El alquimista
es un libro publicado en Brasil en 1988 por el
prestigiado autor
Paulo Coelho.
Traducido a más de 63 lenguas y publicado en 150 países,
Paulo Coelho ha vendido con esta obra más de 65 millones
de copias alrededor del mundo.
Trata de la vida y aventuras de Santiago, un joven de 16
años aproximadamente que desde pequeño siempre había
vivido en España. Al principio, su padre lo convenció de
entrar en un seminario y ser sacerdote, pero su deseo de
viajar lo llevó a ser pastor. El libro se introduce de
la siguiente forma:
"Cuando
una persona desea realmente algo, el Universo entero
conspira para que pueda realizar su sueño. Basta con
aprender a escuchar los dictados del corazón y a
descifrar un lenguaje que esta más allá de las palabras,
el que muestra aquello que los ojos no pueden ver."
El libro en general trata de los sueños y los medios que
utilizamos para alcanzarlos, de los azares de la vida y
las señales que se presentan a lo largo de la misma
(saber comprender, observar dichas señales, etc.)
PREFACIO
Es importante advertir que El Alquimista es un
libro simbólico, a diferencia de El Peregrino de
Compostela (Diario de un mago), que fue un
trabajo descriptivo.
Durante once años de mi vida estudié
Alquimia. La simple idea de transformar metales
en oro o de descubrir el Elixir de la Larga Vida
ya era suficientemente fascinante como para
atraer a cualquiera que se iniciara en Magia.
Confieso que el Elixir de la Larga Vida me
seducía más, pues antes de entender y sentir la
presencia de Dios, el pensamiento de que todo se
acabaría un día me desesperaba. De manera que,
al enterarme de la posibilidad de conseguir un
líquido capaz de prolongar muchos años mi
existencia, resolví dedicarme en cuerpo y alma a
su fabricación.
Era una época de grandes cambios sociales
(el comienzo de los años setenta) y en Brasil no
se encontraban aún publicaciones serias sobre
Alquimia. Al igual que uno de los personajes del
libro, comencé a gastar el poco dinero que tenía
en la compra de libros importados y dedicaba
muchas horas diarias al estudio de su complicada
simbología.
Intenté ponerme en contacto con dos o tres
personas en Río de Janeiro que se dedicaban
seriamente a la Gran Obra, y rehusaron
recibirme. Conocí también a muchas otras que se
decían alquimistas, poseían sus laboratorios y
prometían enseñarme los secretos del Arte a
cambio de verdaderas fortunas; hoy me doy cuenta
de que en realidad no sabían nada de lo que
pretendían enseñarme.
A pesar de toda mi dedicación, los
resultados eran absolutamente nulos. No sucedía
nada de lo que los manuales de Alquimia
afirmaban en su complicado lenguaje. Era un
sinfín de símbolos, dragones, leones, soles,
lunas y mercurios, y yo siempre tenía la
impresión de hallarme en el camino equivocado,
porque el lenguaje simbólico permite un
gigantesco margen de error. En 1973, ya
desesperado por la falta de progresos, cometí
una suprema irresponsabilidad.
En aquella época yo estaba contratado por la
Secretaría de Educación del Mato Grosso para dar
clases de teatro en dicho estado, y decidí
utilizar a mis alumnos en laboratorios teatrales
cuyo tema era la Tabla de la Esmeralda. Esta
actitud, unida a algunas incursiones mías en las
áreas pantanosas de la Magia, hizo que al año
siguiente yo pudiera sentir en mi propia carne
la verdad del proverbio: «El que la hace la
paga.» Todo a mi alrededor se derrumbó por
completo.
Pasé los siguientes seis años de mi vida en
una actitud bastante escéptica en relación a
todo lo que tuviese que ver con el área mística.
En este exilio espiritual aprendí muchas cosas
importantes: que sólo aceptamos una verdad
cuando previamente la negamos desde el fondo del
alma; que no debemos huir de nuestro propio
destino, y que la mano de Dios es infinitamente
generosa, a pesar de Su rigor.
En 1981 conocía RAM, mi Maestro, que me
reconduciría al camino que estaba trazado para
mí. Y mientras él me entrenaba en sus
enseñanzas, volví a estudiar Alquimia por cuenta
propia. Cierta noche, mientras conversábamos
después de una extenuante sesión de telepatía,
pregunté por qué el lenguaje de los alquimistas
era tan vago y complicado.
-Existen tres tipos de alquimistas -dijo mi
Maestro-. Aquellos que son imprecisos porque no
saben de lo que están hablando; aquellos que lo
son porque saben de lo que están hablando, pero
también saben que el lenguaje de la Alquimia es
un lenguaje dirigido al corazón y no a la razón.
-¿Y cuál es el tercer tipo? pregunté.
-Aquellos que jamás oyeron hablar de
Alquimia pero que consiguieron, a través de sus
vidas, descubrir la Piedra Filosofal.
Y de este modo, mi Maestro (que pertenecía
al segundo tipo) decidió darme clases de
Alquimia. Descubrí entonces que el lenguaje
simbólico que tanto me irritaba y desorientaba
era la única manera de alcanzar el Alma del
Mundo, o lo que Jung llamó el «inconsciente
colectivo». Descubrí la Leyenda Personal y las
Señales de Dios, verdades que mi raciocinio
intelectual se negaba a aceptar a causa de su
simplicidad. Descubrí que alcanzar la Gran Obra
no es tarea de unos pocos, sino de todos los
seres humanos de la faz de la Tierra. Es
evidente que la Gran Obra no siempre viene bajo
la forma de un huevo o de un frasco con líquido,
pero todos nosotros podemos -sin lugar a dudas-
sumergirnos en el Alma del Mundo.
Por eso El Alquimista es también un texto
simbólico. En el decurso de sus páginas, además
de transmitir todo lo que aprendí al respecto,
procuro rendir homenaje a grandes escritores que
consiguieron alcanzar el Lenguaje Universal:
Hemingway, Blake, Borges (que también utilizó la
historia persa para uno de sus cuentos) y Malba
Tahan, entre otros.
Para completar este extenso prefacio e
ilustrar lo que mi Maestro quería decir con lo
del tercer tipo de alquimistas, vale la pena
recordar una historia que él mismo me
contó en su laboratorio.
Nuestra Señora, con el Niño Jesús en sus
brazos, decidió bajar a la Tierra y visitar un
monasterio. Orgullosos, todos los sacerdotes
formaron una larga fila, y uno a uno se
acercaban a la Virgen para rendirle homenaje.
Uno declamó bellos poemas, otro mostró las
iluminaciones que había realizado para la
Biblia, un tercero recitó los nombres de todos
los santos. Y así sucesivamente, monje tras
monje, fueron venerando a Nuestra Señora y al
Niño Jesús.
En el último lugar de la fila había un
monje, el más humilde del convento, que nunca
había aprendido los sabios textos de la época.
Sus padres eran personas humildes, que
trabajaban en un viejo circo de los alrededores,
y todo lo que le habían enseñado era lanzar
bolas al aire haciendo algunos malabarismos.
Cuando llegó su turno, los otros monjes
quisieron poner fin a los homenajes, pues el antiguo
malabarista no tendría nada importante que decir o hacer y
podía desacreditar la imagen del convento. Pero en el fondo
de su corazón, él también sentía una inmensa necesidad de
dar algo de sí a Jesús y la Virgen.