Durante mucho tiempo aún se resentía de la herida. Siddharta
tuvo que pasar por el río muchos
viajeros que iban acompañados de un hijo o una hija. Le era
imposible fijarse en ellos sin sentir envidia, sin pensar:
«Tantas personas, tantos miles de personas poseen la más
dulce felicidad. ¿Y por qué yo no? Incluso son personas
malas, bandidos y ladrones, y tienen hijos y los aman, y son
amados por ellos. Unicamente yo no lo tengo.»
Pensaba con tanta simpleza, que Siddharta ahora se parecía a
esos seres humanos que nunca pierden el fondo infantil.
Ahora observaba a
las personas desde otro ángulo distinto; quizá menos
inteligente y menos orgulloso, pero más cálido, mas carinoso,
con más interés. Cuando cruzaban viajeros corrientes, gentes
infantiles, comerciantes, guerreros, mujeres..., ya no se
mostraba tan asombrado de esas personas como antes. Los
comprendía y se interesaba por su vida, que no se guiaba por
raciocinios y conocimientos, sino únicamente por instintos y
deseos.
Ahora
sentía igual que ellos.
Aunque Siddharta se encontraba cerca de la perfección,
llevaba consigo la última herida; ahora le parecía que esos
humanos pueriles eran sus hermanos; sus vanidades, deseos y
absurdos perdían ante él lo ridículo, se volvían
comprensibles, simpáticos e incluso venerables. El amor
ciego de una madre hacia su hijo, el orgullo estúpido de un
padre presumido por su único vástago, el afán ofuscado de
una mujer joven y frívola por las joyas, por la mirada de
admiración de los hombres..., todos esos instintos y
pasiones simples y necias, pero de enorme fuerza, se
imponían ahora ante Siddharta con un poder avasallador; ya
no eran chiquilladas.
Se daba cuenta de
que por todo ello la gente vivía, deseaba lograr una
infinidad de metas, efectuaba viajes, combatía en guerras,
sufría infinitamente, soportaba hasta lo indecible. Por
ello, Siddharta los amaba; veía en ellos la vida, la
existencia, lo indestructibIe; el Brahma se hallaba en cada
una de sus pasiones, de sus obras. Esos seres le eran
simpáticos y admirables por su ciega fidelidad, por su
ofuscada fuerza y resistencia.
No les faltaba nada; y sin embargo, el sabio y el filósofo
sólo les aventajaba en un detalle diminuto: la conciencia,
la idea consciente de la unidad de toda la vida.
Y Siddharta llegaba a veces a dudar de si esa idea o
conocimiento tenía valor, o si quizá se trataba también de
otra necedad de los humanos pensadores. En todo lo demás,
los seres mundanos eran iguales a los sabios, incluso a
menudo los superaban, como también los animales, al obrar
con fortaleza y sin dejarse inmutar.
Poco a poco maduraba en Siddharta la plena conciencia de
saber lo que realmente era sabiduría,
la meta de su larga búsqueda. Sin embargo, no se trataba más
que de una disposición de alma, de una capacidad, de un arte
secreto de poder pensar la teoría de la unidad en cualquier
momento, en medio de la vida, de poder sentir y respirar esa
unidad.
Paulatinamente se abría esa flor en su interior, se
reflejaba en el arrugado rostro aniñado de
Vasudeva: armonía, conocimiento de la eterna perfección del
mundo, sonrisa, unidad.
No obstante, la herida le dolía aún; Siddharta pensaba en su
hijo con ansiedad y amargura, mantenía su amor y afecto
dentro de su corazón, permitía que el dolor le consumiera,
cometía todas
las necedades del amor. La llama no se podía apagar por sí
sola.
Y un día, cuando la herida le desgarraba, Siddharta cruzó la
otra orilla del río con ansiedad, se bajó de la barca y se
encontró dispuesto a dirigirse a la ciudad, en busca de su
hijo. El río se deslizaba suavemente, en silencio, ya que
era el tiempo de la sequía. Sin embargo, su voz sonaba
de manera extraña: ¡Reía!
Sencillamente, el río se reía. Evidentemente se reía del
viejo barquero. Siddharta se detuvo, se
inclinó hacia el agua para poderla escuchar mejor, y vio
reflejado su rostro; aquella cara le recordaba cosas
pasadas, y se dio cuenta de lo siguiente: aquel rostro se
parecía mucho a otro que
él había conocido, amado e incluso temido. Se parecía al de
su padre, el brahmán. Y recordó que
hacía mucho tiempo, de joven, había obligado a su padre a
que le dejara marcharse con los ascetas;
y luego fue su despedida, su marcha y su aplazado regreso.
¿No había sufrido su padre la misma pena que hoy sufría
Siddharta por su hijo? ¿No había muerto su padre hacía
tiempo, solo, sin haber
visto a su hijo una vez más? ¿Por qué no tenía que esperar
Siddharta la misma suerte? ¿No se trataba de una farsa, de
una circunstancia rara y estúpida, esa repetición, ese
recorrer el mismo círculo fatal?
El río se reía. Sí, así era; todo lo que no se había
terminado de sufrir y solucionar, regresaba de nuevo.
Siempre se volvían a sufrir las mismas penas. Y Siddharta
regresó a la barca, volvió a la choza y siguió pensando en
su padre, en su hijo, en el río que se burlaba, en su
enemistad consigo mismo. Iba a desesperarse, incluso a
echarse a reír, con el propio río, de sí mismo y de todo el
mundo.
Sí, todavía no florecía la herida; el corazón aún se
defendía contra el destino. Todavía no brillaba
la serenidad y la victoria del sufrimiento. Pero Siddharta
sentía la esperanza, y al regresar a la choza
un deseo irresistible le obligó a abrir su alma ante
Vasudeva, a mostrarle todo, a contarle todo al maestro de
audiencia.
Vasudeva se encontraba en la cabaña trenzando un cesto. Ya
no conducía la barca, pues sus ojos empezaban a volverse
débiles; y no tan sólo le fallaba la vista, sino también los
brazos y las manos.
Lo único que no cambiaba era su floreciente alegría y la
serena benevolencia del rostro.
Siddharta se sentó junto al anciano y empezó a hablar
lentamente. Ahora contaba lo que nunca había dicho: sobre su
camino hacia la ciudad, de la herida dolorosa, de su envidia
al ver a otros padres felices, de su conocimiento, de la
necedad ante tales deseos, de su inútil lucha contra todo
aquello. Lo contó todo; podía decirle todo, incluso lo más
delicado; a Vasudeva se le podía explicar todo, mostrárselo,
narrárselo. Le mostró su herida, le contó su última fuga:
cómo hoy se había dirigido al otro lado del río, como un
niño fugitivo, dispuesto a ir a la ciudad. Y de cómo el río
se le había burlado.
Habló durante largo tiempo. Mientras se desahogaba. Vasudeva
escuchaba con su cara sonrosada; Siddharta sentía que esa
atención de Vasudeva era más fuerte que nunca. Notó que sus
dolores y temores se le transmitían, y cómo Vasudeva se los
devolvía.
Mostrar la herida a ese oyente era como bañarla en el río
hasta que se refrescara la herida y el cuerpo que la
padecía. Y Siddharta continuó hablando, reconociendo,
confesando; cada vez se percataba que el que le escuchaba ya
no era Vasudeva, ya no era aquel hombre inmóvil, que se
impregnaba de su confesión como el árbol se empapa con la
lluvia; ese ser inmóvil era el propio río,
el dios mismo, la eternidad. en persona.
Y a la vez que Siddharta dejaba de pensar en sí mismo y en
su herida, empezaba a comprender
el cambio de Vasudeva; cuanto más lo sentía y penetraba,
menos sorprendente le parecía; percatá- base entonces de que
todo era natural. Vasudeva ya hacía tiempo que estaba así,
casi desde
siempre, únicamente que Siddharta no se había dado cuenta.
También a Siddharta le faltaba muy poco para llegar a ser
igual que Vasudeva. Sentía que ahora le miraba como el
pueblo observa a los dioses, y que esa situación no podía
durar; su corazón comenzó a despedirse de Vasudeva, mientras
su boca continuaba hablando sin detenerse.
Cuando terminó, Vasudeva dirigió a él su mirada amable, ya
algo débil; no pronunció una palabra, su rostro silencioso
expresaba amor y serenidad, comprensión y sabiduría. Tomó la
mano
de Siddharta, la condujo al banco junto a la orilla del río,
y se sentó con él. Vasudeva sonrió a la
corriente.
-Le has oído reír -comentó-. Pero no lo has oído todo.
Escuchemos y verás cómo dice más cosas.
Y prestaron atención. El canto polífono del agua se oía
suavemente. Siddharta tenía la mirada fija
en el río y en la corriente se le aparecieron imágenes: su
padre solitario, llorando por el hijo; Siddharta mismo,
también solitario y atado a su hijo con los lejanos brazos
del anhelo; también su hijo, el joven Siddharta, ansioso,
corriendo por la ardiente senda de los jóvenes deseos. Cada
uno se hallaba dirigido hacia su meta, obsesionado con su
fin, sufriendo por su objetivo. El río lo narraba todo con
voz de sufrimiento, con cantos ansiosos, tonalidades
tristes, corrientes curiosas.
«¿Lo oyes?», preguntó la mirada silenciosa de Vasudeva.
Siddharta negó con la cabeza.
-¡Escucha mejor! -susurró Vasudeva.
Siddharta se esforzó por atender mejor. La imagen de su
padre, la suya y la de su hijo se juntaban; también se le
apareció la figura de Kamala, pero se deshizo; igualmente
vio la imagen de Govinda y de otros, y todas se
entremezclaban y terminaban por desaparecer en el agua;
todas corrían como el río, hacia su meta, ansiosos,
sufriendo. Y la voz del río resonaba llena de ansiedad,
de dolor, de un deseo insaciable.
El río corría hacia su meta. Siddharta observaba a ese río
forjado por él, por los suyos, por todas
las personas a las que jamás había visto. Todas las
corrientes de agua se deslizaban con prisa, sufriendo, hacia
sus fines, y en cada meta se encontraban con otra, y
llegaban a todos los objetivos,
y siempre seguía otro más; y el agua se convertía en vapor,
subía al cielo, se transformaba en lluvia, se precipitaba
desde el cielo, se convertía en fuente, en torrente, en río,
y de nuevo se deslizaba corriendo hacia su próximo fin.
Pero aquella voz ansiosa había cambiado. Aún sonaba con
resabios de sufrimiento y ansiedad, pero a ella se le unían
otras voces de alegría y sufrimiento, sonidos buenos y
malos, que reían y lloraban. Cien voces, mil voces.
Siddharta escuchaba. Ahora tan sólo permanecía atento,
totalmente entregado a esa sensación; completamente vacío,
sólo dedicado a asimilar, se daba cuenta de que acababa de
aprender a escuchar. Ya, en muchas ocasiones, había oído las
voces, el río, pero hoy sonaban diferentes. Ya no podía
diferenciar las alegres de las tristes, las del niño y las
del hombre: todas eran una, el lamento,
el anhelo y la risa del sabio, el grito de ira y el suspiro
del moribundo. Todo era uno, todo permanecía estrechamente
enlazado, y mil veces entremezclado.
Y todo aquello unido era el río, todas las voces, los fines,
los anhelos, los sufrimientos, los placeres; el río era la
música de la vida. Y cuando Siddharta escuchaba con atención
al río, podía oír esa canción de mil voces; y sino escuchaba
el dolor ni la risa, si no ataba su alma a una de aquellas
voces y no penetraba su yo en ella ni oía todas las
tonalidades, entonces percibía únicamente el total, la
unidad. En aquel momento, la canción de mil voces, consistía
en una sola palabra: el Om, la perfección.
«¿Lo oyes?», le preguntó nuevamente la mirada de Vasudeva.
Su sonrisa era clara; todas las arrugas de su vetusto rostro
brillaban, como cuando el Om flota sobre todas las voces del
río. Su sonrisa era diáfana cuando se dirigía al amigo; y
ahora también el rostro de Siddharta brillaba con la misma
clase de sonrisa. Su herida florecía, su sufrimiento se
iluminaba, su yo había entrado en la unidad.
En aquel momento, Siddharta dejó de luchar contra el
destino, terminó el sufrir. En su cara se dibujaba la
serenidad que da la sabiduría, a la que ya no se opone
ninguna voluntad, la que conoce toda la perfección, la que
está de acuerdo con el río de los sucesos, con la corriente
de la vida, lleno
de igualdad de sentimientos, entregado a la corriente,
perteneciente a la unidad.
Cuando Vasudeva se levantó de su asiento junto a la orilla,
miró a los ojos de Siddharta y observó en ellos el brillo y
la serenidad de la sabiduría; suavemente le tocó el hombro
con la mano, con cariño y cuidado, y declaró:
-He estado esperando este momento, amigo. Ahora que ha
llegado, por fin, dejad que me marche. Durante mucho tiempo
he aguardado; ya he sido bastante tiempo el barquero
Vasudeva.
¡Adiós, río!
¡Adiós, choza! ¡Adiós, Siddharta!
Siddharta se inclinó profundamente ante Vasudeva.
-Lo sabía -manifestó en voz baja-. ¿Te irás a los bosques?
-Me voy a los bosques, hacia la unidad -contestó Vasudeva, y
su rostro resplandecía.
Se alejó con rostro refulgante; Siddharta le siguió con la
mirada llena de profunda alegría, de honda serenidad;
contempló su caminar lleno de paz, observó su cabeza rodeada
de resplandor, vio
su cuerpo rebosante de luz.