que los científicos
denominan «memoria de trabajo», la capacidad de mantener en
la mente toda la información relevante para la tarea que se esté
llevando a cabo. El contenido concreto de la memoria de trabajo
puede ser algo tan simple como los dígitos de un número de teléfono
o tan intrincado como la trama de una novela. La memoria de trabajo
es la función ejecutiva por excelencia de la vida mental, la que
hace posible cualquier otra actividad intelectual, desde pronunciar
una frase hasta formular una compleja proposición lógica. Y la
región cerebral encargada de procesar la memoria de trabajo es el
córtex prefrontal, la misma región, recordemos, en donde se
entrecruzan los sentimientos y las emociones. Es por ello por lo que
la tensión emocional compromete el buen funcionamiento de la memoria
de trabajo a través de las conexiones límbicas que convergen en el
córtex prefrontal, dificultando así —como yo mismo descubrí durante
aquel angustioso examen de cálculo— toda posibilidad de pensar con
claridad.
Consideremos ahora, por otra parte, el importante papel que
desempeña la motivación positiva —ligada a sentimientos tales
como el entusiasmo, la perseverancia y la confianza— sobre el
rendimiento. Según los estudios que se han llevado a cabo en este
dominio, los atletas olímpicos, los compositores de fama mundial y
los grandes maestros del ajedrez comparten una elevada motivación y
una rigurosa rutina de entrenamiento (que, en el caso de las
auténticas «estrellas», suele comenzar en la misma infancia). El
promedio de tiempo dedicado al entrenamiento por los atletas de doce
años del equipo chino que participó en las olimpiadas de 1992 era el
mismo que el invertido por los integrantes del equipo americano
durante los primeros veinte años de su vida (de hecho, muchos de los
chinos habían comenzado a entrenarse a la edad de cuatro años). Del
mismo modo, los mejores virtuosos de violín del siglo veinte
comenzaron su aprendizaje alrededor de los cinco años de edad y los
campeones mundiales de ajedrez lo hicieron cerca de los siete años
(mientras que aquellos que adquirieron un prestigio de ámbito
exclusivamente nacional habían comenzado a eso de los diez años de
edad). Se diría que el hecho de comenzar antes permite un margen de
tiempo mucho mayor: los alumnos más aventajados de violín de la
mejor academia de música de Berlín —todos ellos de poco más de
veinte años— habrán invertido unas diez mil horas de práctica en
toda su vida, mientras que aquéllos que ocupan un segundo o tercer
lugar sólo habrán promediado un total de unas siete mil quinientas
horas.
Lo que
parece diferenciar a quienes se encuentran en la cúspide de su
carrera de aquéllos otros que, teniendo una capacidad similar, no
alcanzan esa cota, radica en la práctica ardua y rutinaria seguida a
lo largo de años y años. Y esta perseverancia depende
fundamentalmente de factores emocionales, como el entusiasmo y la
tenacidad frente a todo tipo de contratiempos.
El
nivel sobresaliente logrado por los estudiantes asiáticos en el
mundo académico y profesional de los Estados Unidos demuestra que,
al margen de las capacidades innatas, la recompensa añadida del
éxito en la vida depende de la motivación. Una revisión completa de
los datos existentes sobre este sugiere que los alumnos americanos
de origen asiático suelen tener un CI promedio superior en unos tres
puntos al de los blancos. Por su parte, los médicos y abogados de
origen asioamericano se comportaron, grupalmente considerados, como
si su CI fuera muy superior (el equivalente a un CI de 110 para los
de origen japonés y de un 120 para los de origen chino) al de los
blancos. La razón parece estribar en que, en los primeros años de
escuela, los niños asiáticos estudian más que los blancos. Sanford
Dorenbush, un sociólogo de Stanford que ha investigado a más de diez
mil estudiantes de instituto, descubrió que los asioamericanos
invierten casi un 40% más de tiempo en sus deberes que el resto de
los estudiantes. «La mayoría de padres americanos blancos parecen
dispuestos a admitir que sus hijos tengan asignaturas más flojas y a
subrayar, en cambio, las más fuertes, pero la actitud que sostienen
los padres asiáticos es la de que “si no te lo sabes estudiarás esta
noche y si aun así tampoco te lo sabes mañana, te levantarás
temprano y seguirás estudiando”. Ellos consideran que, con el
esfuerzo adecuado, todo el mundo puede tener un buen rendimiento
escolar».
En
resumen, una fuerte ética cultural de
trabajo se traduce en una mayor motivación, celo y
perseverancia, un auténtico acicate emocional.
Así
pues, las emociones dificultan o favorecen nuestra capacidad de
pensar, de planificar, de acometer el adiestramiento necesario para
alcanzar un objetivo a largo plazo, de solucionar problemas,
etcétera, y, en este mismo sentido, establecen los límites de
nuestras capacidades mentales innatas y determinan así los logros
que podremos alcanzar en nuestra vida. Y en la medida en que estemos
motivados por el entusiasmo y el gusto en lo que hacemos —o incluso
por un grado óptimo de ansiedad— se convierten en excelentes
estímulos para el logro. Es por ello por lo que la inteligencia
emocional constituye una aptitud maestra, una facultad que influye
profundamente sobre todas nuestras otras facultades ya sea
favoreciéndolas o dificultándolas.
EL CONTROL
DE LOS IMPULSOS: EL TEST DE LAS GOLOSINAS
Imagine que tiene cuatro años de edad y que alguien le hace la
siguiente propuesta: «ahora debo marcharme y regresaré en unos
veinte minutos. Si lo deseas puedes tomar una golosina pero, si
esperas a que vuelva, te daré dos». Para un niño de cuatro años de
edad éste es un verdadero desafío, un microcosmos de la eterna lucha
entre el impulso y su represión, entre el id y el ego, entre el
deseo y el autocontrol, entre la gratificación y su demora. Y sea
cual fuere la decisión que tome el niño, constituye un test que no
sólo refleja su carácter sino que también permite determinar la
trayectoria probable que seguirá a lo largo de su vida.
Tal
vez no haya habilidad psicológica más esencial que la de resistir al
impulso. Ese es el fundamento mismo de cualquier autocontrol
emocional, puesto que toda emoción, por su misma naturaleza, implica
un impulso para actuar (recordemos que el mismo significado
etimológico de la palabra emoción, es del de «mover»). Es muy
posible —aunque tal interpretación pueda parecer por ahora meramente
especulativa— que la capacidad de resistir al impulso, la capacidad
de reprimir el movimiento incipiente, se traduzca, al nivel de
función cerebral, en una inhibición de las señales límbicas que se
dirigen al córtex motor.
En
cualquier caso, Walter Misehel llevó a cabo, en la década de los
sesenta, una investigación con preescolares de cuatro años de edad
—a quienes se les planteaba la cuestión con la que iniciábamos esta
sección —que ha terminado demostrando la extraordinaria importancia
de la capacidad de refrenar las emociones y demorar
los impulsos. Esta investigación, que se realizó en el campus
de la Universidad de Stanford con hijos de profesores, empleados y
licenciados, prosiguió cuando los niños terminaron la enseñanza
secundaria. Algunos de los niños de cuatro años de edad fueron
capaces de esperar lo que seguramente les pareció una verdadera
eternidad hasta que volviera el experimentador. Y fueron muchos los
métodos que utilizaron para alcanzar su propósito y recibir las dos
golosinas como recompensa: taparse el rostro para no ver la
tentación, mirar al suelo, hablar consigo mismos, cantar, jugar con
sus manos y sus pies e incluso intentar dormir. Pero otros, más
impulsivos, cogieron la golosina a los pocos segundos de que el
experimentador abandonara la habitación.
El
poder diagnóstico de la forma en que los niños manejaban sus
impulsos quedó claro doce o catorce años más tarde, cuando la
investigación rastreó lo que había sido de aquellos niños, ahora
adolescentes. La diferencia emocional y social existente entre
quienes se apresuraron a coger la golosina y aquéllos otros que
demoraron la gratificación fue contundente. Los que a los cuatro
años de edad habían resistido a la tentación eran socialmente más
competentes, mostraban una mayor eficacia personal, eran más
emprendedores y más capaces de afrontar las frustraciones de la
vida. Se trataba de adolescentes poco proclives a desmoralizarse,
estancarse o experimentar algún tipo de regresión ante las
situaciones tensas, adolescentes que no se desconcertaban ni se
quedaban sin respuesta cuando se les presionaba, adolescentes que no
huían de los riesgos sino que los afrontaban e incluso los buscaban,
adolescentes que confiaban en sí mismos y en los que también
confiaban sus compañeros, adolescentes honrados y responsables que
tomaban la iniciativa y se zambullían en todo tipo de proyectos. Y,
más de una década después, seguían siendo capaces de demorar la
gratificación en la búsqueda de sus objetivos.
En
cambio, el tercio aproximado de preescolares que cogió la golosina
presentaba una radiografía psicológica más problemática. Eran
adolescentes más temerosos de los contactos sociales, más
testarudos, más indecisos, más perturbados por las frustraciones,
más inclinados a considerarse «malos» o poco merecedores, a caer en
la regresión o a quedarse paralizados ante las situaciones tensas, a
ser desconfiados, resentidos, celosos y envidiosos, a reaccionar
desproporcionadamente y a enzarzarse en toda clase de discusiones y
peleas. Y al cabo de todos esos años seguían siendo incapaces de
demorar la gratificación.
Así
pues, las aptitudes que despuntan tempranamente en la vida terminan
floreciendo y dando lugar a un amplio abanico de habilidades
sociales y emocionales. En este sentido, la capacidad de demorar los
impulsos constituye una facultad fundamental que permite llevar a
cabo una gran cantidad de actividades, desde seguir una dieta hasta
terminar la carrera de medicina. Hay niños que a los cuatro años de
edad ya llegan a dominar lo básico, y son capaces de percatarse de
las ventajas sociales de demorar la gratificación de sus impulsos,
desvían su atención de la tentación presente y se distraen mientras
siguen perseverando en el logro de su objetivo: las dos golosinas.
Pero
lo más sorprendente es que, cuando los niños fueron evaluados de
nuevo al terminar el instituto, el rendimiento académico de quienes
habían esperado pacientemente a los cuatro años de edad era muy
superior al de aquéllos otros que se habían dejado arrastrar por sus
impulsos. Según la evaluación llevada a cabo por sus mismos padres,
se trataba de adolescentes más competentes, más capaces de expresar
con palabras sus ideas, de utilizar y responder a la razón, de
concentrarse, de hacer planes, de llevarlos a cabo, y se mostraron
muy predispuestos a aprender. Y, lo que resulta más asombroso
todavía, es que estos chicos obtuvieron mejores notas en los
exámenes SAT. El tercio aproximado de los niños que a los cuatro
años no pudieron resistir la tentación y se apresuraron a coger la
golosina obtuvieron una puntuación verbal de 524 y una puntuación
cuantitativa («matemática») de 528, mientras que el tercio de
quienes esperaron el regreso del experimentador alcanzó una
puntuación promedio de 610 y 652, respectivamente (una diferencia
global de 210 puntos).”
La
forma en que los niños de cuatro años de edad responden a este test
de demora de la gratificación constituye un poderoso predictor tanto
del resultado de su examen SAT como de su CI; el CI, por su parte,
sólo predice adecuadamente el resultado del examen SAT después de
que los niños aprendan a leer. “Esto parece indicar que la
capacidad de demorar la gratificación contribuye al potencial
intelectual de un modo completamente ajeno al mismo CI. (El pobre
control de los impulsos durante la infancia también es un poderoso
predictor de la conducta delictiva posterior, mucho mejor que el CI.)”'
Como veremos en la cuarta parte, aunque haya quienes consideren que
el CI no puede cambiarse y que constituye una limitación inalterable
de los potenciales vitales del niño, cada vez existe un
convencimiento mayor de que habilidades emocionales como el dominio
de los impulsos y la capacidad de leer las situaciones sociales es
algo que puede aprenderse.
Así
pues, lo que Walter Misehel, el autor de esta investigación,
describe con el farragoso enunciado de «la demora de la
gratificación autoimpuesta dirigida a metas» —la capacidad de
reprimir los impulsos al servicio de un objetivo (ya sea levantar
una empresa, resolver un problema de álgebra o ganar la Copa Stanley)—
tal vez constituya la esencia de la autorregulación emocional. Este
descubrimiento subraya el papel de la inteligencia emocional como
una metahabilidad que determina la forma —adecuada o inadecuada— en
que las personas son capaces de utilizar el resto de sus capacidades
mentales.
ESTADOS DE
ÁNIMO NEGATIVOS, PENSAMIENTOS NEGATIVOS
«Estoy
preocupada por mi hijo. Acaba de ingresar en el equipo de fútbol de
la universidad y sé que puede lesionarse en cualquier momento. Me
pone tan nerviosa verle en el campo que no quiero asistir a ninguno
de sus partidos. Estoy segura de que esto le resulta decepcionante,
pero la verdad es que simplemente no puedo soportarlo.»
Quien
así habla es una mujer que está en terapia a causa de su ansiedad.
Ella comprende perfectamente que su preocupación no le permite vivir
como le gustaría pero cuando llega el momento de tomar una decisión
tan sencilla como ir o no a ver el partido que jugará su hijo, su
mente se ve asediada por terribles pensamientos. En tales
condiciones no es libre de elegir porque sus preocupaciones
desbordan su razón.
Como
ya hemos visto, la preocupación es la esencia de los efectos
perniciosos de la ansiedad sobre todo tipo de actividad mental. La
preocupación es, en cierto modo, una respuesta útil aunque
desencaminada, una especie de ensayo mental ante la previsión de una
amenaza Pero este ensayo mental se convierte en un auténtico
desastre cognitivo cuando nuestra mente se queda atrapada en una
rutina obsoleta que captura nuestra atención e impide todo intento
de focalizarla en cualquier otro sitio.
La
ansiedad entorpece de tal modo el funcionamiento del intelecto
que constituye un predictor casi seguro del fracaso en el
entrenamiento o el desempeño de una tarea compleja, intelectualmente
exigente y tensa como la que llevan a cabo, por ejemplo, los
controladores de vuelo. Como ha demostrado un estudio realizado
sobre 1.790 estudiantes de control del tráfico aéreo, es muy
probable que los ansiosos terminen fracasando aunque sus
puntuaciones en los tests de inteligencia sean francamente elevadas.
De hecho, la ansiedad también sabotea todo tipo de rendimiento
académico. Ciento veintiséis estudios diferentes que implicaban a
más de 36.000 personas han puesto de relieve que cuanto más proclive
a preocuparse es la persona, más pobre resulta su rendimiento
académico (sin importar que el tipo de medición utilizada fuera la
clasificación por tests, la puntuación media o los tests de
rendimiento).
Cuando
a las personas que tienden a preocuparse se les pide que lleven a
cabo una tarea cognitiva como, por ejemplo, clasificar objetos
ambiguos en una o dos categorías, y que describan lo que pasa por su
mente mientras lo están haciendo, suelen mencionar la presencia de
pensamientos negativos —como «no seré capaz de hacerlo», «yo no soy
bueno en este tipo de pruebas», etcétera— que obstaculizan
directamente el proceso de toma de decisiones.
De
hecho, cuando a un grupo de control de sujetos normalmente
despreocupados se les pidió que se preocupasen durante quince
minutos, su rendimiento disminuyó considerablemente. Y cuando, por
el contrario, a quienes suelen preocuparse se les ofreció una sesión
de relajación —que reduce el nivel de preocupación— de quince
minutos antes de emprender la tarea, llegaron a desempeñarla sin
ningún tipo de problemas. Richard Alpert, que fue quien primero
estudió científicamente la ansiedad en la década de los sesenta, me
confesó que el motivo que despertó su interés en este tema radicaba
en las malas pasadas que le hicieron los nervios en los exámenes de
su etapa de estudiante, algo que a su compañero Ralph Haber, por el
contrario, parecía estimularle. Esa investigación, entre otras
muchas, ha demostrado que existen dos tipos de estudiantes ansiosos:
aquellos a quienes la ansiedad menoscaba su rendimiento académico y
aquéllos otros que son capaces de trabajar bien a pesar de la
tensión o. tal vez, gracias a ella. La paradoja es que la misma
excitación e interés por hacerlo bien que motiva a los estudiantes
como Haber a prepararse y estudiar para la ocasión, puede sabotear,
en cambio, los esfuerzos de otros. En las personas que, como Alpert,
muy ansiosas, la excitación previa al examen interfiere con el
pensamiento y el recuerdo claro necesarios para estudiar
eficazmente, enturbiando también durante el examen la claridad
mental requerida para el buen rendimiento.
La
magnitud de las preocupaciones que tiene la gente mientras está
haciendo un examen es proporcional a la pobreza de su ejecución,
porque los recursos mentales invertidos en una determinada tarea
cognitiva —la preocupación— reducen los recursos disponibles para
procesar otro tipo de información. En este sentido, si estamos
preocupados por suspender el examen dispondremos de mucha menos
atención para elaborar una respuesta adecuada. Es así como nuestras
preocupaciones terminan convirtiéndose en profecías autocumplidas
que conducen al fracaso.
En
cambio, quienes controlan sus emociones pueden utilizar esa ansiedad
anticipatoria —por ejemplo, sobre un examen o una charla próxima—
para motivarse a si mismos, prepararse adecuadamente y, en
consecuencia, hacerlo bien. Según afirma la psicología, la
representación gráfica de la relación existente entre la ansiedad y
el rendimiento —incluido el rendimiento mental— constituye una
especie de U invertida. En la cúspide de esta U invertida está la
relación óptima entre la ansiedad y el rendimiento, el
mínimo nerviosismo que permite alcanzar el máximo rendimiento. Pero
muy poca ansiedad —la parte izquierda de la U— genera apatía o muy
poca motivación, mientras que el exceso de ansiedad —la parte
derecha de la U— sabotea todo intento de hacerlo bien.
Un
estado ligeramente eufórico —al que técnicamente se le denomina
hipornania— parece óptimo para escritores y otro tipo de
profesiones creativas que exigen un pensamiento fluido e
imaginativo, un estado que se halla en la cúspide de la U invertida.
Pero
cuando la euforia se descontrola, como ocurre en la exaltación del
estado de ánimo tornadizo del maniaco-depresivo, se convierte en
franca manía, un estado en el que la agitación socava toda capacidad
de pensar de un modo lo suficientemente coherente como para
desempeñarse adecuadamente bien, aunque las ideas fluyan con
libertad, en realidad, con demasiada libertad como para poder
persistir en cualquiera de ellas y elaborar un producto terminado.
Los
estados de ánimo positivos aumentan la capacidad de pensar con
flexibilidad y complejidad, haciendo más fácil encontrar soluciones
a los problemas, ya sean intelectuales o interpersonales. Esto
parece indicar que una forma de ayudar a alguien a resolver un
problema consiste en contarle un chiste. La risa, al igual que la
euforia, parece ampliar la perspectiva y, de ese modo, ayuda a la
gente a pensar con más amplitud y a asociar con mayor libertad,
advirtiendo relaciones que, de otra manera, podrían pasar
inadvertidas, una habilidad mental importante, no sólo para la
creatividad sino también para el reconocimiento de las relaciones
complejas y la previsión de las consecuencias de una determinada
decisión.
Los
beneficios intelectuales de una buena carcajada son más
sorprendentes cuando se trata de resolver un problema que exige una
solución creativa. Un estudio ha descubierto que quienes acaban de
ver una película cómica en video resuelven mejor los rompecabezas
que suelen usar los psicólogos que se ocupan de valorar el
pensamiento creativo. «En esa investigación se le da a la gente
velas, cerillas y una caja de tachuelas y se les pide que busquen la
forma de colgar la vela a un panel de corcho para que pueda arder
sin que la cera gotee al suelo. La mayor parte de la gente, ante
este problema, cae en una especie de «fijación funcional» y sólo
piensa en utilizar los objetos de un modo convencional pero,
comparados con aquéllos otros que habían visto una película de
matemáticas, quienes acababan de ver la película cómica descubrieron
un uso alternativo de la caja y llegaron a una solución creativa,
clavándola con tachuelas a la pared y utilizándola como palmatoria.
Incluso los cambios más ligeros de estado de ánimo
pueden llegar a modificar nuestros pensamientos. La
capacidad de planificar y tomar decisiones de las personas de buen
humor presenta una predisposición perceptiva que les lleva a pensar
de una manera más abierta y positiva. Esto se explica, en parte,
porque la memoria es un fenómeno específico de estado, es decir que,
por ejemplo, en un estado positivo, solemos recordar acontecimientos
positivos. De este modo, en la medida en que nos sentimos a gusto
mientras estamos pensando en los pros y los contras de un
determinado curso de acción, nuestra memoria busca datos en una
dirección positiva, inclinándonos, por ejemplo, a emprender acciones
más aventuradas y arriesgadas.
De la
misma manera, los estados de ánimo negativos sesgan también nuestros
recuerdos en una dirección negativa, haciendo más probable que nos
contraigamos en decisiones más temerosas y suspicaces. Así pues, el
descontrol emocional obstaculiza la labor del intelecto pero, como
ya hemos visto en el capitulo 5, podemos volver a hacernos cargo de
las emociones descontroladas, la verdadera aptitud maestra que
facilita otros tipos de inteligencia. Veamos ahora algunos casos
pertinentes a este respecto, las ventajas de la esperanza y el
optimismo y aquellos momentos difíciles en los que la gente se
supera a si misma.
POLLYANNA* Y
LA CAJA DE PANDORA: EL PODER DEL PENSAMIENTO POSITIVO
*
N. de los T. Personaje literario creado por la novelista Eleanor
Poner y caracterizado por su desmesurado optimismo.
¿Qué
es lo que harías en el caso de que acabaras de saber que has
suspendido un examen parcial en el que esperabas sacar un notable?
La
respuesta a esta situación hipotética depende casi exclusivamente
del nivel de expectativas. Los estudiantes universitarios con un
alto nivel de expectativas contestaron que trabajarían duro y
pensaron en las muchas cosas que podían hacer para aprobar el examen
final; aquéllos otros cuyo nivel de expectativas era moderado
también pensaron en varias alternativas posibles, pero parecían
menos dispuestos a lograrlo y, comprensiblemente, los estudiantes
con bajo nivel de expectativas, se desalentaron y dijeron que
renunciarían a presentarse al examen final.
Pero
no estamos hablando de algo puramente teórico porque cuando C. R.
Snyder, el psicólogo de la Universidad de Kansas que llevó a cabo
este estudio, comparó el rendimiento académico real de
universitarios con alto y bajo nivel de expectativas, descubrió que
éste nivel era un mejor predictor de los resultados de los exámenes
del primer semestre que sus puntuaciones en el SAT, un test (que
tiene, por cierto, una elevada correlación con el CI) supuestamente
capaz de predecir el rendimiento de los universitarios. Una vez más,
dado aproximadamente el mismo rango de capacidades intelectuales,
las aptitudes emocionales son las que establecen las diferencias.
La
conclusión de Snyder fue la siguiente: «los estudiantes con un alto
nivel de expectativas se proponen objetivos elevados y saben lo que
deben hacer para alcanzarlos. El único factor responsable del
distinto rendimiento académico de estudiantes con similar aptitud
intelectual parece ser su nivel de expectativas».
Según
cuenta la conocida leyenda, los dioses, celosos de su belleza,
regalaron a Pandora, una princesa de la antigua Grecia, una
misteriosa caja, advirtiéndole que jamás debía abrirla. Pero un día
la curiosidad y la tentación pudieron más que ella y finalmente
abrió la tapa para ver su contenido, liberando así en el mundo las
grandes aflicciones, para cerrar la caja justo a tiempo de evitar
que se escapara de ella la esperanza, el único remedio que
hace soportable las miserias de la vida.
Según
los modernos investigadores, la esperanza no sólo ofrece consuelo a
la aflicción sino que desempeña un papel muy importante en dominios
tan diversos como el rendimiento escolar y el hecho de soportar un
trabajo pesado. Técnicamente hablando, la esperanza es algo más que
la visión ingenua de que todo irá bien; en opinión de Snyder se
trata de «la creencia de que uno tiene la voluntad y dispone de la
forma de llevar a cabo sus objetivos, cualesquiera que éstos sean».
Ciertamente, no todo el mundo tiene el mismo grado de expectativas.
Hay quienes creen que son capaces de salir de cualquier situación o
de encontrar la forma de resolver los problemas, mientras que otros
simplemente no se ven con la energía, la capacidad o los medios de
alcanzar sus objetivos. Según Snyder, las personas con un alto nivel
de expectativas comparten ciertos rasgos, entre los que destacan la
capacidad de motivarse a sí mismos, de sentirse lo suficientemente
diestros como para encontrar la forma de alcanzar sus objetivos. de
asegurarse de que las cosas irán mejor cuando están atravesando una
situación difícil, de ser lo bastante flexibles como para encontrar
formas diferentes de alcanzar sus objetivos —o de cambiarlos en el
caso de que le resulten imposibles de alcanzar— y de saber
descomponer una tarea compleja en otras más sencillas y manejables.
Desde
el punto de vista de la inteligencia emocional, la esperanza
significa que uno no se rinde a la ansiedad, el derrotismo o la
depresión cuando tropieza con dificultades y contratiempos. De
hecho, las personas esperanzadas se deprimen menos en su navegación
a través de la vida en búsqueda de sus objetivos y también se
muestran menos ansiosas en general y experimentan menos tensiones
emocionales.
EL
OPTIMISMO: EL GRAN MOTIVADOR
Los
americanos interesados en la natación abrigaban muchas esperanzas en
Matt Biondi, un miembro del equipo olímpico de los Estados Unidos en
1988. Algunos periodistas deportivos llegaron a afirmar que era muy
probable que Biondi igualara la hazaña realizada por Mark Spitz en
1972 de ganar siete medallas de oro. Pero Biondi terminó en un
desalentador tercer puesto en la primera de las pruebas, los 200
metros libres, y en la siguiente carrera, los 100 metros mariposa,
fue superado por otro nadador que hizo un esfuerzo extraordinario en
el sprint final.
Los
comentaristas deportivos llegaron a decir que aquellos fracasos
desanimarían a Biondi, pero no habían contado con su reacción, una
reacción que le llevó a ganar la medalla de oro en las cinco últimas
pruebas. A quien no le sorprendió la respuesta de Biondi fue a
Martin Seligman, un psicólogo de la Universidad de Pennsylvania que
había estado valorando el grado de optimismo de Biondi aquel mismo
año. En un determinado experimento realizado con Seligman, el
entrenador le dijo a Biondi que, en una de sus pruebas favoritas,
había realizado un tiempo muy malo cuando lo cierto es que no fue
así. Pero a pesar del aparente mal resultado, cuando se le invitó a
descansar e intentarlo de nuevo, su marca —realmente muy buena—
mejoró más todavía. No obstante, cuando otros miembros del equipo
—cuyas puntuaciones en optimismo eran ciertamente bajas—, a quienes
también se les dio un tiempo falso, lo intentaron por segunda vez,
lo hicieron francamente peor.
El
optimismo —al igual que la esperanza— significa tener una fuerte
expectativa de que, en general, las cosas irán bien a pesar de los
contratiempos y de las frustraciones. Desde el punto de vista de la
inteligencia emocional, el optimismo es una actitud que impide caer
en la apatía, la desesperación o la depresión frente a las
adversidades. Y al igual que ocurre con su prima hermana, la
esperanza, el optimismo —siempre y cuando se trate de un
optimismo realista (porque el optimismo ingenuo puede
llegar a ser desastroso)— tiene sus beneficios.
Seligman define al optimismo en función de la forma en que la gente
se explica a si misma sus éxitos y sus fracasos. Los
optimistas consideran que los fracasos se deben a algo que puede
cambiarse y, así, en la siguiente ocasión en la que afronten una
situación parecida pueden llegar a triunfar. Los pesimistas, por el
contrario, se echan las culpas de sus fracasos, atribuyéndolos a
alguna característica estable que se ven incapaces de modificar. Y
estas distintas explicaciones tienen consecuencias muy profundas en
la forma de hacer frente a la vida. Ante un despido, por ejemplo,
los optimistas tienden a responder de una manera activa y
esperanzada, elaborando un plan de acción o buscando ayuda y consejo
porque consideran que los contratiempos no son irremediables y
pueden ser transformados. Los pesimistas, en cambio, consideran que
los contratiempos constituyen algo irremediable y reaccionan ante la
adversidad asumiendo que no hay nada que ellos puedan hacer para que
las cosas salgan mejor la próxima vez y, en consecuencia, no hacen
nada por cambiar el problema. Para ellos, los problemas se deben a
algún déficit personal con el que siempre tendrán que contar.
Al
igual que ocurre con la esperanza, el optimismo también es un buen
predictor del éxito académico. Las puntuaciones obtenidas en un test
de optimismo por quinientos estudiantes de los primeros cursos de
1984 de la Universidad de Pennsylvania, fueron un mejor predictor de
su rendimiento académico en aquellos años que las puntuaciones
obtenidas en el examen SAT. Según Seligman, el autor de esta
investigación, «los exámenes de ingreso en la universidad
constituyen una medida del talento, mientras que el estilo
explicativo le dice quién abandonará. Es la combinación entre el
talento razonable y la capacidad de perseverar ante el fracaso lo
que conduce al éxito. En los tests que valoran las habilidades de
uno u otro tipo suele dejarse de lado la motivación. Todo lo que
usted debe saber es si seguirá adelante cuando las cosas resulten
frustrantes. Yo creo que, dado un determinado nivel de inteligencia,
el logro real no depende tanto del talento como de la capacidad de
seguir adelante a pesar de los fracasos» Una de las pruebas más
claras del poder motivador del optimismo nos la proporciona un
estudio realizado por el mismo Seligman sobre los vendedores de
seguros de la compañía MetLife.
Ser
capaz de encajar una negativa es algo fundamental en todo tipo de
ventas, especialmente en el caso de un producto tal como los
seguros, en el que la proporción entre «noes» y «síes» puede llegar
a ser desalentadoramente elevada. Esta es la razón que explica el
que tres cuartas partes de los vendedores de seguros abandonen su
trabajo durante los tres años primeros. La investigación realizada
por Seligman demostró que durante los primeros dos años los
optimistas vendían un 3,7% más que los pesimistas, y que el
porcentaje de abandono entre los pesimistas era el doble que entre
los optimistas.
Y, lo
que es más, Seligman persuadió a MetLife de contratar a un grupo
especial de demandantes de empleo que no habían superado las pruebas
estándar (basadas en determinar su proximidad a un perfil
confeccionado con las habilidades que parecían presentar los
vendedores de éxito) que, sin embargo, habían puntuado muy alto en
un test de optimismo. Este grupo especial vendió un 21 % más que los
pesimistas el primer año y un 57% más durante el segundo.
Pero
el optimismo no sólo es un factor importante en cuanto al éxito en
las ventas sino que fundamentalmente se trata de una y actitud
emocionalmente inteligente. Para un vendedor, cada «no» constituye
una pequeña derrota, y la reacción emocional a ese fracaso es
decisiva a la hora de controlar suficientemente la motivación para
proseguir su actividad. Y a medida que los «noes» aumentan, la moral
se debilita, haciendo cada vez más difícil marcar el número de la
siguiente llamada telefónica. Estos rechazos son especialmente
difíciles de asumir para un pesimista, quien los interpreta como
significando «soy un fracaso en esto; jamás llegaré a ser un buen
vendedor», una interpretación que, con toda seguridad, despierta la
apatía y el derrotismo, cuando no la franca depresión. Ante esta
situación, en cambio, los optimistas se dicen: «estoy utilizando un
abordaje inadecuado» o «esa última persona estaba de mal humor» y,
de este modo, al considerar que el fracaso no depende de una
deficiencia en si mismos sino de algo que radica en la situación,
pueden cambiar su enfoque la próxima llamada. Es así como el
equipaje mental de los pesimistas les conduce a la desesperación
mientras que el de los optimistas reactiva su esperanza.
Uno de
los orígenes de una visión positiva o negativa puede ser el
temperamento innato, ya que hay personas que tienden naturalmente
hacia una o hacia la otra. Pero, como también veremos en el capítulo
14, el temperamento puede verse modulado por la experiencia. El
optimismo y la esperanza —al igual que la impotencia y la
desesperación— pueden aprenderse. Detrás de los dos existe lo que
los psicólogos denominan autoeficacia, la creencia de que uno tiene
el control de los acontecimientos de su vida y puede hacer frente a
los problemas en la medida en que se presenten. Desarrollar algún
tipo de habilidad fortalece la sensación de eficacia y
predispone a asumir riesgos y problemas más difíciles. Y el hecho de
superar estas dificultades aumenta a su vez la sensación de
autoeficacia, una aptitud que lleva a hacer un mejor uso de
cualquier habilidad y que también contribuye a desarrollarlas.
Albert
Bandura, un psicólogo de la Universidad de Stanford que se ha
ocupado de investigar el tema de la autoeficacia, resume
perfectamente este punto del siguiente modo: «las creencias de
las personas sobre sus propias habilidades tienen un profundo efecto
sobre éstas. La habilidad no es un atributo fijo sino que, en este
sentido, existe una extraordinaria variabilidad. Las personas que se
sienten eficaces se recuperaran prontamente de los fracasos y no se
preocupan tanto por el hecho de que las cosas puedan salir mal sino
que se aproximan a ellas buscando el modo de manejarlas»
EL «FLUJO»:
LA NEUROBIOLOGIA DE LA EXCELENCIA
Un
compositor describió así los momentos en los que mejor trabajaba:
«Usted
se encuentra en un estado extático en el que se siente como si casi
no existiera. Así es como lo he experimentado yo en numerosas
ocasiones. En esos casos, mis manos parecen vacías de mi y yo no
tengo nada que ver con lo que ocurre sino que simplemente contemplo
maravillado y respetuoso todo lo que sucede. Y eso es algo que fluye
por sí mismo.»
Esta
descripción se asemeja sorprendentemente a la de cientos de hombres
y mujeres —alpinistas, campeones de ajedrez, cirujanos, jugadores de
baloncesto, ingenieros, ejecutivos e incluso sacerdotes— cuando
hablan de una época en la que se superaron a si mismos en alguna de
sus actividades favoritas. Mihaly Csikszentmihalyi, el psicólogo de
la Universidad de Chicago que se ha dedicado a investigar y
recopilar durante dos décadas relatos de momentos de rendimiento
cumbre, ha denominado a ese estado con el nombre de «flujo».
Los atletas, por su parte, se refieren a ese estado de gracia con el
nombre de «la zona», un estado de absorción beatífica centrado en el
presente, en el que espectadores y competidores desaparecen y la
excelencia se produce sin el menor esfuerzo. Diane Roffe-Steinrotter,
ganadora de una medalla de oro en la olimpiada de invierno de 1994
dijo, después de haber terminado su turno de participación en la
carrera de esquí, que sólo recordaba haber estado inmersa en la
relajación: «era como si formara parte de una catarata»
La
capacidad de entrar en el estado de «flujo» es el mejor ejemplo de
la inteligencia emocional, un estado que tal vez represente el grado
superior de control de las emociones al servicio del rendimiento
y el aprendizaje. En ese estado las emociones no se ven
reprimidas ni canalizadas sino que, por el contrario, se ven
activadas, positivadas y alineadas con la tarea que estemos llevando
a cabo. Para verse atrapados por el tedio de la depresión o por la
agitación de la ansiedad es necesario separarse del «flujo».
De uno
u otro modo, casi todo el mundo ha entrado en alguna que otra
ocasión en el estado de «flujo» (o en un apacible «microflujo»),
especialmente en aquellos casos en los que nuestro rendimiento es
óptimo o cuando trascendemos nuestros límites anteriores. Tal vez la
experiencia que mejor refleje este estado sea el acto de amor
extático, la fusión de dos personas en una unidad fluidamente
armoniosa.
El
rasgo distintivo de esta experiencia extraordinaria es una sensación
de alegría espontánea, incluso de rapto. Es un estado en el que uno
se siente tan bien que resulta intrínsecamente recompensante, un
estado en el que la gente se absorbe por completo y presta una
atención indivisa a lo que está haciendo y su conciencia se funde
con su acción. La reflexión excesiva en lo que se está haciendo
interrumpe el estado de «flujo» y hasta el mismo pensamiento de que
«lo estoy haciendo muy bien» puede llegar a ponerle fin. En este
estado, la atención se focaliza tanto que la persona sólo es
consciente de la estrecha franja de percepción relacionada con la
tarea que está llevando a cabo, perdiendo también toda noción del
tiempo y del espacio. Un cirujano, por ejemplo, recordó una difícil
operación durante la que entró en ese estado y al terminarla
advirtió la presencia de cascotes en el suelo del quirófano,
sorprendiéndose al oír que, mientras estaba concentrado en la
operación, parte del techo se había desplomado sin que él se diera
cuenta de nada.
El
«flujo» es un estado de olvido de uno mismo, el opuesto de la
reflexión y la preocupación, un estado en el que la persona, en
lugar de perderse en el desasosiego, se encuentra tan absorta en la
tarea que está llevando a cabo, que desaparece toda conciencia de sí
mismo y abandona hasta las más pequeñas preocupaciones de la vida
cotidiana (salud, dinero e incluso hasta el hecho de hacerlo bien).
Dicho de otro modo, los momentos de «flujo» son momentos en los que
el ego se halla completamente ausente. Paradójicamente, sin embargo,
las personas que se hallan en este estado exhiben un control
extraordinario sobre lo que están haciendo y sus respuestas se
ajustan perfectamente a las exigencias cambiantes de la tarea. Y
aunque el rendimiento de quienes se hallan en este estado es
extraordinario, en tales momentos la persona está completamente
despreocupada de lo que hace y su única motivación descansa en el
mero gusto de hacerlo.
Hay
varias formas de entrar en el estado de «flujo». Una de ellas
consiste en enfocar intencionalmente la atención en la tarea que se
esté llevando a cabo; no hay que olvidar que la esencia del «flujo»
es la concentración. En la entrada en estos dominios parece
haber un bucle de retroalimentación puesto que, si bien el primer
paso necesario para calmarse y centrarse en la tarea requiere un
considerable esfuerzo y cierta disciplina, una vez dado ese paso
funciona por si sólo, liberando al sujeto de la inquietud emocional
y permitiéndole afrontar la tarea sin el menor esfuerzo.
Otra
forma posible de entrar en este estado también puede darse cuando la
persona emprende una tarea para la que está capacitado y se
compromete con ella en un nivel que exige de todas sus facultades.
Como me dijo en cierta ocasión el mismo Csikszentmihalyi. «Las
personas parecen concentrarse mejor cuando se les pide algo más que
lo corriente, en cuyo caso son capaces de ir más allá de lo normal.
Si la demanda es muy inferior a su capacidad, la persona se aburre y
si, por el contrario, es excesiva, termina angustiándose. El estado
de «flujo» tiene lugar en esa delicada franja que separa el
aburrimiento de la ansiedad». El placer, la gracia
y la eficacia espontánea que caracterizan el estado de «flujo» es
incompatible con el secuestro emocional en el que los impulsos
limbicos capturan la totalidad del cerebro. La cualidad de la
atención del «flujo» es relajada aunque muy concentrada; es una
concentración muy distinta de la atención tensa propia de los
momentos en los que estamos fatigados o aburridos, o en los que
nuestra atención se ve asediada por sentimientos intrusivos como la
ansiedad o el enojo.
Si
exceptuamos la presencia de un sentimiento intensamente motivador de
apacible éxtasis, el «flujo» es un estado carente de todo ruido
emocional. Este éxtasis parece ser un subproducto del mismo enfoque
de la atención que constituye uno de los requisitos del «flujo». De
hecho, la literatura clásica de las grandes tradiciones
contemplativas describe estos estados de absorción que se viven como
pura beatitud como un «flujo» solamente inducido por una intensa
concentración.
Si
observamos a alguien que se halle en este estado tendremos la
impresión de que las dificultades se desvanecen y el rendimiento
cumbre parece algo natural y cotidiano, una impresión que corre
pareja a lo que está sucediendo en el cerebro, en donde las tareas
más complejas se realizan con un gasto mínimo de energía mental. En
el «flujo», el cerebro se halla en un estado «frío», y la activación
e inhibición de todos los circuitos neuronales parece ajustarse
perfectamente a las demandas de la situación. Cuando las personas
están comprometidas con actividades que capturan su atención y la
mantienen sin realizar esfuerzo alguno, su cerebro «se sosiega», en
el sentido de que hay una disminución de la estimulación cortical.
Este descubrimiento es notable, puesto que el «flujo» permite
abordar las tareas más complejas de un determinado dominio, ya sea
jugar una partida contra un maestro de ajedrez o resolver un
complejo problema matemático. Al parecer, en este caso se esperaría
precisamente lo contrario, es decir que esta clase de tarea
requeriría más actividad cortical, no menos, pero una de las claves
del «flujo» es que tiene lugar sin alcanzar el límite de la
capacidad, un estado en el que las habilidades se realizan más
adecuadamente y los circuitos neurales funcionan más eficazmente.
La
concentración tensa —en la que la preocupación alimenta la atención—
aumenta la actividad cortical. Pero la zona de flujo y de
rendimiento óptimo parece ser una especie de oasis de eficacia
cortical en el que el gasto de energía cortical es mínimo. Tal vez
la destreza práctica que permite a la gente entrar en el estado de
«flujo» tenga lugar después de dominar los movimientos básicos de
una determinada actividad (ya sea física, como, por ejemplo,
ascender una montaña) o mental (como elaborar un complejo programa
informático). Un movimiento bien practicado requiere mucho menos
esfuerzo mental que aquél otro que esté siendo aprendido o los que
todavía resultan muy difíciles. Por otra parte, cuando el cerebro
trabaja menos eficazmente a causa de la fatiga o el nerviosismo
—como ocurre, por ejemplo, al final de una larga y agotadora
jornada de trabajo—, disminuye la precisión del esfuerzo cortical y
se activan muchas áreas superfluas, un estado mental que se
experimenta como sumamente distraído, y lo mismo ocurre en el caso
del aburrimiento. Pero cuando el cerebro está trabajando en la zona
cúspide de su eficacia, como ocurre en el caso del estado de
«flujo», existe una relación muy precisa entre la actividad cerebral
y los requerimientos de la tarea. En ese estado hasta el trabajo más
duro puede resultar renovador y pleno en lugar de extenuante.
APRENDIZAJE
Y «FLUJO»: UN NUEVO MODELO EDUCATIVO
El
«flujo» aparece en esa zona en la que una actividad exige a la
persona el uso de todas sus capacidades y es por ello por lo que, en
la medida en que aumenta la destreza, también lo hace la dificultad
de entrar en el estado de «flujo». Si una tarea es demasiado
sencilla resulta aburrida y si, por el contrario, es más compleja de
la cuenta, el resultado es la ansiedad. Podría objetarse que la
maestría en un determinado arte o habilidad se ve espoleada por la
experiencia del «flujo», que la motivación a hacerlo cada vez mejor
—ya se trate de tocar el violín, de bailar o del más especializado
trabajo de laboratorio— consiste en permanecer en «flujo» mientras
se lleva a cabo. En realidad, en un estudio efectuado sobre
doscientos artistas dieciocho años después de que terminaran sus
estudios, Csikszentmihalyi descubrió que aquéllos que en sus días de
estudiante habían saboreado el puro gozo de pintar eran los que se
habían convertido en auténticos pintores, mientras que la mayor
parte de quienes habían sido motivados por ensueños de fama y
riqueza abandonaron el arte poco después de graduarse.
La
conclusión de Csikszentmihalyi es clara: «por encima de cualquier
otra cosa, lo que los pintores quieren es pintar. Si el artista que
se halla frente al lienzo comienza a preguntarse a cuánto vendera la
obra o lo que los críticos pensarán de ella, será incapaz de abrir
nuevos caminos. La obra creativa exige una entrega sin condiciones»
Del
mismo modo que el estado de «flujo» es un requisito para el dominio
de un oficio, una profesión o un arte, lo mismo ocurre con el
aprendizaje. Al margen de lo que digan los tests de resultados, el
rendimiento de los estudiantes que entran en «flujo» al estudiar es
mayor que el de quienes no lo hacen así. Los estudiantes de una
escuela especial de ciencias de Chicago —todos los cuales se
hallaban entre el 5% de los que habían alcanzado una puntuación más
elevada en un test de destreza matemática— fueron clasificados por
sus profesores de matemáticas en dos grupos: más aventajados y menos
aventajados. Luego se vigiló la forma en que invertían el tiempo
utilizando un avisador que sonaba al azar varias veces al día y el
estudiante debía anotar lo que estaba haciendo y cuál era su estado
de ánimo. No es sorprendente que los que habían sido clasificados
como menos aventajados invirtieran sólo unas quince horas semanales
de estudio en casa, un promedio claramente inferior a las
veintisiete horas que dedicaban quienes habían sido clasificados en
el grupo de los más aventajados. Aquéllos, por otra parte, invertían
la mayor parte del tiempo en que no estaban estudiando en
actividades sociales, pasear con los amigos y estar con la familia.
El
análisis de su estado de ánimo reveló un importante descubrimiento,
porque tanto unos como otros pasaban mucho tiempo aburriéndose con
actividades tales como ver la televisión, que no ponían a prueba sus
habilidades. Así es, a fin de cuentas, el mundo de los adolescentes.
Pero la diferencia fundamental estribaba en su experiencia del
estudio, una experiencia de la que los que formaban parte del grupo
de aventajados entraban en «flujo» el 40% del tiempo invertido, algo
que, en el caso de quienes formaban parte del grupo inferior sólo
ocurría el 16% del tiempo, a causa, posiblemente, de la ansiedad que
generaba una demanda que excedía sus capacidades. Estos últimos, por
su parte, encontraban placer y «flujo» en la socialización y no en
el estudio. En resumen, los estudiantes más aventajados tienden a
estudiar porque ello les pone en «flujo», pero, por desgracia, los
menos aventajados no entran en «flujo» con el estudio, lo cual
limita el alcance de las tareas intelectuales de las que disfrutarán
en el futuro. Howard Gardner, el psicólogo de Harvard que desarrolló
la teoría de la inteligencia múltiple, considera el «flujo» y los
estados positivos que lo caracterizan, como parte de una forma más
saludable de enseñar a los niños, motivándolos desde el interior en
lugar de recurrir a las amenazas o a las promesas de recompensa. «Deberíamos
utilizar los mismos estados positivos de los niños para atraerles
hacia el estudio de aquellos dominios en los que demuestren ser más
diestros —propone Gardner—. El “flujo” es un estado interno que
significa que el niño está comprometido en una tarea adecuada. Todo
lo que tiene que hacer es encontrar algo que le guste y perseverar
en ello. Cuando los niños se aburren en la escuela y se sienten
desbordados por sus deberes es cuando se pelean y se portan mal. Uno
aprende mejor cuando hace algo que le gusta y disfruta
comprometiéndose con ello».
La
estrategia utilizada en la mayor parte de las escuelas que están
poniendo en práctica el modelo de la inteligencia múltiple de
Gardner gira en torno a identificar y fortalecer el perfil de
competencias naturales de un niño al tiempo que trata también de
despojarle de sus debilidades. Por ejemplo, un niño con un talento
natural para la música o el movimiento entrará en «flujo» más
fácilmente en ese dominio que en aquéllos otros en los que es menos
diestro. De este modo, conocer el perfil de un niño puede ayudar al
maestro a adaptar la forma de presentarle un determinado tema y
ajustar también el nivel —desde terapéutico hasta muy avanzado— que
suponga para él un reto óptimo. Hacer esto significa fomentar un
aprendizaje más placentero, un aprendizaje que no resulte angustioso
ni tampoco aburrido. «La esperanza es que cuando los niños
aprendan a aprender “fluyendo”, se animaran a asumir el riesgo
de enfrentarse a nuevas áreas», dice Gardner, agregando que esto
es precisamente lo que parece demostrar la experiencia.
Hablando en términos más generales, el modelo del «flujo» sugiere
que el logro del dominio en cualquier habilidad o cuerpo de
conocimientos debe tener lugar de manera natural en la medida en que
el niño se ocupa de las áreas en las que espontáneamente se siente
más comprometido, es decir, que más le gustan.
Esta
pasión inicial puede ser la semilla de niveles superiores de éxito
en la medida en que comience a comprender que seguir en ello —ya sea
la danza, las matemáticas o la música— constituye una fuente del
gozo del «flujo». Y puesto que ello pone en juego los límites de su
propia capacidad de sostener el estado de «flujo», se convierte en
una motivación para hacerlo cada vez mejor, lo cual hace feliz al
niño. Este, evidentemente, es un modelo más positivo de aprendizaje
y educación que el que solemos encontrar en la mayor parte de las
escuelas. ¿Quién no recuerda la escuela, al menos en parte, como un
interminable desfile de horas de aburrimiento puntuadas por momentos
de gran ansiedad? Tratar de que el aprendizaje se realice a través
del «flujo» constituye una forma más humana, más natural y
probablemente más eficaz de poner las emociones al servicio de la
educación.