Nos habla aquí el poeta de una época que todos hemos
conocido: los momentos mágicos de la niñez en que la vida
parecía buena y maravillosa, en que nuestros mundos nos
tenían totalmente fascinados, completamente entregados a su
exploración, ajenos a las tragedias o al duro trabajo que
pudiesen caer sobre nosotros en el futuro.
Yo comparto ese
entusiasmo de Wordsworth por el modo de vivir de los niños.
Creo que los niños son, en conjunto, mejores animales que la
mayoría de los huma¬nos. Yo suelo volver la vista con
ternura y asombro a las experiencias más intensas del "vivir
ahora" de mi propia niñez. Pero, considerando mis propias
ideas y experiencias vitales, sé que el adulto humano no
tiene por qué idealizar al niño, o desear encarecidamente
poder ser niño otra vez en edad para alcanzar un estado
infantil de existencia: para alcanzar un estado de
conciencia en el que la tierra y todas las cosas corrientes
parezcan "adornadas de luz celestial".
Pocos dirán
que no envidian a los niños en muchas cosas. Pasamos por el
patio de una escuela y vemos y oímos jugar a los niños, y
percibimos lo plenamente entregados que están a sus juegos,
cómo saltan y corren y ríen y disputan, ajenos a problemas
futuros que son tan reales para ellos como los suyos para
usted. Tienen que volver a clase pronto, tienen que hacer
ejercicios y exámenes, tienen que aprobar cursos, tienen
amigos por los que están interesa dos o preocupados,
profesores que les fastidian y muchas, muchas más
dificultades que afrontar en sus jóvenes vidas, pero lo
cierto es que poseen esa capacidad mágica re dejar en
suspenso sus problemas y simplemente dejarse ir; darse a sí
mismos permiso para ser libres, y para entregarse totalmente
a sus juegos.
Aún no han
interiorizado, en suma, esa futurización de que hablábamos
hasta el punto de no poder entregarse del todo a su tiempo
presente. Aún no han perdido la capacidad de saber vivir
ahora. Y sin embargo, nosotros, la mayoría de los adultos,
nos vemos obligados a sospechar que hemos perdido ya esa
capaci¬dad, y quizá creamos que, sólo por ser adultos, no
podemos recuperarla nunca.
Puede que pasemos por eso junto al patio escolar murmurando:
"Cuando yo era niño, hablaba como un niño, razonaba como un
niño; al convertirme en > hombre, he abandonado los hábitos
de niño",(1) o alguna otra consideración sabia y amarga que
racionalice el hecho de que estamos resignados ya a no
divertirnos nunca. Tenemos envidia de los niños e incluso
podemos llegar a detestarlos por esa envidia, pero, ¿qué
hacemos al respec¬to? He estado observando durante muchos
años a niños que van con sus padres a los restaurantes. Los
padres parecen estar mayoritariamente de acuerdo en que los
restaurantes son lugares donde los niños no deberían ser
niños, sino más bien "portarse como adultos". Lo más normal
es que se haya advertido con firmeza a los niños antes de
entrar en el restaurante que no deben hacer "niñerías". Y
eso es como si le dijésemos a un perro que no fuera perro
cuando le sacamos al parque; nunca resulta, claro. En
consecuencia, los padres no pueden disfrutar de la comida,
porque creen que deben estar controlando continuamente todos
los aspectos de la conducta de sus hijos. "Vuelve a ponerte
la servilleta. ¡Deja de mover las manos! No te rías tan
alto. No molestes a esos señores. Come las espinacas o no
tomarás postre. Corta uno o dos trozos de carne, deja el
cuchillo y cambia el tenedor a la otra mano. ¿Cuántas veces
he de decírtelo?" Los padres, al estar regañando sin parar,
suelen alentar imprudentemen¬te al niño a que "se pase de la
raya" para llamar más la atención incluso. De cualquier
modo, suele acabar suce¬diendo siempre una de estas cosas:
Si los padres son sumamente rígidos y obligan a los niños a
portarse como robots, llega un momento en que los niños no
pueden aguantar más y se "pasan de la raya" con demasiada
frecuencia. Esto suele desembocar en que los padres dejen la
servilleta en la mesa furiosos y saquen a los niños del
restaurante a rastras, dándoles de azotes incluso,
quedándose a veces todos a medio comer. Cuando hacen de sí
mismos grandes espectáculos y demuestran que exigen a sus
hijos ser unos pequeños adultos perfectos, suele oírseles
decir a esos hijos: "¡Ésta es la última vez que te traemos a
un restaurante!" Ante lo que uno casi puede oír pensar al
niño como respuesta: "Gracias a dios. ¡No. soporto los
restaurantes!"
Por otra parte, algunos padres son muchísimo menos rígidos
en los restaurantes y en otros lugares en los que se come en
público. Después de pasarse media comida' pendientes de
ellos, cuando se convencen de que sus hijos no van a comer
más y ya no hay manera de controlarles, quizá les dejen
corretear un poco, ir a los lavabos, por ejemplo. Los niños
pueden hacer entonces nuevas amista¬des, explorar el
restaurante en la medida en que se lo permitan. Hablarán con
clientes simpáticos, con camare¬ros o camareras afables,
curiosearán en la cocina y puede incluso que lleguen a
hacerse la idea de que los restauran¬tes pueden ser lugares
absolutamente fascinantes, después de cumplir todas las
condiciones a las que has de someterte para ir a ellos.
Entretanto, los padres se retrepan en sus asientos y se
dedican a beber, a fumar, a hartarse de comida y se entregan
a menudo a conversaciones intras¬cendentes, sin perder de
vista a los niños para cerciorarse de que no molestan a
nadie, pensando que la conducta de sus hijos es aún inmadura
(y la suya perfecta y refina¬da), pero resignados al hecho
de que es imposible hacer que los niños actúen como adultos
todo el tiempo.
Si los padres son mucho menos rígidos no dejarán, desde
luego, a sus hijos correr por el restaurante y molestar a
los demás comensales, pero puede que actúen en el
restauran¬te como si se tratase de un banquete en el comedor
de su propia casa: una situación con la que los niños ya
están familiarizados. Las normas de corrección en la mesa no
se vuelven de pronto más estrictas, el niño no tiene por qué
sentarse y no moverse cuando normalmente se le permite
levantarse de la mesa. Los niños reaccionan, en general, con
calma, y eso es lo más que puede esperarse de ellos en
público. Exhiben los mejores modales que conocen. Si se dan
una vuelta entre las mesas, perciben con toda claridad ante
qué adultos merece la pena pararse y a cuáles han de evitar.
Descubren a los adultos a los que les gustan los niños y que
les entienden, a los que no les importa nada dejar un
momento de comer y beber y decir: "¡Vaya! Hola. Mira a quién
tenemos aquí. ¿Vienes a hacernos una pequeña visita?" En
realidad pasa lo mismo que en casa: la gente a la que le
gustan los niños acaba dedicándoles un rato y los menos
tolerantes con ellos no suelen hacerles caso.
Si los padres tienen una mentalidad SZE, no les inquie¬tará
la idea autoritaria de que haya que obligar a los niños a
actuar como adultos siempre y se darán cuenta de que si
pensasen de otro modo los desconectados de la realidad
serían ellos, no los niños. El padre SZE sabe que los niños
hacen lo que mejor saben, es decir, ser niños, pero que los
adultos que esperan que los niños sean adultos, deben
reconsiderar sus propias ideas sobre los adultos y sobre los
niños. La persona SZE se da cuenta de que si pudiera
aprender del niño y pudiera adoptar él mismo esas actitu¬des
infantiles (aprender a ser curioso, hacer nuevas amista¬des,
eludir conversaciones intrascendentes y aburridas, no
excederse comiendo ni bebiendo sustancias venenosas) quizá
descubriese también que salir a comer fuera era una
experiencia mucho más agradable.
El individuo Sin Límites es, en suma, el individuo SZE
que sigue esos instintos infantiles que tanto ha admirado en
los niños. En los restaurantes, se ve a veces a padres que
están totalmente entregados a su comida y a sus hijos,
indiferentes a" todo lo demás. Los niños se quedan quietos
en la mesa y comen y charlan con sus padres o con la gente
de alrededor que se muestra receptiva, igual que en casa.
Cuando los niños acaban de comer y quieren moverse un poco,
los padres van tras ellos, relacionándose con la gente a la
que le gustan los niños y que establece contacto con ellos.
Puede que corran detrás de la camarera y que ésta acabe
llevándoles a la cocina para que se den una vuelta por allí.
Hagan lo que hagan, es evidente que se contentan con dejar a
sus niños ser niños, y que se sienten felices de poder ser
niños ellos de nuevo por un rato.
En un viaje que hice hace poco a Denver, di un paseo hasta.
el edificio del Capitolio del estado y vi que había allí un
grupo de padres con sus hijos viéndolo. El guía se puso a
farfullar un montón de datos aburridos y de estadísticas con
su lenguaje enlatado y monótono, preparado clara¬mente para
adultos, pero carente de cualquier sentido de los dramas
históricos que pudieran haber tenido lugar allí y carente de
toda espontaneidad y emoción respecto al tema, y la mayoría
de los niños se alejaron de él y se dedicaron a pasear por
una zona de yerba próxima y a jugar. Era evidente que los
adultos se aburrían muchísima pero, aun así, siguieron todo
el ritual. A ninguno se le ocurrió librarse de aquel tostón
e irse con los niños.
Los niños no tienen problemas para saber pasarlo bien, para
hacer que resulten divertidas hasta las peores situacio¬nes.
Pero el adulto que hay en nosotros no se pondrá a jugar en
la yerba... ¿por qué?
Dentro de cada uno de nosotros hay un niño maravilloso al
que le encantaría retozar en la yerba, no preocuparse de si
ensucia la ropa o no, ni de lo que pensarán los demás.
No quiero decir que haya que echarse rodando por una ladera
en traje de noche. En realidad, quizá James Kavanaugh, con
su bello poema "Te echo de menos, niño", pueda volver a
ponerle en contacto con lo que siente por aquel niño que
vive aún dentro de usted.
Te echo de menos, niño, con tu pronta sonrisa y
tu ignorancia del dolor.
Entrabas en la vida y la devorabas, sin nada más
que nublosos objetivos por compañía.
Tu corazón latía con fuerza cuando cazabas ranas,
y capturaste una tan grande que no te cabía en una mano
sola.
Vagabas con tus amigos por bosques silenciosos donde
de pronto os asustaba un puerco espín furtivo.
Las cerillas eran un misterio que encendía fuegos y
devoraba hojas con un hambre feroz.
No había tiempo para significados: un caramelo los aportaba
en la punta de un palo.
Una navaja en el bobillo te proporcionaba tranquilidad
cuando
se habían ido los amigos.
Una flor en los bosques tapada por un viejo
tronco arrugado;
un perro que bailaba y te lamía los dedos y
te mordisqueaba los pantalones,
un partido de fútbol inesperado,
un vaso de sidra, el canto de un grillo.
¿Cuándo perdiste la vista y el oído, cuándo dejaron
tus pupilas gustativas de temblar?
¿Cuándo se inició esta torpeza, este miedo creciente, esta
disputa
con la vida, exigiendo significado y contenido?
La enloquecida búsqueda es el premio del )ocio.
El dolor que te prohibe ser niño.
Si ve que echa de menos a ese niño que lleva dentro, quizá
pueda empezar a establecer contacto con él recono¬ciendo
que, en realidad, no está muy lejos. En realidad, lo único
que le inhibe es su propia resistencia a reconocer y aceptar
a ese niño.
Aprecie lo divertido que es andar con gente que es capaz de
ser como los niños. Suelen ser la gente más feliz, la que
mejor funciona, la que no ha olvidado que es posible ser
dichoso y ser responsable al mismo tiempo, que sabe un poco
más que la mayoría dejar que salga el niño que hay en su
interior, que no temen lo que piensen los otros; gente que
puede sumergirse a veces por completo en lo fantásti¬co, lo
mismo que cuando eran niños. Esa gente sabe que"la vida
real" no es trabajar siempre y no jugar ni divertirse nunca,
sino que es saber madurar a base de combinar continuamente
la seriedad y el juego en la mayor cantidad. Son gentes que
retienen una especie de inocencia y de curiosidad infantiles
por el hecho de estar vivos y que saben, por tanto, ser
buenos adultos sin dejar de apreciar y cultivar a los niños
que llevan dentro. Esas son las personas que creo que pueden
servir mejor de modelo a los demás, o los adultos a los que
yo llamaría personas Sin Límites.
¿LE
GUSTAN A USTED LOS NIÑOS?
Dejad que los niños se acerquen a mí,
pues de ellos es el reino de los cielos.
MATEO, 19:14
Un hombre que odie a los niños y a los cachorrillos
no puede ser malo del todo.
W. C. FIELDS
¿Qué le parecen a usted los niños? Cualquier niño, el suyo,
el de otros o, sobre todo, el niño que siempre llevamos
dentro. ¿Le gusta estar donde haya niños? ¿Le dan
con¬ciencia acaso de las posibilidades ilimitadas de la
vida? ¿O se siente usted irritado, ofendido e incluso celoso
cuando está con ellos?
Todos conocemos gente que dice que no le gustan los niños;
que no pueden soportar esa exuberancia constante de los
niños, su inagotable energía. Todos sabemos del viejo que
está sentado todo el día junto a la ventana esperando sólo
cazar a los niños de los vecinos en su patio trasero o en su
jardín para poder reñirles y echarles; la joven pareja a
cuya casa no se atreve uno a llevar niños por lo
meticulosamente decorada y ordenada que está, gente tan
estricta respecto a las cosas de su casa que habría que
reñir continuamente a los niños y controlarles para evitar
que rompieran algo de valor. Puede que haya oído usted decir
a esas personas: "Lo primero que hará cualquier niño, sea el
que sea, es tomar la cosa de más valor que hayaa su alcance
y destrozarla". O bien: "El problema de los niños es que no
tienen mandos con control de volumen" o chistes similares
que subrayan lo superiores que se sienten a los niños. El
colmo de esto lo acuñó W. C. Fields, ese gran satírico de
quienes odian a los niños que, cuando le preguntaron: "¿Cómo
le gustan los niños?", contestó: "Estofados".
Por otra parte, todos conocemos gente que quiere y entiende
a los niñovque establece una relación inmediata con ellos,
que puede penetrar en su mundo en un instante y hacerles
sentirse cómodos y fascinados. Todos conocemos al viejo que
se sienta en el porche y saluda a los niños que pasan camino
del colegio, que contesta cuando los niños llaman a su
puerta, que les enseña el huerto y les dice: "Eso es una
tomatera. ¿Tú sabes lo que es un tomate? Bueno, pues esos
brotes, en un mes o así, se convertirán en tomates". Todos
conocemos a la pareja joven que dice: "¡Traed a los niños,
por favor! En diez minutos pondremos todo lo que puedan
romper fuera de su alcance; no os preocupéis por eso.
Llevamos seis meses sin ver a Ginny. ¡Cómo debe de haber
crecido!"
Si hace usted un repaso de sus amistades y examina sus
actitudes hacia los niños, descubrirá que la gente a la que
le gustan los niños, que les acepta y disfruta con ellos,
que son "buenos con los niños", suelen ser también los que
están más en paz consigo mismos... mientras que aquellos a
los que no les gustan los niños suelen ser los lloro¬nes
crónicos, los que protestan por todo, los pesimistas; suele
ser, en general, la gente más desdichada que usted conoce.
Recordará que en el capítulo primero rechazábamos
enérgicamente el modelo "enfermedad" de la psique humana,
según el cual es en cierto modo "natural" que los individuos
estén cuando menos un poco neuróticos y sean desdichados. En
lugar de eso, yo creo que es básicamente natural que las
personas sean felices, vigorosas y sanas y tengan vitalidad
creadora. Creo que nacemos todos con una salud mental
perfecta, y que aprendemos a ser desdi¬chados e inseguros
sólo por las presiones culturales, y que
llegamos a caer, por ellas, en el absurdo de que es normal
estar angustiado, deprimido y triste como nuestra actitud
habitual.
Si aceptamos la premisa de que la felicidad es instintiva,
de ello se deduce que todos los individuos desdichados,
neuróticos, deprimidos y trastornados que conocemos pueden
volver a recuperar la felicidad únicamente observan¬do a los
niños a los que la "educación" no ha deformado aún, que aún
no han tenido posibilidad de aprender a ser neuróticos y
desdichados, y aprendiendo a ser más infanti¬les ellos
mismos. Las personas que insisten en que no les gustan los
niños manifiestan una zona errónea que les separa del ámbito
de la vida SZE /Sin Límites antes incluso de que tengan la
posibilidad de apreciar lo que es. Se niegan a tomar en
consideración a los niños que actúan de modo natural, los
que no han sido aún deformados, los que no aprendieron aún a
ser desgraciados, los que hacen lo que a ellos les parece
correcto sin consultar manuales ni recurrir a los consejos
de los especialistas, que sólo confian en sus propios
instintos e impulsos para ser felices ahora: en suma, los
que no han caído bajo la influencia de esos modelos
neuróticos de "madurez" que ven en sus familias, en el
colegio, en la televisión y prácticamente en todos los demás
sectores de la sociedad.
Antes de que se adueñen de él por completo estas
influen¬cias, el niño es un ser maravilloso que se encuentra
en su elemento entre los seres humanos más maduros y
evolucio¬nados, y que personifica en varios sentidos lo que
es en realidad el individuo Sin Límites. Tengo la esperanza
de que, sean cuales sean su edad y su experiencia, comprenda
usted que lleva dentro un niño que ansia escapar de la
cárcel que ha construido para él. Y si a usted no le gusta
él o los demás niños, lo siento por usted: ese niño jamás
alcanzará la libertad. No puede usted abortar y acabar con
él. No puede ofrecérselo a otros para que lo adopten. Puede
usted, claro está, menospreciarlo y olvidarlo. Puede negarse
usted a atenderle cuando llore, puede no dejarle salir a
jugar nunca, no contestar nunca a sus "ingenuas" preguntas
("¿Por qué es azul el cielo? ¿Qué hay al final de
ese camino?") Pero si lo hace, será, y se sentirá en
secreto, tan culpable de desatender a ese niño como el padre
que deja solo en casa a su hijo de dos años y se va a un
bar... para siempre.
Si a usted no le gustan los niños o, más concretamente, no
los quiere, e incluso si no le gusta todo lo que hacen, lo
más probable es que tampoco le gusten los adultos sanos y
felices. Le resultan amenazadores porque usted no es de ese
modo. Le es más fácil aceptar a la gente cuando sabe que
tiene algún problema, cuando hay desdichas o debili¬dades
evidentes sobre las que pueda usted murmurar; le es más
fácil aceptarla cuando puede usted explotar sus fragilidades
y disfrutar sintiéndose superior a ellos, que aceptar a
personas que funcionan plenamente, frente a las que se
siente amenazado porque le resulta difícil encontrar campos
en los que pueda considerarlos inferiores a usted. Es
natural, pues, que el sistema habitual que tienen los que
menosprecian a los niños consista en sentirse superiores a
la gente infantil calificándola de "irresponsable", "inmadu¬ra"
o incluso "demasiado feliz". Las cualidades infantiles que
aseguran la salud de los adultos son objeto de burla, burla
originada por la envidia, la envidia de los que han de
acudir a consideraciones de madurez para sentirse seguros
ellos mismos. Las "travesuras tontas", la espontaneidad, la
capacidad de reír y divertirse y otras cualidades "infanti¬les"
similares de los adultos Sin Límites constituyen algo que
les gustaría tener a todos los adultos, pero que pocos saben
alcanzar. Por ello, resulta más fácil ridiculizar y burlarse
que aprender de los niños y de los adultos infantiles.
Partiendo de aquí, es fácil ver cómo se perpetúan por si
solos sin la sociedad de ciclos destructivos del menosprecio
de los niños y de todo lo infantil. Si la actitud infantil
es continuo objeto de burla, puede resultar más fácil
compor¬tarse siempre como un "ser maduro". £1 padre que
sermonea continuamente a sus hijos con frases como: "¿Por
qué no te portas como corresponde a tu edad? ¿Cuándo vas
a ser una persona adulta? ¡Deja de ser tan infantil!", está
inculcándoles que el joven debe abandonar al niño que hay
dentro de él. Cuando se han impuesto esas actitudes
"adultas" queda vía libre para las actitudes y conductas
autoritarias descritas en el capítulo dos y el niño queda
absolutamente controlado, rechazado, inmovilizado,
ra¬cionalizado y se convierte, en fin, en algo antinatural.
£1 individuo menosprecia su deseo innato de seguir siendo
joven y espontáneo. Empieza a exigir a sus hermanos y
hermanas más pequeños y a sus compañeros de juego y de
estudios una madurez artificial, y de esta forma, el ciclo
continúa.
La gente se ha pasado la vida diciéndome cosas como estas:
."¡Nunca crecerás, Wayne, siempre serás un niño!" "Wayne, tú
estás loco, ¿por qué no te portas como una persona de tu
edad? ¿Cómo puedes ser tan tonto con tu educación y tu
experiencia? No puedo creer que te vayas a jugar al balón
con los niños cuando tenemos tantas cosas importantes que
hacer".
Mientras siga oyendo a la gente "normal" decirme que soy
demasiado infantil, sé que estoy haciendo bien las cosas. La
verdad es que disfruto como un niño siempre que puedo. Me
gusta tener niños alrededor, niños de cualquier clase,
siempre. Si me meten en una habitación llena de adultos,
siempre acabo buscando un niño o un animal que pueda haber
allí. Me gusta bromear, jugar, ser un poco "loco", explorar,
hacer todas esas cosas típicas de ios niños pequeños. No me
paro a analizarlo. Ni siquiera puedo decir por qué me gusta
ser de ese modo, sólo puedo decir que es algo instintivo,
pero sé, desde luego, que eso me hace mucho más feliz en
este mundo. Es muy sencillo, los niños pequeños me parecen
tan sinceros y tan poco reprimidos, tan libres de la
necesidad de impresionar a los demás, tan capaces de jugar
libremente sin fanfarronear ni intentar demostrar que son
superiores, que resultan tan agradables y reconfortantes
como el agua fresca del pozo en un día de calor. Sé también
que todos mis clientes, lectores o conocidos a los que he
ayudado a ser más infantiles se sienten mejor y conocen una
vida más plena por ese motivo, y que todo d proceso se
inicia cuando llega uno a la conclusión de que quiere
realmente a ese niño que hay dentro de él.
LO
INFANTIL Y LO PUERIL
En la sección anterior mencioné que la forma habitual de
menospreciar y rebajar a los adultos "infantiles" y a los
niños es calificarles de "pueriles".
Ser pueril y ser infantil son cosas completamente distintas,
pese al hecho de que estas dos palabras se utilicen a veces
indistintamente. Ser pueril significa para mí ser un niño y
actuar como un niño, lo cual es perfectamente válido, o ser
un adulto y actuar como un niño de modo que indique que su
crecimiento y su desarrollo se han paralizado años atrás, y
que el individuo se ha estancado desde entonces, lo que,
claro está, no es sano en ningún caso. Lo que quiero decir
es que los adultos "pueriles" e "infantiles" son polos
opuestos, no sinónimos, que en las dos citas del principio
de esta sección, W. C. Fields satirizaba una actitud pueril
hacia los niños (y sobre todo hacia el niño que llevamos
dentro) y Jesús mostraba una actitud verdaderamente madura e
infantil hacia los niños. Ser infantil significa en esencia
ser inocente de todas esas ideas autoritarias y extra–as de
lo que ha de ser la madurez, de lo que otros han intentado
imponernos; ser confiado en el sentido de no caer en una
paranoia autoritaria que lleve a desconfiar de los demás sin
ninguna razón sólida. Y ser ingenuo o directo, y "sin
sutilezas" en las relaciones con los demás y en nuestra
visión del mundo.
Lo esencial de esto es que no tenemos por qué dejar de ser
adultos para ser más infantiles. No tenemos por qué hacernos
pueriles y mucho menos aún irresponsables para volver a
convertirnos en niños en el sentido al que me refiero. La
persona plenamente integrada es capaz de ser adulta e
infantil al mismo tiempo. Para lograrlo, ha de ¿prender
usted a regresar voluntariamente de modo positivo. Lo
importante aquí es lo del carácter voluntario del asunto, ya
que los que regresan a su infancia sin saber por qué lo
hacen, sin controlar su vida adulta, se exponen a que los
encierren en un manicomio.
Cuando se hace voluntariamente, el regreso positivo a un
estado infantil no es tan difícil como pueda parecer. Basta
para ello soltarse un poco, hacer un poco el tonto, reírse,
contar chistes, cultivar su personal sentido del humor
respecto a sí mismo, ser un poco loco, saber jugar.
Significa abandonar las máscaras de la edad adulta para
divertirse y gozar, no tener que ser siempre solemne,
coherente, serio y digno. Significa recordar su emoción
desorbitada ante el mundo y su valoración espontánea de él y
de todas las cosas y todas las personas que lo habitan;
sentirse maravillado y sobrecogido ante este maravilloso
universo en que vivimos; entregarse a la curiosidad infantil
y natural hasta el Imite y descubrir que lo que puede
descubrirse no tiene limites. El filósofo francés Maurice
Merleau-Ponty aplicó un nombre a la esencia de la actitud
infantil de que estoy hablando. Le llamó "maravillarse ante
el mundo". Según él, ese estado mental primitivo fue el que
dio origen a la forma de pensamiento más grande, más humana
y más auténticamente madura y adulta. Yo pienso lo mismo, en
realidad, pero considero ante todo que ese infantil
"maravillarse ante el mundo" es sencillamente divertido.
Después de haber leído hasta aquí, quizá se diga usted: "Por
supuesto, me gustaría volver a ser niño de ese modo, pero es
muchísimo más fácil hablar del asunto que llevarlo a la
práctica". Puede sorprenderse defendiendo su posición
"adulta" actual con ideas como: "Por supuesto, me encantaría
volver a ser niño y no tener preocupaciones. Pero tengo que
mantener una familia, tengo muchísimas responsabilidades en
que pensar, problemas financieros y de otro tipo. ¿Cómo
puedo armonizar el dedicar tiempo a ser niño y seguir siendo
un adulto responsable? Eso no tiene sentido".
Este tipo de argumentos indican que no le interesa a usted
en realidad la vida Sin Límites. Cuando discute consigo
mismo de ese modo, discute por sus problemas, y lo
239único que sacará de ese esfuerzo es perpetuar sus
proble¬mas. ¡Una de las cosas más responsables que puede
hacer como adulto es hacerse más parecido a un niño! Si
decidiera usted que puede y debe ser niño y adulto al mismo
tiempo (superar las pautas de pensamiento dicotómicas y
autoritarias que han divorciado artificialmente al niño del
adulto en usted, en favor del pensamiento holistico que
identifica al niño primigenio y al adulto), puede disfrutar
usted de todas sus tareas diarias tn vez de vivir resignado
a que esas tareas le machaquen. Puede abordar todos sus
problemas más direc¬tamente y con menos seriedad, con una
actitud menos lúgubre; y puede conseguir que todas sus
responsabilidades le resulten más divertidas sin ignorarlas
por ello en absoluto. Sólo si elige usted defender su
posición de tener que ser siempre un adulto, de tener que
ser siempre hosco y serio, seguirán igual sus problemas, y
se multiplicarán incluso.
Si descubre usted que se ha convertido en el adulto obsesivo
que, para ser "adulto" y digno, renuncia siempre a su
capacidad de ser infantil y divertido, si ve que ha perdido
la capacidad de ser original y espontáneo, de correr riesgos
sociales que le ayudarán, en último término, a saber
resolver mejor los problemas, descubrirá que necesita
ejercitar la voluntad para eliminar algunos de esos
controles "adultos" artificiales que le han impedido volver
a ser niño todos estos años. En mi opinión, dos de los
controles clave que debe usted eliminar son aplazar la
gratifica¬ción y las influencias destructivas de su
educación formal.
EL
ABSURDO DE APLAZAR LA GRATIFICACIÓN
Cuando los estudiantes universitarios que empiezan entran en
contacto por primera vez con la "psicología del niño", una
de las primeras cosas que se les enseñan es que los niños
aún no han aprendido a aplazar la gratificación, mientras
que los adultos han aprendido esta valiosa técnica.
Profesores de todo el mundo le dirán a usted que el niño al
que se le ofrece un chupachup o un caramelo hoy o tres
mañana, cogerá siempre el de hoy. Generaciones de
estudiantes de psicología elemental se han "graduado" muy
satisfechos de lo superiores que son a los niños por tener
el buen sentido adulto de elegir los tres chupachups de
mañana. (Lo que significa, en realidad, para muchos adultos,
no gozar nunca de un chupachup.) Esta pueril idea de la
"psicología infantil" nos ha alejado a millones de seres
humanos de nuestro yo infantil.
Mientras fui terapeuta en ejercicio estuve años atendiendo a
innumerables niños "trastornados" o "problemáticos" enviados
por asistentes sociales bien intencionados, asesores
escolares, psicólogos y profesores. Los informes seguían
siempre la fórmula "gratificación pospuesta" como definición
del desarrollo adulto: "Johnny debe aprender a dejar de
abordarlo todo tan frívolamente, debe dejar de ser tan
impulsivo. Su problema básico es que es incapaz de posponer
la gratificación. Parece no darse cuenta de que no puede
hacer todo lo que quiere justo cuando quiere..."
¡Es como si enviara a un niño al terapeuta a que le enseñe a
perder esa misma cualidad que le distingue de tantos adultos
desdichados!
Naturalmente, los niños que me enviaron con aquellos
informes para "adoctrinarlos en el aplazamiento de la
gratificación" solían estar por "detrás" de otros de su
grupo de edad en las categorías convencionales de "madurez",
como maquillarse y llevar "relleno" en el sostén y pasar de
pronto a no saber correr. Solían ser los pillastres, los
graciosos de la clase, aquellos a los que les resultaba casi
imposible mantenerse sentados y quietos como adultos durante
horas seguidas. Pero para mí eran los niños más estimulantes
de su grupo de edad, a menudo los más auténticamente
maduros. Quizá no siempre prestasen atención al profesor.
Quizás estuvieran haciendo aviones de papel para tirarlos en
cuanto el profesor les diera la espalda, o se estuvieran
pasando notas entre sí. Pero también solían ser los mejores
estudiantes, los más "inteli¬gentes" de su clase. Porque,
cuando centraban la atención en su trabajo escolar, no lo
enfocaban como una tarea penosa a la que había que
resignarse, del mismo modo que se resignan los adultos a sus
trabajos, sino como un reto a su curiosidad "ingenua", lo
que les permitía lograr una concentración mucho mayor de la
que podían lograr sus condiscípulos más ''maduros". Solían
ser los que volvían locos a todos los demás niños, porque
sentados en las escaleras de la escuela y rodeados de un
caos absoluto, eran capaces de hacer en un cuarto de hora
antes de que empezara la clase los mismos deberes que a los
otros les habían supuesto dos penosas horas de trabajo en
casa. Eran los que hacían pruebas y rellenaban cuestionarios
contes¬tando bien a todas las preguntas y luego se ponían a
tamborilear con el lápiz en la mesa o a hacer aviones de
papel mientras los demás seguían trabajando angustiados. Por
eso les calificaban de "exhibicionistas", que era otro modo
de decir "inmaduros".
Yo siempre traté con el mayor respeto a los "Johnies" o "Juanitos"
que llegaron a mi oficina, remitidos por rígidos adultos que
querían que colaborase en la eliminación de sus chispas
vitales. Procuré aprender de ellos todo lo que pude y
también ayudarles a aferrarse todavía más a la idea de gozar
de sus vidas ahora, en el momento justo en que se vive, en
vez de posponer perpetuamente el goce. Yo les decía a veces
que lo de posponer la gratificación era un disparate, una
inmensa pantalla de humo que alzaban los adultos que
planeaban toda su vida por adelantado para descubrir más
tarde que no sabían disfrutar de nada cuando por fin se
materializaban todos y cada uno de sus planes. Procuraba
aparta; i de los círculos viciosos de la planificación y la
idealización extrema, alimentados por los síndromes
"adultos" de futurización compulsiva. Al mismo tiempo,
debido a que muchos de ellos estaban en profundo conflicto
por el hecho de "no conseguir contro¬larse", y sufrían
verdaderamente por las reprimendas de sus padres, sus
compañeros, sus profesores y todo tipo de símbolos de
autoridad, procuré ayudarles a hallar medios de eludir "el
sistema" que preservasen sus cualidades infantiles y no
provocasen, sin embargo, tantas condenas. Un ejemplo típico
para un niño de quinto a octavo grado, sería:
YO:
¿Te gusta leer?
JOHNNY:
Algunas cosas. Novelas de aventuras, cuentos de la frontera.
Hay unos cuantos autores que , me gustan mucho...
YO:
¿Y por qué cuando te aburres en clase no abres un libro de
ésos y te pones a leer en vez de dedicarte a tirar aviones
de papel?
JOHNNY:
Me encantaría, pero no me dejaría la profe¬sora.
YO:
¿Porque sería un mal ejemplo para los otros, o porque no
sabrías de lo que estaba hablando ella cuando te preguntara?
JOHNNY: No sé. Sólo sé que no me dejaría.
Una conversación posterior con la profesora:
YO:
A Johnny no le pasa nada. Su único problema es que se aburre
mucho. En vez de intentar conseguir que posponga la
gratificación, ¿por qué no le deja hacer algo gratificante?
Si la clase no le interesa, déjele leer una novela que le
guste.
PROFESORA:
No puedo hacer eso. Sería un ejemplo horrible. Se pondrían a
leer todos los demás también, y no me harían caso. No
conseguiría enseñarles nada. Seria convertir a Johnny en un
caso especial, un ser privilegiado.
YO:
Pero me ha enviado a Johnny porque ya es un caso especial.
Su informe dice que interrumpe constantemente la clase, hace
chistes y bromas, contesta a gritos a las preguntas antes de
que tenga usted tiempo de formulárselas a otro. ¿Cree usted
que si estuviera leyendo tranquila¬mente interrumpiría más
la clase de lo que la interrumpe?
PROFESORA:
Quizá. Su mesa queda en la parte delantera de la clase,
porque tengo que vigilarle continua¬mente, y toda la ciase
se daría cuenta. YO: Pues póngale al fondo. Haga un trato
con él: puede leer en cuanto se aburra. Usted no le
molestará a él y él no la molestará a usted.
PROFESORA:
Pero cuando le pregunte algo no sabrá lo que
le he estado explicando. ¡No aprenderá nada!
YO:
Tengo entendido que Johnny sacó nueves y dieces en las
últimas notas. Sólo suspendió en aplicación y en conducta.
PROFESORA:
Sí, es muy buen estudiante cuando quiere, pero no ha
aprendido a portarse bien.
YO:
En realidad, uno de sus problemas es que sabe todas las
respuestas antes de que usted haga las preguntas, y no tiene
paciencia para esperar a los otros alumnos. Por eso hace lo
de contestar en voz alta sin que le pregunten. PROFESORA:
Eso es, sí. Es un exhibicionista terrible.
YO:
No estoy de acuerdo. Póngale al fondo de la clase y déjele
leer cuando quiera y no le pre¬gunte cuando vea que está
leyendo. O, si lo hace, ha de estar dispuesta a repetir la
pregun¬ta cuando alce la vista y diga: "¿Qué?" Y, si yo
fuera usted, no me preocuparía por los otros chicos. Si
todos pueden sacar las mejores notas (nueves y dieces) y
estar leyendo al mismo tiempo novelas a escondidas durante
la mitad de la jornada escolar aproximadamente, mejor para
ellos.
PROFESORA:
Pero, ¿y si empeoran las notas de Johnny? Sus padres...
YO:
Incluya eso en el trato que haga con él de dejarle leer en
clase. Dígale que sólo podrá hacerlo si las notas siguen
siendo buenas. ¡Haga el experimento! Estoy seguro de que
Johnny no tendrá ningún problema. Saber que puede hacer lo
que quiera durante el tiempo de clase, será sin duda un
estímulo positivo en su forma¬ción escolar. Y leer novelas
no le hará ningún daño, ni a su vocabulario ni a sus
cualidades ni a ninguna otra cosa. Ya hablaré yo del asunto
con sus padres, les diré que creo que deberían intentarlo,
al menos durante el próximo trimes¬tre. Lo que les interesa
a ellos por encima de todo es que Johnny se porte mejor y
además saque buenas notas. Estoy seguro en que esta¬rán
totalmente de acuerdo en que merece la pena probar. Cuando
se ensayan técnicas como esta, suelen resultar muy
positivas, pero la clave está en que los símbolos de
autoridad admitan que el "problema de Johnny" no es que no
sepa aplazar la gratificación; su problema consiste en que
sabe demasiado bien, por instinto, que alguien está
intentando inculcarle una especie de pensamiento
fiiturizante al que tiene que oponerse. Si los padres, los
profeso¬res y los asistentes sociales estuvieran dispuestos
a intentar la experiencia, nueve de cada diez niños leerían
más libros en la escuela de los que leerían en casa,
sacarían mejores notas, alterarían muchísimo menos el orden
en la clase y, sobre todo, serían mucho más felices y se
sentirían más seguros en su vida. (Aunque no hay duda de que
se persigue también a muchos malos estudiantes por no
"posponer la gratificación", el razonamiento sigue siendo el
mismo. Si se les permitiese vivir la escuela de un modo que
les interesase ahora, en el momento presente, sus notas y su
conducta mejorarían también notablemente en la mayoría de
los casos.)
Examinemos con más detenimiento de dónde proceden esos
"problemas de aplazamiento de la gratificación" de Johnny.
Es básico a este respecto el hecho de que muchos adultos
consideren a los niños seres humanos incompletos, que aún no
se han convertido en seres humanos verdaderos (adultos), son
para -ellos algo así como "aprendices de personas". Este
modo absurdo de razonar lleva a los niños a considerarse
incompletos, no integrados del todo en la "vida real", no
del todo en este mundo. Esta idea puede llegar a convertirse
en algo permanente. Así, cuando el niño alcanza la edad
adulta y descubre que no se siente más completo que antes,
mira hacia el futuro, hacia los treinta años, como la época
en la que podrá al fin gozar de la vida. Cuando alcanza esa
edad, la "madurez", la "plenitud vital", pasa a trasladarse
a los cuarenta años, etcétera. Por último, uno ve a personas
de edad madura preguntándose qué ha sido de sus vidas, por
qué no han alcanzado nunca esa sensación mágica de plenitud
como individuos.
Es otra vez la historia del "luchar-pero-nunca-üegar-al-objetivo",
y la única solución es admitir que somos siempre seres
humanos plenos y completos. Independientemente de la edad o
de las supuestas etapas de madurez; considerar siempre que
hemos llegado, y considerar nuestro momento presente un
momento que hay que vivir y gozar con toda plenitud. Sólo si
libera usted al niño que lleva dentro, podrá superar el
juego del aplazamiento de la gratifica¬ción.
Virginia Woolf escribió lo siguiente: "¿Puede haber algo más
encantador que un niño que aún no ha empezado a cultivar su
inteligencia? Da gusto mirarles; no presumen; comprenden el
significado del arte y de la vida de modo instintivo; gozan
de la vida y hacen gozar de ella también a otras personas".
El adulto que hay en usted cuando excluye esa capaci¬dad del
niño para gozar el presente, es su enemigo. Recuér¬delo,
esos niños a los que tanto admira por su capacidad para
disfrutar de la vida, no son criaturas extrañas a usted. Hay
uno de esos niños en su interior. La cuestión es si le
dejará usted salir o si se sentirá tan amenazado como para
procurar hacer cambiar a los niños reales que hay a su
alrededor para que se parezcan más a usted, para que también
ellos pospongan la gratificación, para que se sientan tan
incompletos como pueda sentirse usted. En realidad,
convertirse en una persona Sin Límites significa exactamente
eso. Liberarse de esos límites que usted mismo se ha
impuesto y que van implícitos en el hecho de posponer la
gratificación. Vivir plenamente ahora significa vivir Sin
Límites, mientras que posponer el goce es una grave
limitación a su máxima plenitud humana.
Resulta irónico que muchos de los profesores que me en¬vían
niños para que les enseñe a posponer la gratificación
"enseñen" al mismo tiempo los poemas de Robert Frost:
Oh, sí, danos placer hoy en las flores;
y danos no pensar tan lejos
como la incierta cosecha; manéennos aquí
sencillamente aquí, en la primavera del año. (1)
PARA
SUPERAR LAS DEFICIENCIAS DE LA EDUCACIÓN
Su educación formal o académica no estaba proyectada
precisamente para ayudarle a usted a convertirse en una
persona Sin Límites. En realidad, salvo que fuera usted muy
afortunado, le habrán educado cuidadosamente para ser
exactamente lo contrario: un autoritario. La educación
debería haberse centrado sobre todo en una auténtica
formación intelectual, en potenciar su capacidad para
formularse problemas que le fascinaban y hallar o deducir
las soluciones mejores. Pero los métodos a los que estuvo
usted sometido fueron, en general, los medios menos eficaces
para ayudar a alguien a aprender algo. Le obliga¬ron a
aprender de memoria listas de datos para poder soltarlos
luego en los exámenes, aunque usted no entendie¬se qué
podían significar aquellos datos para su vida o para las
vidas de los otros. El resultado fue que, en cuanto
terminaron los exámenes, usted olvidó aquellos datos y pasó
a aprenderse los siguientes, que carecían igualmente de
sentido. (¿Cree usted que podría aprobar hoy un examen de
álgebra? ¿O un examen de historia universal?) Su educación
no seguía las vías que seguía su curiosidad infantil e
innata. Si lo hubiese hecho (si le hubiesen puesto en
contacto con la historia de su país o con el sistema
circulatorio de la rana y le hubieran dejado luego formular
sus propias preguntas al respecto, por ejemplo) recordaría
naturalmente todo lo que aprendió hasta hoy.
Pero lá triste verdad es que la mayor parte de nuestra
educación académica se dedicó a enseñarnos a complacer a
profesores y directores. Muy pocas veces, ninguna quizá, le
habrán impulsado a pensar por sí mismo, a escribir de modo
original y creador, a dibujar con libertad, a abordar
problemas desde su propia perspectiva personal. Le
impu¬sieron un programa, le enseñaron que sobre todo debía
adaptarse a las reglas de ese programa... porque si no le
"expulsarían" como alborotador incorregible. Le enseña¬ron
que la sumisión producía a la larga más gratificación que la
originalidad, que complacer al profesor era el medio más
seguro de tener éxito en la escuela y en la vida. Le
regañaron por pensar por su cuenta, por ser distinto o por
desafiar a la autoridad. Le enseñaron a adaptarse al
sistema, más que a crear un sistema propio o a preguntar por
qué el sistema no podía cambiar sólo un poco para satisfacer
mejor las necesidades de los individuos. Fueron forzándole
cuidadosamente a ser un buen chico. Le priva¬ron de su
capacidad natural y. espontánea de "maravillarse ante el
mundo" con preocupaciones por un posible fracaso en su
.propósito de ingresar en la universidad, y con otras
conductas de zona errónea. Aprendió usted que obtener buenas
notas era más importante que comprender de verdad un
principio pedagógico. Su búsqueda de aproba¬ción superando
exámenes, obteniendo determinadas notas, ganándose la
aceptación de los profesores y de otras personas ajenas a
usted, quizá se convirtieron en las "fuerzas motrices" de su
vida estudiantil. Pero, como la vaciedad de todo esto hizo
que el niño que hay en su interior se opusiese con todo
vigor a la educación formal, como sabía usted en el fondo
que muchos de sus profesores eran farsantes, que en realidad
usted no les gustaba y que no le aceptaban tal como era, que
no se entregaban del todo a su trabajo, el estar sentados en
un aula y el que le tratasen "exactamente igual que a
cualquier otro" le pareció una experiencia degradante.
De niño, sabía usted que en cuanto había dominado la
división por más de un número, era una pérdida de tiempo
seguir allí sentado y-esperar que el profesor se decidiera a
pasar a explicar otra cosa para toda la clase. Se daba
cuenta de que algunas cosas le resultaban más fáciles que a
los demás, y que esperar que todos tuvieran la misma
facilidad para dominar un tema sólo porque recibían las
mismas lecciones era ridículo. En algunas cuestiones iba
usted "por delante" de sus compañeros de clase y en otras
iba usted "por detrás", pero siempre le trataban como "uno
más de la clase", uno de aquellos "aprendices de persona", a
los que los profesores consideraban todos iguales en vez de
considerarles individuos con deseos, capacidades e instintos
especiales y propios. Usted sabía que la competencia
artificial que les había impuesto el
sistema educativo a usted y a sus condiscípulos no era más
que una inmensa indignidad que esgrimían los profesores para
mantenerles a raya. ^Todos ustedes sabían lo mal que se
sentían cuando se exhibían o se leían en voz alta las notas
y algunos tenían suspenso en una asignatura sólo porque no
estaban tan predispuestos hacia esa asignatura en ese
momento como otros, o no estaban tan interesados. Quizá se
haya preguntado usted por qué, pese al hecho de que el
estudiante suspenso podía aprender la materia suspendida de
unos cuantos meses, ya que no todo el mundo aprende a la
misma velocidad, el suspenso había de quedar con él para
siempre.
Le molestaban aquellas comparaciones rígidas y aquel
espíritu de competencia implacable de su educación
aca¬démica. Usted sabía perfectamente que tanto usted como
todos sus amigos eran individuos, y que cualquier persona o
sistema razonable le trataría a usted como a tal, en vez de
tratarles a todos como soldados destinados a alinearse en
uniformes hileras autoritarias, sin permitir a nadie el
menor individualismo. Pero probablemente siguiera usted
sometido a todo esto porque "el sistema" parecía ser la
única vía. En consecuencia, es muy posible que le enseña¬ran
a usted a odiar la educación y los estudios, y que se haya
convertido en un anti-intelectual autoritario.
El niño que hay en usted sabía bastante más que eso, y sigue
sabiéndolo. Superar las influencias dañinas de su educación
-formal significa reavivar su curiosidad natural infantil
frente al mundo y seguirla adonde le conduzca. Significa
aceptar que ya no tiene usted por qué competir con otros
para sacar mejores notas, que tiene libertad absoluta para
descubrir más sobre lo que desea saber su curiosidad
infantil (sea la historia dé la Revolución rusa o de la
Guerra de Independencia norteamericana, o apren¬der a
arreglar el coche) sin que tenga que haber alguien (sobre
todo el adulto autoritario que lleva usted dentro) atisbando
por encima de su hombro y regulando sus actividades de
formación personal y de aprendizaje.
Si quiere superar su educación formal y convertirse en un
individuo Sin Límites, procure recordar a esos escasos y
magníficos profesores de profunda vocación que tuvo en la
escuela y que se interesaban realmente por usted y querían
mejorar su vida, que se consagraron a satisfacer la
curiosi¬dad infantil y natural que usted sentía. Olvide que
esos profesores fueron una pequeña minoría, y que se les
calificaba, igual que a usted, de alborotadores o
detracto¬res del sistema, cuando intentaban responder a las
necesi¬dades de los estudiantes individuales en sus
enseñanzas y en sus tareas de clase. Recuerde sólo cómo le
ayudaban aquellos profesores especiales, y recuerde también
que ahora tiene usted libertad absoluta para seguir sus
ideales y modelos de lo que puede ser la educación si
quiere.
Yo, que he sido profesor y funcionario de la enseñanza
durante varios años, he tenido relación con miles de
educadores de todo tipo. Los profesores capaces de llegar a
casi todos sus estudiantes y de estimular su curiosidad
intelectual natural, los más profesionales en el
cumpli¬miento de su deber y los más populares entre los
estudian¬tes eran, sin excepción, los que manifestaban menos
rasgos autoritarios. Solían ser sobre todo los que menos
dicotomiza-ban sus clases según pautas "convencionales".
Nunca supe que ninguno de estos profesores de gran nivel
pedagógico clasificase a los estudiantes en buenos y malos,
inteligentes y tontos, maduros e inmaduros, problemáticos y
bien adaptados, o cualquier otro tipo de clasificación
ideada por conveniencia de los profesores. Estos educadores
superiores eran algo excepcional, y he conocido a muy pocos,
desde luego, pero existían, y todo estudiante que haya
estado un tiempo dentro del sistema educativo de nuestro
país, tiene que haber tenido unos cuantos profeso¬res más o
menos parecidos a éstos. Eran los que nunca favorecían a
ningún grupo de estudiantes frente a otro. Estos profesores
Sin Límites parecían más bien abiertos a todos los
estudiantes, fuese cual fuese su nivel de desarrollo. Los
estudiantes de élite y los que estaban continuamente
oponiéndose al sistema consideraban a estos profesores
favorables a su causa. Los estudiantes con problemas de
asistencia les consideraban sus defensores. Lo mismo los que
sacaban sobresalientes y matrículas. Los miembros del
consejo estudiantil charlaban con ellos después de clase y
también lo hacían los alumnos más revoltosos. En otras
palabras, estos profesores destacados parecían tener la
cualidad infantil de estar abiertos a todo. En consecuencia,
todos los estudiantes, independientemente de sus aficiones,
sus ideas o sus tendencias, seguían a esos profesores y les
consideraban amigos especiales.
El don infantil de estar abierto a diferentes puntos de
vista, de mostrarse tolerante con las diferencias de otros,
adultos o niños, y negarse a clasificar a la gente en
categorías, significaba, claro está, que estos profesores
excepcionales habían superado el pensamiento dicotómico y
autoritario y enfocaban básicamente el mundo de un modo
abierto y holístico.
Puede que haya pasado usted por un sistema educativo
"normal" sin grandes problemas, pero aun en el caso de que
tuviera usted mucho "éxito", apuesto a que jamás creyó
realmente en él; a que solía usted sentirse aburrido y
asustado por la posibilidad de ser un "revoltoso" al que
jamás escuchaba y sometía y reprimía diariamente un sistema
que premiaba la conformidad y castigaba el individualismo.
Aun en ese caso, fuera de su experiencia escolar, tiene que
haber adquirido usted alguna idea del gozo que significa
aprender y pensar por uno mismo, probablemente debido a
alguno de los pocos profesores Sin Límites que le tocaron.
De ellos debe haber aprendido, si lo piensa con
detenimiento, que convertirse en una persona Sin Límites
supone superar gran parte de su educación formal y enfocar
sinceramente lo que realmente le importa en la vida.
Significa aceptar que las escuelas no están sencilla¬mente
organizadas para enseñar a los niños a ser todo lo
plenamente humanos que puedan llegar a ser. Significa
reconocer que en el sistema escolar ideal no deberían
existir notas, ni niveles mínimos ni engaños. ¿Cómo iba
usted a engañar si aprendiese para sí mismo en vez de
aprender para competir con otros? ¿Cómo iba usted a hacer
trampas si su objetivo fuese llegar a ser lo más culto y
sano posible? Nadie que pudiera ayudarle a usted a aprender,
nada que pudiera hacer usted para convertirseen una persona
más culta, podría hacerle a usted un "mentiroso". Las notas,
los exámenes, los niveles mínimos y otras medidas externas
de "éxito" no tendrían sentido en un sistema de orientación
humanística en el que los individuos se interesasen por
aprender a ser felices, espon¬táneos y originales y a
desarrollar plenamente su vida. El trabajo de curso en un
colegio ideal estaría destinado a enseñar a los alumnos a
pensar por sí mismos, a no temer el fracaso, a llegar a ser
capaces de hacer cualquier cosa, en vez de especializarse
rígidamente en hacer una u otra, a no hundirse en la
neurosis; en suma, a ser un ser humano feliz. Las escuelas
ideales considerarían como misión primordial la educación
integral del niño. Los profesores impulsarían a los niños a
convertirse en todo lo que pudiesen convertir¬se, en vez de
obligarles a ser reprimidos, conformistas o "adultos" en su
carácter.
Las escuelas no tienen por qué ser lugares permisivos con
actitudes o ambientes completamente liberales, sino que
deben convertirse en lugares de interés y de trabajo, con
profesores que comprendan que enseñar a los individuos a
estimarse a sí mismos, a considerar positiva su curiosidad
natural y a controlar sus propias vidas, debe merecer la
misma atención por lo menos que la geometría, la gramáti¬ca
o cualquier otra asignatura que la tradición emplaza
exclusivamente en el sector intelectual o académico de la
educación.
"iPero —quizá se diga usted— no hay ningún colegio ideal
como ese del que habla usted en ninguna parte del mundo, y
probablemente no lo haya nunca. Esos profeso¬res Sin
Límites... recuerdo algunos que eran así, pero eso fue hace
mucho tiempo."
Alto. Ese colegio ideal del que hablo está en su propia
cabeza. Ahora es usted plenamente humano. Ha llegado a este
mundo como una persona completa, sea quien sea y tenga la
edad que tenga. Esté usted aún en algún tipo de escuela o no
lo esté, puede empezar a superar hoy los efectos
destructivos de su educación formal, admitíendo que no le
servirá de nada sentarse ahora a lamentar lo que le hizo "el
sistema" cuando era niño. Lo que puede hacer ahora es no
seguir dejando que esas antiguas experiencias negativas le
aplasten, superar los efectos acumulativos empezando hoy y
recordar a esos escasos profesores Sin Límites y recordan¬do
el tipo de educación que ellos propiciaban. No olvide que
aún hay en su interior un niño que sobrevivió a esas
terribles presiones, a esas tácticas abusivas y a las
represio¬nes artificiales que le impuso aquel sistema. Y
como ese niño superviviente tiene conciencia ya de los
elementos negativos además de tenerla de los beneficios, en
lo que respecta a la educación escolar, combatirá con más
fuerza que nunca esos elementos negativos e insistirá en que
quiere aprender, pero sólo dejándose guiar por su propia
curiosidad natural y por su voluntad y su conveniencia. El
niño sabe que usted no puede alterar el pasado, sólo puede
decidir no continuar reprimiéndose a sí mismo tal como le
enseñaron a hacer en otros tiempos. Si se esfuerza por
volver a ser aquel niño, sólo que esta vez dejándole actuar
desde la fuerza y no desde la debilidad, ello le enseñará a
encauzar sus emociones, a pensar por sí mismo, a formular y
responder preguntas que son importantes para usted o que le
fascinan, de modo que pueda vivir eficazmente en cualquier
situación, y pensar y sentir de modo positivo en su vida.
Podrá usted entonces vivir el resto de su vida como un
individuo verdaderamente cultivado y feliz.
LA
FUENTE DE LA ETERNA JUVENTUD ESTÁ DENTRO DE USTED
La mitología ha sostenido siempre que hay en algún lugar del
mundo un manantial mágico, o un arroyo, o un estanque, cuyas
aguas devuelven la juventud y mantienen a los seres humanos
eternamente jóvenes. Pero el sentido común nos indica que
"uno es lo joven que piensa que es", y que esa abuela de
ochenta años que ha cultivado sus cualidades infantiles y
sabe disfrutarlas puede ser, en el fondo, muchísimo más
joven, más vital y más viva que el muchacho de veinticinco
que se abre camino a duras penas, triste y apesadumbrado, en
la facultad de derecho hacia los primeros puestos de la
clase, camino de posibles
O64crisis nerviosas y úlceras y de un puesto en una empresa
importante al cabo de diez o quince años, y quizá de un
profundo odio hacia la vida.
El verdadero sentido de los mitos del manantial de la
juventud puede ser el de señalar el absurdo supersticioso de
esa búsqueda de la juventud perdida bajo las piedras, "al
otro lado de la montaña", en un sorbo de agua, en un fras¬co
de cosmético, en el consejo de dirección de una empre¬sa...
en cualquier cosa externa a usted. Ese mito puede que sirva
para recordarle su sentido común, que le dice que tiene en
su interior una fuente de juventud ilimitada a la que puede
recurrir en cualquier momento, siempre, por el simple
procedimiento de permitirse ser niño de nuevo.
LAS
SIETE VÍAS PARA LLEGAR A LA FUENTE
Hay un antiguo himno religioso que dice que hay "doce
puertas para entrar en la ciudad". Hay muchas más vías para
llegar a la fuente de la juventud; en realidad, hay tantas
como las que pueda imaginar en toda una vida ese niño que
lleva usted dentro explorando. Pero he aquí siete que quizá
desee explorar en principio:
¡Ríase!
Al niño que hay en usted, como a todos los niños, le encanta
reírse, estar con personas capaces de reírse de sí mismas y
de reírse de la vida. Los niños saben por instinto que
cuanto más riamos en la vida, mejor. Se esforzarán por
relacionarse con cualquiera que les haga reír, que sea capaz
de seguir sus chistes y sus bromas. Se reirán
histérica¬mente de cosas que el adulto serio, concienzudo y
siempre ceñudo dice que "No son divertidas"; aquellos
chistes tontos e "inmaduros" del colegio, incluso cuando se
ponían la pantalla de una lámpara en la cabeza. A veces se
reían sin motivo, sólo por pura alegría vital, o porque sus
instintos les decían: "¡Es hora de reír!"
¿Recuerda usted a los profesores en cuya clase disfrutaba
usted realmente y aprendía más? ¿Acaso no eran ellos los que
tenían más sentido del humor, aquéllos en cuya clase había
un ambiente menos hosco que en el resto del colegio? .¿No
eran acaso ellos los que bromeaban con usted, le contaban
anécdotas divertidas de la historia o explicaban cómo se
había vuelto loca la computadora del banco y había enviado
cheques de un millón de dólares a todos los clientes? ¿No
eran precisamente ésos los mismos profesores que tenían la
habilidad de saber ayudarle a usted a aprender por sí mismo?
Todos buscamos de modo natural el humor y la risa, porque es
una "cura natural", y asequible, para erradicar la
depresión, la inercia y hasta el pánico. Uno no puede estar
deprimido, angustiado o nervioso mientras se ríe. Un animoso
despliegue de sentido del humor y una carcajada saludable
unas docenas de veces al día son la mejor garantía contra la
neurosis y la desdicha. Por otra parte, las carcajadas son
gratis, no hace falta receta médica y no tiene que ir a
comprarlas a la farmacia.
Todos conocemos a alguien de quien pensamos: "Su principal
problema es que se toma demasiado en serio". Son las
personas más rígidas e intransigentes. Son incapa¬ces de
reírse de sus propios errores y, en realidad, raras veces
son capaces de admitirlos, porque están tan angustia¬dos por
su futuro personal que temen la menor desviación de sus
programas vitales actuales y desprecian cualquier excepción
a sus rígidos sistemas de valores. Es el único grupo
respecto al cual pueden hacerse auténticas generali¬zaciones,
y suelen ser "los primeros de la clase" en todos los rasgos
autoritarios, y resultan muy frustrantes para los demás
porque pueden ser muy hábiles en la actividad con la que se
ganan la vida y poseer muchas cualidades atractivas. Lo que
resulta frustrante es que otros vean que podrían ser mucho
más felices y pasarlo mejor sólo con que supieran
"alegrarse" y alegrar al resto del mundo. "Sería
completamente distinto - - dice la gente—, sólo con que
tuviera un poco de sentido del humor, con que mirase la vida
con cierta perspectiva."
Piense en la gente que conoce que tiene sentido del humor y
una visión amplia de la vida, y en lo feliz que es esa gente
debido a ello. Luego pregúntese en qué medida se ajusta
usted a esa pauta y en lo feliz que es usted. ¿Cuántas veces
se ha reído usted hoy y de qué? ¿Puede recordar las cosas
que le parecieron realmente divertida»1 esta semana o la
semana pasada? ¿Se ha reído usted últimamente de errores
"tontos" suyos? ¿O se ha reído sólo de lo tontos, inmaduros
e inferiores que son otros, criticán¬dolos y rebajándolos?
¿Es su vida una rutina triste o está llena de todas las
risas y toda la alegría que puede desear? ¿A cuántas
personas aproximadamente ha hecho reír usted últimamente?
Si descubriera que anda escaso de risa en su vida y que le
gustaría recuperar el sentido infantil del humor, podría
intentar las siguientes estrategias:
Haga reír a otra persona hoy, y mañana, todos los días.
Descubrirá que eso no supone intentar ser gracioso, que no
es más que otra forma de "esforzarse". Supone sólo relajarse
un segundo y ver lo que "le parece divertido" sobre el tema
del que esté hablando o en el que piense usted, o que se
permita recordar algo que le ha parecido divertido
última¬mente o lo comparta con los demás. Si ha sido siempre
serio, abandone esa actitud sobria de una vez, y comprue¬be
que se siente mucho mejor en la vida. Permítase reír una vez
por hora durante un día entero, solo o en compañía, y pronto
descubrirá que ser un creador de alegría, de verdadero
humor, es una vía primordial para la vida Sin Límites.
Busque un niño o un grupo de niños (cuanto más pequeños
mejor) con los que pueda estar como mínimo dos veces por
semana, con el propósito de no hacer nada más que disfrutar
de su compañía. Olvídese de controlar su conducta, de
corregirles, de educarles según los criterios de la conducta
"adulta", y de adoctrinarles. Limítese a estar con ellos por
lo menos media hora unas cuantas veces a la semana. Si está
con niños pequeños manteniendo una actitud mental Sin
Límites, abierta, la risa y la alegría pronto se convertirán
en la norma de su vida, en vez de ser raras excepciones en
ella. Descubrirá que es muy fácil hacer reír a los niños y
que a ellos también les es muy fácil hacerle reír a usted.
Siempre que se separe de ellos, pregúntese: "¿Cuál fue el
punto
álgido de este dia: hacer todo aquel trabajo o divertirme
con aquellos niños?"
Procure, recordar de vez en cuando experiencias de su
infancia que fueron tristes entonces y que ahora resultan
cómicas. ¡Ríase recordándolas!
Un amigo me explicó esta historia:
Cuando estaba en el grado octavo, me echaron del colegio por
unos días, por tirar, guisantes en el comedor. Yo me
proponía conseguir una beca en una academia privada en la
que deseaba ingresar con todas mis fuerzas, así que volví a
casa muy deprimi¬do, desesperado, pensando: "Bueno, lo he
estropeado todo. Nunca darán la beca a un niño como yo que
tira guisantes en el comedor, aunque Ricky me los tirara
primero. Será un disgusto terrible para papá y mamá". Tenia
la sensación de que mi vida carecía ya de sentido. Lo había
estropeado todo y no había solución. Era el final.
Y entonces, una extraña vocecita interior me dijo: "¿De
quién pretendes burlarte? Sólo tienes trece años, y crees
que el que te hayan expulsado por unos días del colegio es
el fin del mundo. Y además por tirar guisantes en el
comedor. Estáte seguro de que de aqui a diez años te reirás
a carcajadas de ello... ¡Es sencillamente ridículo!" Y en
ese mimo momento, me eché a reír, dejé de lamentarme y me
reí a carcajadas, porque habría cubierto de guisantes toda
la escuela si hubiera podido.
En fin, cinco años después, ingresaba en la prestigiosa
Univer¬sidad de Yale, y una magnífica noche de primavera
estaba cenando tranquilamente cuando de pronto empezaron a
surcar el aire guisantes y patatas y hamburguesas y alguien
gritó: "Lucha de comida", y en cinco minutos había más
verduras por el aire en aquel comedor de las que pudiera
haber lanzado yo en cien años de escuela primaría.
Ahora, permíteme que te pregunte: ¿Te reiste entonces? ¡La
misma conducta que había causado mi expulsión temporal del
colegio no podía causar mi expulsión de Yale! Se aceptaba
simplemente que una vez al año, habitualmente en primavera,
todos se entregaran a una lucha de este género. ¡Era un
ritual aceptado! Los estudiantes podían cubrir la
universidad de guisan¬tes si querían... aunque tenían que
limpiarlo después; luego tenían que fregar el suelo y demás,
porque nadie quería andar por un pantano de guisantes para
ir a desayunar... Si, me reí, y lancé mis verduras como el
mejor, y me reí una vez más de aquel
ridículo sistema de la escuela pública, de donde me habian
expulsado temporalmente por tirar guisantes en el comedor.
Pasé luego una hora limpiando todo aquello, pero me sentía
muy feliz.
No tiene usted por qué tirar guisantes para recordar los
momentos más tristes o embarazosos de su infancia y reírse
ahora de ellos, al igual que no tiene por qué tirarse dando
volteretas por una ladera en traje de noche para practicar
lo que yo explico de ser niño de nuevo. Si quiere usted
enviar su traje a la tintorería o limpiar los guisantes del
suelo, adelante, tírese por la ladera y lance los guisantes,
pero, llame usted de ese o de cualquier otro modo el niño
olvidado que lleva dentro, recuerde: Ese niño puede reirst
de muchas de las experiencias tristes del pasado y quiere
eliminarlas de su visión actual de la vida riéndose de
ellas.
Con el mismo espíritu, la próxima vez que pase algo que le
inquiete o le enfurezca o le haga pensar "esto es el fin del
mundo", deténgase y pregúntese: "¿Seré capaz de reírme de
esto de aquí a un tiempo?" Si es así, lo mejor que puede
hacer quizá sea empezar a reírse ya.
Deje
que la fantasía vuelva a aparecer en su vida
A los niños les encanta soñar, crear historias, utilizar la
imaginación... y también le gustaría a usted si se lo
permitiese. Recuerde cuando era joven, cuando era peque–o,
recuerde que su habitación estaba llena de elfos o duendes,
los bosques llenos de indios o de tramperos con gorros de
piel, recuerde que una ramita se convertía en una varita
mágica y un palo de escoba en un caballo. ¿Recuer¬da que sus
compañeros de juego imaginarios eran para usted tan reales
como cualquier otra persona? ¿Recuerda cuando jugaba a
disfrazarse y el sombrero de stt padre le convertía en un
funcionario de banco, y que un poco de dinero que ustedes
mismos fabricaban convertía a un compañero de juegos en
cajero, un cuaderno se convertía en talonario de cheques y
convertía a otro compañero de juegos en un cliente?
¿Recuerda lo que le gustaba dibujar, hacer versos y
canciones, oír cuentos, inventar juegos, vagar en sus
excursiones imaginarías con cualquiera que estuviera
dispuesto a jugar o a participar?
Esa vida infantil tan rica en fantasías no sólo era muy
divertida, sino que además era uno de los aspectos más
saludables de su vida. Le proporcionaba un escape muy
necesario en la dura tarea de madurar y de formarse;
eliminaba en un instante el aburrimiento; y lo más proba¬ble
es que cuanto más se entregase a ella y más la alentase, más
original y creador será hoy.
En su vida adulta puede permitirse usted el mismo lujo de
fantasear y soñar, con los mismos beneficios en cuanto a
salud mental y con las mismas posibilidades de divertirse.
Además, pronto descubrirá que algunos de esos sueños que se
inician como pura fantasía acabarán convirtiéndose en
realidades
Las mejores realidades de la vida empiezan siendo fantasías
"infantiles". Los grandes viajes de vacaciones empiezan con
fantasías. Antes de poder construir en lá realidad la casa
de sus sueños, la vislumbra usted en sus ensoñaciones.
Conseguir un nuevo trabajo, trasladarse a una nueva
localidad, iniciar una nueva relación amorosa, todo lo que
es valioso para usted como individuo empieza primero con una
fantasía. Cuanto más se permita usted ensoñar y fantasear,
más capaz será de cambiar su vida en un sentido positivo.
Debe usted recordar, por supuesto, que ha de disfrutar de
sus ensoñaciones mientras las realiza, y únicamente como
tales, en sí, sin futurizar (si lo hiciese, destruiría sus
fantasías, limitándolas a cosas que piensa lograr o hacer
algún día) y preocupándose luego de si sus sueños se harán o
no realidad alguna vez. Pero cuando elude usted esta trampa,
puede descubrir que si permite al niño que lleva dentro
escapar de vez en cuando a su mundo fantástico propio
suavizará y eliminará sus actitu¬des rígidas y negativas,
aliviará muchas presiones psíquicas que pesan sobre usted y
abrirá nuevos territorios de posibilidades personales.
Para volver a entrar en contacto con su vida fantástica,
podría intentar lp siguiente: Cuando encuentre usted niños
con los que pueda divertirse y jugar, anímeles y anímese
usted mismo a fantasear todo lo posible, a ser lo más
creadores y "absurdos" que puedan. Si juega usted a algo,
procure que se aleje lo más posible de la realidad. No
imponga normas o reglas "adultas"; deje paso a la
experimentación, la exploración y la imaginación. Olvide la
idea de imponer una serie de normas. Cuando los niños
descubran que son necesarias esas normas, déjeles
aplicarlas; manténgase a un lado y admíreles mientras
elaboran sus soluciones. Descubrirá que, incluso cuando
establecen reglas, los niños son sor¬prendentemente
espontáneos y originales.
Sean cuales sean las fantasías de los niños (pueden estar en
una nave espacial camino de la Luna, huyendo de la bruja
malvada del Oeste), déjeles que le guíen ellos a usted. Si
dicen que este botón es «el "zapofrícador" que aparta
meteoritos para poder aterrizar en la luna», no les
interrumpa preguntándoles qué es un "zapofrícador" y cómo
aparta los meteoritos. Haga como ellos: acepte sus propias
imágenes fantásticas de lo que puedan ser esos objetos.
Puede que le expliquen sus ideas o puede que se limiten a
apretar el botón. Puede que el "zapofricador" no funcione y
que haya graves problemas con los meteoritos.
Ademas de apartar los meteoritos con el "zapofricador" para
que no alcancen a la nave espacial, debería usted quizás ir
de vez en cuando a películas u obras de teatro para niños, n
ver una sesión de marionetas o a un circo o asistir a una
lectura de cuentos para niños en una biblioteca próxima.
Toda una generación de jóvenes marginados de la era de la
guerra de Vietnam se ayudaron a conservar la salud mental y
a renovar la fe en la vida acudiendo a ver el clásico de
Walt Disney de la era de la Segunda Guerra Mundial, en este
campo, que sólo podía haberse titulado como se tituló:
Fantasía.
Los cines de barrio podían pasar la película todos los años
a finales de los sesenta y principios de los setenta y
llenar el local semanas seguidas con chicos de la
universi¬dad y de los institutos de enseñanza media que
quizás el día antes se habían manifestado ante una oficina
de reclutamiento y al día siguiente podían acabar en la
cárcel por oponerse a él. Se podía oír decir a aquellos
"niños de
las llores", como se les llamó: "¡Han vuelto a poner
Fantasía! La he visto cuatro veces, pero volveré a verla.
¿Quieres venir?"
Fantasía y otras películas del mismo género ayudaron a los
adultos jóvenes a mantener vivo su yo niño, y gracias a ella
son hoy más sanos. En su caso, podía ser Ptter Pan, El Mago
de Oz, un rodeo, una feria, cualquiera de esos "grandes
espectáculos" que más placeres han proporciona¬do a los
"niños de todas las edades" a lo largo de los años. ¡Cuando
vuelva a enterarse de que puede ver uno de esos "clásicos",
muévase y vaya! (Y lleve consigo a todos los niños que
pueda.)
Cuando vuelva a pasar por un sitio donde haya niños jugando,
deténgase. Imagine que es otra vez niño. Pregún¬tese qué
podía hacer entonces que no puede hacer ahora en todo lo
relativo a su cuerpo.
Entre en el lugar donde juegan los niños. ¿Su cuerpo desea
columpiarse? Eso puede hacerlo cualquiera a cual¬quier edad.
Si tiene ochenta años, quizá sólo desee colum¬piarse unos
centímetros en uno u otro sentido, pero, de todos modos,
puede columpiarse, puede ser tan niño como lo era cuando su
madre le puso por primera vez en un columpio y le empujó
sólo un poquito.
Si tiene treinta y cinco años, puede que su cuerpo desee
columpiarse con toda la fuerza, o que quiera recorrer el
laberinto. Esté seguro de que puede hacer todo lo que tu
cuerpo desee realmente, si olvida que quizás otros piensen
que hacerlo es infantil e impropio de una persona de su
edad. Si se considera usted tan viejo y tan achacoso, sólo
el entrar en un parque y preguntarse si es más viejo ahora
el niño que hay en su interior que cuando tenía usted diez
años, puede quitarle más años de encima de lo que pueda
imaginar.
Si tiene usted una familia con niños de cualquier edad aún
en casa, procure tener de vez en cuando reuniones familiares
en las que todos digan libremente lo que más les gustaría
hacer en el mundo, o simplemente despliegue sus fantasías
favoritas de la semana tal como las experimentó. Pronto
descubrirá que sus fantasías no son en absoluto sueños
imposibles y absurdos. Son creaciones
libres y originales de su imaginación infantil: la base
misma de la vida. Una vez expuestas y expresadas esas
fantasías, quizá descubra que puede hacer realidad muchas de
ellas y que el correr algunos riesgos sin cuidarse lo más
mínimo de los juicios de los "adultos" sobre usted le
ayudará y ayudará a su familia a realizar todas las
fantasías posibles de ese género que merezcan realmente
plasmarse en la realidad. En cuanto a las fantasías que son
sólo relatos del sueño que tuvo usted anoche o de un ensueño
que tuvo esta tarde, vuelos libres de la imaginación sobre
el amigo imaginario que ocupaba el asiento vacío de al lado
en el autobús, sean lo que sean, compartirlas con su familia
enriquecerá toda su vida familiar.
Tome la decisión de hacer realidad algunas de sus fantasías.
Si ha deseado siempre ir por el río en balsa, vagar solo por
el bosque todo un día, participar en una maratón, ir en bici
hasta el estado limítrofe, visitar Bulgaria, escalar una
montaña en el Canadá, dejarse barba, presentarse para
diputado, salir en televisión, cualquier cosa, hágalo.
Siéntese ahora mismo y haga una lista de veinte cosas que
hace mucho que desea hacer. Táchelas siguiendo el orden de
lo poco prácticas que sean, de las pocas posibili¬dades que
tenga de hacerlas inmediatamente. ¡Acabará encontrando por
lo menos una que pueda usted realizar hoy! Dé los pasos
necesarios para hacer tal cosa... pero conserve la lista,
para poder hacerse idea de lo que podía hacer una vez haga
realidad sus fantasías "más realistas".
Yo he disfrutado haciendo muchas cosas que carecían por
completo de sentido para los demás. Por ejemplo, una vez vi
a gente haciendo surf. Me imaginé haciéndolo; me dije, "¿por
qué no?", y sencillamente lo hice. Lo eliminé de mi lista de
"fantasías que pueden hacerse realidad", y me sentí mejor
por lograr un objetivo personal, en vez del objetivo de
cualquier "adulto" viejo y rancio que hubiera en mí. Tuve
que recordar, consciente e instintivamente, que no
necesitaba explicar a nadie mi conducta, y si alguno pensaba
que era tonto por no actuar en consonan¬cia con mi edad, lo
único que podía hacer era desearle buena suerte y dejarle
que pensara lo que quisiera. Hacer
realidad mis fantasías me ha inspirado muchas veces para
conseguir cosas que podría no haber intentado nunca de otro
modo, y sé que si no me hubiera permitido aquellas fantasías
infantiles en primer término, nunca habría podido hacer
realidad tantos sueños. ¡Concédase todos los sueños
posibles!
¡Sea un
poquito loco!
No hay duda al respecto: iodos los niños, incluso el que
usted lleva dentro, son un poquillo locos. Actúan "a tontas
y a locas" la mayoría de las veces.
Todos los niños recuerdan que lo que los adultos condenan
como "loco" en los niños es la mar de divertido. £1 niño que
hay en usted le dirá que puede haber elimina¬do todos esos
momentos "locos" de su vida en favor de ser más "maduro y
sensato" siempre, y que la idea de ser un poco juguetón e
impredecible de vez en cuando puede parecerle una
tontería... pero el niño disfruta realmente llevando ropas
raras a las fiestas, yéndose a nadar a las cuatro de la
mañana, jugando "a policías y ladrones" o cualquier otra
cosa que haga exclamar a otro: "¡Qué loco estás!"
Hay, por supuesto, un tipo de "loco" que nadie quiere ser,
ese grado de locura en el que uno pierde por completo el
control de su vida, se aterra y acaba en un manicomio. Pero
yo no me redero a ese tipo de locura. Me refiero al tipo de
locura que puede permitirse si se entrega a una conducta
disparatada de vez en cuando y ríe y se divierte "como un
crío".
Estar "loco" en este sentido significa eliminar algunos de
los controles que encorsetan su vida. Puede ser usted serio
en el trabajo, puede ser maduro en su modo de afrontar sus
responsabilidades, abordar con sensatez los problemas que
exigen actitudes directas y sensatas, y aun así relajarse de
vez en cuando y hacer locuras. No sólo se divertirá más.
Todos se animarán en la oficina, y todo el mundo será más
eficaz cuando llegue el momento de la seriedad.
Podría ensayar usted alguna de estas propuestas si le
atrae la idea de ser niño y hacer "locuras" de vez en
cuando:
Pregunte a sus familiares quienes son sus personajes
favoritos. Compruebe si los favoritos de sus familiares
(sobre todo los de los niños) son aquellos que pueden ser un
poco más locos y más alegres y animados que la mayoría.
Pregúnteles si' creen que pertenece usted a ese grupo, que
es usted de ese modo, o si les gustaría que fuera más de ese
modo. Cuando compruebe lo mucho que disfrutan los demás
teniendo al lado a gente "un poco loca", le resultará mucho
más fácil hacer locuras, y que esas locuras formen parte
regular de su vida: tirar bolas de nieve, jugar, llevar a
casa un pastel de cumpleaños cuando no es el cumpleaños de
nadie, hacer todas las locuras que se le ocurran.
Cuando oiga a alguien decir (o se sorprenda diaéndolo usted
mismo) que la conducta de otra persona es "una locura",
deténgase y piense a qué clase de "locura" se refiere. Ese
individuo ¿es incapaz de controlarse y hace desgraciados a
los demás y se hace desgraciado a sí mismo por ello? En tal
caso, la solución es ayudarle, no condenarle. ¿O es
simplemente un individuo abierto al tipo de alegría infantil
de la que estoy hablando y es más feliz precisamente por
eso? En tal caso, olvídese de condenarle y procure emularle.
Tiene usted tanto derecho a su libertad como él a la suya, y
si dejara usted de juzgar, se sentiría más inclinado a
divertirse y a ser más alegre. Cuando le inquieta que otros
se diviertan y hagan locuras, se está inquietando usted en
realidad por algo que hay dentro de usted mismo. Si se
tratara sólo de que no aprueba la conducta de esas otras
personas, se limitaría a ignorarlas, pero al decidir usted
inquietarse por ella, es que está luchando contra algo que
le recuerda lo que en realidad le gustaría hacer. Y en vez
de admitirlo y cambiar, se limita usted a recurrir a esa
maniobra, a juzgarles y a no permitirse caer en la tentación
de ser feliz también.
Propóngase hacer una "locura" todos los días, durante una
semana; una o dos veces en casa, una o dos veces en el
trabajo, y las demás veces donde le apetezca. Tenga
confianza en sí mismo y piense que tendrá el suficiente
buen sentido para no gastar bromas pesadas ni hacer algp que
pueda herir o molestar a otro, y observe cómo reaccionan los
demás. Si alguien le condena porque le parece "infantil" lo
que hace usted, allá él. Peor para él. pero comprobará que
el noventa por ciento de las veces la gente reacciona con
más entusiasmo del que imaginaba usted y que las reservas
estaban más que nada en su propia menté.
Sea
espontáneo
Observe que los niños están dispuestos a probar cual¬quier
cosa inmediatamente. El niño que lleva usted dentro desea
ser impulsivo y aventurero y no tener que hacer siempre
planes por adelantado. La espontaneidad es, en varios
sentidos, la clave de toda conducta infantil. Esa capacidad
de pararse de pronto en la carretera cuando se ve algo
interesante, y tener el mismo interés y sentir la misma
emoción por las cosas nuevas con que te tropiezas que tenías
cuando eras mucho más joven, lleva directa¬mente a la
inmediatez infantil y a "maravillarse ante el mundo". Es
también una de las cosas que más fácilmente ahogan en sí
mismos y en sus hijos los individuos "impor¬tantes" e
insensibilizados, recordando constantemente a los niños que
han de tener cuidado y que han de ir siempre preparados,
gritándoles: "¡Volved aquí!" cuando se alejan por un sendero
poco conocido, en vez de seguir el "paseo previsto" de los
adultos, y mediante otras tácticas adultas utilizadas para
inculcar temor a lo desconocido en los niños y eliminar la
curiosidad natural que sienten por la vida.
Algunos niños no pierden nunca esa cualidad de la libertad
personal; por mucho que uno se esfuerce, es imposible anular
sus impulsos espontáneos y originales. Si quieren explorar
un nuevo sendero, huirán corriendo de usted de un modo u
otro (mental, fisicamente o de ambos modos) en cuanto»
puedan correr más de prisa que usted.
Esos niños pueden ser coleccionistas espontáneos de
cualquier cosa y de todo. Pueden venir a casa con caracoles,
orugas, lagartijas, flores, llaves de tuercas viejas,
clavos, monedas, todo lo que llame su atención. Si "reprime"
usted este tipo de recolección instintiva e impetuosa que da
tanto gozo a estos niños, tal vez acabe enseñándoles A
fingir creer que el tener la casa limpia y ordenada es mejor
que "tener toda esa basura por ahí amontonada"; pero la
curiosidad infantil y el impulso espontáneo que les lleva a
coleccionar cosas raras seguirá siempre vivo dentro de
ellos. Y si se convierten algún día en felices arqueólogos o
en encargados de museo, o en coleccionistas de arte o en
botánicos o en vendedores de antigüedades, o en chatarre¬ros,
habrán tenido que superar a ese adulto que intentó una vez
imponerles: "¡No, no quiero eso en casa!"
La espontaneidad del niño que hay dentro de usted es tal,
que puede llegar a divertirle con cualquier cosa en
cualquier momento. Puede coger piedras, trozos de tiza o una
pelota vieja y fascinarle a usted con cualquiera de esas
cosas durante horas. Quizás haya aprendido usted a reprimir
esos impulsos que le llevan a desviarse del camino y leer la
placa que hay debajo de ese roble de doscientos años, pero
el impulso y el deseo siguen vivos en su interior. Si lleva
una vida totalmente planificada, con todos sus objetivos
formulados y si sabe adonde va y adonde ha de ir en cada
minuto, si está obsesionado con la organización, la limpieza
y el orden en todo cuanto hace, deténgase. Se ha olvidado de
ser niño.
Para reactivar su espontaneidad infantil, podría intentar lo
siguiente:
Eche un vistazo a su agenda para ver los compromisos de las
próximas semanas. ¿Está usted tan comprometido y tiene el
tiempo tan ocupado ya que no podrá disponer nunca de diez
minutos para salirse espontáneamente del camino trazado? En
caso afirmativo, ¿cuántas de las actividades previstas puede
eliminar usted para concederse tiempo para vagar a su
antojo? Programe un período de tiempo para entrar en el
coche y enfilar hacia el norte, sin mapa de carreteras, con
la única decisión de ir por donde le parezca adecuado. O, si
lo prefiere, jurgue el juego que inventó un niño que yo
conozco: en cuanto dude respecto al camino a
seguir, pare y échelo a cara o cruz. (Este niño se reía a
carcajadas en una ocasión en que la moneda le hizo dar
cuatro veces la vuelta a la manzana. Dice que a cada vuelta,
la manzana le parecía un poco más fascinante, y que cuando
la moneda le sacó de allí, no se fue del todo a gusto).
Deje de imponer rígidas exigencias en la organización y
planificación de la vida de otro. En su lugar, estimule su
espontaneidad infantil. Recuerde que lo que usted llama una
habitación o una casa ordenada no es "mejor que" la
"habitación desordenada" de su hijo, que está "atestada" de
lo que usted considera "porquería". Cuando un amigo le
proponga hacer algo juntos "sobre la marcha" y empiece usted
a decir "es que no puedo...", deténgase. Pregúntese si puede
usted decirse "sí" a sí mismo y a otros siempre. Por mucho
que pueda "dañarle" decirse: "Bue¬no, no segaré el jardín
hoy como tenía planeado", ¡olvídese de sus planes una mañana
de sábado! ¡Vaya al mercado de artículos viejos con su
espontáneo amigo! Si reacciona usted a una. propuesta sobre
la marcha y comprueba lo divertido que puede ser, pronto
recibirá más propuestas de este tipo y hará algo bueno para
usted mismo.
Dése una oportunidad de emocionarse espontáneamente con lo
que hace. No debe pensar que se aburrirá si va a un partido
más de fútbol por el hecho de haber visto otros antes.
Libérese de esa actitud considerando que cada nuevo partido
es una experiencia única, porque, además, lo es; no ha visto
usted nunca el partido de ese día. Asimismo, si va a ir a
una fiesta o-a otra celebración social, primordialmente por
acompañar a su esposa o por cierto sentido de obligación
social, puede que le diga a ella: "Sé que será una fiesta
aburridísima y, pase lo que pase, no quiero estar allí más
de una hora". Este tipo de actitud previa negativa sin duda
será una especie de profecía que se cumplirá inevitablemente
a menos que la elimine usted permitiéndose decidir después
si la fiesta ha sido divertida o no: si se da usted una
oportuni¬dad de disfrutarla y se confía a la decisión de
irse cuando le apetezca.
En conjunto, aprenda a distinguir entre cosas que necesita
decidir
ahora, o que puede decidir mejor ahora y cosas que pueda
decidir después igual o mejor. Por ejemplo, suponga que hay
un partido de fútbol al que le gustaría ir el próximo
sábado, pero, por otra part,e, piensa que quizá le
apeteciera ir a pescar, o a una galería de arte de su
barrio. Aunque ninguna de estas cosas exija una
planificación previa, el autoritario que lleva usted dentro
podría querer decidir ahora qué hacer en concreto, eliminar
la inseguridad. £1 niño que hay en usted, por otra parte,
dirá: "No tengo por qué decidirlo ahora. Ya veré lo que me
apetece el sábado por la mañana, puede que antes surja algo
mejor, ade¬más".
Escuche siempre que pueda al niño, tanto en las cosas serias
como en las que no lo son. Si le cuesta mucho esfuerzo tomar
una decisión, cambiar de trabajo, por ejemplo, casarse, o lo
que sea, puede deberse únicamente a que el niño que hay en
usted sabe que en realidad no tiene que decidirlo ahora, que
está intentando acelerarlo artifi¬cialmente, ignorando el
hecho de que tendrá más informa¬ción y /o sentimientos más
claros luego, en el momento en que tenga que tomar la
decisión (si es que hay un plazo fijo) y que será mejor una
decisión espontánea tomada más tarde, que una decisión
forzada ahora. Puede usted perder muchísimo tiempo y sufrir
muchísimo sin necesidad, e incluso hacer sufrir a otros, por
intentar predecir sus sentimientos, por intentar saber de
antemano qué va a sentir en el futuro, futuro sobre el que
en este momento no tiene datos suficientes. ¡No decida ahora
si no tiene que hacerlo! Deje un margen a su espontaneidad
infantil.
No tema
cometer errores
De niño, no le intimidaba cometer errores. Estaba usted
dispuesto a intentar cualquier cosa, y si no lo hacía muy
bien al principio, era como el gatito que no consiguió
atrapar sus cincuenta primeros ratones: fue haciéndose cada
vez más listo y más rápido a medida que intentaba cazarlos
en vano, hasta que al fin logró dominar la técnica. Hasta
que al fin logró dominar la técnica de patinar en el
hielo, coser o hacer sopa. En realidad, si aprendió a
patinar sobre el hielo, lo primero que su cuerpo se imaginó
fue cómo debía caer en el hielo sin hacerse daño: aprendió a
relajarse y á encoger las piernas o a dar una vuelta o a
resbalar de modo que no se rompiese la cabeza o una pierna,
de forma que pudiera levantarse riendo siempre, dispuesto a
probar fortuna de nuevo. El "fracaso" no era algo de lo que
hubiera que avergonzarse o que hubiera que evitar. En
realidad, lo recibía usted animosamente porque sabía por
instinto que para aprender algo hay que estar dispuesto a
fallar al principio. Así pues, de niño era usted un
investigador nato, aceptaba que nadie sabe tirar una pelota,
nadar donde hay mucha profundidad, ir en bici o cualquier
otra cosa hasta que lo intenta, hasta que se cometen errores
y se van corrigiendo en sucesivos in¬tentos. Si los niños
estuvieran hechos de forma que te¬mieran probar cosas nuevas
por miedo al fracaso, nunca saldrían de la cuna. Asimismo,
los adultos que temen el fracaso se limitan a vegetar. Para
quienes nunca intentan nada nuevo, el miedo al fracaso se
convierte en miedo al éxito.
Los niños dejan de intentar hacer cosas sólo cuando aprenden
la idea neurótica de que en cierto modo son inferiores y
fracasan en algo, o la de que han de comparar su actuación
con la de individuos que han pasado ya por el proceso de
tanteo y error, hasta controlar lo que el "principiante"
aborda por vez primera.
¿Por qué tan pocos adultos que no aprendieron a nadar siendo
niños logran aprender de mayores? Porque creen que es
humillante que les "clasifiquen como principiantes" en
cualquier cosa, mostrar en público la torpeza de las
primeras etapas del aprendizaje. Ahora bien, si el adulto
deja libertad a ese niño que lleva dentro puede aprender a
nadar con la misma facilidad o más que un niño, porque su
cuerpo tiene la ventaja de la perfecta coordinación adulta.
Es sólo esa angustia en la ejecución, esa sensación de que
está allí para quedar lo mejor posible delante de los demás,
en vez de captar la sensación del agua y aprender a avanzar
en ella, lo que le hace, a él e incluso a los adultos
que van a clases de principiantes, mucho más torpe que la
mayoría de los niños, y le hace perder mucho más tiempo del
necesario para aprender a nadar.
Pregúntese si, al hacerse mayor, aprendió a evitar cada vez
más cosas que podrían suponer "fracasos". Si aprendió usted
a buscar "buenas notas" en todos los campos y siempre, si
aprendió a valorarse como una mala persona si quedaba "de la
mitad para abajo de la clase" en algo. ¿Ha aceptado usted
que no debería hacer nada salvo que supiera ya hacerlo bien,
y ha debilitado así sus impulsos infantiles natos de probar
cualquier cosa que excite su fantasía? Si es así, si aún
teme cometer errores, puede superar ese temor admitiendo que
está evitando lo único que puede enseñarle, es decir, el
fracaso. Si le gustase recuperar la aceptación infantil de
los propios errores, podría intentar lo siguiente:
Haga una lista de las actividades que ha evitado porque
podría "hacer mal papel" en el aprendizaje. ¿Ha renunciado
usted alguna vez a jugar a los bolos, al golf, cantar, tocar
la guitarra, pintar, hacer crucigramas, cualquier cosa, por
miedo a que sus amigos, que son realmente buenos en tales
actividades, le miren por encima del hombro? ¡No tenga miedo
y adelante, inténtelo! Si alguno de sus amigos le
menosprecia por sus esfuerzos de novato, si el que canta
bien o sabe tocar bien la guitarra dice: "Oh, qué espanto",
y le desanima afirmando su propia superioridad, es eviden¬te
que en realidad no debe ser un gran amigo suyo. ¡Rechace la
opinión de todo aquel que se preocupe por si fracasa usted o
no! Si lo hace, eso que tanto teme usted, es decir, la
opinión negativa de los demás y sus juicios despectivos,
pasarán a ser intrascendentes, y sólo se ocupa¬rá de los
"maestros" que verdaderamente desean ayudarle a aprender.
¡Recuerde que puede usted fallar en cualquier cosa de este
mundo sin ser un fracasado como persona! No confunda lo que
hace, o lo bien que lo hace, con su mérito como ser humano.
Su mérito como persona nace de dentro, del hecho mismo de
que es usted tan persona como cualquier otro, y tiene lo que
yo llamo valor en sí, que es tan parte de usted como pueda
serlo el corazón o el cerebro. Su valor en sí mismo no nace
de su puntuación en ninguna actividad.
Al mismo tiempo, no tema admitir ante los demás haber
cometido un error cuando lo han cometido. Si ha hecho mal el
balance de su cuenta o ha juzgado erróneamente a una
persona, no intente taparlo, negarlo o racionalizarlo (una
típica reacción autoritaria). Limítese a decir: "Metí la
pata", y rectifique luego. Descubrirá que suele respetar¬se
mucho a las personas infantiles que están dispuestas a
admitir sus errores.
Deje de adjudicar tanto valor al hecho de alcanzar un éxito
en todo lo que intente usted o intenten sus hijos. Permita
al niño que lleva usted dentro, y permita a sus hijos
"fracasar rotunda¬mente" en determinadas cosas.
Suponga, por ejemplo, que intenta usted arreglar el coche
sin conseguirlo, o suponga que su hijo suspende el francés
en el bachiller. Quizá no quiera usted perder más tiempo con
el coche y puede que su hijo haya suspendido el francés
porque no le interesaba tal como se lo exponían, pero si es
usted un "perfeccionista" inveterado, no llevará nunca el
coche al mecánico ni dejará decidir a su hijo que no le
apetece repetir el francés en el próximo curso; tal vez
prefiera elegir otra asignatura. Usted seguirá combatiendo
sus propios impulsos espontáneos, y los de su hijo, de
considerar ese asunto "un latazo" y olvidarse por ahora de
él.
"Si al principio no lo consigue, inténtelo, inténtelo otra
vez", es un buen lema sólo si sigue interesándole lo que
intentó la primera vez. Si lo ha probado usted y no se
interesa por ello (sea la ópera, el poker, el arreglo del
automóvil o el francés), ¿qué sentido tiene insistir en
lograrlo?
Lo irónico del asunto es, por supuesto, que si se presiona a
sí mismo para "triunfar en todo lo que intente" acabará
cayendo en la misma vieja trampa de intentar sólo aquello en
lo que sabe que puede triunfar.
Pero, en fin, quién sabe... si cesa usted en sus tentativas
de arreglar el coche diciendo: "Insisto en esto porque no
puedo soportar el fracaso, y eso no es, ni mucho menos,
unbuen motivo", quizás en el futuro quiera usted intentar
arreglar el coche otra vez con el mismo sobrentendido: Si
usted "fracasa" de nuevo, volverá a llevarlo al mecánico...
qué más da, en realidad.
Pero si sigue insistiendo en algo que ya no le proporciona
placer, sólo porque lo inició, y siente una necesidad
compulsiva de triunfar en todo lo que emprenda... acabará
intentando cada vez menos cosas de las que podrían
satisfacer al niño que lleva en su interior.
Acepte
el mundo como es
Cuando el niño llega al mundo, no se le ocurre que el mundo
pueda o deba ser distinto de lo que es. Se limita a abrir
los ojos maravillado y fascinado ante lo que hay allí fuera
y se abre camino en ese mundo lo mejor que puede.
A medida que el niño se desarrolla, va aprendiendo, poco ¡i
poco a controlar ciertas cosas: aprende a beber de un vaso,
cortar el césped, a hacer ciertas amistades o a influir en
determinadas personas; y ahí es probablemente donde empieza
el problema. El "adulto joven" que adopta una rigidez
autoritaria respecto a cómo debieran ser las cosas
probablemente se enfurezca con el mundo por el hecho de que
éste no se adapte a sus espectativas o exigencias, lo que
desemboca en el síndrome del joven airado, en que los
individuos se sienten frustrados por su incapacidad para
controlar lo que, en realidad, no puede controlar ningún ser
humano.
Consideremos, por ejemplo, las actitudes de la gente hacia
el tiempo, un claro ejemplo de fenómeno natural que no
podemos controlar. Los niños aceptan que el tiempo es como
es en sus cambios misteriosos, y que por mucho que cavilemos
no podremos cambiar el tiempo en ningún sentido concreto.
Los niños aceptan las tormentas de nieve como fenómenos
naturales del invierno y, en realidad, les dan la
bienvenida, disfrutan con ellas, mientras que los adultos no
paran de decirse, "¡Qué tiempo tan asqueroso!" y se
inquietan y se irritan porque ven obstaculizados sus planes.
Si se sorprende pensando: "Claro, los niños no tienen que
ganarse la vida, pueden disfrutar con una nevada porque no
pierden un día de trabajo", eso significa que ignora usted
el hecho evidente de que, por mucho que se irrite, la
tormenta de nieve no va a invertir su curso y a devolver
otra vez la nieve al cielo porque usted lo desee. Su cólera
no va a resolver el problema de perder el día de trabajo; lo
único que hará será estropearle el día. Al niño que lleva
usted dentro le gustaría salir sencillamente de usted y
disfrutar de la nieve, pero el adulto puede insistir en
pensar neuróticamente al respecto y mantenerle dentro de
casa maldiciendo a los cielos.
No hay duda de que, en lo que respecta a su mundo personal
inmediato, puede usted hacer todo lo posible por cambiar las
cosas que no le gustan: puede usted ayudar a combatir el
racismo en su pueblo, en su ciudad, en su estado, en su
país; puede esforzarse más por detener la carrera mundial de
armamentos, por alimentar a los hambrientos, por cuidar a
los huérfanos o a los enfermos, por salvar ese viejo y bello
edificio de la esquina, o cualquier otra cosa que le
interese. El truco reside en hacerlo sin enfurecerse con el
mundo porque el hacerlo le plantee problemas; piense,
además, que esa cólera no hará más que alterarle y hacerle
desgraciado.
Hay un viejo refrán que dice: "Señor, dame fuerza para
cambiar lo que puede cambiarse, paciencia para aceptar lo
que no puede cambiarse y sabiduría para distinguir entre una
cosa y otra".
Ese niño que lleva usted dentro sabe aceptar lo que no se
puede cambiar, sin considerar que el mundo sea
funda¬mentalmente malo por ello; sabe no dejarse inmovilizar
intentando hacer lo que nadie puede hacer y hundirse luego
en la inercia o en el pánico porque no se puede hacer. En
suma, sabe por instinto y de modo inmediato "establecer la
diferencia", y esa sabiduría no es, por tanto,. algo nuevo
que haya de aprender sino una sabiduría olvidada que sólo
tiene que recordar recurriendo a ese niño perdido que hay
dentro de usted.
Considere las actitudes de los niños hacia las personas que
han hecho cosas que les han herido o les han ofendido.
Los niños están dispuestos a aceptar eso, la gente es así,
la gente se hace daño entre sí de vez en cuando, es algo
parecido al tiempo, que a veces nos empapa con una lluvia
gélida cuando volvemos a casa del colegio. Por tanto, están
dispuestos a olvidar y perdonar en unas horas, mientras que
los adultos depresivos pueden pasarse toda la vida cavilando
sobre sus agravios. Ese niño que hay dentro de usted sabe
sin pensarlo que aferrarse a esos agravios es doloroso y
negativo, y por eso olvida y perdona automáti¬camente...
salvo que gane la partida ese adulto rencoroso que hay en
usted, en cuyo caso, seguirá odiando eterna¬mente, por muy
penoso que sea para usted.
Esa aceptación del niño que hay en usted puede ayudar¬le en
todas sus experiencias humanas. Él tomará las cosas tal como
son, las tratará según lo que parezca más razonable en el
momento. Cuando era niño, se limitaba, en principio, a
aceptar todas las cosas y a todas las personas como lo que
eran, sin reprochar a las nubes la nevada, a su madre el
impedirle caerse al río, a la inflación no dejarle comprar
este año un televisor nuevo. Ser capaz de volver a ese
estado de aceptación maravillosamente ingenuo le ayudaría
sin duda a eliminar muchas causas de desdicha de su vida. Si
quisiera recuperar parte de esa capacidad infantil para
aceptar el mundo tal como es, y enfocar sólo en esa base lo
que podría ser capaz de ayudar a cambiar para mejor
(aceptando sobre la marcha los fracasos inevi¬tables), quizá
le conviniese lo siguiente:
Haga una lista de cosas que suelan irritarle, o por las que
se ha sorprendido quejándose últimamente. Empiece por unas
pocas, las que en principio le vengan a la cabeza. Quizá se
haya estropeado el horno ayer, o esté muñéndose un árbol del
jardín y tenga que cortarlo, o han vuelto a subir los
precios de la gasolina, o su hijo de tres años acaba de
tirar los fideos de la sopa en el comedor y siempre está
haciendo cosas parecidas; o quizá le guste muchísimo esquiar
y no haya habido casi nieve este año, y está usted furioso
por ello. Sea lo que sea, anótelo y ponga la lista a un
lado. Luego, procure añadir una o dos cosas que le molesten
mucho en los próximos días. Esté atento, y siempre que se
sorprenda
protestando, convierta el tema en candidato a la inclusión
en la lista. Puede que quiera colocar la lista junto a la
televisión y reseñar sus propias reacciones a las noticias
de la noche. Quizá desee usted preguntar a otros de qué le
oyen quejarse con más frecuencia.
Hágalo como lo haga, en cuanto tenga veinte o treinta temas,
repase la lista e indique en cada caso si podría hacer algo
por cambiar la situación actual si lo desease (no puede
usted evitar ya que se haya estropeado el horno, o que el
árbol esté muriéndose o que estén subiendo los precios de la
gasolina; podría usted ocupar a su hijo de tres años en
cosas menos destructivas; usted no puede hacer que nieve);
y, por otra parte, piense si puede usted hacer algo por
cambiar la situación ahora (tiene usted que conseguir
arreglar el horno y tiene que cortar ese árbol, quizá pueda
plantar otro; respecto al precio de la gasolina, nadie puede
hacer más que apoyar soluciones a largo plazo a la crisis
energéti¬ca, pero puede decidir ahorrar gasolina, utilizar
el coche con más eficacia y/o comprar otro que gaste menos
combustible, caminar o utilizar transportes públicos
siem¬pre que pueda, etc. Puede hacer todo lo posible con su
hijo de tres años hasta que crezca y se haga mayor; y, en
cuanto a la nieve, olvídelo... busque otro medio de
diversión este invierno).
Ahora examine la lista. ¿Cuántos temas hay que ha de
desechar con lo de "olvídalo"? ¡Olvídelos por muchos que
sean! La próxima vez que se sorprenda inquietándose por
estas cosas u otras similares, pare y elimine sus
preocupa¬ciones riéndose de ellas: así son las cosas en este
mundo.
En cuanto a las cosas que usted podría cambiar de algún
modo, elija aquellas que le preocupen lo bastante para
dedicarles cierto tiempo y para pensar en ellas un poco, y
obre en consecuencia cuando tengan oportunidad y ánimo, si
los tiene. En cuanto a las demás, añádalas a la columna del
"olvido", al menos por ahora.
En cuanto a aquellas sobre las que puede y quiere usted
hacer algo, bien por el procedimiento de alterar la
situa¬ción original o bien por el de modificar la situación
actual (arreglándola), procure hacerlo por todos los medios;
pero no se le ocurra enfadarse porque se estropee el horno o
porque se muera el árbol, etc. ¡Las cosas son como son y así
es el mundo!
En realidad, si examina usted su lista y se pregunta por qué
motivos debería sentirse usted deprimido o inmoviliza¬do,
descubrirá que la respuesta es: ¡Ninguno! No quiere decir
esto que no deba usted sentirse nunca, de modo espontáneo,
furioso o frustrado por ciertas cosas. Si no fuera así,
sería usted un robot. Pero la cuestión es la siguiente:
¿Cuánto tiempo va a estar en ese estado, y con qué
frecuencia se sitúa usted innecesariamente en él sólo porque
no puede aceptar el mundo tal como es?
Olvide el estatus social y las pautas externas del éxito
cuando esté usted juzgando su mundo y cuánto desea aceptar
de él y cuánto desea cambiar de él. Permítase disfrutar más
cosas por lo que son en vez de preocuparse por si se adaptan
o no a normas culturales impuestas. Procure suspender todos
los juicios negativos acerca de sí mismo, por lo menos
durante un breve período, todos los días, apoyándose en su
aceptación del mundo como es (¡con usted en él!) para
eliminar todas esas ideas de lo que los otros dicen que ha
de ser. Si repasa cuidadosamente todo rechazo de sí mismo y
de su propio mundo personal, descubrirá que casi todo
procede de fuentes culturales externas. (Pregúntese cuántos
de esos sentimientos de culpa y de desajuste tenía a los dos
años de edad.) Lo que usted desea cambiar en sí mismo por su
propia gratificación interna resultará ser todo lo que
quiere encauzar de nuevo por la vía infantil en la que
necesita estar.
En lo que respecta a los juicios sobre otras personas,
enfóquelos exactamente como los niños. Los niños no conocen
los prejuicios porque aceptan plenamente a cualquiera hasta
que (o a menos que) las personas se muestran
persistentemente desagradables con ellos. No mantienen
expectativas de tipo negativo respecto a nadie y, mientras
no son lo bastante mayores para que les influyan
estereotipos o prejuicios y murmuraciones de gente "más
madura", se limitan a aceptar todo el mundo tal como es, sin
preocu¬parles si se trata de un blanco o un negro, de un
individuo
culto o inculto, de un demócrata o de un republicano, de un
rico o un pobre, de alguien poderoso o de un ser desvalido,
etc. Lo que les preocupa es sólo lo divertida, lo
interesante y simpática y comprensiva que pueda ser la
persona en el momento. No se inquietan pensando que los
negros deberían ser blancos o que las mujeres no deberían
"actuar como hombres", ni ninguna otra de esas ridículas
obsesiones "adultas". Confíe en sus impulsos infantiles, sea
quien sea el que se cruce en su camino, y verá cómo pasa a
ser una persona mucho más satisfecha y feliz.
No sea
desconfiado
La próxima vez que tenga oportunidad de hacerlo, observe
detenidamente a niños que establezcan contacto por primera
vez. Quizás inicien su relación con cierta timidez, hasta
que se compenetren un poco, pero si esa compenetración se
produce (y es lo que suele suceder con casi todos los niños
pequeños), en cinco minutos estarán relacionándose como sólo
lo hacen los adultos tras una amistad de toda la vida.
Confían uno en otro completa¬mente en principio, y si uno de
ellos resulta ser un poco agresivo, el otro suele limitarse,
incluso, a aceptar que ese chico es así simplemente, y
aprende en seguida a "olvidar¬lo" o a oponerse a ello hasta
que el niño agresivo se da cuenta, o a enfocarlo de
cualquier otro modo que permita que todos se diviertan en la
medida de lo posible ahora. En fin, los niños casi siempre
establecen en una hora relaciones de intimidad que a la
mayoría de los adultos les costarían meses.
Compare ahora esto con su actitud respecto a los
desconocidos con los que establece un primer contacto.
¿Cuánto se prolonga el período de "timidez inicial"? A los
niños suelen bastarles unas miradas y unas palabras para
salir corriendo y convertir un rincón del dormitorio en una
nave espacial y tres minutos para empezar a activar el
zapofricador. Pero cuando usted establece un primer contacto
con otra persona, puede que tema "ser demasiado expansivo" o
iniciar "una relación" siendo así que ya tiene
usted demasiadas relaciones de que preocuparse, demasia¬dos
compromisos en marcha. O quizá recele por una u otra razón
de las intenciones del otro individuo. Puede usted mostrarse
por ello "frío" (una palabra que tiene muchos significados),
o distante, prefiriendo matar el tiempo con la típica charla
intrascendente del adulto en lugar de procu¬rar tratar de
inmediato a esa nueva persona como trataría a su mejor amigo
y disfrutar lo mismo con ella.
Si su actitud con la gente a la que le presentan o ante los
desconocidos con los que establece una relación, sea del
género que sea (puede incluso tratarse del empleado de la
gasolinera que le llena el depósito e intercambia con usted
unas frases), es generalmente "fría" significa muy
proba¬blemente que padece usted de una cierta paranoia
autori¬taria que ha deformado sus instintos infantiles, que
le impulsan a confiar espontáneamente en los demás, y le ha
hecho desconfiar de la gente por principio. Si sospecha
usted de todas las personas por principio, no hay duda de
que recela usted de si mismo en primer término (puesto que
está incluido, en realidad, en "la gente") y, en
consecuencia, la mayor parte de esa desconfianza hacia los
demás, proba¬blemente nazca de desconfianza en uno mismo,
que es una dolorosa fuente de conflictos internos.
Pero si se deja usted guiar por el niño que lleva dentro y
confía en que sus instintos animales le dirán (a la luz de
toda su experiencia de la vida) cuándo su candidez puede
originarle "problemas reales" (lo más probable es que
nunca), puede liberarse usted de ese doloroso punto de
conflicto y aprender a establecer relaciones agradables y
satisfactorias con casi todas las personas que conozca.
Hablo en primer término de conocer a personas nuevas, al
referirme a lo de ser menos desconfiado, porque comparar sus
reacciones al conocer a nuevos individuos con las de los
niños (o la del niño que hay en usted) es uno de los medios
más rápidos y seguros con que cuenta para determinar qué
cantidad de su ingenio infantil o confianza innata, conserva
usted y cuánta ha "barrido" la paranoia autoritaria. Por
otra parte, su actitud hacia las viejas amistades o los
antiguos conocidos, sus relaciones familiares o
profesionales son importantes igualmente y, en realidad, su
descon¬fianza indicaría en este caso, aún con mayor firmeza,
que debería preguntarse si desconfia usted básicamente de si
mismo o si no habrá marginado, menospreciado y reprimi¬do en
gran medida al niño que lleva usted dentro.
Puede que piense de pronto: "Claro, me encantaría ser de
nuevo tan confiado como un niño. No me gusta descon¬fiar de
los demás. Pero esa actitud de la que él habla es lo que
lleva a la gente infantil a perder los ahorros de su vida a
manos de un estafador, a pagar reparaciones de sus coches
que no hacían falta o que no se han hecho siquiera, y a
otras mil cosas parecidas.
Si piensa usted así, le diré que no tiene razón. Cualquier
policía veterano le dirá que confiar ciegamente en
desco¬nocidos (cosa que, no es en realidad lo que propongo
yo, pues no debe hacer usted nunca nada a ciegas) no basta
para que los estafadores nos saquen el dinero, porque las
estafas se basan fundamentalmente en la codicia de la
víctima, que se engaña a sí misma pensando que puede de
veras duplicar su dinero en un abrir y cerrar de ojos,
lograr algo sin dar nada. Si no adopta usted esa actitud de
antemano, nadie le sacará sus ahorros con ningún plan
fantástico. En realidad, el tipo de confianza infantil de
que hablo le defenderá a usted mejor de los estafadores, por
la simple razón de que si desconfiase usted automáticamente
de la mayoría de la gente, si considera usted a todo el
mundo prácticamente un ladrón, habrá eliminado su capacidad
instintiva de olfatear a un verdadero ladrón cuando
aparezca. Aunque sus instintos intenten advertirle, puede
usted menospreciarlo en su codicia diciendo: No hay ninguna
razón para pensar que este tipo sea más ladrón que ningún
otro, y entregarle los ahorros de su vida. Y lo mismo puede
decirse del taller de reparaciones o del vendedor a
domicilio.
La capacidad de confiar en uno mismo y de confiar en los
demás, es, en realidad, una cuestión de desarrollo de una
actitud. Si cree usted que el mundo es un lugar asqueroso y
que la mayoría de la gente va a cazarle y engañarle, no sólo
será más probable que los verdaderos
estafadores le engañen, ya se habrá engañado usted a sí
mismo separándose innecesariamente de toda la gente honrada
y sincera que le rodea. Si deja usted que su confianza
infantil predomine, y mantiene una actitud positiva respecto
a su capacidad para resolver práctica¬mente cualquier
problema que se plantee, su misma actitud afirmativa le
permitirá en general superar cual¬quier situación. Para dar
vía libre a esta actitud confiada y practicar activamente la
confianza, puede usted ensayar estas estrategias:
La próxima vez que conozca a una persona, fíjese en sus
reacciones. ¿Se muestra usted frío, distante, procura hablar
de cosas intrascendentes para que no se establezca una
intimidad? ¿Se siente usted un poco incómodo, sin saber bien
si desea "intimar" con esa persona, desconfia de ella
incluso pensando que no sabe "detrás de qué andará"?
En tal caso, baje la guardia y confie en que ya la subirá de
nuevo si es necesario realmente.
Pregúntese: "¿Qué puedo perder?" Si teme "intimar", recuerde
que su relación no tiene por qué prolongarse más allá de esa
reunión si usted no lo desea. Déjese guiar por los niños,
que pueden divertirse muchísimo juntos aunque sepan que no
volverán a verse nunca, pero que no temen ganar algo por
miedo a perderlo. Esté dispuesto a admitir que ese nuevo
individuo es simpático y divertido, o busque algún otro
medio de hacerle sentirse cómodo. En cuanto él descubra que
usted confia en él de modo inmediato y que le respeta, que
no le juzga, verá cómo también él baja la guardia. ¡Recuerde
que antes de que pasen tres minutos deben lanzarse ya a
activar el zapofricador!
Haga lo posible por conocer a una persona nueva por lo menos
esta semana, una persona que sea muy distinta de usted. Si
fuese usted profesor, contacte con un camionero, o párese a
charlar con el tipo que vende periódicos en la esquina...
cualquiera que le parezca simpático. Confie en que los dos
sabrán abordar bien la situación. Si recela de usted al
principio, si percibe usted que él está pensando "¿Qué
querrá de mí este tipo?", tendrá usted ante sí un ejemplo
perfecto de esa desconfianza innecesaria de que he hablado,
porque usted sabe que no tiene ningún motivo ocultó, que no
está intentando aprovecharse de esa persona en ningún
sentido. Pero, al -mismo tiempo, habrá un niño en esa otra
persona que percibirá su franqueza sincera (siempre que
usted se sienta a gusto consigo mismo). El truco, pues, no
está en dejar que el niño que lleva usted dentro se
convierta en un profesor y el que hay en el otro se
convierta en un camionero, porque eso impide que los niños
sientan confianza mutua.
La próxima vez que sospeche usted que le han engaña¬do, o
que se está metiendo en una situación en la que teme que
podrían engañarle, piense sólo en el mejor medio práctico de
descubrir si realmente le han engañado o si están a punto de
hacerlo y qué puede hacer usted para impedirlo.
Son millones las personas que llevan todos los años sus
coches al taller. Sobre todo, personas que no entienden
mucho de mecánica, que en general dejan el coche en el
taller, piden un presupuesto del coste de la reparación,
pagan luego factura (aunque a veces sube más del cincuen¬ta
por ciento de lo que le calcularon en principió, porque el
coche tenía otros problemas adicionales), y se van con
alguna explicación técnica que no entienden resonándole en
los oídos y mascullando: "Estoy seguro de que me han
engañado".
En tales casos, los estudios realizados demuestran que la
gente que cree que la han engañado en el taller mecánico,
suele estar en lo cierto la mitad de las veces. Pero eso no
significa que tenga que abordar su próxima relación con la
gente del taller mecánico con un actitud de recelo y
desconfianza.
En realidad, hay un cincuenta por ciento, de posibilida¬des,
por lo menos, de que la gente del taller al que va usted sea
tan honrada como usted mismo (por muy honrado que usted
pueda ser). Empiece, pues, otorgándoles el beneficio de la
duda, que también se concede a sí mismo. Si le angustia la
idea de que puedan engañarle, pruebe a ser franco respecto a
sus temores. Podría decirle, por ejemplo: "Tengo verdadero
pánico a los talleres, no me gusta llevar el coche a
cualquier sitio cuando he de arreglarlo. Se oye
cada cosa. Supongo que usted es honrado, lo mismo que supone
usted que lo soy yo, porque confia en que voy a pagarle el
trabajo que haga. Quizás pudiera usted ayudar¬me a acabar
con este miedo a los talleres concediéndome unos minutos y
explicándome, en este casó, por ejemplo, cómo puedo saber
que no me engañan. Si este coche fuese suyo, por ejemplo, y
tuviese el mismo problema en un pueblo en el que no conoce a
nadie y entrase usted en el primer taller que viera, ¿cómo
sabría que el precio era justo, o si le cargaban un trabajo
que no habían hecho, o cualquier otra cosa parecida?"
Si su mecánico no se propuso en ningún momento engañarle,
manifestará sin duda su furia contra esos otros mecánicos
que engañan a la gente y dan mala fama a todos los
profesionales, él incluido. En tal caso, quizá le
entusias¬me tanto ese deseo sincero que manifiesta usted de
acabar con los sinvergüenzas que hay en el ramo, que llegue
a dedicarle mucho más de lo que le pide usted: un curso
rápido de media hora sobre trabajos de válvulas, o
repara¬ciones del radiador o cualquier otro problema
específico que tenga, con referencias detalladas a los
planos del manual, a las listas de precios de las piezas,
por qué lleva tres horas hacerlo, la conveniencia de estar
pendiente del tipo que lo hace mientras lo hace, y, cuando
se paga la factura, un montón de piezas defectuosas sacadas
de su vehículo y que son suyas y que puede llevarse, junto
con una descripción del defecto de cada una, y la sugerencia
de que si tuviera usted alguna duda sobre la necesidad de su
sustitución, podría mostrárselas a cualquiera que realmen¬te
entendiese de automóviles y pedirle su opinión.
Pueda o no permitirse su mecánico dedicarle tanto tiempo,
procurará si es honrado, ayudarle a distinguir a los
mecánicos honrados de los estafadores... lo mismo que podría
usted hacer (si es usted honrado) en su propio campo
profesional. Él reaccionará a su pregunta infantil con el
orgullo infantil de su propia honradez y agradecerá la
posibilidad de introducirle en su mundo de válvulas, bielas
y radiadores. Al cabo de media hora, pueden estar hablando
como si fueran amigos de toda la vida.
Pero si el mecánico elude lo que le plantea usted, si no le
da importancia e intenta quitárselo de encima, percibirá
usted de inmediato que no le gustan los clientes que hacen
demasiadas preguntas, o que no confian a ciegas en "los
especialistas", y sabrá entonces que es hora de cambiar de
taller.
Lo importante aquí es que, si recupera usted su capaci¬dad
infantil de confiar en los demás en principio y de ser
sincero con ellos respecto a sus preocupaciones, siempre
puede dar con un medio de saber si pretenden engañarle o no,
en caso de que sus instintos le digan que quizás estén
intentándolo. Lo peor que puede hacer es entrar en la
estación de servicio o en cualquier otro lugar pensando
"estoy seguro de que me van a engañar" y salir pensando
"estoy seguro de que me han engañado". Si lo hace así, eligr
conservar su recelo paranoico e infundado, en vez de
descubrir por sí mismo si está justificada realmente la
desconfianza en este caso. Cuanto más "seguro" esté usted de
saber que otros quieren engañarle, más les verá como
culpables hasta que demuestren ser inocentes. El niño que
lleva usted dentro tiene una idea mucho mejor de la
justicia: "Todo el mundo es inocente mientras no se
demuestre que es culpable": ésta es la única forma posible
de actuar para un individuo Sin Límites.
Los "siete senderos para llegar al manantial" de que hemos
hablado creo que se encuentran entre los medios más
evidentes y fácilmente asequibles para iniciar la empresa de
reunirse con ese niño perdido que hay en su interior... pero
quiero subrayar que hay innumerables medios de recuperar esa
juventud gozosa.
El niño que lleva usted dentro sabe con toda precisión cuál
es el medio más eficaz y satisfactorio y gozoso de tratar
con todas las cosas y todas las personas con que uno
tropieza en este planeta, porque a ese niño no le encadenan
imposiciones culturales ni conductas aprendidas ni
valora¬ciones paranoicas respecto a la actitud más adecuada
en cada momento. Es muy posible que el mensaje esencial de
todo este capítulo sea que si se permite usted recuperar esa
esencia infantil de su personalidad podrá mantenerse
"eternamente joven en el corazón".
Esas preciosas cualidades infantiles que pueden ayudarle a
usted a disfrutar de su vida todos los días y cada uno no
están más lejos de usted de lo que lo están los dedos de sus
propias manos. Esas cualidades de que hablo constituyen una.
parte inalienable de usted mismo. Si intentara repri¬mirlas,
si insistiese en menospreciar al niño que lleva en su
interior, no haría sino ponerle más grilletes de los que
podría ponerle nunca un traficante de esclavos. Pero si ama
realmente usted a su yo niño, y le interesa realmente ser de
nuevo un niño en el sentido al que me refiero, estará en paz
consigo mismo.
Cuando se tiene
paz interior, se puede hacer práctica¬mente cualquier cosa.
Concédase más paz interior infantil de ese tipo hoy,
permitiéndose ser de nuevo aquel buen niño alegre y retozón
de antaño, y no echará más de menos a aquel niño perdido. O,
como dijo Schiller: "Mantente fiel al sueño de tu juventud".